En época de Felipe II, la diplomacia no podía distinguirse del espionaje puro y duro. El monarca español gastaba ingentes cantidades de dinero en sus agentes secretos y redes de espionaje. Los embajadores y diplomáticos disponían de permiso para sobornar, matar y conspirar, y se recurría hasta a los bufones para que tendieran su propia red de sistemas de escucha.
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