Cuando yo era niño venían a casa todo tipo de personas y llamaban a la puerta. Mi padre pegaba el ojo a la mirilla, pero no abría. Llamaban insistentemente con los nudillos, aporreaban la puerta, y a mí eso me producía cierto miedo. Pero mi padre siempre iba adonde yo estaba y se recostaba en la alfombra a mi lado, apoyaba la espalda en uno de los lados del piano y me abrazaba muy muy fuerte. —No tengas miedo —me susurraba—, no hay nada que temer, al fin y al cabo no se trata más que de las personas huecas. Y …