Aquel día perdimos la mañana en Blancas, donde nada se nos dijo de la localización del fortín de Torregabasa, ni aun de su existencia; aunque fuimos cumplidamente informados de algunos episodios de la guerra civil, de los años duros del franquismo y de los actuales destinos y empleos de los hijos de dos ancianos que concedieron darnos pormenorizada respuesta a todo aquello que no les preguntamos. A la tarde y ya en Ojos Negros visitamos las minas de hierro y el poblado minero abandonado, luego el torreón exento y restaurado de un castillo del siglo XIV, y enfrente un hermoso molino de viento sobre un otero vigilante al pueblo. Una vez abajo, en el casco urbano, cuando al fin nos decidimos a preguntar por nuestras cosas acudimos a una gente que charlaba a los pies de un monumento, del que enseguida conocimos que fue erigido por el municipio en memoria a un artista extranjero que antaño visitó la zona, y también supimos de la oposición del cura y de otras cosas relativas a un cuñado del alcalde. Pero nadie allí nos dio razón de los celtíberos ni de las ruinas de Torregabasa.
Así las cosas nos aventuramos a buscar aquellos restos por el campo, y recorrimos ramblas y caminos atentos a cualquier montón de piedras que pudiera decir algo. De tal nos asomamos a espigones, ascendimos a oteros, nos acercamos a casetas y corrales, visitamos parideras y majanos, y ya a la nona o décima incursión pudimos finalmente gozarnos del triunfo. Ante nosotros teníamos las ruinas de Torregabasa, los restos mejor conservados de aquella serie de fortines-fundición propios del territorio minero de la Celtiberia oriental. Se trataba en este caso de una estructura fortificada apostada sobre una pequeña elevación, ceñida por una rambla y enclavada en la extensa llanura que media entre la Sierra Menera y el Jiloca. Son ruinas que remiten a un núcleo orientado a la metalurgia del hierro, uno de los centros de proceso del mineral extraído de las minas de Sierra Menera, lugar donde elaboraban los herreros celtíberos aquellas espadas cuya calidad y eficacia propiciaría su temprana adopción por las legiones romanas: el gladium hispaniensis.
Torregabasa conserva buena parte del aparejo de sillar ciclópeo de su turris, un muro formado con piedras cúbicas de corte regular y grandes dimensiones, donde algunas alcanzan 90 x 90 x 120 cm. Sobre este primer alzado habría de elevarse otro de adobe o argamasa, quedando finalmente rematada toda la estructura por una empalizada. Se le presumen al fortín de Torregabasa funciones de horno de fundición, almacén de hierros y granos y ocasionalmente refugio. Y apostamos por que en torno al mismo habría de diseminarse una serie de viviendas y fraguas que darían al conjunto el aspecto compacto de un poblado. Algunos investigadores, siguiendo a Burillo Mozota, consideran que estos núcleos metalúrgicos serían emplazamientos dependientes de las ciudades celtíberas de la línea del Jiloca, con las que habrían de enlazar mediante caminos terreros como el que aún se dibuja paralelo a la actual carretera de Ojos Negros, caminos que servirían de enlace tanto con el Jiloca como con el foco minero de Sierra Menera.
Por mi parte trataba de hallar allí sentado analogías al topónimo ‘Gabasa’, presumiendo para el mismo una procedencia antigua y desconocedor entonces de la existencia de una homónima Gabasa en la vecina provincia de Huesca. Recordé al efecto la ciudad que cita Ptolomeo entre los lusitanos surorientales: Kapasa, cuya reducción habría de caer hacia el límite Badajoz-Huelva-Sevilla, dentro de un territorio orientado como este a la actividad minera. También me vino a la memoria la epigráfica Res Publica Cabensium, junto a Campillos, Málaga, donde se documentan hornos de producción cerámica. Ambos topónimos recordaban a ‘Gabasa’ y ambos quedaban asociados a los hornos. Y a pesar de ser uno celtíbero e íberos los otros y antojarse así muy alejados para establecer su afinidad lingüística, recordé en auxilio de esa idea que esta zona celtíbera del Jiloca quedaría más tarde iberizada merced a la expansión del territorio sedetano, de tal que así pudiera… Y algo parecido me sucedió con la otra sugestión que me vino a la cabeza, ésta relativa al cuervo. Reparé que en toponimia actual contábamos al sur de Torregabasa con la población de El Cuervo, homónima a otra meridional (El Cuervo, Sevilla) donde se venía reduciendo una ciudad turdetana que compartiría raíz con nuestra ‘Gabasa’: Cappa, quién sabe si afectada por traducción semántica que la llevara a ‘cuervo’ o llegada ahí mediante simple decantación fonética. Reforzaba esta idea el considerar que el cuervo, ave abundante en el Jiloca, era por demás emblema del dios céltico Lugh, cuyo sosias autóctono Luguei figuraba asociado precisamente a un cuervo en el cercano santuario rupestre de Peñalba de Villastar… ¡próximo a El Cuervo de Teruel! «En fin, ¿quién sabe?», me decía observando el trasiego que se traían allí junto al fortín dos urracas a las que parecía importunar nuestra presencia.
Divagaba, sí. Y a medida que observaba las ruinas de Torregabasa recrecían a mi vista sus arrumbes, se alzaban de nuevo poderosos sus muros y se remataban las empalizadas, los hornos, paredes y techumbres de las casas. Aquí y allá se llenaban de gente los espacios, había hombres y mujeres, ancianos y niños, fundidores y herreros, arrieros, leñadores, burros, perros y unas cabras que saltaban por los techos de las casas adosadas al muro de la torre. De una de estas casas vi sacar a dos chiquillos sendos capachos de tierra que arrojaron luego a un terraplén junto a la rambla. Y no volvieron de vacío sino que repusieron sus capachos con otra tierra nueva que acercaron a la casa, donde ya esperaba un hombre reclinado que vertiendo los capachos sobre el suelo cubrió alguna cosa rellenando el hoyo. Cuando terminó de tapar el agujero y regó la tierra comprendí de inmediato que se trataba de uno de esos célebres cultivos de hierro celtíbero, aquel hierro de crianza que cortaba miembros y cabezas como tocino. Eso era lo enterrado, aquellas barras de hierro forjado que enterraban por un tiempo los celtíberos para fomentar su herrumbre, esas que después desenterraban para despojarlo de ella sometiéndolo a otra forja, las mismas que enterraban otra vez de nuevo por más tiempo. Así una y otra vez hasta reducir aquel metal a su núcleo más puro e inasequible al óxido.
Ajeno a nosotros, el poblado mantenía un discurso sostenido que aunaba el murmullo de la gente a los golpes de las fraguas, un concierto al que de forma ocasional concurría el rebuzno de algún burro, el reclamo de un cuclillo o el ladrido de los perros. Ese día vinieron a aportar también sus voces dos mineros que llegaban enojados increpando a gritos a su mula, bestia que por el estado deficiente de su carga me hizo sospechar que aún cobraba en azotes e insultos algún traspiés que sufriera de camino, tropiezo o espantada que acaso ocasionara el derrame de la carga y el esfuerzo en reponerla. Y así se fue focalizando por un rato la voz de aquel poblado, y pude oír después la pelea estridente de tres perros, gritos de chiquillos, risas convulsivas de mujeres y graznidos de algún cuervo. Y cuando ya sonaron las notas venerables de una sonata de Bach los demás sonidos huyeron aterrados como si tal fuera una alerta de acontecimientos pavorosos. Era el móvil de Carmela y yo apenas pude despedirme de los restos de aquel mundo en espantada.