Ese agregador socioeconómico no puede quedar tan solo reducido, de nuevo, a un conjuro esotérico donde se recuperen las expresiones y la imaginería de clase del siglo XX, del trabajo industrial, sino a las formas actuales en las que la precariedad se expresa mediante la indeterminación. Hoy casi nadie está a salvo, hoy casi nadie puede hacer planes a largo plazo, hoy todo lo que nos contaron como seguro es casi un lujo al alcance de muy pocos, hoy el trabajo está tan desregulado que ya no se distingue lo que es jornada laboral y tiempo de producción. Hoy no importa tanto decir clase trabajadora como que esa clase se perciba a sí misma como aquellos desposeídos de su propia capacidad de conducir su vida por los senderos que desean, aun siendo por unos muy limitados.
Teniendo la iniciativa en el juego y el estilo, nos hace falta el horizonte, el qué es lo que se quiere ganar, pero también a qué se puede aspirar. Si el objetivo es la permanencia —y ahora la izquierda es todo lo más que puede permitirse— es absurdo hablar de la grandilocuencia de la revolución, del cambio total de paradigma económico. Sí es posible, por contra, apelar a un sencillo programa de mínimos como el que Jeremy Corbyn está postulando en Reino Unido: trabajo, salud, educación, transporte, energía, seguridad y banca pública. No como la resistencia en las ruinas del Estado del bienestar, sino como la ofensiva for the many, not the few.