Hace un rato leí una discusión sobre el futuro de las personas mayores, en un contexto como el actual donde los hijos cada vez son más tendentes a meterles en residencias cuando no pueden valerse por sí mismos. Ciertamente hay casos en los que el cuidado del anciano no puede asumirse ni con un asistente doméstico, ni con el apoyo de su familia, y en tales supuestos no queda otro remedio que la residencia. Lo terrible es meterles allí cuando gozan de la suficiente autonomía para conservar su vida con la ayuda de una tercera persona. Y es síntoma de un problema más grave en nuestra sociedad.
Presión en el pecho, noches de insomnio rumiando pensamientos tenebrosos, percepción de que estás tan débil que podrías romperte, rabia e impotencia al ver (por ejemplo) el sufrimiento de un ser querido, o una parálisis difícil de vencer ante situaciones que te obligan a enfrentarte a amenazas importantes. O simplemente fastidio por tener que renunciar a cosas placenteras. Son sensaciones que se soportan mejor con el apoyo de otros, pero que en cualquier caso resultan muy desagradables y pueden llegar a herirnos profundamente, sobre todo cuando se prolongan en el tiempo y sabes que permanecerán por un largo periodo.
Son sensaciones que sufre quien cuida de un familiar enfermo o dependiente, o quien lucha por sus derechos contra alguien con muy mala leche y capacidad para destrozarle. Son sensaciones inevitables si queremos conservar nuestra humanidad, aunque desde no pocos altavoces se nos diga que sufrir no es una opción, y que debemos apartar de nuestra vida todo aquello que choque con una concepción radicalmente hedonista de la misma, desde la certeza de que algún día moriremos al enfrentamiento con quien pretende pisotearnos. Son sensaciones imprescindibles para no ser peleles sin alma. A diferencia de lo que se predicaba hace 100 años, el sufrimiento no santifica, y sólo un idiota o un masoquista sufriría gratuitamente. Pero hay situaciones en las que resulta imprescindible para construir cosas hermosas y esenciales. Tan hermosas y esenciales como la conquista de derechos o dar algo de luz a los últimos días de un padre.
Se da la paradoja de que, si no somos psicópatas, la huida del sufrimiento deriva en otra fuente de padecimiento emocional. Sacar (pudiendo evitarlo) a tus padres de su casa y meterles en una institución con enfermeros que tienden a hablarles y tratarles como si fueran niños (es una de las cosas que más grima me dan cuando tengo que ir al hospital o lugar análogo), lejos de todo lo que conocen, de su vida, su ambiente y su familia... genera un evidente cargo de conciencia. La solución que se nos propone es no pensar, mirar para otro lado y olvidar lo que hemos hecho. Como con tantas cosas ¿Que tu jefe te putea obscena e ilegalmente en el trabajo? Atrófiate las neuronas en tu tiempo libre en vez de plantarle cara. Una huida eterna hasta nuestros últimos días (que, si no nos suicidamos antes, también se darán en una fría residencia, obviamente).
Los ancianos merecen acabar sus días en su casa y con los suyos (salvo que, reitero, su nivel de deterioro obligue a ingresarles en una institución por ser imposible atenderles en casa). Es de justicia devolverles los años, el sufrimiento y el gasto económico que nos han dedicado para darnos lo que tenemos. La justicia es, por sí misma, una razón incontestable, pero si aparte mantenemos un vínculo afectivo con ellos, la idea de verles apagarse entre extraños debería representar otra razón de peso. Y sufriremos en el proceso, esto es innegable, pero la vida no puede concebirse sin sufrir por aquello que merece la pena. Quien no está dispuesto a hacerlo, acaba convertido en esclavo de sí mismo y de aquel que, siendo más fuerte o teniendo más capacidad para soportar el dolor, le reta a luchar contra él o someterse a sus deseos. Lamentablemente, este pánico al sufrimiento es uno de los principales hándicaps de nuestras sociedades, una rémora que nos envilece y nos vuelve pusilánimes...e indefensos ante los malos.