Que en la Iglesia católica exista una jerarquía de verdades entorno a la fe que se debe profesar, no es ninguna novedad. El Decreto sobre Ecumenismo del Concilio Vaticano II lo dejaba bien claro: “…hay un orden o "jerarquía" de las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana” (nº 11).
Vivimos en una sociedad democrática y plural, y por ello abierta a diversos órdenes morales. La jerarquía eclesiástica no puede imponer a todos los ciudadanos (católicos y no católicos) una moral única y exclusiva. Porque de hecho existen muchas formas de moral, incluso dentro de la Iglesia Católica (para entenderlo basta con echar la mirada hacia atrás y ver cómo su postura en ciertos temas ha ido cambiando a lo largo de la historia). Sigue AQUÍ...
No existe mayor soledad e ensimismamiento que la experiencia del dolor, bien sea moral o físico, aunque también es cierto que el dolor moral tiene muchas más ramificaciones hacia el otro que aquel que se padece en la carne de una frágil corporalidad. El dolor físico nos aísla del mundo, nos arrebata al exilio de la soledad y a la falta de comunicación, por ser personal e intransferible. Nadie se puede poner en el lugar del otro, cuando el dolor asola la finitud del hombre, apartándolo de todo aquello que lo rodea.
Que existan realidades distintas de inclinación sexual no es una cuestión de opinión. Seguir insistiendo, como lo hace la Iglesia Católica, que en la naturaleza sólo caben dos formas de sexualidad (la masculina y la femenina) es reducir la esencia del hombre a la genitalidad, cuando precisamente lo que distingue al ser humano de los animales no es el sexo sino su inteligencia o su corazón.
La dignidad de la persona se apoya en la libertad. Esta fue una de las grandes aportaciones del Concilio Vaticano II, con el decreto Dignitatis Humanae, a la Iglesia y al mundo entero. Sin embargo, todavía la Iglesia no ha asumido todas las consecuencias de este principio conciliar, porque sigue teniendo miedo a la libertad y a la razón. El Estado confesional es un enorme obstáculo para adherirse libremente a Cristo.
Sus palabras eran un torrente de verborrea desbocada, de sonidos encadenados entre sí, sin orden ni concierto. Así llevaba un buen rato que se me hizo infinito. Ni si quiera dejaba el lapso de tiempo suficiente para tomar aire y permitir que los oyentes dejaran decantarse los posos de sus verbos.