Aquella penúltima semana de abril de 1999 pateaba las calles de Katmandú, de Patán o de Bhaktapur con los ojos abiertos como platos ante su impresionante patrimonio y su paisaje de ensueño; abrumada por su belleza pero sobresaltada e indignada por la miseria y el abandono en el que vivían la mayoría de sus habitantes. Sin tener nada o menos que nada, la gente era amable, hospitalaria, tranquila; dueña de ese rictus pacífico y paciente que tienen todos aquellos que creen que los dioses también existen.
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La entradilla, cambiando los nombres de las ciudades, se podría aplicar a más de la mitad de los países del mundo