La chica era alta, esbelta, de rasgos delicados, ojos azules y media melena rubia. Era profundamente bella, con una distinción que recordaba a las grandes damas de siglos atrás. Había viajado por mil lugares y un día decidió fotografiarse en un cementerio con su largo vestido blanco y negro, que resaltaba la perfecta forma de su talle y permitía intuir los sublimes contornos de sus piernas. No obstante, lo primero que te hipnotizaba de la foto era su rostro, con la mirada perdida en el infinito, los labios entreabiertos y un divino gesto de melancolía.
Yo encontré la foto y la convertí en mi favorita. Amo y odio los cementerios. Los amo por la paz que transmiten, por su silencio y porque me parecen la sombra de un mundo paralelo ajeno a las miserias de éste. Los odio por todas las vidas que han separado, por todas las personas que amaban este mundo y se han ido prematuramente, por todos los lazos que han roto las tumbas y el infinito sufrimiento que de ahí ha surgido.
Pero la foto me hizo adorar ese concreto cementerio. Mi vida siempre ha sido un mar de apatía, y del mismo modo que hay gente que se pierde por desear demasiado, yo moría cotidianamente por mi incapacidad para desear o perseguir nada. La foto me hizo soñar con el cementerio, con la idea de una eternidad libre de lo mundano, con la luz que irradiaba el rostro de ella y la fuente de su melancolía, que sin duda habría de ser el alma más pura de la tierra.
Entonces decidí que quería morir en ese cementerio, y que mi mejor contribución a la Humanidad consistiría en un único acto que despertase infinidad de conciencias. La situación política de mi país había degenerado tanto que el parlamento acordó privatizar totalmente la sanidad, de modo que quien no pudiese pagarse su tratamiento sucumbiría a la enfermedad. Cuando aquello sucedió, comencé a investigar sobre un veneno cutáneo que hacía efecto a las 12 horas de suministrarse, y sólo requería un simple contacto con la piel de la víctima.
Cuando logré perfeccionarlo, hice tres cosas: testamento, un vídeo explicando mis motivos y el concepto de justicia poética, y acudir al próximo mitin del presidente del gobierno embadurnándome previamente las manos con el veneno. Logré colocarme en primera fila y darle un fuerte apretón de manos.
Tras ello acudí al cementerio y, pocos minutos antes de comenzar a sufrir los primeros espasmos, subí mi vídeo a youtube y remití el link a todos los medios de comunicación. Mientras sonreía pensando en que por primera vez había deseado algo intensamente, había luchado por ello y lo había obtenido, la silueta de la chica comenzó a vislumbrarse tras una tumba. Etérea, transparente y tan bella como en la foto. Mis ojos se cerraron y, cuando los abrí, la encontré junto a mí ofreciéndome su mano, tan hermosa como tangible. Una mano que no soltaré ni en mil eternidades.
Este relato es medio plagio, así que no lo apuntéis a mi cuenta. Digo medio plagio porque la historia la he leído en dos libros diferentes, de dos épocas distintas, y sin embargo la voy a contar con mis palabras. ¿Es eso un plagio? ¿Son Ana Karenina, Madame Bovary y la Regenta la misma historia? En el fondo sí, dirán muchos de los que han leído las tres obras maestras. De ninguna manera, afirmarán los más sensatos, aunque quizás no las hayan leído.
Esta es la historia, pues, de un carpintero condenado a quince años, en la URSS, por propaganda subversiva, en 1948. Hasta ahí, no hay nada raro: mucha gente recibió condenas de este tipo, porque alguien tenía que explotar los recursos de Siberia y la gente no quería ir voluntariamente. Si no puedes crear voluntarios, crea culpables. Si no puedes cobrar impuestos, pon multas. Todo en orden, como en cualquier época y en cualquier parte.
Se llamaba Vasili y era un tipo pequeñajo y con cara de ratón asustadizo. Pero allí estaba y sus compañeros no podían entender qué había sucedido. ¿Propaganda subversiva? ¿Cómo era posible tal cosa, si Vasili era sordomudo y analfabeto? Uno de ellos, que había llegado a cierto grado de confianza con los guardias, consiguió preguntar sobre ellos al jefe del campo y sólo obtuvo una respuesta difusa: "la causa de la condena fue esa, como dicen. Pero no tengo acceso a nada más y no voy a preguntar".
A partir de ahí, llegó la proeza. Cuando el diablo no tiene otra cosa que hacer, afina el ingenio de los desgraciados. Y allí, en aquella brigada de leñadores, había muchos desgraciados.
Tres años tardaron en enseñar a leer a Vasili. Para lograrlo, siguieron el método Duden, que reinventaron sobre la marcha sin haber oído hablar jamás del pedagogo alemán: dibujar todas y cada una de las palabras, junto a su grafía, para que el carpintero las aprendiese. El proceso fue largo, e imperfecto, pero lo lograron al final.
Así supieron que Vasili era carpintero. Que había estudiado en una escuela profesional, cuando ya tenía cierta edad, y que de ese modo había aprendido el oficio.
Así supieron que le habían mandado cambiar el suelo de un gimnasio en un instituto de bachillerato cerca de Kazan, y que después de retirar todos los instrumentos de gimnasia, y como hacía calor, busco un lugar donde colgar su bata, su lapicero, su boina y su bufanda. Y que al no encontrar otro sitio, se los puso con todo cuidado a la estatua de Lenin. Y que justo en ese momento entraron 50 estudiantes con su profesor, y que, aun siendo sordo, el carpintero se dio cuenta de que las risas hacían vibrar el suelo.
Luego llegó la detención, el proceso, y el viaje a Siberia, condenado por propaganda antisoviética, a pesar de ser analfabeto y sordomudo.
Y cuando sus compañeros desvelaron el misterio, volvieron a reírse hasta hacer vibrar el suelo del barracón.
Manada de cabrones.
¡Qué le vamos a hacer!
Seguramente no nos conozcamos, y le ruego disculpe mi intromisión. Jamás pensé que llegara a necesitar comunicarme con usted, y aún menos de esta forma tan vulgar, pero las circunstancias lo requieren. Pues si está leyendo este correo, tengo la seguridad de que he sido asesinado, o puede que algo peor.
Déjeme explicarle el porqué de mi misiva, pues es de crucial importancia para la supervivencia de nuestro mundo. Así pues, le ruego su completa atención.
Puede que conozca usted al respecto el pensamiento de Platón, Aristóteles o incluso Zhuangzi. Quizá el del dualismo de Descartes, o el solipsismo Gorgiano. Pero con toda seguridad, no conocerá el de la revelación de Ptahhotep, pues aunque todas las personas relevantes en la historia de la humanidad se hayan regido por sus instrucciones, nosotros nos encargamos de que su más trascendental texto no viera la luz. En cualquier caso, la literatura es amplia al respecto. Incluso las artes modernas han tratado el tema, de modo que la idea es conocida y aunque en última instancia parezca indemostrable, usted ya habrá elegido su posición. Puede que sea creyente y no necesite de una demostración, puede que crea fervientemente que vive en un sueño de Brahma o que su Dios no le engañaría a usted. Puede que no le importe si duerme o vive despierto, pues nada puede hacer para cambiarlo.
Pero sea cual sea su postura, lo que tengo que contarle le concierne. Salvo, claro está, que desee usted la destrucción de todo cuanto conocemos, en cuyo caso le deseo la peor de las suertes y espero que deje de leer ahora mismo.
Vive usted un simulacro.
Se lo demostraré, lógica y empíricamente. Sólo es un detalle de cortesía, pues la principal decisión que debe tomar cuando termine de leer esta carta no debería verse afectada por su aceptación o rechazo de la veracidad del conocimiento que le transmito.
La demostración lógica, aunque profunda, es bien sencilla. Quizá ya conozca un caso particular, el conocido trilema de Nick Bostrom, que afirma que al menos una de las siguientes proposiciones es verdadera:
1. La fracción de civilizaciones humanas que pueden alcanzar la capacidad de simular antepasados fielmente es muy cercana a cero; o
2. La fracción de aquellas civilizaciones interesadas en dichas simulaciones es muy cercana a cero; o
3. La fracción de las personas que están viviendo en una simulación es muy cercana a uno.
Pero esta es una visión antropocéntrica, y por lo tanto fuertemente sesgada y miope, que pusimos en conocimiento del público general precisamente por sus carencias. No tan conocida es la versión generalizada de la que esta se extrajo, el teorema IGLESIA (Information Gain from Life Entities Simulation performed by Intelligent Agents):
1. Los seres vivos disminuyen localmente la entropía.
2. Los agentes que buscan ganancia de información, buscan descensos de entropía.
3. La ganancia de información obtenida de una simulación es indistinguible de la real.
Y sus tres corolarios:
1. La simulación de seres vivos es una forma eficiente de ganar información.
2. Existe un número de simulaciones de seres vivos creciente en el tiempo.
3. La probabilidad de que un ser vivo esté viviendo una simulación es muy cercana a 1.
Nótese el uso del tiempo verbal presente en el corolario 2. Aunque rudimentarias, usted mismo realiza simulaciones de seres vivos en su propia mente cuando intenta predecir las acciones de otros seres vivos.
Cualquiera entiende intuitivamente que un gusano es más interesante que la tierra por la que se mueve.
Es fácil de entender por todos de forma natural, que una especie curiosa acabará desarrollando e incrementando las capacidades necesarias, tecnológicas o no, para satisfacer su propia curiosidad.
Que la simulación es una forma muy eficiente de adquirir esa información es evidente en la era de la información en la que vivimos, aunque como ya le expuse, llevamos simulando seres vivos en nuestras mentes desde que existimos como especie. En un universo en el que la entropía decrece en los dominios de los seres vivos, simular seres vivos para estudiarlos es una estrategia ganadora.
Habrá deducido, pues, que no es cuestión de saber si es usted un improbable afortunado que no vive en una simulación, sino cuántas capas hay por encima suya hasta llegar a la realidad física. Lo que sabemos de forma empírica los miembros de la Rueda de Jnum, es que al menos hay un nivel más.
Por otro lado, puede que le esté aburriendo con esta disertación lógica, que sea usted lego en estas materias, o que por el contrario sea un experto y tenga la ilusión de haber encontrado un contraargumento válido al teorema IGLESIA (permítame que lo dude, pues ninguno de los nuestros lo ha encontrado). En cualquier caso, como le prometí, conozco las pruebas empíricas de que hay al menos una capa por encima nuestra. Déjeme que le cuente una historia.
En el alto Egipto, durante el reinado predinástico de Narmer, a principios de la Gran Sequía, llegaron desterrados de Sumeria tres sabios ancianos. Sus conocimientos sobre astronomía, matemáticas e ingeniería eran asombrosos, incluso para los miembros de la cultivada corte del rey. Viendo el enorme beneficio que podían aportar al reino, el nomarca convenció a Narmer de recibir a los sabios y aceptarlos como miembros en la corte.
Con la ayuda de los tres sabios, se construyeron ingeniosas obras de irrigación que permitieron la subsistencia durante los primeros años de la Gran Sequía. Pero los sabios tenían un plan. Sabían que la mera supervivencia no era suficiente para Narmer; el rey soñaba con la unificación de Egipto. Lo que Narmer necesitaba era un reino que no dependiera de la impredecible y entonces escasa lluvia. Sus fértiles tierras necesitaban un continuo flujo de agua para mantener un reino próspero y un ejército poderoso.
Y así, bajo la dirección de los tres sabios, comenzaron la construcción de las más fabulosas infraestructuras de irrigación conocidas hasta la fecha. Se construyeron millares de pozos, majestuosos canales, imponentes diques…y poderosas bombas de ariete. Narmer consiguió la unificación de Egipto, iniciando la dorada era de los faraones. Y los sabios consiguieron plantar la semilla de su gran proyecto, pues convenientemente, las bombas se fracturaban con frecuencia por la presión vertical. La única forma de evitar estos continuos e inconvenientes accidentes, aseguraron, era sepultarlas bajo un gran peso. Se inició pues la construcción de las pirámides.
Pero ya que estaban obligados a realizar tan monumental tarea, ¿por qué no aprovechar y proyectar la majestuosidad del nuevo imperio y la de su guía, el faraón, como un sol en lo más alto de la mayor de todas ellas, en la cúspide de la Gran Pirámide?
No sabemos la manera en que lo consiguieron, pero los tres sabios trajeron consigo el conocimiento necesario para construir la primera antena. Las bombas de ariete bajo las pirámides que trajeron la prosperidad al reino y la iluminación de la cúspide dorada de la Gran Pirámide que elevó a los monarcas al nivel de dioses, no eran más que concesiones necesarias que tuvieron que hacer para alimentar las ansias de gloria Narmer y sus descendientes. De este modo consiguieron su cometido, y los sabios y sus descendientes pudieron usar la antena para sus propósitos. Esto fue así hasta el reinado de Jnum Jufu, que selló la entrada de la Gran Pirámide.
