Imagine un brillante aprendiz de tenista, de diez años de edad, con todo un incógnito pero prometedor futuro por delante. ¿Qué es lo mejor —y al mismo tiempo lo peor— que le puede ocurrir? Sólo hay una cosa lo bastante poderosa y ambivalente, tan beneficiosa y a la vez tan perjudicial, como para cubrir los dos extremos del espectro: la fama. No llegó a lo que se dijo que llegaría, pero tampoco ha caído a donde parecía a punto de caer. Ha tenido tiempo de ser encumbrado, vituperado… y olvidado. Todo esto sin haber cumplido aún los 22 años.
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