Las calles de Londres a principios de la década de 1950 tenían un cierto peso: tranquilas, desgastadas y vigilantes. La ciudad aún no se había despojado de las marcas de la guerra, y la vida transcurría a un ritmo más lento y cauteloso. En algunos barrios aún quedaban edificios destruidos por los bombardeos, mientras que en otros la rutina estaba marcada por las cartillas de racionamiento, los turnos en las fábricas y una larga tradición.