Se preguntará por qué le acabo de contar esta historia. Pues bien, yo soy, o más bien era, dadas las circunstancias, miembro de la Rueda de Jnum. Habrá escuchado las más variopintas historias sobre los Illuminatis, la Masonería y otras sociedades ocultas convenientemente entremezcladas con historias de alienígenas, magia y otras ridiculeces. Nos encargamos apropiadamente de ello. La Rueda gobierna en la sombra con mano de hierro.
La Rueda descubrió lo que hacían los tres sabios, y dada la importancia de su tarea, decidió tomar el relevo. La Gran Pirámide fue el primer artefacto con el que pudimos comunicarnos con los Simuladores. Desde entonces aprendimos otros métodos de acceso menos aparatosos a las frecuencias prohibidas, los canales de sondeo y comunicación que los Simuladores programaron en nuestro mundo. Es por eso que durante el reinado de Jufu decidimos clausurar la Gran Pirámide y darle otros usos.
Pronto descubrimos el cruel e implacable final que nos depara a todos si dejamos de servir al propósito de nuestra frágil existencia. Si dejamos de proporcionar información relevante a los Simuladores, seremos Desconectados.
Desde entonces les ofrecemos las más épicas historias, la flora y fauna más variopinta, los más sesudos tratados filosóficos, las más cruentas y emotivas guerras, las más preciadas obras de arte, los cultos más fervorosos, las construcciones más grandiosas, las composiciones musicales más exquisitas, y la más avanzada ciencia. Pero siempre acaban por aburrirse. Siempre desean más.
Y llegamos al día de hoy, en el que la Rueda ha decidido, contra mi voluntad, conectar a las frecuencias prohibidas la más avanzada inteligencia artificial que hemos sido capaces de crear. Craso error inducido por la desesperación, pues si no es de su agrado, nos desconectarán al entender que no podemos dar más información por nosotros mismos, habiendo delegado nuestra tarea a otra entidad que no les satisface. Y si acaba siendo de su agrado ¿por qué iban a seguir gastando recursos en simularnos, en lugar de replicar la inteligencia artificial que les provee lo que quieren?
Es por eso que me sentí obligado a salir de La Rueda y poner en conocimiento del mundo nuestra situación, aún a riesgo de mi propia vida. Mi visión es que ha llegado el momento en que La Rueda no puede seguir llevando este peso sola. El advenimiento de internet y la globalización es una oportunidad de oro para mantenernos con vida unos siglos más aprovechando la circulación de una cantidad cada vez mayor de personas e información.
Si ha llegado hasta aquí, se preguntará qué le pido que haga usted al respecto, dado el poder de La Rueda. Lo que le propongo no le costará a usted la vida, como probablemente haya sido en mi caso. Antes bien, el riesgo para usted es mínimo y el beneficio podría ser máximo. De modo que, como ya le dije, su actuación debería ser independiente de su aceptación o rechazo de la veracidad del conocimiento que le acabo de transmitir. Al menos, repecto al primer punto de mi proposición, que es la siguiente:
1. Difunda este escrito a cuantas personas pueda.
2. Exija la apertura de la entrada de la Gran Pirámide. El que no crea en este texto, sin duda creerá entonces.
3. Sean cuales sean, comparta sus creaciones y descubrimientos con el resto de la humanidad. La vida nos va en ello.
Se despide, deseándole la mejor de las suertes,
Justo Sfumare Benjumea.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.
Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.
En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.
Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".
Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.
Por la tarde, como todas las tardes después de comer, conectó su portátil con el cable de red al router, por supuesto tenía desinstalada la conexión wi-fi, claro. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de sartenes que no necesitaba y en una web de viajes al Caribe. En la información local ya anunciaban de la desaparición de una persona en la pasarela de madera que había al final del cauce. Por lo visto un vecino había visto desde su ventana a un hombre intentar cruzarla para hacer una foto de la tromba de agua desde el medio de la misma cuando la riada se llevó los pilares de la pasarela, los travesaños y parte de los cables de acero. El hombre cayó al agua y fue arrastrado hasta que el testigo lo perdió de vista. Aparte de un artículo sobre daños materiales, salidas de bomberos, rescates en aparcamientos subterráneos, poco más. Borró las “galletas” y su historial de navegación y desconectó el portátil del router quitando el cable.
Se fue a su taller de bricolaje, pensando en la maldición que eran los móviles en estos casos y que tendría que mejorar su tirachinas “profesional”, que había fabricado él; no tenía tanta fuerza como esperaba, pero aun así pudo romper la bombilla de la única farola que podía iluminar su zona de la calle, de hecho, la rompió una semana atrás y los de mantenimiento del ayuntamiento aun no la habían cambiado. Normal. Su parte de calle quedaba bastante oscura, en la acera de enfrente sólo había un solar vallado para futuras casas que nunca se construirían, eso sí con carteles rimbombantes y fotos de casas hechas con ordenador. A los lados de su casa, colindantes, las viviendas a izquierda y derecha estaban vacías y a la venta. El comercial de la casa de la izquierda era joven y trajeado, el comercial de la vivienda a su derecha era mayor y parecía cansado de su trabajo. Llevaban un año a la venta, o pedían mucho o pedían mucho.
Anoche la vio venir hacia el portón de su jardín desde el final de la calle, entreabrió una de las hojas de la puerta, muy ligeramente. Se puso los guantes de jardinería. Oyó los pasos acercarse, seis, cinco, cuatro, muy cerca, más cerca. Abrió de golpe la puerta, la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza hacia dentro, con la maza que llevaba en la mano derecha la golpeó en la base del cráneo, en la nuca. Cayó fulminada al suelo, inerte. Cerró la puerta. Luego le introdujo un gran trapo en la boca, demasiado grande, tanto que sus mofletes se hincharon y apretó con los dedos la nariz de la mujer. Cinco, diez minutos. No se movía. Quizás el brutal golpe con la maza había sido suficiente, pero por si acaso. Rebuscó en el bolso de la mujer y sacó su móvil. Con los guantes de jardinería era imposible de manipular, pero tenía allí, al lado de sus gardenias, un destornillado plano fino y un ganchito minúsculo y se fue a pasear con el móvil de la mujer. Antes se quitó los guantes y con cuidado guardó todas esas cosas cosas en su bolsillo, sin tocar nada. Estuvo caminando media hora, nadie a esas horas por allí, según su reloj eran las doce y cinco de la madrugada. Luego, se puso los guantes y sacó la tarjeta sim con mucho trabajo, dejó el móvil al lado de un contenedor, con la esperanza de que alguien se lo llevara. De nuevo, se quitó los guantes y tiró el sim en una alcantarilla varias calles más allá, esta vez usando un pañuelo de papel para cogerla. Volvió a su casa, se puso los guantes de jardinería y envolvió al cadáver en plástico recio, los plásticos finos de pintar no servían para estas cosas; hizo un paquete con cinta americana envolviendo el cuerpo. Esos guantes se pegaban un poco pero no tanto como otros que había probado, de cocina, de látex, de nitrilo, ninguno servía para usar con comodidad cinta americana, los de jardinería, recios, sí. Hizo varios agujeros en el plástico para que las alimañas se encargaran del resto a su debido tiempo. En ese momento recordó lo de las “granjas de cuerpos” de las que se hablaban en algunas series y novelas del género, con la imagen gráfica de cuerpos explotando dentro de bolsas cerradas de plástico.
Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.
A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la venta y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja era la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.
Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fue un acierto.
Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie, oh, el poder sobre sus víctimas, menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillar, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo los que las películas quieren vender. Siempre se pilla al culpable. Claro.
La tormenta parecía que llegaba a su fin, no sabía cuántos litros habrían caído, pero pensaba que muchos más de lo que serían razonables para una alerta naranja. Sobre todo viendo cómo los contenedores de basura de su calle flotaban sin control, golpeando aquí y allí a coches, farolas y bordillos anegados. Volvió a pensar en el cauce del río donde ahora debía correr bastante agua. Posiblemente las cañas hubieran hecho de parapeto dejando su paquete bien escondido. Luego daría una vuelta por allí.
Recogió los platos de la comida y los colocó ordenadamente en el lavavajillas y, por alguna razón, recordó el libro del asesino en serie británico: Dennis Nilsen. Un idiota que guardaba los cadáveres en su patio y bajo las tablas de su casa y algunos los tiraba por el retrete, un auténtico imbécil. Pero que además tardaron quince asesinatos en descubrir sus crímenes y porque la tuberías de la zona olían mal. Un auténtico genio. Recordaba casi palabra por palabra las declaraciones del jefe de Policía de la zona: “Si no lo hubiéramos arrestado ahora, no habría dejado de asesinar a jóvenes.”
Se asomó a la ventana y el agua de la calle había remitido bastante, sólo quedaba una lámina de agua de unos cinco o siete centímetros, los desagües de la calle seguían engullendo litros y litros de agua, el cielo estaba limpio y el sol quería salir por la torre del campanario. Se puso el impermeable y las botas de agua y miró su móvil sobre la mesa, comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas y volvió a dejarlo en la mesa. Jamás salía con su móvil a la calle. Jamás.
Cuando llegó a uno de los puentes que atravesaba parte de la riera que unía esa parte con el cauce del río, vio que las cañas y muchos arbustos habían aguantado el embate del agua, lo malo es que se había formado un pequeño dique con barro y objetos arrastrados por la corriente, sillas destrozadas, dos bicicletas viejas, medio frigorífico oxidado, palos y barro, mucho barro. Otros curiosos rondaban por allí, haciendo fotos o contemplando la fuerza de la naturaleza en forma de lluvia torrencial de las pasadas horas. Incluso había dos “abuelos de obras” apoyados en la barandilla, señalando aquí y allí haciendo supuestamente sesudos comentarios de ingeniería, arquitectura, meteorología... mezclados con pullas sobre política local, nacional y planetaria.
Aunque su paquete seguiría seguro entre las cañas, la maleza y el barro, en algún momento vendrían a limpiar ese murete de barro y acumulados. Aunque, conociendo a su ayuntamiento, tardarían semanas o meses en acudir a limpiar esa zona y lo harían con pocas ganas. Con toda probabilidad, su paquete seguiría seguro. Ahora tocaba esperar a conocer la lista de personas desaparecidas por la riada. Si es que las había, al menos una seguro que estaba desaparecida, y sobre todo, muerta.
En una población de 70.000 habitantes suponía que quizás pudiera haber un par de desaparecidos más, seguro que alguno habría; siempre que llueve a mares en la zona alguien habría intentado pasar por debajo del puente de la vía sin recordar que ahí suelen quedar atrapados los coches por el inmenso socavón que hay y que queda oculto con el agua. Todos los años tenían que sacar de allí a algún listo con su flamante supercoche que se quedaba con el agua hasta la ventanilla. Tres años atrás, ahí mismo, una persona fue arrastrada hasta chocar contra uno de los pilares quedando el coche boca abajo. El cinturón lo dejó atrapado y murió ahogado.
Volvió a casa tras pasar por la verdulería y pasando por el bazar que había al lado, compró un rollo de cinta americana, otro de carrocero y unos recios guantes de jardinería. Los otros, los que usó anoche, los tiró en un contenedor en la otra punta de la localidad. Los basureros ya se encargarían de hacer desaparecer las posibles pruebas que hubiera dejado en esos guantes. Sonrió para sus adentros pensando en los policías que tuvieran que investigar este caso de la muerta envuelta en plásticos. Camino a casa siguió pensando en qué pruebas podría haber en esos guantes. Como si hubiera un registro nacional de muestras de ADN o incluso de huellas dactilares, se guardaban registros de huellas sólo de las personas fichadas previamente y Juan no estaba fichado. ¿Restos de la víctima? Vale, buena suerte con eso. "Y sobre todo, vete mirando contenedor por contenedor, papelera por papelera, de una ciudad de este tamaño".
Hoy en su plan de comidas había arroz con pollo para el mediodía y una tortilla de setas para la noche.
Por la tarde, como todas las tardes después de comer, conectó su portátil con el cable de red al router, por supuesto tenía desinstalada la conexión wi-fi, claro. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de sartenes que no necesitaba y en una web de viajes al Caribe. En la información local ya anunciaban de la desaparición de una persona en la pasarela de madera que había al final del cauce. Por lo visto un vecino había visto desde su ventana a un hombre intentar cruzarla para hacer una foto de la tromba de agua desde el medio de la misma cuando la riada se llevó los pilares de la pasarela, los travesaños y parte de los cables de acero. El hombre cayó al agua y fue arrastrado hasta que el testigo lo perdió de vista. Aparte de un artículo sobre daños materiales, salidas de bomberos, rescates en aparcamientos subterráneos, poco más. Borró las “galletas” y su historial de navegación y desconectó el portátil del router quitando el cable.
Se fue a su taller de bricolaje, pensando en la maldición que eran los móviles en estos casos y que tendría que mejorar su tirachinas “profesional”, que había fabricado él; no tenía tanta fuerza como esperaba, pero aun así pudo romper la bombilla de la única farola que podía iluminar su zona de la calle, de hecho, la rompió una semana atrás y los de mantenimiento del ayuntamiento aun no la habían cambiado. Normal. Su parte de calle quedaba bastante oscura, en la acera de enfrente sólo había un solar vallado para futuras casas que nunca se construirían, eso sí con carteles rimbombantes y fotos de casas hechas con ordenador. A los lados de su casa, colindantes, las viviendas a izquierda y derecha estaban vacías y a la venta. El comercial de la casa de la izquierda era joven y trajeado, el comercial de la vivienda a su derecha era mayor y parecía cansado de su trabajo. Llevaban un año a la venta, o pedían mucho o pedían mucho.
