Cristóbal Colón no es un personaje que me inspire simpatía. Desde que aparece en la historia zascandileando por media Europa con unos planos enrollados bajo el brazo, parece tener un único objetivo: hacer fortuna abriendo una nueva ruta para el comercio de las especias a través del Atlántico. A tal fin, buscó patrocinio para su proyecto en diversas cortes europeas, las cuales descartaron involucrarse en la empresa alegando que su idea dibujaba una tierra minúscula cuyas dimensiones no se correspondían con las dimensiones reales del planeta. Pese a que sus cálculos eran un despropósito notorio, tuvo suerte y consiguió que los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se interesasen finalmente en su plan y accediesen a financiarlo, y a firmar con él unas capitulaciones ventajosísimas diseñadas a la medida de su enorme ambición.
El 2 de agosto de 1492 se hizo a la mar con tres carabelas. Ahora sabemos que, tal como le habían criticado los sabios del momento, sus cálculos sobre las dimensiones de la tierra eran un puro disparate. Las naves se habrían ido a pique en cualquier punto medio del proceloso océano de no haberle puesto la suerte por medio una masa continental que se extendía ininterrumpida desde las tierras del Ártico hasta las proximidades del continente antártico. Lejos de advertir ese extremo, Colón, tan ignorante de la geografía real como rayado con sus elucubraciones, pensó que había cumplido finalmente su propósito de alcanzar las Indias navegando hacia poniente. Apenas desembarcado, en virtud de los acuerdos firmados con los Reyes Católicos, tomó posesión de las tierras recién descubiertas en calidad de Virrey y Gobernador General, y, a partir de ahí, se empeñó por imponer su ley a las bravas –siempre en provecho de su codicia– dando rienda suelta al tirano sin escrúpulos que anidaba en su pecho. Los nativos de la isla de la Española entendieron pronto que les había llegado por mar un diablo blancuzco y fiero que no escatimaba violencias ni crueldades a la hora de afirmar su santa voluntad.
Visto desde una perspectiva ética actual, resulta difícil explicar cómo se le pudieron dedicar monumentos en la península a un personaje tan poco edificante que nadie querría, pongamos por caso, como marido para su hija. Sin embargo, la explicación se abre paso si contemplamos que tales monumentos fueron erigidos en las postrimerías del siglo XIX en un ambiente de exaltación patriótica dentro del cual se consideraba que el “descubrimiento de América”, con Cristóbal Colón a la cabeza, había permitido a la nación española, recién unificada por obra y gracia de los Reyes Católicos, encontrarse con su destino imperial. Según esa interpretación, la gesta de las tres carabelas, siquiera de forma inconsciente, fue una odisea que permitió escribir en los siglos siguientes el capítulo áureo de la conquista, colonización y evangelización del Nuevo Mundo. Por esa razón, nuestros tatarabuelos redimieron a Cristóbal Colón de sus pecados, le buscaron un puesto de honor en la nómina de los prohombres de la patria y le dedicaron estatuas en las principales plazas del país.
Sin embargo, desde hace bastante tiempo, los historiadores, muy dados a olisquear en los archivos en busca de papelajos que los orienten sobre la realidad de las cosas pasadas, vienen ofreciendo una interpretación sobre el personaje más acorde con las evidencias que proporciona el análisis de la ingente documentación disponible. Aprovechando ese nuevo caudal de conocimiento, y con el viento a favor de las diatribas de algunos movimientos sociales reivindicativos, ha prosperado por nuestro país toda una tropa de justicieros que consideran que las estatuas dedicadas al marino genovés deben ser retiradas de los espacios públicos porque homenajean a un canalla cuya conducta no se ajustó, ni de lejos, a los parámetros éticos que rigen en la actualidad. Todos ellos forman algo así como una “Asociación de Amigos de la Damnatio Memoriae” cuyo máximo anhelo parece ser el establecimiento de una especie de checa cultural para juzgar en efigie y condenar al ostracismo a un tipo que lleva quinientos años criando malvas.
Yo no soy partidario de estas efervescencias iconoclastas, y me supone un trabajo cargante –que afronto de mala gana– el tratar de comprender las razones profundas que llevan a algunos coetáneos a extender el veneno de la destrucción contra expresiones monumentales y artísticas centenarias, por mucho que las mismas conmemoren a personajes cuyo comportamiento merecería en la actualidad la reprobación general más categórica. Traer el pasado al presente para ajustarle las cuentas es como pretender hacerse un Terminator al revés; o sea, un lío cojonudo que no lo arregla ni Dios. Mejor dejemos las estatuas donde están, que adornan y sirven de percha a los pajaritos, y no andemos tocando los bemoles con pamplinas que no conducen a nada. El futuro no se construye derribando monumentos decimonónicos.
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