El cine bélico tiene su punto. Hay algo en el desarrollo de la acción que nos pone a mil: desembarcos a tumba abierta en playas ocupadas por enemigos, soldados reventados que te salpican con la vida recién perdida, duelos en las alturas entre aviones que se buscan la cola los unos a los otros, fuego artillero batiendo trincheras fangosas que son el preludio de la tumba... Un largo etcétera de episodios violentos que elevan nuestros niveles de adrenalina a la par que hacen menguar la provisión de palomitas. Lo bueno es que, una vez acabada la sesión, se encienden las luces de la sala rompiendo el hechizo de una realidad fingida y devolviéndonos a nuestra vida ordinaria sin un solo rasguño.
A veces, sin embargo, la guerra no es un episodio de hora y media en la pantalla sino la realidad palpable de muros abatidos y la perspectiva, más que probable, de dejarse el pellejo a la vuelta de cualquier esquina sobre un camastro de escombros y ferralla. Es el caso, sin ir más lejos, de Ucrania. Vaya tela. Apenas hemos dejado atrás la maldición del coronavirus cuando nos despertamos a una pesadilla en la que, de nuevo, el filo de la guadaña dibuja un arco mortal sobre nuestras cabezas. Por ahora, las violencias nos duelen en cuerpo ajeno, lo que no quita para que el triste espectáculo al que estamos asistiendo nos resulte igualmente brutal, desolador, inhumano y bárbaro. La guerra, tal como la vemos en los medios minuto a minuto es un ejercicio sin épica que somete las ciudades a un plano raso y convierte cada palmo de suelo en un cementerio improvisado para inocentes a los que la muerte les adelanta su hora.
Visto desde ese prisma, resulta lógico que nadie quiera la guerra. Ni los ucranianos, ni los rusos, ni nadie. Ni siquiera Putin, me digo. Y quiero confiarme a esa esperanza desde la presunción, no exenta de recelos, de que no estamos en presencia de un enajenado al que le ponga palote dejar las urbes reducidas a barbecho, si bien los casos de Kiev, Mariúpol o Járkov parecen demostrar lo contrario. Con todo, sigo concediendo a regañadientes que Putin no es un lunático metido a cafre ni un cafre desahogándose en la piel de un lunático. ¿Entonces? ¿Cómo explicar la exhibición de músculo y vesania con la que ha decidido castigar a sus vecinos? En mi opinión, la razón principal de la conducta del presidente ruso estriba en que, siguiendo el hilo de un relato histórico forjado en la escribanía de un falsario, considera que "los rusos y los ucranianos son un solo pueblo, un todo único", lo que le otorga, según parece que entiende, derecho de enmienda sobre el statu quo actual a fin de volver a la situación de antaño, cuando los habitantes de los territorios que forman la hodierna Ucrania le besaban las puntillas de las enaguas a Catalina la Grande. Pero Putin, sobra decirlo, no puede mover las rayas que dibujan el marco de su país sobre el mapa, ni retrotraer los fundamentos de la nación rusa hasta el medievo sin faltar a la verdad histórica. Pero eso es justo lo que pretende, lo cual me lleva a la siguiente reflexión: no hay nada más peligroso que un nacionalista acérrimo reclamando fronteras en virtud del cuadro dibujado por un pretérito perfecto que siempre juega a su favor. Llevado de su intransigencia, y poniendo siempre por delante el bien supremo de la patria, considerará lícito dejar a un lado cualquier tipo de escrúpulo moral para confiarse a la tarea de eliminar a todo aquel que se obstine en estorbar su proyecto sacrosanto.
Putin pertenece a esa ralea de gente y supone un inmenso peligro porque le suma a una ideología, ya de por sí perniciosa, la posesión de un arsenal nuclear con el que podría, puesto a las bravas, desencadenar un holocausto de proporciones bíblicas que convertiría la tierra en una yincana para las cucarachas. La historia del siglo XX nos advierte contra tipos de su misma catadura; todos ellos dejaron una estela de destrucción y muerte a su paso. De momento, él, por cumplir el expediente que lo acredite en el gremio, ha desatado todas las furias sobre Ucrania a fin de rendirla a la fuerza y dejarla a su merced. Luego, una vez logrado su objetivo, ¿quién sabe? Todo indica que tiene hambre de más y que, si le damos cancha, podría volver a las andadas en otra parte. Por eso resulta necesario encontrar el modo de detenerlo sin pasar a mayores y sin dejar a Ucrania abandonada a su suerte. Difícil ejercicio de ponderación que nos obliga tanto a probar sus límites políticos y morales como a valorar la firmeza de nuestra unidad y nuestros principios. La cosa pinta fea; de aquí a dos días, si fallamos en el cálculo de los riesgos, podríamos vernos inmersos en una guerra total. Como suena. Y, mientras tanto, Putin, a su bola, sigue enviando nuevos peticionarios de asilo a las puertas mismas del más allá sin respetar civiles ni distinguir entre mayores y niños.
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