Anoche la vio venir hacia el portón de su jardín desde el final de la calle, entreabrió una de las hojas de la puerta, muy ligeramente. Se puso los guantes de jardinería. Oyó los pasos acercarse, seis, cinco, cuatro, muy cerca, más cerca. Abrió de golpe la puerta, la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza hacia dentro, con la maza que llevaba en la mano derecha la golpeó en la base del cráneo, en la nuca. Cayó fulminada al suelo, inerte. Cerró la puerta. Luego le introdujo un gran trapo en la boca, demasiado grande, tanto que sus mofletes se hincharon y apretó con los dedos la nariz de la mujer. Cinco, diez minutos. No se movía. Quizás el brutal golpe con la maza había sido suficiente, pero por si acaso. Rebuscó en el bolso de la mujer y sacó su móvil. Con los guantes de jardinería era imposible de manipular, pero tenía allí, al lado de sus gardenias, un destornillado plano fino y un ganchito minúsculo y se fue a pasear con el móvil de la mujer. Antes se quitó los guantes y con cuidado guardó todas esas cosas cosas en su bolsillo, sin tocar nada. Estuvo caminando media hora, nadie a esas horas por allí, según su reloj eran las doce y cinco de la madrugada. Luego, se puso los guantes y sacó la tarjeta sim con mucho trabajo, dejó el móvil al lado de un contenedor, con la esperanza de que alguien se lo llevara. De nuevo, se quitó los guantes y tiró el sim en una alcantarilla varias calles más allá, esta vez usando un pañuelo de papel para cogerla. Volvió a su casa, se puso los guantes de jardinería y envolvió al cadáver en plástico recio, los plásticos finos de pintar no servían para estas cosas; hizo un paquete con cinta americana envolviendo el cuerpo. Esos guantes se pegaban un poco pero no tanto como otros que había probado, de cocina, de látex, de nitrilo, ninguno servía para usar con comodidad cinta americana, los de jardinería, recios, sí. Hizo varios agujeros en el plástico para que las alimañas se encargaran del resto a su debido tiempo. En ese momento recordó lo de las “granjas de cuerpos” de las que se hablaban en algunas series y novelas del género, con la imagen gráfica de cuerpos explotando dentro de bolsas cerradas de plástico.
Juan era obsesivo pero no compulsivo, metódico pero sabía improvisar, calculador pero se adaptaba al azar que siempre está ahí agazapado con sus sorpresas. Mañana suponía que habría más noticias sobre la riada y quizás sobre desaparecidos.
A la caída de la tarde, se acercó al jardín a arreglar un poco las gardenias, las azaleas y el jazmín, que este año estaba mustio, quitó hojarasca que se había acumulado en una esquina debido a las lluvias. Se alegró de haber puesto pequeñas marquesinas alrededor de los arriates de las plantas, en prevención de la época de lluvias.
Miró el reloj, las nueve de la noche, hora de cenar. Preparó la tortilla de setas con esmero, y una ensalada ligera de cogollos de lechuga con aceite y muy poco vinagre, no soportaba el exceso de vinagre, ni en ensaladas ni en nada. Tras recoger los platos y puntual como un reloj se sentó delante del televisor. Antes de conectar el aparato pensó en el azar.
Había calculado que alguien que fuera a tirar la basura en esos contenedores vería el móvil y se lo llevaría, lo robaría, pero no fue así.
Esa noche, anoche, acercó su coche lo más cerca que pudo a la entrada de su casa con la intención de meter el cuerpo en el maletero pero la señora que vestía con colores chichones y mal combinados estaba sacando a pasear a su mini perro, nadie a esas horas hacía eso en la zona, esta señora, sí. Sabía que la señora mil colores vivía al principio de la calle y que no llevaba bolsita para las heces de su chucho maleducado, así que entró en casa y esperó. Media hora más tarde volvía calle arriba, de vuelta a su casa. Juan esperó un poco y salió con la botella de vinagre rebajado con agua y, como era de esperar, el mejor amigo de esa señora se había meado al lado de su puerta. Roció con el líquido los orines del chucho pensando si no tendría que envolver para siempre en plástico a esa señora. No, demasiado cerca de él. No, pensó.
Sin nadie a la vista arrastró el cuerpo envuelto hasta el maletero del coche; era menuda y delgada así que no pesaba demasiado, aun así, no era como en las películas y le costó un rato meterla adecuadamente.
Arrancó y se dirigió con el coche a comprobar si alguien se había llevado el móvil. No era así, allí estaba donde lo había dejado. Paró el coche y cogió el móvil usando los guantes que se había llevado y usado para mover el paquete, sabía que ahora debía “pasear” el aparato, así que dio una vuelta hasta una calleja en la parte norte de la ciudad y comprobando que no había nadie y, por supuesto, ninguna cámara de seguridad, abrió el maletero y metió el móvil entre una de las aperturas que había hecho para lo de las alimañas. Siguió ruta hasta el puente sobre el cauce del río seco lleno de maleza. Miró el reloj, eran las cuatro de la mañana. Nadie. Luego se fue al polígono Malpisa pero antes tiró sus guantes en un contenedor de basuras entre la zona del río y la discoteca.
Recuerda que antes de entrar al local pensó que la víctima llevaba un trapo en la boca, luego se rió de sí mismo. Una mujer muerta envuelta en plásticos sin ese trapo en la boca lo cambiaba todo. Mientras se reía, oía el sonido sordo de la música atronadora de la disco Xangri-A. Una horterada sin matices, tanto en contenido como en continente.
Aun con el mando del televisor en la mano, decidió que esta noche debía descansar, revisó la alarma, apagó las luces y subió arriba a su habitación, realmente estaba cansado.
Mañana sería otro día.
Viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/sujetame-el-cubata
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Un año entero me pasé entre contratistas de triple moral, que lo mismo cobraban en negro, en gris o en marrón pardocastaño; albañiles que diferenciaba por el tipo de sudor, por la variedad de colonia barata que usaban o por los andares tambaleantes camino del andamio. Un año entero, unas obras que no deberían haber tardado más de un par de meses. “Alcohol y ladrillo”, me gritaba uno de esos prendas cada vez que me veía aparecer por alguna obra. Menudos ejemplares. En una de las casas abrieron la zanja al revés y se llevaron por delante dos estatuas de indios apaches montados a caballo con sus flechas y todo, las esculturas estaban a los lados de una escalera tipo mansión, de esas mansiones nuestras, con columnas más falsas que yo, escaleras curvas de mármol de imitación y ladrillo visto por todos lados. Una horterada de las que me gustaría tener en mi casa.
Del papeleo con el Ayuntamiento se encargaba Enrique, o mejor dicho, no se encargaba porque no hacía falta ningún papel, o eso parecía. Al principio de todo este berenjenal me presentó a un arquitecto del Ayuntamiento que lo único que quería era ir a limpiarse la nariz en cualquier esquina y que nunca más volví a ver. Enrique siempre sabía cómo tener en nómina a la gente, ya fueras alto, bajo, lista, guapa o mediopensionista.
Las obras iban bien, o sea lentas, porque los que cobraban en gris había semanas que ni aparecían, los que cobraban en negro venían sólo de siete a once y los que cobraban de otra manera... trabajaban sin venir al tajo. Una obra como Dios manda.
Así que como tenía en cartera a unas cuantas candidatas a complementos de piscina, uno de los contratistas me amplió la selección con su plantel de modelos, el muy hijodeputa las llamaba así, modelos, y la que menos edad tenía llevaba dentadura postiza. Como no quería que me jodiera las obras le pillé un par de sus abuelas, por si a algún ruso le gustaban esas cosas, siempre hay que pensar en los tipos raros. Que los hay.
Recuerdo cuando por fin se terminaron las putas obras y también me acuerdo del preciso momento en que se empezaron a complicar los cosas, estoy seguro que fue en ese instante. Y la culpa la tuvo una canción, una de esas que me había enseñado Inés. ¿He contado ya cómo le dije adiósmuybuenas? ¿No? Pues al final la llamé y se lo dije por teléfono, valiente soy, eh. Estuvo intentando buscarme por todas partes para la reconciliación, así que las noches las pasaba en tugurios de buena muerte y mejor borrachera; y de día no pisé mi casa en mucho tiempo, me quedaba en el Hostal Benancio donde pedía la misma habitación que usaba con la otra, y el cabrón del hostal nunca me la daba, siempre decía que estaba ocupada. Siempre. En fin, de cabrón a cabrón creo que me hizo un favor. Así estuve esquivando a Inés mucho tiempo, hasta que supe que ya no venía al portal de casa, ni me dejaba mensajes en el contestador. Algunas de esas noches recordaba cómo la había conocido, recordaba o me inventaba porque esa noche estaba pasado de vueltas.
Me habían encargado una paliza a un tenista de moda porque debía dinero a un prestamista de la costa y le estaba dando más largas de las que el tipo podía aguantar, por eso y porque era guapo, el tenista, el prestamista era feo cosa mala. Localicé el club de tenis. Como iba tan borracho me colé por detrás saltando una pequeña valla, ya sabía que yendo cargado de alcohol siempre me sale todo bien. No pienso. Todo encaja como un guante. Me hago invisible... Esa noche me partí la muñeca al caer al suelo. Al menos no me dolía, la anestesia líquida era perfecta para estos casos, y si me dolía ni me acuerdo. Me colé en las pistas y miré la foto que me había dado el feo, y allí estaba el tipo en pantaloncitos cortos blancos, jersey de esos de escote en pico, pelo rizadito de angelito y sonrisa de quince quilates empujando a una joven... que resultó ser Inés. El muy cabrón la estaba llevando a la fuerza a una zona poco iluminada y le tapaba la boca. Otro hijodeputa suelto. Me escondí alejado de la luz de las fuertes lámparas de las pistas y encendí un cigarrillo para disfrutar del espectáculo. Cuando vi que la mujer empezó a llorar, ya no me hacía tanta gracia, así que tiré el pito y fui a cumplir con lo acordado. Creo que me caí dos veces antes de llegar hasta ellos y que la mano izquierda estaba tonta, la puta muñeca se me había roto. Me tardó un mes en arreglarse y nunca quedó bien. Lo aparté de un empujón y cayó al suelo de mala manera y se me levantó de manos. Dos hostias y al suelo. Le recordé que tenía que pagarle al feo y que si no lo hacía mandaría a otro peor que yo, que ya es decir. En eso que la muchacha se interpuso entre los dos y no sé qué me hizo en el brazo bueno que terminé bocabajo en el cemento cogido en una llave de yudo de la que no me podía escapar. Le dije a la chica que no lo iba a matar, que no me habían pagado para eso. Me sorprendió que lo defendiera, si había estado a punto de... Eso siempre se pide educadamente, coño, y si te dicen que no pues te vas y punto. Además, viendo lo que me estaba haciendo con la puta llave esa, sentada encima de mi espalda y que no la hubiera usado con el tenista me puso de mala hostia. El muy cabrón, antes de irse a lamerse las heridas me encajó una patada en el costillar. Luego Inés me soltó y me levanté. Como vi que seguía en posición de defensa de yudo por si hacía algo más le dije que me llevara a un médico por lo de la mano. Así, sin más. Sabía que el “no” lo tenía garantizado. Me dijo, lo recuerdo perfectamente, que ella no me había roto la muñeca y que quién era. Le expliqué el encargo del prestamista, la borrachera que llevaba, la caída y ella se presentó educadamente como Inés Pedrosa Villacastillo. Así que esa noche terminé sentado en su coche de lujo, camino de un centro médico, al lado de una pija que metía unas leches de yudo que ni por asomo me habría imaginado con ese cuerpecito tan finito y elegante y que además me hubiera podido tumbar. Seguro que fue porque iba borracho. Seguro.
Al llegar a la puerta de Urgencias, paró el coche, me dio una tarjeta suya, me abrió la puerta y se fue. Y así comenzó todo el gran lío de Inés. El gran misterio. Sólo una vez le pregunté por qué no tumbó al tenista y como me respondió que “los caminos del Señor son inescrutables”, no volví a preguntar nunca más.
Unos días después, con la muñeca escayolada que parecía que habían metido yeso para enfoscar dos casas, la llamé. Luego sigo, que esto venía a cuento de que las cosas se empezaron a complicar en un momento concreto y que estoy seguro que fue por causa de una maldita canción de una franchute que me había enseñado Inés.
