Olivares dolidos de Jaén

Apenas deja uno atrás las quebradas de Despeñaperros y se interna en antiguas tierras de la morisma, los olivos dibujan sobre la piel de la tierra un paisaje a rayas que tiene mucho de industrioso y poco de campo bravío. En Jaén, se han pasado sus buenos siglos poniendo olivos a poco que hubiera suelo y trabajándolos, como aprendió cada cual de sus mayores, para obtener un fruto que, luego, a fuerza de prensa e hilando fino con alquimias de ritmo lento, da lugar a ese aceite virgen extra que se viste de verde y oro cuando lo embotellan. La memoria no da para echar cálculos del tiempo que llevan los naturales de por allí afanándose en esa tarea. Siglos enteritos y un buen pico, sin exagerar, incluyendo en la cuenta un cambio de era al que le pilló la cosa ya adelantada. Tanta labor, como no podía ser de otra manera, ha dejado su impronta en el paisaje, conformándolo según los patrones de una agricultura que pide escuadra y cartabón para tirar líneas; también en los olores, que le imponen al entorno fragancias no siempre delicadas; lo digo mayormente por el alpechín o jalima, claro, un residuo líquido de color negruzco, derivado del proceso de producción del aceite, que huele a pestes más que a rayos, sobre todo cuando aprieta el calor. 

Otra cosa tiene el olivo que no lo favorece: su mala sombra. Penita da verla. Y todo por culpa de una copa desmadejada que no acierta a cerrarle al sol las vías de las que se sirve para cumplir su aspiración de tocar suelo. De resultas, los rayos del astro rey se filtran a través de las hojas, como dardos, dejando flechado, igual que a un san Sebastián, a todo cristiano al que se le ocurra, que ya es ocurrencia, protegerse de la chicharrera bajo la arboladura de sus ramas. Le falta a la sombra del olivo, raquítica y despeluchada, lo que le sobra a la del castaño, o sea, unas apreturas que no le dejen resquicios al Lorenzo para andarse con juegos. Por ese motivo el castaño resulta un árbol muy propicio para combatir las calorinas estivales mientras el olivo se queda corto en esa misma tarea. No podemos pedirle al pobre imposibles. Ya resulta un milagro que soporte sus penas sin quebrarse, porque bajo la corteza le bulle un fondo de mucho tormento que lo lleva a retorcerse como un ángel caído. Esa es la razón por la que, cuando lo ponen a formar filas dentro de una hilera, crece echando los brazos al cielo con mucha desesperación y aullando un quejío silencioso, que, de tener voz, cantaría por martinetes o seguidillas. Su alma leñosa es toda ella un ovillo de nudos y escorzos que mezcla la savia con el reconcomio de soportar, año tras año, que le devuelvan los favores de su prodigalidad bajándole la carga a palos.

La cosa viene de antiguo porque el olivo, ahí donde lo vemos, es un árbol milenario cuyo origen, que sabemos antediluviano gracias al relato de Noé, no se ha visto libre de adornos literarios que dejan siempre en el tintero, queriendo o sin querer, cualquier mención al inicio de los maltratos. Allá por el siglo V a. C., en el Ática y aledaños se creía a pies juntillas, o eso daban a entender sus naturales a los forasteros, que el olivo lo había introducido en la región la mismísima Atenea, divinidad olímpica a la que le distinguían, entre otras cualidades, sus refrenos de puritana. El relato continuaba diciendo que los lugareños, por agradecerle a la diosa un regalo que les abría las puertas del comercio internacional y de la alta cocina mediterránea, decidieron proclamarla oficialmente su patrona así como ponerle al poblachón de calicanto y barro que habitaban el nombre de Atenas en su honor. Al menos eso dice la leyenda, a la cual, como al resto de fábulas y hablillas de la Grecia clásica, hay que concederle el crédito justo porque es bien sabido que los homeros y los hesíodos de antaño cargaban cualquier tontuna con tintes mitológicos para tirarse el pisto de poetas ante sus enemigos persas, ¿o no eran persas, todavía, sino una purrela de pueblos bárbaros?

En realidad, tanto da que da lo mismo que los tales fueran persas, tirios, troyanos o bárbaros del infierno porque, en Jaén, que es el epicentro por dónde comenzaron y siguen mis divagaciones, el común no se ocupa de movimientos de pueblos rayanos con la prehistoria ni se alarga contando milongas sobre diosas vestidas con peplum. Ya tienen bastante con ocuparse de lo suyo, principalmente del olivar, que es un bien inestimable al que hay que tratar con mucho arte arreándole las tundas justas a su debido tiempo para aliviarlo de peso y volverlo a su ser. Más de uno se ha dejado los lomos en esa tarea lo mismo que otros han sudado la gota gorda en el afán de agrandar el patrimonio olivarero poblando con un sinfín de plantones tanto las cuestas de los cerros como el fondo de los valles. El esfuerzo ha merecido la pena y gracias al olivo el espacio jienense -Despeñaperros abajo- viste hoy una piel verdeoliva que se extiende en todas direcciones otorgándole al paisaje hechuras de tierra próspera y amena.

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