El viernes, la prensa abría con una noticia de impacto en portada: la detención de Puigdemont en Cerdeña. No hubo periódico, ni telediario, que se sustrajera al tirón mediático del suceso. Tanto así, que el asunto, incluso, dejó en un segundo plano las evoluciones del volcán de Cumbre Vieja, en La Palma, el cual, tirando de lava y fumarolas, seguía sembrando la destrucción a ritmo lento de tortura. Pero el protagonismo, digo, se lo llevó de largo, muy a su pesar, el expresidente de la Generalidad.
La detención se produjo en Alghero, ciudad costera de la isla de Cerdeña, llamada coloquialmente la Balçaruneta en atención a que fue repoblada por catalanes tras expulsar de la misma, allá por el siglo XIV, a los genoveses. El apunte histórico y el sobrenombre de la ciudad ya nos dejan entrever que el destino cumple con la erótica imperialista que eleva el soufflé de todo nacionalista catalán. Puigdemont, como expresidente del maremágnum, no podía dejar de poner el pie en un lugar con tanto morbo; máxime cuando daba inicio en la plaza el Aplec international Adifolk, una especie de festival folclórico pancatalanista al que le sobran declaraciones políticas de alto voltaje. Y, si no, ojo a la afirmación que se vierte en la introducción del programa de festejos: “Cataluña es un país de siete millones y medio de habitantes situado en la Europa Mediterránea, que ha gozado de soberanía durante setecientos años y, a pesar de haberla perdido, ha mostrado siempre su voluntad de recuperarla”. Tres líneas escasas resultan suficientes para ponerle los pelos como escarpias a cualquier historiador que tenga un mínimo de luces. Pero a los organizadores de Adifolk, lo mismo que a Puigdemont, les importa poco la rigurosidad histórica porque ellos están a otro rollo, que es el de construir una identidad nacional que busca sus raíces antes en la seducción del mito que en el conocimiento del pasado.
Imagino que, a los italianos, en su mayoría, no les habrá hecho ni pizca de gracia que un prófugo, por muy expresidente que sea de lo que fuere, vaya a montarse una jarana, o un happening soberanista, en una isla del país. Porque de eso, y no de otra cosa, iba la fiesta. A las pruebas me remito: el programa de festejos, ya mencionado antes, dice a propósito de Alghero, que “con 43.831 habitantes, representa un 0.03% de los habitantes de los Países Catalanes”. ¿Perdón? Yo hubiera jurado que Alghero -l’Alguer en catalán- es una localidad italiana, y estoy por jurar ahora que, en el palacio del Quirinal, y en Montecitorio, no albergan dudas sobre ese extremo. Pero, al parecer, Puigdemont, y la troupe de Adifolk, tienen una idea distinta a la que rige en general. Si por ellos fuera, pondrían la ciudad, lo mismo que el resto de la isla, bajo la sombra de la senyera. En ese propósito, parecen contar con el beneplácito del alcalde del lugar, Mario Conoci, que es otro que comulga con ruedas de molino y se permite algunas licencias poéticas de difícil valoración. «Dopo tutto, Alghero è un pezzo di Catalogna», ha declarado a los medios con motivo de la celebración del festival de marras. Pues nada, signore sindaco, como guste vuecencia.
La detención de Puigdemont, de momento, ha sido flor de un día. A las veinticuatro horas del arresto, el juez de turno decidió ponerlo en libertad a la espera de que el tribunal competente decida sobre su extradición a España. Pasado el susto, habrá podido asistir a la "Mostra de les diferents Federacions de cultura popular de Catalunya", o a cualquiera de los múltiples actos, de semejante coloratura, que se han celebrado entre el 24 y el 26 de septiembre en la localidad sarda. Yo no sé si lo de Puigdemont tiene o no recorrido judicial y, a decir la verdad, me importa un bledo. El personaje, visto tanto del derecho como del revés tiene pinta de mojama a efectos políticos. En cualquier caso, la liberación le ha procurado un soplo de vida pública y una excusa, que ni pintada, para proclamar ante los medios, a su salida de la cárcel de máxima seguridad de Bancali, que el estado español no pierde la ocasión de hacer el ridículo. Lo dice un fulano que, cuando vio la cosa cruda, tomó las de Villadiego y no tuvo mejor ocurrencia que elegir como punto de fuga la ciudad de Waterloo, que es un sitio, como todo el mundo sabe, donde los soñadores de imperios pierden las ínfulas a cañonazos. A eso se le llama tener ojo clínico. De seguir en esa deriva, yo le aconsejaría, si las cosas finalmente pintan bastos, que escoja la isla de Santa Elena como etapa final de su trayectoria. Es un destino recóndito y discreto donde los cadáveres políticos pueden jugar al cinquillo con el fantasma de Napoleón mientras dejan que los pudra el aburrimiento. No encontrará sitio mejor llegado el caso.
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