El streamer

Era martes por la mañana cuando descubrí el canal. Barcelona despertaba con esa luz grisácea que caracteriza a las ciudades mediterráneas en decadencia, mientras yo navegaba por Kick con la misma desesperación metódica con la que otros buscan pornografía o noticias sobre el fin del mundo.

El algoritmo me condujo hasta él. Seiscientos espectadores contemplaban en tiempo real la descomposición química de un ser humano. El chat fluía con velocidad obscena: corazones, emojis de llamas, y sobre todo, donaciones. Cinco euros, diez euros, veinte euros. Cada ping sonoro era una inyección de capital en las venas del capitalismo terminal.

La cámara enfocaba una habitación que podría haber sido la de cualquiera: silla gamer, latas de bebida energética, paquetes de tabaco. Pero era el sonido lo que convertía aquello en espectáculo digno del Coliseo digitalizado. Cada inhalación amplificada por el micrófono con precisión técnica. El crujido del papel de aluminio, el chasquido del mechero, la respiración entrecortada que seguía. "Bueno, peña."

Los espectadores no venían por entretenimiento. Venían por algo más primitivo: el placer sádico de contemplar la autodestrucción ajena desde sus hogares climatizados. Era voyeurismo puro, despojado de pretensión moral. Al menos los reality shows mantenían la farsa del "entretenimiento". Aquí no había máscaras.

"Vamos peña, que alguien le pase sesenta para otro bocata de pollo", escribía DarkDestroyer88. La gamificación de la muerte en directo. Habíamos convertido la agonía en contenido monetizable, en métricas, en engagement. El streamer llevaba sesenta y dos horas conectado según el contador automático. Había consumido ya diecisiete gramos de cocaína en base.

Pensé en llamar a la policía, pero ¿para qué? Estaba presenciando el funcionamiento perfecto del sistema. Un hombre se destruía voluntariamente mientras otros pagaban por observarlo. Era capitalismo puro: oferta, demanda, y la mano invisible dirigiendo el espectáculo hacia su conclusión lógica.

La diferencia con un snuff movie era solo la interactividad. Los espectadores influían en el ritmo de destrucción mediante donaciones. Democracia participativa aplicada a la muerte. Cada euro era un voto a favor de acelerar el proceso.

Durante la cuarta hora comprendí que yo también formaba parte del mecanismo. Mi presencia incrementaba las estadísticas de audiencia. Era cómplice por proximidad digital. El simple acto de mirar constituía participación en aquella liturgia capitalista de la aniquilación.

La tecnología había eliminado la última barrera entre espectáculo y realidad. No era teatro ni ficción. Era un hombre destruyéndose en tiempo real mientras el mundo lo contemplaba con la misma pasividad de una serie de Netflix. La única diferencia era que aquello no se podía pausar.

Barcelona seguía ahí fuera, con turistas fotografiando la Sagrada Familia y oficinistas tomando café, ignorante de que en algún piso se desarrollaba la metáfora perfecta de nuestra época: un individuo atomizado monetizando su destrucción para una audiencia global de otros individuos atomizados que habían encontrado en la contemplación de la muerte ajena el último entretenimiento posible.

Al final, cerré la pestaña. No por horror moral, sino por aburrimiento. Incluso la autodestrucción en directo se vuelve repetitiva cuando la conviertes en contenido. El algoritmo, impasible, me sugirió inmediatamente tres canales similares.