La ciudad estaba bloqueada con controles policiales en cada entrada o salida para impedir la expansión de la enfermedad, pero no había fuerza capaz de impedir que se encontraran. Aquella noche, en la oscuridad y bajo una capa de niebla se dirigió hacia uno de los controles para adentrarse en la frondosidad del bosque poco antes de alcanzarlo. Atravesó la maleza con cuidado mientras a lo lejos aún se intuía el ir y venir de las sirenas de los vehículos y las linternas de los policías. No podía hacer ruido por temor a ser descubierta, y sin iluminación tropezaba una y otra vez mientras sufría latigazos de las ramas de los arbustos en su fina piel. Pero el sufrimiento valdría la pena.
Finalmente apareció unos 500 metros mas allá del control. A lo lejos aún podía distinguir entre la bruma a los agentes siguiendo su rutina. Tras la primera curva un coche aparcado en la cuneta le hizo señales y una figura reconocible salió. Corrieron el uno hacia el otro para acabar fundiéndose en abrazos, besos y lágrimas.
El amor triunfó.
La enfermedad también.