Existe una técnica retórica que ha colonizado el debate público español y que resulta tan efectiva como intelectualmente deshonesta: convertir propuestas políticas específicas y discutibles en "derechos humanos innegociables". Podemos, Sumar y formaciones similares han elevado esta estrategia a forma de arte. Y es hora de desmontarla.
El mecanismo es simple pero letal para el debate democrático. Primero, identifico mi agenda política con un valor universal. Segundo, declaro ese valor innegociable e invoco su carácter de derecho humano. Tercero, cualquier discrepancia ya no es desacuerdo político legítimo, sino ataque a la dignidad humana. Cuarto y último, debate clausurado y disidentes moralmente descalificados.
Veamos cómo opera esta falacia en casos concretos. Nadie sensato niega que el acceso a una vivienda digna es importante. Pero observemos la alquimia que se produce con el llamado derecho a la vivienda. Partimos de un principio general legítimo: las personas necesitan un lugar donde vivir dignamente. Pero mediante una mutación política, ese derecho pasa a significar intervención de precios, requisas y control férreo del mercado de alquileres. La consecuencia es que si propones liberalizar suelo, reducir impuestos a la construcción o agilizar licencias, ya no estás discutiendo política habitacional. Estás negando un derecho humano. El resultado práctico lo vemos en Barcelona y otras ciudades con control de alquileres, donde la oferta de vivienda en alquiler se reduce. Pero cuestionar la política es presentado como cuestionar el derecho mismo.
Con la inmigración sucede algo similar. Del principio legítimo de tratar con dignidad a las personas, pasamos a una mutación donde cualquier regulación migratoria, cualquier debate sobre capacidad de integración o análisis de sostenibilidad del estado del bienestar equivale a discurso de odio y negación de derechos. El resultado es la imposibilidad de discutir problemas reales como la integración cultural, la presión sobre servicios públicos o la competencia en segmentos laborales específicos sin ser tachado de xenófobo.
En las políticas de género e identidad ocurre lo mismo. Del principio legítimo de no discriminar a las personas por su orientación o identidad, saltamos a leyes específicas con implicaciones jurídicas complejas que incluyen inversión de carga de prueba y redefiniciones legales, y que se vuelven incuestionables. Juristas, feministas clásicas o ciudadanos con preocupaciones específicas son silenciados como transfóbicos o machistas.
Esta táctica comete varios errores lógicos simultáneos. Primero, una falacia de autoridad al invocar los derechos humanos para evitar argumentar el mérito de políticas concretas. Segundo, una definición expansiva que infla conceptos amplios hasta hacerlos significar exactamente tu programa político específico. Tercero, un falso dilema: o estás con mi política concreta, o niegas derechos fundamentales, sin término medio posible. Y cuarto, el envenenamiento del pozo al descalificar moralmente al oponente antes de que argumente, imposibilitando el debate racional.
Lo más preocupante no es solo la deshonestidad intelectual, sino sus consecuencias prácticas. Se produce una infantilización del debate público, porque si todo son derechos humanos innegociables, los ciudadanos no son llamados a pensar compensaciones complejas, solo a elegir el lado correcto de la historia. Se erosiona la libertad de expresión, no mediante censura formal, sino mediante el terror social a ser tachado de fascista, racista o negacionista de derechos. Se hace imposible la corrección de errores, porque cuando tus políticas fallan nunca puedes admitirlo, pues eso sería ceder terreno a los enemigos de los derechos humanos. Y se genera una polarización extrema, porque si yo defiendo derechos humanos y tú los cuestionas, no hay espacio para el desacuerdo civilizado, solo para la guerra moral total.
¿Cómo podemos avanzar sin caer en estas técnicas de eliminación del debate? La primera alternativa es separar principios de políticas. Podemos estar de acuerdo en que las personas merecen vivienda digna, y aun así defender políticas diferentes: control de alquileres, liberalización de suelo y agilización de licencias, o subsidios directos a inquilinos. Las tres intentan abordar el principio, y podemos debatir cuál funciona mejor sin que dos de ellas sean automáticamente negación de derechos humanos.
En segundo lugar, debemos exigir evidencia en lugar de fervor. Hay que sustituir el "esto es un derecho humano" por "esta política logra este resultado, medido así, con estas consecuencias". El debate se vuelve entonces empírico, no teológico. Es fundamental también reconocer que toda política tiene costes y compensaciones. Admitirlo no es cobardía, es honestidad. El control de alquileres puede proteger a inquilinos actuales pero reducir la oferta futura. Eso es una compensación legítima que merece debate franco, no un pecado moral.
Necesitamos recuperar la discrepancia como virtud democrática. Una democracia sana necesita que ciertas políticas sean cuestionadas duramente, incluso y especialmente las presentadas como moralmente obvias. El consenso forzado es el enemigo del progreso real. Y debemos distinguir entre derechos y deseos. No todo objetivo deseable es un derecho humano. Esto no degrada el objetivo, simplemente lo sitúa en su lugar adecuado: el ámbito de lo políticamente debatible, donde ciudadanos libres pueden discrepar sobre medios sin convertirse en enemigos morales.
La paradoja final es que los derechos humanos reales, empezando por la libertad de expresión, se protegen mejor cuando no permitimos que sean secuestrados como arma de guerra política. Podemos defender la dignidad humana, la solidaridad y la justicia social, y simultáneamente exigir que las políticas concretas se debatan con rigor, evidencia y apertura al desacuerdo. La alternativa, el consenso impuesto mediante chantaje moral, no nos hace más humanos. Nos hace más estúpidos, más sectarios y finalmente menos libres.
Un debate auténtico no niega valores fundamentales. Los toma lo suficientemente en serio como para discutir honestamente qué políticas los realizan mejor. Todo lo demás es teatro moral que disfraza de profundidad lo que en realidad es cobardía intelectual. Los derechos humanos son demasiado importantes como para dejarlos en manos de quienes los usan como escudo contra el pensamiento crítico.
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