Rebatiña de civilizaciones

Lepanto es un golfo griego, estrecho y largo, en cuyas aguas tuvo lugar una batalla famosa que dejó una pila de muertos -unos ahogados; otros no-, un manco ilustre y un fondo marino sembrado de pecios. Traigo el argumento a estas líneas porque, este año, se cumple el 450 aniversario de la cosa, y VOX, que siempre anda a la búsqueda de efemérides con las que regalarse una alegría, ha presentado en el Congreso, aprovechando la ocasión, una propuesta para que el gobierno impulse una batería de medidas que se fijan como meta dar pábulo al conocimiento de aquel hito histórico.

A los Abascales & Cia se les pone cuerpo de jota rememorando aquella “victoria cristiana sobre el Islam” que mandó a miles de hijos de Mahoma a servir como pasto de los marrajos. Ellos se sienten los herederos legítimos de los vencedores y, por eso, buscan seguir zumbándole la badana, aunque sea en el terreno simbólico o ideológico, a cualquiera que asome la calva con un Corán en la mano. Rodríguez Zapatero propuso en su día aquello de la alianza de Civilizaciones, que era un ingenio retórico de vuelo corto, pero animado, al menos, de buenas intenciones. VOX le ha dado la vuelta a la idea y nos propone la rebatiña de civilizaciones, una especie de reverso de la fuerza que nos anima, como españoles, a mirar con inquina a quienes rezan mirando a la Meca. Lo cual explica, ahora que caigo, la actitud beligerante que adopta ese partido en la ciudad de Ceuta contra aquellas formaciones políticas que se muestran sensibles o proclives a las demandas de la comunidad musulmana. Todo se trata de dejarles bien clarito que los musulmanes viven de prestado en tierra hostil y que, en el solar patrio, los españoles de ley –siempre cristianos- se las han tenido tiesas con la morisma desde tiempos de don Pelayo.

VOX no concibe que un español se declare musulmán. “Español” y “musulmán”, en el diccionario con el que se manejan los dirigentes y simpatizantes del partido verde, son términos antitéticos, algo así como electrones que se repelen por naturaleza. VOX se incardina en una tradición decimonónica que defiende la esencia católica del alma nacional. Y de esa burra no se apean por más que les digan. Menos mal que la Constitución le cortó las puntas al viejo relato esencialista y le negó al nacionalcatolicismo militante, todavía en boga, el derecho de veto a la hora de repartir títulos de españolidad; lo cual, al parecer, tiene a muchos enervados porque, a fin de cuentas, no se hizo una reconquista de ocho siglos para acabar hermanándose con los antiguos enemigos. Es evidente que existe todavía un amplio sector de población que ve con malos ojos, por ejemplo, que una musulmana como Fátima Hamed, abogada y diputada regional ceutí, se tenga por tan española -españolísima, diría yo- como el que más, incluido el propio Santiago Abascal; faltaría.

Las reflexiones que preceden venían a renglón seguido de lo de Lepanto, batalla naval del siglo XVI que a VOX le pone mucho. Quiere esa formación política, vuelvo a decir retomando el hilo por el inicio, que el estado se gaste un potosí en celebrar aquella victoria como dios manda, y, además, que la más alta ocasión que vieron los siglos, como la calificó Cervantes, no se quede sin comentario laudatorio en los libros escolares. El señor Abascal siempre anda quejoso porque, en su opinión, no se estudia en los colegios la Historia de España con el suficiente empeño. Tiene razón. No hay más que escucharle para caer en la cuenta del déficit que arrastramos en la materia. Yo me atrevo a proponerle que, a fin de salir del bache y dar ejemplo, se aplique un trago largo de su propia medicina; o sea, menos política y más Historia, no ya de España, que es un cachito que se queda cojo a solas, sino de la única verdadera: la Historia Universal. Nos evitaríamos vergüenzas como la del sábado pasado cuando, durante el transcurso de un acto organizado en Ifema, en Madrid, nuestro líder ultra hizo gala de lo que ignora, llegando a atribuir la obra de la conquista de América nada menos que a la nación española. Con dos cojones. Sobra decir que, en el siglo XVI, la “nación española”, tal como la concebimos ahora, ni siquiera estaba en ciernes. Pero eso él no lo sabe. Pena, penita, pena de hombre. Lo dicho: menos política y más Historia.

Contra lo que pudiera suponerse, los excesos retóricos del señor Abascal no son fruto de un arrebato ni de los delirios causados por una mala fiebre, sino el resultado de chutarse en vena una sobredosis de ese nuevo nacionalismo, un revival de morriones y picas, que no siente el menor sonrojo en proclamar como palabra de Dios las revueltas de un discurso rancio superado desde hace años por la historiografía. El caso americano, por seguir sobre lo mismo, resulta paradigmático de cómo se abre una brecha entre el conocimiento riguroso del pasado y la gestión que hace del mismo el nacionalismo a la hora de articular sus relatos identitarios. Tiene razón el historiador Pérez Vejo cuando señala que la memoria colectiva española ha reducido la presencia de España en América a una historia de descubridores y conquistadores. Para muestra el botón de VOX, que se empeña en blanquear los sepulcros de las glorias imperiales y misioneras sin conceder valor alguno al mundo indígena, que no fue otra cosa, tal como se ve desde el prisma de la formación ultra, sino la arcilla sobre la que los españoles dejamos la impronta de nuestro genio. Esas ínfulas de superioridad, que denuncian la existencia soterraña de alguna frustración adolescente, explican la soberbia con la que el señor Abascal se ha permitido dirigirse a Méjico, estado soberano desde 1821, para exigirle en términos conminatorios la limpieza de la tumba de Hernán Cortés. ¡Ole, ole y olé! Que se advierta que la madre patria todavía mea donde se le antoja. ¡Ojo al parche! Se perfila el duelo del siglo. López Obrador ya encontró su par en la otra orilla del charco: se llama Santiago Abascal, viste chupa de militroncho y no suma un sólo voto templando aguas.

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