La prolepsis: cuando los poetas predicen su propia muerte

No son pocas las culturas que trataron a los poetas como videntes. En el mundo celta, el bardo tenía una autoridad real: aconsejaba a los reyes, realizaba rituales para obtener visiones y estos actuaban en consecuencia. Ese aire oracular siempre ha estado presente en la literatura anglosajona; William Blake (1757–1827) es un ejemplo clarísimo, como también lo es W. B. Yeats (1865–1939).

La literatura española, al tener una base mucho más sólida —la tradición grecolatina—, nunca necesitó acudir al mito para explicar la realidad. Siempre se entendió que Orfeo, dios de los poetas y oráculo, no era más que un objeto estético, una figura literaria, no real.

Sin embargo, no han sido pocos nuestros poetas que, de manera sorprendentemente precisa, adelantaron su propia muerte. En 1931, Lorca termina su obra teatral Así que pasen cinco años, donde, como en gran parte de su producción, la muerte es el tema central. Exactamente cinco años después, Lorca era fusilado bajo un olivo en Víznar, Granada, y su cuerpo, presuntamente enterrado en una fosa común, aún no ha sido encontrado.

El 31 de diciembre de 1906, Unamuno escribe el poema Es de noche, en mi estudio, perteneciente al poemario Poesías. Así culmina el poema:

Tiemblo de terminar estos renglones

que no parezcan

extraño testamento,

más bien presentimiento misterioso

del allende sombrío,

dictados por el ansia

de vida eterna.

Los terminé y aún vivo.

Nochevieja de 1906

Treinta años más tarde, en la nochevieja de 1936, Unamuno moría en su domicilio, donde estaba confinado, supuestamente tras una discusión con el falangista Bartolomé Aragón.

Pero, sin duda alguna, la prolepsis más bella y al mismo tiempo más triste de la literatura española es la que escribió Antonio Machado en el poema Retrato, de su Campos de Castilla. Así termina el poema:

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

Antonio Machado anticipa el que sería su último viaje: el del exilio. En su huida, Machado tuvo que abandonar el coche en el que viajaba junto a su madre, dejando también sus maletas atrás. Enfermo de neumonía, cargó con su madre durante el camino. Moriría al día siguiente, un miércoles de ceniza, con lo puesto, “ligero de equipaje”, como los hijos de la mar.

España nunca necesitó bardos que pronosticasen el futuro. Bastaban los ojos, los oídos y la sensibilidad de sus poetas para comprender un país que, como dice el propio Machado en Por tierras de España, nunca fue el Edén:

Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta

—no fue por estos campos el bíblico jardín—

son tierras para el águila, un trozo de planeta

por donde cruza errante la sombra de Caín.