Todo autor entabla una polémica agonística con su lector, atajando, arrinconando, desarmando sus objeciones hasta no dejarle otra salida que aceptar el armisticio. Paradójicamente, la estrategia de esa lucha obliga al autor a renunciar en el proceso a su victoria a tantas cuotas de criterio que la paternidad del discurso de la obra habría que asignarla finalmente a su oponente derrotado: el lector imaginario.