Rabaul. Vivir entre cenizas

A finales del siglo xx, la ciudad de Rabaul, situada al noreste de Papúa Nueva Guinea, fue arrasada por una erupción volcánica. Los volcanes Vulcan y Tavurvur aunaron sus fuerzas y se pusieron de acuerdo para explotar al unísono, asolando por completo la ciudad.

Casas, vehículos, edificios públicos y el aeropuerto fueron sepultados bajo una nube de polvo y cenizas que transformaron el lugar en inhabitable de la noche a la mañana.

Nunca dejará de sorprenderme la fuerza de la naturaleza, pero aún me sorprende más la capacidad del ser humano para adaptarse a esos cambios caprichosos sobre los que no tiene ningún control. Un ejemplo de ello son los papúes que habitan en esta remota zona del Pacífico. Rostros de piel oscura y cabellos rubios, miradas hurañas y un tanto impenetrables y bocas de color sangre debido a las nueces de betel, que adquieren una coloración roja intensa en contacto con la saliva y con un polvo ingerido junto con la nuez. Tras esa primera barrera de desconfianza se esconden gentes amables, ávidas de pronunciar unas pocas palabras en inglés.

Rabaul es la única ciudad del mundo enclavada en la caldera de un volcán, con seis conos a su alrededor. No es de extrañar, por tanto, que las erupciones volcánicas sean algo más que un hecho esporádico. Se han registrado diversas a lo largo del siglo xx, pero fue quizás la del 19 de septiembre de 1994 una de las más poderosas. Antes de ese fatídico día, Rabaul era el principal centro comercial de Nueva Bretaña, en el archipiélago de las Bismarck. Su mercado era el más importante y la mayor parte de habitantes se concentraba en esta zona de la bahía. Cuando los volcanes comenzaron a vomitar sus entrañas, los habitantes de Rabaul huyeron despavoridos y corrieron a refugiarse en Kokopo, al otro extremo de la bahía. En esa ocasión, la lluvia de cenizas alcanzó los 75 cm de espesor, con lluvias fuertes y lodo que, al solidificarse, se convirtió en una dura costra pétrea. Afortunadamente, las pérdidas humanas fueron mínimas —tan solo cinco personas— gracias a la rápida evacuación propiciada por las alertas de los vulcanólogos tras sentir varios temblores.

En aquel entonces, el Vulcan se tomó un respiro y cesó su actividad a finales de octubre. No hizo lo mismo el Tavurvur, que continuó lanzando rocas al cielo y ríos de lava hasta el mes de abril siguiente. Fue entonces cuando los habitantes comenzaron a regresar a su ciudad, dormida bajo la ceniza.

Este volcán achaparrado, de poco más de 600 metros de altura, compensa su baja estatura con una enorme fuerza interior que exhala por la boca en forma de columna de humo y que se eleva varios kilómetros hacia el cielo. Los papúes se han acostumbrado a él, a sus rugidos intermitentes, a un cielo azul oculto bajo una nube blanquecina. Los perfiles de las casas, edificios y personas comienzan a desaparecer muy rápidamente mientras los coches tratan de abrirse paso entre la espesa niebla. Y es que, aunque parezca mentira, la vida continúa en Rabaul: las gentes con sus puestos en los mercados, las tiendas abiertas y los coches circulando junto a una señal apenas visible en mitad de la carretera que alerta de la baja visibilidad. ¡Qué paradoja! La calzada está casi perennemente cubierta por un fino polvo gris que se filtra por todos los resquicios del vehículo. En pocos metros, la luz desaparece casi por completo. La respiración se hace dificultosa y los ojos pican bajo los efectos de la nube de cenizas.

El aspecto de la ciudad es de absoluta desolación. Las personas que siguen su camino parecen espectros que se perfilan entre la nube gris. Las cenizas y el polvo se pegan al cuerpo como un parásito, pero la vida de los papúes sigue adelante. Uno no puede evitar preguntarse cómo es posible vivir entre cenizas, pero los papúes son tajantes al respecto: esto es así un día tras otro, semana tras semana y año tras año. Lo único que cambia es la intensidad y la altura de la columna de humo, que se inclina en una dirección u otra en función de dónde sople el viento. Sin embargo, parecen acostumbrados —o quizá resignados— a vivir en esas condiciones, junto a la montaña de fuego, vigilantes por si su ira se desata de un momento a otro. Mientras tanto, solo queda esperar que la naturaleza decida el futuro de quienes han nacido en esta hermosa tierra y han echado unas raíces que jamás serán sólidas.

María Eugenia Santa Coloma