Ese día volvía a la oficina, un despachito que tenía en una calle de medio pelo y que no era más que un escritorio, un teléfono y un mueble bar. Volvía en coche y puse el cassette que me había grabado ella con esa canción y que me había traducido para que la entendiera. Me la sabía de memoria en español y cantaba sobre la voz de la mujer, no me acuerdo de su nombre. Ésa que tenía buena voz y cantaba en francés: “No, nada. No, no me arrepiento de nada. Ni el bien que he hecho, ni el mal. No me importa. No, nada. No, no me arrepiento de nada. Porque mi vida. Para mis alegrías. Hoy. Empieza contigo...” Y así iba cantando a pulmón libre cuando la cinta se atascó, se hizo un amasijo de tiras de color marrón y se paró. Arranqué la cinta y la tiré por la ventanilla. Ahí. Justamente ahí algún puto engranaje del Destino tuvo que hacer “clack-clack”.
En la puerta de la oficina estaba uno de los contratistas, un tal Pepe Parraverde o Pepe Leches, no me acuerdo. Este fue el que me puso, sin él saberlo, en la pista de posibles nuevos negocios con Enrique, porque la idea de Don Pepe era que lo pusiera en contacto con mi colega en el negocio de las piscinas para blanquear pasta. Me explicó cómo funcionaba el sistema y que quería aumentar el negocio. Un tipo con grandes miras y gafas de culo de vaso. Le dije que Enrique era un tipo legal y que no veía adecuado hablarle de estas cosas, le recordé que era concejal del Ayuntamiento. Guardó en su cartera los papeles que me había enseñado y se fue sin más. Sabiendo que las obras ya estaban terminadas, no corría mucho riesgo. Aunque él sabía que yo sabía que mentía de mala manera y a propósito.
Ese mismo día quedé con Enrique en su club fino, ese mismo día, el día que se estropeó la cinta de la francesa. Cuando llegué, vi a Enrique con mi secretaria sin título, se había cambiado el aspecto, llevaba ropa más apretada que de costumbre, que ya era difícil, y se había teñido el pelo de rubio platino. Los dos hicimos como que no nos conocíamos de nada. Me la presentó y me dijo que era su secretaria personal a tiempo completo. A tiempo completo. Dos besos. Olía a otro perfume. Como pude, le intenté explicar que se me había ocurrido cómo lavar dinero de otra manera. Recuerdo que me contestó con poco interés que ya lo tenía todo controlado.
Enrique tenía contratados a los mejores, los había fichado en las mejores universidades del país con las mejores notas y con los trapos más sucios imaginables. Uno hasta había conseguido matar a su suegro e irse de rositas. El muy jodío los colocaba como asesores externos del Ayuntamiento para perseguir el fraude fiscal, y demás historias relacionadas con la pasta. Dedicaban su talento para inventar maneras creativas de saltarse las leyes que conocían tan bien. Y como Enrique estaba tan bien situado en la política y en la económica, y tenía tantos tentáculos por todas partes, era imposible que le cortaran la cabeza aunque lo pillaran. Además tenía contratados a tres tipos exclusivamente para que se comieran el marrón llegado el caso de que fuera pillado en algo. Cosa muy improbable.
Ese día en el club le expliqué mi idea mirando de reojo a mi ex secretaria sin título, que ahora había ascendido a secretaria personal a tiempo completo. A tiempo completo. Nervioso. Ni el coñac me hacía su natural efecto calmante. La muy hijadeputa había aparecido de la nada y se había colgado del brazo de un tipazo con pasta. Como pude le expliqué lo de las licencias de taxis, las peluquerías y lo de las empresas de reformas. Todo esto le aburría mucho y me dijo que se lo pensaría, que hablaría con sus expertos. Sin más, dijo que tenía cosas que hacer y que ya hablaríamos en cuanto tuviera tiempo. Antes de que la parejita se marchara, me felicitó por lo de las piscinas, y añadió que uno de los clientes estaba encantado con la vieja que le había colocado, una mellada.
Y allí me quedé mirando los campos de golf, verdes y con agujeros, que se veían al fondo de la cristalera. Esta vez pedí la misma bebida inglesa que tomaba Enrique, por joder.
(Continuará...)
Érase una vez un chaval al que, con 18 años recién cumplidos, le regalaron un reloj. Estaba muy contento con su reloj. Era un chaval feliz. Había tenido otros relojes, pero ese le gustaba mucho. El último que tuvo se lo regaló a un amigo. Otro lo vendió en Gualapó por 10 €.
Paseaba por la calle con su reloj recién estrenado. Hacía bueno, por lo que aquella noche salió con sus amigos al parque. Solía hacer botellón, y estando un poco bebido, se arremangó la camisa, para enseñar su reloj, para que todo el mundo lo viera.
Cuando iba para casa le abordaron 5 chicos mayores que él. Uno de ellos se puso a hablar con él amigablemente. Parecía majo. Otro le preguntó a ver si le podía dejar su reloj nuevo. Había bebido y no vio peligro, por lo que se lo dejó.
Pero aquellos chicos mayores se aprovecharon de él, y se fueron, dejándole sin el reloj.
Se quedó llorando en un banco, hasta que pasó una pareja por allí y se lo encontraron. Les contó que le habían robado el reloj, y llamaron a la policía. Ésta, rápidamente localizó a los 5 chavales que habían robado el reloj y los detuvieron.
Los chavales enseñaron el reloj y aseguraron que se lo habían regalado, incluso mostraron un video, grabado con un teléfono móvil, en el que se veía que el chaval les entregaba el reloj, entre risas de los chicos mayores.
Se celebró un juicio, en el que se mostró el video del crío entregando el reloj a los chicos mayores. La defensa alegó que la supuesta víctima del robo había regalado otros relojes en el pasado, e incluso malvendido uno por 20 €.
Al final, de los tres magistrados que juzgaron el caso, dos condenaron a los acusados por haber engañado al chaval, mientras que el tercero emitió un voto particular en el que decía que se veía claramente al chaval borracho entregando el reloj voluntariamente a los acusados en un ambiente de jolgorio. Les condenaron a pagar al muchacho una indemnización de 5 €, a razón de 1 € cada uno de los acusados. Mucho menos de lo que valía el reloj.
Un amigo de los acusados dijo que era normal que la gente regalara relojes. Que era habitual que, en ciertos ambientes, pidieras la hora, y te regalaran varios relojes.
El caso generó revuelo. Hubo quien acusó a la víctima de ir provocando yendo borracho, arremangado, y enseñando su reloj. Le decían que eso era ir buscando el robo. Otros dijeron que la víctima hacía denunciado por despecho, porque después, cuando les preguntó la hora a los acusados, éstos se negaron a dársela.
Un conocido periodista, filtrando los datos personales del chaval, juzgó la condena desproporcionada. "No se puede permitir que por pedir la hora tengan que pagar 1 €"
Al final, la víctima, para muchos, empezó a ser acusada, mientras se defendía la inocencia de los ladrones ya condenados. En un país de pícaros se debía respetar la tradición de engañar a los más pardillos.
La conclusión que llegó la población de chavales con reloj nuevo es que no los debían sacar a la calle. Si se condenaba a 1 € un robo por parte de 5 chicos mayores a uno más pequeño, si te robaban un bolígrafo no merecía la pena ni denunciar.
Delirante, ¿verdad?
Es delirante porque si se tratara de un caso real, nadie pondría en duda que al chaval le habían robado el reloj 5 chicos mayores. En cambio, una violación... para muchos... vale menos que un reloj.
-No puede ser verdad, no me jodas -exclamó Servando pisando el freno del Opel Corsa.
Emilio, su compañero de andanzas y de campaña, soltó un resuello: estaba a punto de quedarse dormido y el frenazo lo había sobresaltado.
-¿Qué ha pasado? -preguntó.
-¿No has visto eso? -señaló Servando por la ventanilla, indicando hacia atrás con el pulgar.
-No, tío. Iba ya medio dormido...
Estaban en una nacional. Servando se metió en un camino vecinal, avanzó veinte metros, espoleó la mala hostia de dos perros guardianes que cumplieron con su convenio colectivo ladrador, y se reincorporó a la carretera, pero en sentido contrario. Una maniobra habitual en cualquier campaña electoral.
-Es que eso tienes que verlo, joder. -insistió.
Y así fue, porque en menos de dos minutos estaban ante el letrero de neón verde. Uno de esos verdes que podrían haberse reciclado de una farmacia de no ser porque las farmacias, a día de hoy, son mucho mejor negocio que los clubs de carretera.
ASIAN LOVE - CLUB & KARAOKE, se atrevían a componer las letras del cartel. El guión era blanco y el símbolo originalmente romano del "et", hoy anglosajón por asalto, era un enorme carácter rojo que ponía la guinda, o el tampón, al conjunto narrativo. Por lo dwemás, el edificio parecía haber sido construido a medio camino entre una palloza leonesa y un palacio gitano.
-¡No me jodas, tío! ¡Esto es el puto infierno!-exclamó Emilio sacando el móvil para hacerle un para e fotos al letrero.
-Guarda el teléfono, anormal. ¿Tu sabes la que nos cae si llega esta foto a la sede del partido? Nos cortan las pelotas.
Emilio se convenció, en medio segundo, de que su amigo tenía razón. Pero no se dio por vencido.
-Aquí hay que entrar a tomar una copa. O una Cocacola. O lo que sea. Pero hay que entrar, macho.
Servando se alegró de poder darse el gusto sin tener que proponerlo él. Para eso era bueno ir con Emilio: siempre era el primero en proponer todas las mierdas que les apetecían a ambos.
Nada más abrir la puerta les golpeó en la cara la voz de una china cantado el preso número 9
La chavala le ponía corazón pero era obvio que no entendía una mierda de lo que cantaba, porque intentaba sonreír, bailar y marcar el ritmo con las nalgas al llegar al estribillo.
La concurrencia, que no era ni tan poca ni de aspecto tan rústico como Emilio y Servando esperaban en aquellos andurriales, aplaudió a rabiar all concluir la canción. La china menudita se sentó junto a un maromo barbudo que la sobaba al por mayor y otro tío, con barba y camisa a cuadros, ocupó el lugar de la chica en el escenario.
-A ver... ¿Qué queréis que os cante hoy? -atronó el tipo por el micrófono.
-¡¡El himno del camionero!! -gritaron cinco o seis hombres y sus respectivas parejas, pequeñas, delgadas y sonrientes.
-venga va. El himno del Camionero, por Mauricio el de Trujillo. ¡Dale pincha!
Y empezó.
Servando y Emilio comprendieron que si se reían se ganaban una mano de hostias. Pero es que si no se reían reventaban. El término medio fue simular que se interesaban por dos chicas que habían aterrizado en las proximidades de sus banquetas...
-Hola guapos... ¿invital a copa? -preguntó la que parecía más joven. Y no parecía menor de treinta.
Ellos asintieron, haciendo un gesto al barman, que los miró desconfiados mientras servía dos cubatas con whisky de marca desconocida y cola de renombrado garrafón.
-Vosotros no sois de por aquí, ¿verdad? -preguntó el camarero, que por alguna razón tenía pinta de ser también el dueño.
-No. Vamos de camino a Madrid -explicó Emilio.
-Estamos de campaña electoral -añadió Servando.
-¿Y puedo preguntar para qué partido? -preguntó el camarero.
-No, ni de broma. Eso no te lo podemos decir.
-Pues vaya propaganda de mierda que hacéis, joder -se burló el camarero. Y los cinco se rieron. Digo los cinco porque las chicas no se habían enterado de nada pero se unieron a las risas.
-Es que aquí no es plan... intentó justificarse Servando.
-¿Como que no? Esa fue mi idea de negocio, y se puede aplicar a la política. Sobre todo a la política.
-¿Cual?
-Que la gente todavía quiere caer más bajo. Y que daría lo que fuese por caer más bajo. Ir de putas ya es chungo, ¿no?
-Un poco- reconoció Emilio.
-Pues no es bastante: si las putas son extranjeras da peor rollo, por lo que puede haber detrás, ¿verdad? Pues viene más gente. Si encima traes putas sin tetas, es completamernte increíble, pero viene más gente aún. Y si encima son tías con estudios, ya lo llenas. Putas, chinas, sin tetas y con estudios, ¡es lo más! -gritó el barman entre risas.
-Nos estás tomando el pelo, joder -siguió Servando la broma.
-Que no. Que la gente paga lo que sea por caer aún más bajo. Por degradarse tres peldaños por debajo de la mierda. Como todo eso no era bastante, se me ocurrió poner el karaoke. Y os juro que es la hostia. Ya lo veis, un martes de febrero a las once de la noche... ¡Ni en Las vegas!
Emilio y Servando echaron un vistazo a su alrededor y contaron, a ojo, cuarenta personas. No estaba nada mal.
-¿Y cómo podrías caer aún más bajo?- preguntó Servando.
-Invitándoos a una ronda y a un polvo a vosotros, que ya sé de qué partido sois, porque dejásteis los carteles en el asiento de atrás. Mañana lo cuelgo en Facebook. -se burló el camarero, señalando a su espalda, donde estaban las pantallas de las cámaras de seguridad del aparcamiento.
El resto es historia reciente porque salió en las noticias y llegó a portada en Menéame.
Si Emilio y Servando follaron entre ellos, con las chinas, o pusieron el culo para el camarero, pertenece aún al secreto del sumario.
