Gran Hermano empezó a emitirse (creo recordar) cuando yo estaba en la ESO y, a mis 35 años, sigue en antena. Mucha gente piensa que se creó porque Tele5 conoce bien a España y sabía que triunfaría. Otros piensan que se creó para atontarnos y evitar que pensásemos. Y otros creen que se creó para moldearnos el carácter todavía más.
Recuerdo que mi vecina de al lado lo ponía a todo volumen y, en los momentos de mayores gritos y peleas entre los concursantes o los contertulios, se reía ruidosamente. Más allá de lo soez, de lo vulgar, de las miserias de cada acémila que seleccionaban para concursar...lo que le volvía loca era el morbo de la pelea.
Observar una discusión acalorada supone, para muchos, el placer inmediato de saborear los golpes dialécticos (meros insultos y ordinarieces) que se lanzan los contrincantes. El gozo de imaginarse cómo evolucionará la cosa y si llegarán a las manos. El sentimiento de superioridad de ver a un payaso humillado para nuestro deleite (aunque el payaso se forre mientras nosotros no llegamos a fin de mes). En definitiva, disfrutar viendo cómo dos se insultan, nos envilece y embrutece, porque saca lo peor de nosotros y nos priva de un tiempo que podríamos dedicar a cultivar nuestra mente y nuestra sensibilidad. Y encima no nos damos cuenta de que (en el Gran Hermano y en la “política de Gran Hermano” de la que hablaremos después) las discusiones en cuestión son simple tongo, y sus protagonistas son actores que buscan hacerse millonarios con un teatro siniestro.
Ese envilecimiento fomentado desde la televisión, tiene impacto en todas las facetas de nuestra vida. Cuando ponemos la oreja en la pared para ver si nos enteramos de que la hija de la vecina se ha divorciado, y así nos sentimos un poco menos desgraciados (porque las desgracias ajenas nos dan la falsa sensación de estar por encima de la víctima, aunque sigamos igual de hundidos). Cuando ponemos las noticias deseando ver los momentos más salvajes del último combate de lucha libre en el Congreso. Idiotas de nosotros, nos creemos que quien más grita, increpa y promete dar su sangre por la bandera (obviamente mucho más importante que los millones de españoles en situación de pobreza) nos defiende mejor.
El Gran Hermano ha fomentado la cultura del marujeo, la necesidad de hurgar en la basura para encontrar el orgasmo, la envidia, la estupidez, la superficialidad y la convicción de que quien más grita es el que más razón tiene. Se ve en programas del tipo La Sexta Noche, cuyo principal atractivo para muchos son las bufonadas de Marhuenda y los alaridos de Inda. Se fomentan el grito y el insulto porque entretienen y evitan que la gente piense en lo importante: la propuesta política y las medidas específicas que cada partido defiende.
Quien grita, normalmente, lo hace para que nadie se fije en el fondo de su mensaje, porque sabe que si sale a la luz disgustará. Por eso una sociedad madura es capaz de dejar a un lado los teatros dialécticos y analizar lo que cada cual propone, porque serán esas propuestas las que tengan impacto en sus vidas. Porque los gritos no dan de comer ni corrigen las injusticias. Porque todos hemos visto infinidad de veces en la literatura o el cine, la figura del estafador que se da golpes de pecho diciéndole a su víctima “daria mi vida por ti, mataré con estas manos a quien quiera hacerte daño” mientras oculta en una bolsa las pertenencias que le ha robado.
Pero a las altas esferas les conviene un vulgo sediento de circo (ya ni siquiera de pan, sólo de circo) y por eso nos han vuelto adictos a los aspavientos y las voces, a la vez que han atrofiado nuestros cerebros para que sean incapaces de analizar sus propuestas.
Por eso quienes representan su propio Gran Hermano en el Congreso suben en votos mientras se oponen a todas las medidas sociales que se proponen para que el ciudadano medio y la nueva población en situación de pobreza debido a la crisis puedan subsistir. Por eso suben en las encuestas quienes representan la ruindad suprema de odiar y despreciar al que está todavía peor que nosotros mientras nos sometemos a los amos supremos que explotan a todos, aunando cobardía y bajeza igual que cuando nos alegramos secretamente de que el hijo de la vecina se ha quedado en paro porque el nuestro está cobrando 600 euros por 60 horas semanales de trabajo sin dar de alta. Porque el Gran Hermano nos ha lavado el cerebro.
Todo ello aparte de que no es casual el prototipo de concursante que elige el programa: analfabetos físicamente agraciados y dispuestos a sacrificar cualquier cosa por dinero y “fama”. El mensaje es claro: la felicidad está en un culo firme embutido en los últimos pantalones de marca. Y ese culo firme te abrirá todas las puertas para que puedas posarlo en el asiento de un coche de alta gama o en un colchón de diseño en el centro de un chalet de lujo. Consumo, placeres sensoriales que no requieran el menor esfuerzo intelectual, integración en la manada, renuncia a cualquier planteamiento ético, prostitucion continua para ir ascendiendo y preocupación por hacer en todo momento lo que se supone que debes hacer para tener todo lo anterior (siempre asumiendo tu estatus social y que consumir telebasura, comprarte algo de ropa y emborracharte los fines de semana ya implica una buena posición). Este es el modelo de ciudadano que nos han metido por los ojos y los oídos durante las últimas décadas, y que por desgracia está más que presente en la sociedad.