Microbio
No hay vida después de la muerte para nosotros. Nuestros cuerpos se
descomponen al morir, y los microbios que viven en nuestro interior se
trasladan a lugares mejores. Esto puede llevarte a pensar que Dios no
existe, pero te equivocas. Es simplemente que Él no sabe que existimos.
No nos conoce porque estamos en la escala espacial equivocada. Dios es
del tamaño de una bacteria. Dios creó la vida a su imagen y semejanza;
sus congregaciones son los microbios. La guerra crónica por el territorio
del huésped, la política de la simbiosis y la infección, el predominio de
las cepas: éste es el tablero de ajedrez de Dios, donde el bien se enfrenta
al mal en el campo de batalla de las proteínas de superficie y la
inmunidad y la resistencia. Nuestra presencia en este escenario es algo
así como una anomalía. Dado que nosotros, el fondo sobre el que viven,
no dañamos los patrones de vida de los microbios, pasamos
desapercibidos. No hemos sido seleccionados por la evolución ni
captados por el radar microbiano. Dios y sus componentes microbianos
no son conscientes de la rica vida social que hemos desarrollado, de
nuestras ciudades, circos y guerras; son tan ajenos a nuestro nivel de
interacción como nosotros al suyo. Nuestra muerte pasa desapercibida y
no es observada por los microbios, que se limitan a redistribuirse en
otras fuentes de alimento. Así que, aunque se supone que somos la
cúspide de la evolución, no somos más que el sustrato nutricional.
Tenemos un gran poder para cambiar el curso de su mundo. Imagina
que eliges comer en un determinado restaurante, donde pasas
voluntariamente un microbio de tus dedos al salero a la siguiente
persona sentada a la mesa, que por casualidad embarca en un vuelo
internacional y transporta el microbio a Túnez. Para los microbios, que
han perdido a un miembro de su familia, éstas son las formas
desconcertantes y a menudo crueles en que funciona el universo. Buscan
respuestas en Dios. Dios atribuye estos acontecimientos a fluctuaciones
estadísticas sobre las que no tiene control ni comprensión.
DAVID EAGLEMAN