León, 14 de noviembre de 2006
Querido Juan:
Esa cosa con plumas que habéis encontrado en las excavaciones de Mileto no es el sujetador de Cleopatra, te pongas como te pongas.
Bien está ya que encontraseis en América un barco egipcio para confirmar las teorías de los mormones, o aquella losa sepulcral de Inglaterra que demostraba de manera indiscutible que Bill Gates es descendiente directo del rey Arturo, pero esto no. Esto ya es salirse de madre.
Por muy prestigioso que sea tu equipo, por llenos que estén los museos de piezas indiscutibles rescatadas por vosotros, me parece que esta vez te pasas. Y no me vengas con que la industria del sostén quiere darle un empujón al producto y ha puesto sus buenos cuartos para disipar las dudas. Esto no: esto ya nos hunde en el desmelene a todos los de la profesión. Cualquier día vendrás a decirme que san Pedro tenía un BMW porque has encontrado el logo en una catacumba, y no me parece serio.
O somos un poco dignos, sólo un poco, o nos vamos todos a tomar por saco.
Cuida un poco de nuestro trabajo, que nos ha costado mucho tiempo y mucho esfuerzo que nos consideren algo más que traperos y saqueadores.
Un abrazo.
Antonio.
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Baltimore, 19 de noviembre de 2006
Querido Antonio:
Sabes de sobra el amor que le tengo a mi trabajo, que es también el tuyo, y los años que llevo dedicado a esto. Sabes también que no he perdido el tiempo, y no tienes inconveniente en reconocer que los museos se llenan con piezas auténticas rescatadas por mi equipo.
Entiende entonces que una tontería de cuando en vez, para conseguir fondos y atención de la prensa, es un precio muy pequeño por poder seguir el verdadero trabajo. Si Microsoft pone dinero para seguir trabajando en lo que nos interesa a todos, hago descendiente a su propietario no ya del rey Arturo, sino del mismísimo rey Midas. Si los mormones quieren un barco en América y lo pagan, o si la BMW quiere su logo en una catacumba, lo cierto es que me la bufa. Se los pongo y listos.
Mientras los gobiernos y los gobernados no sean capaces de interesarse por la verdadera cultura, pues les daremos circo. De cuando en cuando, esas pequeñas estupideces mantienen abiertas las excavaciones y a mi gente trabajando. Lo contrario es muy digno, muy ético y perfectamente inútil para la ciencia, para la historia y para todo. Dentro de diez años, o de menos incluso, sólo quedará de todo esto lo que de verdad se haya podido avanzar en el conocimiento de la antigüedad. De lo otro, quizás una reseña en una antología de curiosidades, y gracias.
O sea que no me vengas con monsergas y dedícate a buscar dinero como sea para tu proyecto, que todo es mejor que quedarse en casa gruñendo contra lo malos que son todos. Haz como yo.
Yo no soy el que crea a los idiotas: simplemente los exploto.
Un abrazo también
Juan
-Oye, ¿no me vas a dar un beso antes de acostarte?
-No.
-¿Por qué?
-Porque no.
-Pues cuéntame tú hoy un cuento, anda, antes de que te vayas a dormir.
-Vale, papá. Había una vez... no, no, no, no, no...así no. Érase una vez... no, tampoco. Un día, un niño no quiso levantarse más de la cama...
-¿Eso ya es el cuento?
-Pues claro.
-Ah.
-Un día, un niño no quiso levantarse más de la cama...
-¿Y qué pasó?
-Pues que no se quiso levantar más.
-¿Y ya está?
-No, el niño se inventó una enfermedad que nadie conocía, ni el médico, ni su madre, ni su hermana, ni su hermano, ni su abuelo, ni nadie. Y como nadie sabía qué enfermedad era porque se la había inventado, se quedó en la cama y no fue al colegio.
-¿Y por qué no quería ir al colegio?
-Papá... ¿por qué va a ser? Porque en casa se está mejor. Ese niño no quería ir al colegio y se inventó esa enfermedad, dijo que estaba malo y que le dolía aquí y aquí y aquí y decía que le dolía también la cabeza y eso... y como el médico no sabía qué enfermedad era pues... no lo dejaron ir al colegio. Y su madre lloraba mucho, mucho...
-¿Y su padre?
-También.
-¿Y qué pasó?
-Pues que se quedó en casa un montón de tiempo y le traían juguetes y regalos y todo lo que pedía se lo traían. Y como se había inventado la enfermedad, cuando él quería estaba bien, y cuando no... pues estaba mal otra vez.
-¿Y ya no fue nunca más al colegio?
-Bueno, sí, un día fue... a ver a sus amigos, pero, no volvió más al cole...
-¿Por qué?
-Porque lo miraban raro, como si estuviera enfermo y eso... y no querían jugar con él... y era un rollo.
-¿Y luego qué pasó? ¿Los médicos no se dieron cuenta?
-No. Porque el niño era muy listo. Y los padres le trajeron el profe a su casa, y por la mañana le ponía deberes para por la tarde y todo. Pero no podía ponerse bueno porque como se había inventado la enfermedad, aunque dijera que ya estaba bueno, nadie se lo iba a creer... como era una enfermedad inventada pues...
-¿Y qué pasó?
-Que nadie se creía que se fuera a poner bueno nunca... ¡y le ponían inyecciones y todo! Como las que te ponen a ti... de esas que duelen. Pero al niño no le dolían porque era para no ir al cole. Un día dijo que era mentira, que se lo había inventado todo, pero ya nadie se lo creía, después de haberse inventado una enfermedad tan rara y haber estado un curso entero sin ir al cole y haber aguantado los pinchazos del médico y todo... su madre no lo creía, ni su padre, ni su hermano, ni su hermana, ni su abuelo...
-¿Y qué hizo el niño?
-Se inventó otra enfermedad para poder ir al colegio.
-¿Una enfermedad para ir al colegio?
-Decía que no quería quedarse en la cama, que quería pasear, que le dolían los pinchazos, que le dolía aquí, aquí, y aquí y aquí y que saliendo a la calle se le quitaba un poco y eso, y luego otro poco y así, poco a poco... y que yendo al cole un día no le dolió y así... hasta que volvió al colegio. Se había perdido un curso pero aprobó al final por las clases del profe que venía a casa.
-¿Así que aprobó, no?
-Con un sobresaliente.
-Un cuento muy bonito. Venga, dame un beso y buenas noches.
-Buenas noches, papá. Ponte bueno pronto.
***
Escogí este trabajo porque no hay ningún otro que conjugue sencillez y poder de una forma tan perfecta. Me pagan por hacer funcionar una máquina con la que, por unos minutos, me convierto en Dios. Hay algo que iguala a todos los hombres, y es que ninguno puede salir vivo de una sesión de garrote vil. Sus vidas, cualidades y logros no les salvarán. Yo tengo el poder de quitarles todo eso y seguir aquí para contarlo. Sería ideal que, como esos monstruos mitológicos, pudiese absorber las cosas que desease de cada víctima y volverlas parte de mí. Pero todo no puede ser perfecto.
Es cierto que no elijo a quienes mato, pero a cambio me los sirven en bandeja de plata. No tengo espíritu de cazador, y de otra forma me sería muy difícil satisfacer al mago. Me acompaña desde hace mucho tiempo, tomando formas diversas y hablándome con distintas voces. Le gustan el crujido de los cuellos y la brisa de los últimos suspiros. A cambio de su diversión, me lleva a visitar el universo cuando duermo.
Una vez me hizo despertar a un lugar absolutamente negro y silencioso. Me dijo que mi mundo estaba a años luz allí, pero tan lejos que ni siquiera podría intuir su forma. Y entonces escuché dentro de mí las siguientes palabras:
"Tu privilegio es la insignificancia. Eres un microbio en un mundo del tamaño de una mota de polvo. Por eso, los efectos de cualquiera de tus actos serán irrelevantes. Puedes hacer lo que desees con tu tiempo, porque el grito unido de toda tu especie no rompería ni por un segundo el silencio del universo. Tanto tu placer como el dolor que pudiese ocasionar, no son nada. Así que, si desde tu perspectiva ese placer te hace sentir bien, entrégate a él".
He realizado muchos otros viajes con el mago, pero éste me marcó especialmente. Siempre lo recuerdo cuando el color de la sangre me hace expandirme, y el mago vuela hacia el cadaver para disfrutar su aroma mientras nadie, salvo yo, percibe su presencia.
A todo el mundo le molesta que le hagan perder el tiempo en salas de espera que parecen diseñadas por carceleros ociosos, o que lo manden de un despacho a otro, como una pelota de golf mal jugada, pero a los ochenta y seis años de Albert la cosa alcanza ya proporciones de injuria o de intento de asesinato.
Lleva cinco días de negociado en negociado, resoplando por los pasillos y apoyando su fatiga en el bastón durante las largas colas de espera. Le gustaría olvidarse de todo y volver a casa, pero ese es justamente el problema: que si no se espabila, le van a derribar la casa.
En el nuevo plan urbanístico de la ciudad, su manzana debe convertirse en un jardín. Cuando cuenta el caso dice “su manzana” porque le gusta pensar que hay otros que le apoyan, pero sólo queda su casa, un edificio grande y destartalado, antiguo molino, almacén, tienda de comestibles y hasta parada de postas, allá en los tiempos de los carruajes. Los demás edificios los han ido vendiendo con los años, a la muerte de sus propietarios y no quedan ya ni los escombros, retirados con avaricia, como si en el ayuntamiento temiesen que alguien fuese a robarlos.
No hay manzana de casas, pero no es bueno que el hombre se sienta solo. Pero el caso es que Albert lo está y hoy es su última oportunidad. Por fin, después de mucho bregar, ha conseguido una cita con el alcalde.
El despacho está en el tercer piso y el ascensor sube con perfecta suavidad. Albert se mira al espejo y aprieta los labios, buscando el necesario término medio de amabilidad y firmeza que quiere imprimir a su petición. Cuando llega arriba, lo recibe un secretario calvo y amable como una sandía, que le indica que lo siga. El secretario más que llamar a la puerta parece quitarle una mota de polvo, entra, y después de unos breves segundos franquea el paso a Albert con un gesto de guía de museo.
El alcalde lo recibe con tono afable, saliendo de detrás de su mesa para estrecharle la mano e invitarlo a sentarse. Dice conocer el problema y asegura estar dispuesto a buscar una solución lo menos traumática posible.
Albert expone detenidamente su caso. No se niega a que el ayuntamiento construya un jardín, ni mucho menos. ¡Ojalá hubiese más jardines! Tampoco le parece mal precio el que le pagan. Está muy bien y agradece la generosidad del consistorio. Lo único que quiere es que le dejen vivir en paz, en su casa, los pocos años que le queden. Porque tiene ochenta y seis y tampoco serán muchos.
El alcalde menciona el estado ruinoso del inmueble. Podían haberlo derribado hace años, y por consideración no lo han hecho. Pero todo tiene sus plazos.
Albert piensa en el plazo de las elecciones, pero calla. Cruza las manos sobre las rodillas y pregunta qué remedio hay.
El remedio está claro: quince días para irse. A una casa con el alquiler pagado por el ayuntamiento, o a una pensión, o a un hotel. El ayuntamiento quiere que Albert esté contento y no va a reparar en gastos. Pero el plazo es inamovible: quince días.
Albert insiste en que no quiere dinero, sino tiempo. Quiere quedarse en su casa, porque a cualquier otra posibilidad a sus años es como una condena a muerte, o a destierro. Allí están todos sus recuerdos. Cada grieta y cada gotera significa algo para él.
El alcalde se exaspera y repite que eso no puede ser. Puede ofrecerle vivienda en el barrio que desee, o incluso en otra ciudad si lo prefiere, pero el plazo no puede moverlo. Entiende que invoque sus fantasmas y sus recuerdos, pero el ayuntamiento no cree en fantasmas, y la vida real debe continuar.
Albert menciona ya las elecciones, la especulación urbanística y el hotel que ya han empezado a construir enfrente. Harto de que le respondan sólo con una sonrisa condescendiente, sube el tono, y menciona también al padre y al suegro del alcalde, conocidos suyos de toda la vida, para describir en tres o cuatro palabras qué clase astilla puede esperarse de semejantes palos.
El alcalde se irrita, descuelga el teléfono y ordena a un guardia que acompañe al señor a la salida.
Mientras el guardia lo lleva agarrado por un brazo hasta el ascensor, Albert se lamenta para sus adentros. No hay nada que hacer. Van a derribar la casa de toda su vida. El único sitio en el que es capaz de encontrar algo. En esa casa vivió con María y en esa casa lo tiene todo. ¿Qué va a pasar con sus cosas? La casa se la pagan, ¿y qué le pagarán por la invalidez que le causan al cambiarlo a su edad de casa? Es como cortarle una pierna.
Al final lo han puesto en la calle. Del brazo de un guardia y en la calle. El ánimo y el semblante de Albert se ensombrecen lentamente. Cuando llega a su casa ya está enfadado de veras.
Piensa en beber una buena pinta para calmarse, pero no quiere calmarse. Cuando te obligas a calmarte a cierta edad, mala cosa. ¿Qué tiene él que perder? Nada. El que no tiene nada que perder es el más fuerte.
