Durante una visita a Italia, a los siempre curiosos Buckland les mostraron una mancha en el suelo de una iglesia en el lugar donde un santo había sido martirizado. Cada mañana, les dijeron, la sangre fresca se renovaba milagrosamente. Inmediatamente, William se arrodilló en el suelo y aplicó su lengua a la mancha húmeda. No es sangre, informó a sus anfitriones. El sabía exactamente lo que era: nada menos que orina de murciélago
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