La tolerancia se ha convertido hoy en día en la reina de las virtudes. Toda discusión difícil termina en la actualidad con el diagnóstico irrevocable: “No eres tolerante”. Si la tolerancia es la capacidad de aceptación del otro abriéndonos a formas de vida y de pensar diferentes de las nuestras, entonces sí es una virtud. Pero a veces parece que sea una obligación impuesta por la conciencia colectiva de no hacerse juicios, es decir de no tener ninguna opinión sobre los comportamientos de los demás.
Perdón y comprensión no son dos actitudes equivalentes. La comprensión puede llevarnos a una cierta complicidad. Puede empujarnos a ponernos del lado del culpable que está fuera de la ley moral, considerando que lo que ha hecho no es tan grave. El perdón, y la misericordia no se oponen a la verdad. Al contrario, necesitan la verdad para que la víctima se sienta reconocida en su sufrimiento, y que el agresor tome conciencia de lo que ha hecho.
Vivir es despedirse, alejarse continuamente del presente, para convertirlo en pasado y arriesgarse a la aventura del futuro inesperado. Para avanzar se necesita ir ligero de equipaje, no sólo material, sino afectivo. Los amarres que se acumulan a lo largo de la vida terminan por anclarnos al pasado, impidiendo la aventura de abrirnos a la novedad que aún desconocemos.
La presencia de la Iglesia en el mundo pasa necesariamente por su encarnación allí donde el hombre vive, sufre y busca a Dios consciente o inconscientemente. No se comprende una Iglesia que discrimine al hombre por razón de su condición, poder adquisitivo, o clase social.
Cada día es más patente la ruptura entre lo religioso y la sociedad civil. Por muchos intentos de la Iglesia Católica por acercarse al mundo en el que vive inmersa, lo cierto es que la división cada vez es mayor y con pocas posibilidades de integrarse con la autoridad moral necesaria para dejar escuchar su voz. El mundo moderno dice que pasa de Dios y, sin embargo, tiene más sed que nunca de lo espiritual, porque ni la política ni la organización civil terminan de satisfacer el corazón inquieto del hombre actual.
Cuenta una antigua leyenda de los países nórdicos, que un espíritu procedente de una lejana galaxia del universo, vino a la tierra y se instaló en la región del Norte, en lo que hoy se conoce como la península escandinava, para repartir aquello de lo que los seres humanos no pueden prescindir: paz, amor, armonía y alegría.
El tema de Cristo Rey es una de las tradiciones más desconcertantes en la tradición bíblica y cristiana: Cristo es rey, pero reina desde la cruz. En tiempos de Jesús había muchas concepciones acerca del Reino de Dios. Los grupos nacionalistas identificaban el Reino de Dios con la restauración de la monarquía davídica, lo que significaba un enfrentamiento violento con los romanos. Jesús no asume nunca esta posición.
Después de los años de dictadura, la Iglesia española vio cómo el marco social y político en el que durante casi cuarenta años había estado unida al poder se desmoronaba, dando lugar a nuevas estrategias sobre las que apoyarse para influir política y moralmente en la sociedad. La actual situación está generando tres maneras distintas de hacerse presente, que son las que originan las diversas fricciones en las que la Iglesia se ve actualmente inmersa.
De los recuerdos de infancia que siguen encendidos en la cámara secreta y oculta de cada persona, la experiencia del miedo es posiblemente la que brille con más intensidad, pese al paso de los años. El miedo es más que un sentimiento, -casi siempre asociado a la inseguridad de la niñez-, se trata en realidad de la experiencia matriz que marca silenciosamente el devenir de nuestra historia.
Las dudas sobre el devenir de la Iglesia no han dejado de ser un interrogante para los de dentro y los de fuera. Son muchos los que piensan que la reforma de la Iglesia, en cuestiones de moral, gobierno, organización y teología, se hace tan apremiante a como ya ocurrió en vísperas del Concilio Vaticano II.
Que en la Iglesia católica exista una jerarquía de verdades entorno a la fe que se debe profesar, no es ninguna novedad. El Decreto sobre Ecumenismo del Concilio Vaticano II lo dejaba bien claro: “…hay un orden o "jerarquía" de las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana” (nº 11).
Vivimos en una sociedad democrática y plural, y por ello abierta a diversos órdenes morales. La jerarquía eclesiástica no puede imponer a todos los ciudadanos (católicos y no católicos) una moral única y exclusiva. Porque de hecho existen muchas formas de moral, incluso dentro de la Iglesia Católica (para entenderlo basta con echar la mirada hacia atrás y ver cómo su postura en ciertos temas ha ido cambiando a lo largo de la historia). Sigue AQUÍ...
No existe mayor soledad e ensimismamiento que la experiencia del dolor, bien sea moral o físico, aunque también es cierto que el dolor moral tiene muchas más ramificaciones hacia el otro que aquel que se padece en la carne de una frágil corporalidad. El dolor físico nos aísla del mundo, nos arrebata al exilio de la soledad y a la falta de comunicación, por ser personal e intransferible. Nadie se puede poner en el lugar del otro, cuando el dolor asola la finitud del hombre, apartándolo de todo aquello que lo rodea.
Que existan realidades distintas de inclinación sexual no es una cuestión de opinión. Seguir insistiendo, como lo hace la Iglesia Católica, que en la naturaleza sólo caben dos formas de sexualidad (la masculina y la femenina) es reducir la esencia del hombre a la genitalidad, cuando precisamente lo que distingue al ser humano de los animales no es el sexo sino su inteligencia o su corazón.
La dignidad de la persona se apoya en la libertad. Esta fue una de las grandes aportaciones del Concilio Vaticano II, con el decreto Dignitatis Humanae, a la Iglesia y al mundo entero. Sin embargo, todavía la Iglesia no ha asumido todas las consecuencias de este principio conciliar, porque sigue teniendo miedo a la libertad y a la razón. El Estado confesional es un enorme obstáculo para adherirse libremente a Cristo.