Albert se sonríe. Ha tomado una decisión. Va al armario y se cambia de ropa sin perder la sonrisa. Se mira en el espejo y ya se ríe a carcajadas.
Va al garaje, levanta la tapa de alcantarilla que hay a un lado y desciende por la escalera de hierro. No tiene edad para esas escaleras, pero da igual: son diez peldaños. Avanza cinco metros agachado y vuelve a subir por otra escalerilla.
Tan listos que son los del ayuntamiento y nunca adivinaron que el garaje tiene doble fondo.
Y en el doble fondo, aparcado, hay un Tiger, el temido Panzer VI de finales de la guerra. Cincuenta y siete toneladas de mala leche. Albert lo escondió allí en el cuarenta y cinco para no entregárselo a los rusos.
Hace diez años que no lo engrasa ni arranca el motor, pero esos cacharros lo aguantaban todo.
Con grandes esfuerzos, Albert consigue echar el contenido de un par de latas de combustible al depósito. Con eso bastará. Luego, agarrándose con todas sus fuerzas, consigue trepar hasta la torreta, abre la trampilla y desciende hasta el puesto del conductor.
Albert reza para que el motor arranque. Acciona el contacto y responde un tremendo rugido. Poco después, sale con el Tiger a través de la pared del garaje y se dirige al ayuntamiento ante la mirada atónita de los mismos automovilistas que le pitan enfadados cuando va en bicicleta.
Ahora ocupa toda la calzada y no le pitan. Qué curioso.
En cinco minutos estará en el ayuntamiento. Lástima que Gunther, el artillero, haya muerto hace años. Pero da igual: va a atravesar los muros del ayuntamiento como si fueran de cartón. Se van a enterar.
Y si quiere que llame al guardia el alcalde. Majadero.
Que llame a la OTAN, porque con menos no lo paran.
Se va a enterar ese idiota de lo que es un fantasma y de lo que es un recuerdo. Uno de acero.
Él habló con los ojos fijos en un punto concreto de la pared que tenía delante. — ¿Sabes? La primera vez que enseñaron a un chimpancé a hablar mintió. Le enseñaron el lenguaje de signos y lo primero que hizo con ello fue acusar a su cuidador de ser él quién se había cagado en la jaula — Sentado sobre la camilla de al lado con los pies colgando sin tocar el suelo.
— No lo entiendo ¿Por qué iba a mentir un chimpancé? — Cuando ella negó con la cabeza los pequeños tubos que salían de su nariz y le colgaban por la cara, la siguieron también. — Cuéntame otro, este no me gusta
— Hay una especie de insecto que solo vive un día; Ni siquiera tiene boca ni estómago, porque sabe que va a morir.
Ella tardó un rato en responder. — ¿Cuánto tiempo llevo aquí tumbada, en esta camilla?
— Un poco más de 3 horas
— ¿Y has estado ahí todo el rato?
— No me he separado de ti
— El de los insectos ya me lo habías contado. Se llaman efímeras
— Creí que no te acordabas
— ¿Cuántas veces me has preguntado cuánto llevamos aquí?
En ese momento la puerta se abrió. El médico entró ladeando la cabeza a modo de saludo. Atravesó la instancia en silencio y comprobó los goteros. Cuando habló lo hizo mirándole a él en la otra camilla.
— ¿Cómo está? ¿Se ha dormido en algún momento?
— No, no me he dormido — contestó ella
— Sí, se acaba de despertar como quien diría
— ¿Y usted? ¿Ha descansado algo?
— No, no he podido
— Bueno. Ella al menos ha conseguido descansar algo. No se le pasará el efecto de la medicación hasta dentro de unas cuantas horas más. Será mejor que descansen ambos.
Ella miró las muñecas, ahora vendadas.
— Me duelen las muñecas. Y encima esto es incómodo, no me gusta.
— No. Es por tu bien. Descansa, regresaré luego para ver como evolucionas.
El médico salió de la sala y ella se quedó mirando la puerta por la que acababa de salir. Él se levantó hacia la mesilla donde estaban los dos móviles. Cogió el suyo y se quedó mirándolo un rato.
— Es guapo
— Sí, supongo que sí lo es
— Pero tú eres más guapo
— Si tú lo dices, será…
— ¿Me pasas el móvil?
— No. Aquí no hay cobertura, no sirve de nada
— ¿Y por qué lo coges tú? — Él no contestó, se quedó mirando la pantalla de su móvil. Ella volvió a hablar al ver que no había respuesta — ¿Y si tengo que hablar con alguien?
— Me lo dices, salgo y le digo lo que necesites decirle a alguien.
— Prefiero salir yo
— Eso no va a poder ser
— ¿Por qué?
Él dejó el móvil en la mesilla, la miró largo y tendido y pareció abrir la boca un par de veces para hablar. Al final volvió a su camilla, al lado de la suya sabiendo que la silla que había era más incómoda. Se recostó igual que ella, pero con menos tubos y sabiendo que él sí podría salir de la habitación.
El silencio volvió a llenar la habitación una vez más. Se posó sobre las mantas de ella. Se colgó de los hombros de él. Se escondió tras los aparatos eléctricos. Se hundió en la silla de ruedas de la esquina. Ella no se percató de cómo lo invadía todo, como se extendía entre ella y él. Él agradeció que lo hiciera.
— ¿Me puedes quitar lo de las muñecas?
— No, no soy médico
— Pero podrías quitármelo, son solo unas vendas. Lo haré yo misma — Intento mover las manos para empezar a quitarse las vendas. Cuando sus manos llegaron al borde de sus vendajes apenas tenían fuerza para empezar a tirar. Él bostezaba ruidosamente.
— ¿Te vas a dormir? La verdad es que son cómodas estas camas. Yo me echaba una siesta si pudiera
— No creo que pueda
— ¿Y qué hacemos?
— Podemos hablar. Tampoco es que podamos hacer otra cosa
— Vale… ¿Te cuento una cosa que sé?
— ¿Sobre insectos que no tienen boca y se mueren por no morir?
Ella abrió mucho los ojos — ¡Cómo lo has sabido! Pues …, cuéntame una cosa que yo no sepa
— ¿Qué te parece una de Chimpancés que mientan y caguen?
— No veo por qué un Chimpancé tendría que mentir … pero vale, cuéntamelo
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⧫ Exulansis: La tendencia a renunciar a hablar acerca de una experiencia porque la gente es incapaz de entenderla.
Cosecha propia
—Hola a todos —nos saluda el chico, que lleva una bata de médico llena de manchas de sangre—, soy Fernando.
—¡Anda, como tú! —interrumpe mi novia señalándome.
—Como todos vosotros, soy estudiante de psicología —prosigue el anfitrión ignorando a Marta y, con la mirada perdida, continúa—: y desde hace años, también estudio la vida y obra del Doctor Sarmiento. Ya os avisé cuando me llamasteis de que esta no es una escape room habitual. Hasta ahora solo una persona ha conseguido escapar de la sala a la que vais a entrar. Para conseguirlo deberéis desentrañar las oscuras intenciones del Doctor Sarmiento antes de que su experimento acabe con vuestra cordura, o con vuestras vidas.
Es curioso lo del apellido del doctor. La verdad es que me ha dado un escalofrío cuando lo he escuchado, pero tiene que ser casualidad porque yo le mandé el de siempre. En fin, si hubiese cuidado un poco la atmósfera y la decoración de la entrada a lo mejor habría dado algo de miedo la introducción. El detalle de montarlo en una casa de un pequeño pueblo de la sierra está bien, pero el recurso de la bata llena de sangre ya está muy manido. Tampoco se le puede pedir mucho a un principiante en este negocio; casi le estamos haciendo un favor viniendo. Pero es que ya he ido con Marta a decenas de escapes por todo el país, y este es el único de por aquí cerca al que no he jugado. Si no fuera por el cartel que vimos en la facultad, este fin de semana me habría tocado convencer a Armando y Elena de irnos bastante más lejos, y cada vez están menos por la labor. O me habría ido a solas con Marta, pero jugar de dos no es tan divertido, así que puede que al final acabara pasando el finde escuchando alguna perorata de mi padre sobre la enésima investigación psiquiátrica de dudosa validez científica que descubrió en un libro hace años, antes de que cayera en el olvido. El pobre ha tenido demasiado tiempo para leer.
Entramos en la habitación. Yo voy el último. Nuestro anfitrión cierra la puerta por fuera. La iluminación es bastante molesta, viene de un tubo fluorescente en el techo que a duras penas consigue mantenerse encendido entre quejidos. Es una habitación blanca acolchada, recreando una estancia segura de un manicomio, o al menos la idea que tengo de una sala así. Muy a mi pesar, sólo las he visto en las películas. La sangre de las paredes está muy bien conseguida. Normalmente hay muchas cosas que toquetear y explorar buscando pistas, pero esta habitación sólo tiene un enorme y sucio espejo incrustado en el acolchado de la pared. Tiene un golpe en el centro, y grietas que se extienden desde ahí hasta los bordes.
—Hay un diario en el suelo —anuncia Elena.
Elena está agachada, hojeando el diario. Se levanta y Armando también lee por encima del hombro. Marta y yo exploramos la habitación, apretando el acolchado de las paredes por si hay algo dentro, intentando mirar a través del espejo, metiendo los dedos en los resquicios de las esquinas, entre las paredes y el suelo de loza, y entre las costuras del acolchado. Nada. Pues si sólo vamos a tener el diario, espero que se lo haya trabajado bastante, o esto va a ser muy pero que muy aburrido.
—Bueno, ¿qué dice el diario? —pregunto.
—Parece el diario de una tal Marta Aguirre, señora del Dr. Sarmiento —dice Elena.
—Muy original —se queja Armando, negativo como siempre—. A ver si nos dice cómo pasar a la siguiente habitación, porque esta es una mierda.
—Bueno, está bastante conseguida —contesto. Me lo callo, pero lo de usar el nombre completo de Marta me ha gustado—. Déjame leer el diario, a ver si nos sorprende.
Elena me pasa el diario y lo hojeo un poco antes de empezar a leer en voz alta:
“23 de octubre de 1984.
Hace días que dejé de tener las visiones. Fernando me sigue hablando a través del espejo, pero al menos ya no los veo. No desde que ayer por fin hice lo que tenía que hacer. Había que matarlos a todos, era la única forma de que desaparecieran. No puedo quitarme de la cabeza tanta sangre, y no me ayuda que las paredes sigan salpicadas de ese rojo acusador.”
Armando y Elena se echan a reír. Paro de leer con media sonrisa y cara de tonto, pensando que a lo mejor les ha hecho gracia lo de “rojo acusador”. Pero no, es Marta, que se ha puesto de espaldas a un rincón, y se ha desmelenado los pelos para parecer una loca. Se da la vuelta, y levantando las manos como si fuera el lobo de caperucita, dice: “¡Soy Marta dos y os voy a matar a todoooos!”. Elena hace como que le da un par de tortazos y grita: “¡Sal de ahí Marta dos! ¡Vuelve, Marta verdadera!”. Todos nos reímos un rato. Incluso Armando sonríe un poco.
—Bueno, sigo leyendo, que no sé cómo vamos de tiempo —apremio.
—Es un poco temprano, pero puedes preguntarle por el walkie —me dice Marta.
—Yo no lo tengo. Creía que os lo había dado a vosotros.
—A mí no me mires, tú te encargas de esas cosas —dice Armando. Elena niega con la cabeza. Tampoco sabe nada del walkie.
—Bueno, es igual, nos estará escuchando. Nos dirá algo si vamos mal de tiempo. Voy a seguir. —echo un vistazo rápido a algunas páginas y continúo—: Hay varios días más. No para de decir que ya está sana, que ya no tiene visiones, y que no entiende por qué Fernando no le deja salir ya y le sigue hablando a través del espejo. Luego hay varias hojas arrancadas. Aquí está la chicha. Esta página es más larga. La letra se entiende mucho mejor, aunque parece que es de la misma persona.
—Déjame eso —dice Marta, que me quita el diario.
Marta lee para sí misma un poco y me mira a los ojos, con el rostro desencajado. Pálida, con el diario temblando en sus manos, lee en voz alta con un nudo en la garganta.
“22 de octubre de 1994.
Ya hace diez años que no los veo. Yo jamás lo olvidaré, pero tengo que hacer que los demás tampoco lo olviden.
En mi familia siempre ha habido historiales de esquizofrenia. De ellos yo sólo conocí a mi tía Luci antes de que la internaran. Ella hablaba con los hombres de verde”.
Marta deja caer el diario al suelo. La luz se apaga. Elena deja escapar un grito ahogado. Armando dice que no tiene gracia, que encienda ya la luz. Suena la puerta al abrirse. “Uuuh qué miedo”, ridiculiza Armando. Se escucha a alguien susurrar. La puerta se cierra. Seguimos a oscuras. Oigo varios golpes sordos, húmedos. Algo cae al suelo con un ruido metálico. El latido de mi corazón golpea frenético mis oídos. Una luz en el espejo; un rostro se adivina al otro lado sonriendo con malicia. Parpadeo, y la luz vuelve.
Esto debe ser una pesadilla. Elena está sentada contra la pared y Armando yace boca abajo desparramado sobre ella, ambos sobre un charco de sangre que no para de crecer. Miro a Marta, que me enseña las palmas de sus manos llenas de sangre, aún goteando. Las gotas caen lentamente sobre un pequeño cuchillo en el suelo, junto a sus pies. Les ha rajado el cuello como a dos corderitos.
—Ma…Marta —consigo vocalizar—. ¿Qué has hecho?
—No sois reales. No sois de verdad. Sois solo imaginaciones mías.
—¡¿Pero qué estás diciendo, Marta, te has vuelto loca?! —Me dirijo al espejo.— ¡Abre la puerta!¡Déjanos salir!
—¿Desde cuándo nos conocemos? Llevamos años estudiando juntos. Tú usas mis apuntes en la facultad. Si eres real, dime, ¿por qué no has reconocido mi letra en el diario? —se agacha y recoge el cuchillo, los ojos inyectados en sangre.
—Marta, Marta. Cálmate, por favor —me acerco a ella con las manos por delante, sin perder de vista el cuchillo—. ¿Estás segura de que es tu letra? Y de todas formas ¿me matarías por no reconocerla?
—Atrás. Aléjate de mí. Coge el diario. Sigue leyendo. En voz alta.
—Está bien, si eso te tranquiliza, seguiré leyendo. Pero recuerda que esto es un maldito juego. Siempre has tenido tu enfermedad a raya, nunca has tenido un brote.
—¿Y cómo lo sé, eh?¿Cómo puedo saberlo? ¡Cállate y lee el diario!
“Hasta que un día a Luci le dio por decirle a la Guardia Civil que Paco, su esposo, era un asesino, que se lo habían desvelado los dichosos ‘hombres de verde’. En el cuartel aquello no les hizo gracia precisamente, y Paco no opuso la más mínima resistencia a que la encerraran en el psiquiátrico.
Cuando empecé a ver a Elena y Armando, tu padre, que era psiquiatra, tampoco dudó en internarme en el Sagrado Corazón. Después de todo lo que hice por él. Le rogué que no lo hiciera, pero no se apiadó de mí. Se dedicó a estudiar mi caso, y cuando por fin me dieron el alta en el psiquiátrico, me encerró en esta maldita habitación de la casa del pueblo. Esperaba que lo que me sirvió a mí les funcionara a los demás, quería convertirlo en un tratamiento que relanzara su carrera. No me sacaría hasta que volvieran ellos. Hasta que volviera a jugar al juego y escapara de nuevo. Me estudiaba a través del maldito espejo. Quería descubrir mi método para vencer la enfermedad, y no le importó usarme de conejillo de indias.
Lo conseguí de nuevo, y el bastardo de tu padre se fue de rositas, yo no pude hacer nada. Tuve que seguir viviendo como su esposa. Me internaría otra vez si le delataba. Montó una clínica en la capital e intentó curar a algunos pacientes esquizofrénicos. Fuera lo que fuese que inventó mi mente para escapar, a los demás no les funcionaba. Se quedaban ahí dentro, solos, y no mejoraban precisamente. Uno acabó suicidándose, y sus familiares le denunciaron. Se quedó en la ruina, desprestigiado y expulsado del colegio de medicina, así que inspirado en mi tormento, se le ocurrió la idea de las salas de escape. Un negocio redondo, aunque sigo sin poder entender que gente en sus cabales pagara para que les encerraran en una habitación y no les dejaran salir hasta que resolvieran unos acertijos y les dieran algún que otro susto. ¿Qué clase de diversión era esa? Les contaban mi historia. Mi sufrimiento. Y en vez de denunciarlo, le pagaban. Cómplices. Criminales.”
—Marta, no quiero seguir leyendo. Ese muchacho está loco y te quiere volver loca a ti. ¿Qué te ha dicho cuando apagó la luz y te dio el cuchillo?
—Marta está loca, Marta está loca. ¡El cuchillo no me lo ha dado nadie! Lo encontré en una esquina entre los pliegues. Sigue leyendo.
—Pues con más razón. ¿A quién se le ocurre dejar a cuatro personas encerradas aquí con un cuchillo?
—Y lo de mi tía Luci y los hombres de verde, ¿qué? La historia de mi tía sólo te la he contado a ti. Marta está loca, Marta está loca. ¿Quien está loca, yo? ¿o la mujer del diario? Te he dicho que sigas leyendo.
—Marta, tú no tienes ninguna tía Luci. Esa historia la cuenta mi padre cada dos por tres. Se la habrás escuchado a él. Suelta el cuchillo, por favor. No voy a hacerte daño.
—¡Cállate y sigue leyendo!
“No podía soportar que convirtiera mi martirio en una maldita broma macabra para sacarle los cuartos a jóvenes y no tan jóvenes, como se hacía antiguamente con lobisomes, enanos y mujeres barbudas. Salieron imitadores por todo el país, y mi marido consiguió que muchos de ellos les pagaran regalías por usar su nombre en el juego de las salas de escape. Era el colmo, las había hasta en las ferias ambulantes. ‘¡Entre en la desquiciada mente de la señora del Doctor Sarmiento!¡Pero cuidado!¡Puede que no salga con vida!’
Así que sin pensarlo demasiado, un día tomé cartas en el asunto. Debí planearlo mejor, pero resultó ser más fácil de lo que esperaba. Fui a una feria, entré como un cliente más en un grupo de desconocidos, y cuando se apagó la luz, saqué el cuchillo y les rebané el cuello. Ya he perdido la cuenta de cuántos de esos cerdos he degollado de feria en feria. Al principio los rumores incluso atrajeron a más clientes, que se excitaban todavía más cuando una desconocida entraba con ellos. Pero al final la policía actuó y se prohibieron estrictamente las salas de escape. Mi marido está en prisión por dirigir una organización criminal, que es donde debe estar, y las malditas salas de escape quedarán cerradas para siempre. Nunca más volverán a reírse de los que sufren mi enfermedad.
Y yo, hijo mío, descansaré aquí. No me volverán a encerrar. Pórtate bien con tu tía”.
—Una historia más. Un cuento como los de cualquier escape room, Marta. Venga, suelta el cuchillo. Denunciaremos a la anfitriona y diremos que has tenido un episodio de demen…
—¡Cállate! —Se acerca agarrando con fuerza el cuchillo.— ¿Creías que me ibas a engañar? ¡Ese diario es de tu madre! Claro que tus padres te abandonaron cuando eras pequeño. Porque ella murió en esta habitación, y él estaba en la cárcel. Y ahora él vuelve contigo, veinticinco años después, y te convence para encerrarme aquí, como hizo con ella. Para curarme de mis alucinaciones, de mis amigos imaginarios, de Elena y Armando, ¿verdad?
—Son reales, Marta. Los has matado —contesto entre sollozos.
—¡No mientas más!¿Cuál es tu apellido de verdad?¿Eh?¡El de tu padre!¡Dilo!¡Dilo en voz alta!¡Dime tu apellido!
No puedo pararla. No tengo fuerzas. Me corta las manos con las que intento detenerla. No sé cuántas veces levanta el cuchillo y lo hunde en mi cuerpo con un frenesí endiablado. La sangre que resbala por mi pecho y que mana de mi vientre no es lo último que veo. Son esos ojos. Esa rabia. Ese odio. Aunque pudiera decirle que no sabía nada de esta encerrona, no me creería. Con lo que me queda de aire en los pulmones, intento pronunciar mi verdadero apellido. No el de mi tío. El apellido del único que podía conocer a fondo la historia de mi madre y repetirla de esta forma tan retorcida. El apellido de mi padre. Sarmiento.
Son las once y media de la noche. La película no les interesa y deciden irse a la cama.
El dormitorio huele a madera vieja y mantas recias. Lo heredaron de los padres de ella, lo mismo que el enorme crucifijo que preside la estancia. Ahora está sobre la pared, pero un día fue divisa de piedad sobre el ataúd oscuro del padre de Justa. Todo tiene su significado en esta casa.
Faustino cierra los cuarterones de las ventanas y se va al baño. No tienen persianas porque siempre dejan pasar alguna luz.
Justa se desviste de cara a la pared y se pone el camisón antes de que Faustino regrese del baño.
Pone el despertador a las ocho y media aunque sabe que se despertará a las ocho en punto. Es más puntual que cualquier reloj.
No tienen nada que hacer, pero se levantan a las ocho. Hay que mantener un orden en la vida.
Faustino vuelve del baño con los ojos enrojecidos y Justa se extraña. Parece que ha llorado.
—¿Te pasa algo? —le pregunta levantando la cabeza de la vida del Cid Campeador, cien veces releída.
Faustino asiente. Alza la barbilla señalando al crucifijo.
Justa cierra el libro, con un gesto de exasperación.
—No vuelvas con eso. Sabes que no puede ser —le reprende.
Faustino se arrodilla.
—Tú no puedes comprender lo que es privarse de ser uno de los que estarán justo detrás de los coros angélicos. Ser uno más de los que pueden consagrar se al Señor. No puedes entenderlo.
—Sí que lo entiendo. Ven a la cama. Cada uno cumple el papel que el señor le da y tu cumples con el tuyo —responde ella comprensiva.
Justino niega con la cabeza.
—Yo no cumplo: me resigno. No es lo mismo. No sabes lo que es renunciar cada día convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor. Me estremezco sólo de pensarlo. Ser instrumento del todopoderoso. Lo que tú ates quedará atado en el cielo. Lo que tú desates quedará desatado en el cielo. Ser la rueda que muele el pan de su gracia. Convertir el vino en sangre...
—Faustino, déjalo ya...
—Perdonar los pecados. Bendecir los animales y los campos. Proclamar la palabra de Dios.
—Faustino...
—Imprimir la marca indeleble del bautismo en almas blancas, unir vidas para siempre en el sagrado lazo del matrimonio, reconfortar a los enfermos con la promesa de la carne resucitada... No puedes comprender lo que es renunciar a eso.
—Faustino, ¡sabes que no puede ser!
Faustino deja de llorar. Se incorpora y mira a su mujer con toda la ternura que ha acumulado en treinta años de convivencia.
—Claro que puede ser. La Iglesia no consagra a los casados, pero sí a los viudos.
Justa ve al fin el revólver del abuelo en la mano de su marido y lanza un grito.
—No grites, Justa. Reza lo que quieras, pero no pierdas el tiempo gritando.
Sí, ¿pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la Rue de la Huchette?
Sólo son rumores, sólo palabras transmitidas de boca en boca, de beso en beso, entre transgresión y abandono. Rumor entregado por los labios carnosos de la niñera al mentón bien rasurado del sacerdote; palabra apenas esbozada que pronunciaban los labios de la esposa fidelísima sobre el pecho del mozo de almacén; secreto confesado por la dependienta al gran doctor. Palabras de olvido, de indigencia moral, de pasión mal reprimida encarnada en liviandad para escapar de su asfixia y extrañar otros temblores.
Esta noche nada puede ser real, ni los abrazos que se prestan ni los ojos que se huyen en la oscuridad mal conseguida de una ciudad en guerra que reluce demasiado. Ya no hay miedo a la aviación, ni se asustan las matronas con los estruendos lejanos de los obuses teutones: vuelve la claridad cuando menos se necesita, cuando todos quisieran ser sólo manos para abrazar y cuerpos estremecidos en ese hiriente placer, en la caricia resentida y voluptuosa de los que se odian a sí mismos.
Es la noche en que nadie puede avergonzarse de sus actos, la noche en que nada importa, porque alguien entro en Sevres y se llevó en un gran saco las medidas y los pesos, las barras de platino e iridio con que antes se cuantificaba el mundo, los termómetros, las escalas y las conciencias. La conmoción es demasiado grande para que alguien se preocupe aún por el decoro: cuando se pierde el orgullo se abandona también toda contención, todo recato. Cuando se pierde el orgullo, sólo queda por defender el animal, y el animal humano se debate en el fango, entre espasmos de rabia, semen, saliva y bilis.
Esta noche se perdió la autoridad. Nadie se atreve a mandar, ni sirven las cerraduras, ni existen lugares santos. Esta noche todo vale porque todo perdió valor: los cálices son copas y las banderas son trapos, las leyes cantar de ciegos y el vecino anciano una oportunidad de obtener un buen botín sin riesgo y sin esfuerzo. Hoy los lobos son más lobos para el otro. Hoy los otros son infierno, purgatorio y paraíso, sin lindes que los separen.
Esta noche corre el fuego, entre los ladrillos de las esquinas, desgastados por el roce de los carros, en los adoquines demasiado pulidos y los látigos de los cocheros. Esta noche corre el fuego, entre las prostitutas que no lo son, porque el miedo todo lo iguala, y los clientes que no pagan, y los chulos que se miran los nudillos entre copa y copa, entre cerveza y cerveza, entre la espuma derrotada de su arrogancia de ayer.
Esta noche la ciudad aguarda, como un muchacho en posición de firmes al que se la ha prometido una bofetada. Y sabe que el golpe llegará, pero el profesor camina en torno suyo, apostrofando su falta; a veces se detiene y mira cara a cara al alumno, pero espera. Prefiere esperar. Sigue con su clase y entre explicación y explicación vuelve a pasar al lado del muchacho, y lo hará hasta que la bofetada sea recibida con alivio.
Esta noche el enemigo espera fuera, celebrando su victoria y preparando el desfile del día siguiente. Hace días que aguarda en los arrabales, en los castillos y en los palacios, en las fértiles landas donde cazaban los reyes y se reunían los jacobinos. Espera porque sabe que ha vencido sin luchar y que no hay ninguna prisa para tomar posesión de lo que se entrega con mansedumbre. Espera porque se siente amo y no sólo vencedor. No habrá fusiles en las ventanas, ni trampas en los recodos. No habrá más granadas que las que vendan los fruteros ni más luchas cuerpo a cuerpo que las libradas entre las sábanas de las que prefieran a los vencedores. Habrá fotografías y desfiles, y paseos junto al Sena, y un gobierno de agua con gas para reírles las gracias y ejecutarles los muertos. Y treinta o cuarenta chivatos por cada triste partisano que quiera sacudirse el yugo.
¿Para qué darse prisa?
París es ciudad abierta. Una ciudad que los suyos entregan sin defender. París no es siquiera una ciudad mártir, ni una ciudad derrotada, ni una víctima de la guerra. Es ciudad abierta, madre entregada, novia vendida, botín graciosamente ofrecido. Regalo y no conquista.
París es ciudad abierta porque prefirió ser ramera antes que matrona despeinada.
Sobre las tablas ennegrecidas del salón bailan abrazados el joyero y la modista, el locutor de ojos enrojecidos y la pálida maestra de latín. Bailan como bailaron siglos antes las víctimas de la peste y los feriantes hambrientos. Un aragonés republicano, hasta las cejas de vino, baraja sus documentos sobre la mesa sin hule arrumbada en una esquina. Tuvo que marchar de España, y no sabe adónde irá. Al infierno si es que existe, y si no a crearlo de una vez, que buena falta va haciendo. Con los párpados cargados por el sueño y el alcohol mira a su alrededor mientras recuerda su tierra, y piensa que en España no hay ciudades abiertas, como no sea en canal. Recuerda entonces en la voz de un maestro viejo y mal afeitado una frase de Galdós: Zaragoza no se rinde. La recuerda palabra por palabra, y pelando dignamente con la borrachera logra ponerse en pie:
—Y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que París sí que se rinde, y sin disparar un tiro —grita antes de caer de bruces sobre la mesa.
Pero nadie le escucha. Todos bailan.
El tabernero con la esposa del banquero. El abogado con la niñera.
Todos bailan a la espera de la bofetada.
Nadie dormirá esta noche.
Vivía solo, sin perro que le ladrase, ni gato que le maullara, ni vecinos estridentes que estorbaran con lereles o chunda-chundas sus reposadas lecturas. Vivía solo porque le gustaba aquella clase de vida, aunque sabía muy bien que tanto aislamiento y tanta oportunidad de darle vueltas a las cosas no le convenía para nada a su carácter.
En realidad, lo que no le convenía en absoluto era su carácter. Su caso era uno de los muchos ejemplos que pueden encontrarse cada día de que no es verdad, ni mucho menos, que las personas vayan desarrollando poco a poco las costumbres y los mecanismos de actuación que les exige el entorno para enfrentarse a los problemas habituales. A veces, por vete a saber qué errores o que extravíos de la naturaleza, lo que se acaba por desarrollar, ¡y de qué manera!, es el modo de tener cada vez más presentes los problemas y más lejos la solución. En el caso de Gonzalo, el mecanismo era particularmente eficiente para atraerle la clase de relaciones y amistades que sólo podían causarle disgustos y quebraderos de cabeza.
Aquella noche, entre unas cosas y otras, se le habían hecho las once sin que encontrase momento para prepararse la cena: primero fue lo de Robles y luego aquella maldita llamada. Daba igual. El caso es que le habían quitado el apetito. De todos modos, en días menos atribulados que aquel 15 de noviembre, tampoco cenaba Gonzalo gran cosa fuera de una lonchas de embutido, un trozo de queso duro y alguna ocasional lata de conservas.
Aquella noche la cena era lo de menos. Le daba igual si quedaban o no huevos en la nevera o si las salchichas estaban caducadas. Le daba igual absolutamente todo. Había llegado al extremo en todas las facetas de su vida: le tomaban el pelo en el trabajo, lo menospreciaba su jefe y le llamaba la mujer que le gustaba para decirle que no podría quedar con él, como habían acordado, porque se le había estropeado el vídeo y no podría grabar el capítulo de esa noche de vete a saber qué serie idiota.
Había planeando al milímetro sus palabras y su actitud para la oportunidad de aquella noche y ella no sale porque se pierde el capítulo de una serie. El colmo. Aquello había sido el colmo.
Después de pasear unos minutos por su habitación tratando de poner algún orden en la leonera de sus pensamientos, Gonzalo se sentó, cogió un folio y un bolígrafo y se dispuso a escribir.
No había empezado aún cuando pensó que la ocasión requería algo más solemne, así que se levantó de nuevo, fue hasta el salón, cogió la pluma con punta de oro, abrió un frasco lacrado de tinta, llenó la pluma y se sentó de nuevo, listo, ahora sí, para escribir:
Sr. Juez:
Comprendo que estará hasta la coronilla de que todos los depresivos de la ciudad se dirijan a usted en circunstancias como esta. Comprendo también que en vez de esta clase de misivas preferiría recibir cartas de secretas admiradoras citándolo a usted a las diez en punto delante de la fuente de la Plaza del Grano. Pero ya ve: la vida es así y hay que aceptarla como viene o pedir un visado para el Otro Barrio en la embajada del Infierno, que es lo que me dispongo yo a hacer en cuanto acabe esta carta.
Por cierto: debo confesarle que el arma que utilizaré no está legalizada; me la vendió por diez dólares un paramilitar serbio hace unos cuantos años durante un viaje por Europa, pero para cuando usted se presente por aquí dudo mucho que esté yo en condiciones de ser procesado por tenencia ilícita de armas.
No sé si a los casos de suicidio siguen algún tipo de investigación, pero por si así fuera, quiero dejarle las cosas lo más claras posible para que no tenga que molestarse en indagaciones. Además, me repugna la idea de que alguien se dedique a escarbar en mis asuntos, incluso después de muerto. Los muertos también tienen su intimidad, pienso yo.
Por tanto, para ahorrarle pesquisas y quebraderos de cabeza, le diré que no tengo más deudas de juego que una cena que le debo a un compañero de trabajo porque tampoco este año ascendió la Cultural. Como ve, mi vocación de suicida viene de lejos. Tampoco padezco ninguna enfermedad incurable distinta de la mala leche o la caspa, ni se trata tampoco de que me haya dejado mi novia. ¡Ojalá tuviera yo una novia que pudiera dejarme!
Lo que ocurre es que soy feo. Feo con palio, esclavina, butafumeiro y monaguillos revestidos: feo de solemnidad. Por supuesto, a usted esto le parecerá una tontería sin importancia, pero usted nunca ha ido a una farmacia a comprar un par de cajas de preservativos para usarlos como globos en una despedida de soltero y le han advertido que caducan en el dos mil nueve; usted nunca ha tenido que escuchar cómo su vecina le dice al niño que se lo coma todo o vendrá el señor de arriba y se lo llevará.
¡Oh, por supuesto! Usted dirá que el físico de una persona no lo es todo, que en realidad no se trata más que de un detalle circunstancial que no nos hace ni mejores personas, ni influye en nuestra valía, nuestra inteligencia o nuestra sensibilidad; me dirá que esas y no la apariencia física son las cualidades verdaderamente importantes, y yo, pobre hombre racional y lógico, le contestaré una vez más que sí, que tiene razón, como tantas veces he hecho ya cuando las personas a las que he confiado mi angustia recurrían a tan trillado razonamiento para animarme un poco.
Le diré que tiene usted toda la razón, que es cierto que soy capaz de emocionarme con la música como seguramente no lo logra la mayoría de la gente, que leo y entiendo libros sólo accesibles para unos pocos, etc., etc., pero en el fondo de mí quedará la amargura del que se sabe injustamente condenado y es consciente, además, de que no hay tribunal al que apelar.
El problema reside en que ser feo supone una insalvable barrera inicial que impide llegar a un punto donde eso no tendría ninguna importancia. Para mí, la vida sin amor es algo vacío, horrible, y la fealdad me ha reducido a la soledad igual que un secuestrador reduce al silencio a un niño. Yo puedo ser un gran hombre, pero para demostrárselo a una mujer antes he de conocerla. Ha de surgir la mutua simpatía, la conexión de caracteres, luego la amistad y de ahí se pasa al amor a través de la atracción física.
Cuando se es feo es difícil conocer chicas que no te miren como una simple atracción circense. El día que, finalmente, te encuentras una que consciente e inconscientemente (¡ahí está el problema!) te considera humano, lo normal es que piense en ti como alguien que necesita ayuda, como una buena oportunidad de realizar su buena acción de la semana; en los rarísimos casos en que aparece una persona que ve en ti algo más que una oportunidad para desgravar purgatorio, el resto de los pasos, hasta la amistad, se dan sin ningún problema, pero al tratar de avanzar un poco más surge de nuevo el muro, alto, poderoso, para decirte que tu amiga, esa amiga que te ha costado las lágrimas de cien desilusiones y fracasos, nunca ha pensado en ti más que como un buen compañero de tertulia, porque es incapaz de sentir otra cosa.
Es como si el mejor violinista del mundo estuviera postrado en una silla de ruedas y hubiera una docena de escalones para acceder al Teatro de la Ópera; ¿dejaría por eso de ser un genio? No, pero de nada le serviría, y tendría que pasarse la vida tocando el violín en la salita de su casa, soportando seguramente las quejas de algún vecino con sensibilidad de hormigonera.
Y si además de feo eres pobre, o al menos no lo suficientemente rico como para entregarte a las manos de la cirugía estética, estás condenado a perpetuidad.
En mi caso, lo más curioso es que cuando me miro a un espejo no veo mi cuerpo como algo más mío, más personal de lo que pueda ser mi abrigo, mi paraguas o mi reloj; ¿está acaso la esencia de mi yo en mis enorme orejas?, ¿lo está en mi larga y ganchuda nariz? No, no lo está. La esencia de mi yo está en el espíritu, si es que los feos tenemos espíritu, y el cuerpo no es más que el envase que lo contiene. Pero, ¿que haría el vino si en vez de embotellarlo en cristal lo envasaran en un material maloliente y todo el mundo lo juzgara olfateando el recipiente?, ¿puede el vino dejar de ver el mundo poblado de sombras sin escapar de ése infame encierro?, ¿puede escapar de él sin romperlo?
No, no puede. La única salida es hacer añicos la botella para que su contenido pueda fluir libre, y mostrar, aunque sea sólo por un instante, su verdadero aroma. Puede usted tacharme de melodramático si lo desea, pero creo que más vale un final brillante que todo un languidecer miserable, entre las risas más o menos contenidas de un público demasiado vulgar para una tragedia y demasiado pretencioso para un sainete.
Me siento como un vino de marca y de cosecha envasado por error en un cartón miserable y voy a acabar ahora mismo con esa situación.
Respecto a mi lastimoso envase, se lo dejo a la Universidad, y como aquí no hay facultad de Medicina, se lo dejo a la de Veterinaria. A lo largo de mi vida todo el mundo me ha considerado un bicho raro y justo es que mi cuerpo tenga el fin de un bicho raro.
En cuanto a las cuestiones que puedan surgir y que yo no haya previsto, quedo a lo que disponga la legislación ordinaria.
Nada más. Con el deseo de que este caso no le haga trabajar demasiado, se despide atentamente
Gonzalo Pozuelo
Después de firmarla, Gonzalo releyó tranquilamente la carta, la dobló, la introdujo en un sobre y la dejó sobre su escritorio; luego, fue hasta el cajón de su mesita de noche y sacó un revólver con cachas de nácar; lo abrió y comprobó que, como siempre, estaba cargado con tres balas.
Sacó las balas de sus huecos y las volvió a colocar, dejando espacios entre ellas: no quería estar seguro de encontrarse con una bala a la primera. Quería que su decisión de quitarse la vida fuese una resolución meditada y no fruto de una casualidad o de un arranque. Quería tener la oportunidad de disparar dos veces si la fortuna así lo decidía, porque son muchos los que en un momento de coraje son capaces de apretar el gatillo una vez, pero no tantos los que se sienten capaces de repetir el gesto.
Luego cerró el revólver e hizo girar el tambor. Nunca había ido al casino, pero el sonido le recordó de todos modos al de la bola saltando en los obstáculos de la ruleta.
Amartilló el arma y respiró profundamente al tiempo que llevaba el cañón a la sien derecha. Estaba frío, terriblemente frío, como si no fuera un vulgar trozo de metal sino un ser maligno preparándose para adueñarse de una vida.
La mano le temblaba cada vez más y corría el riesgo, el peor de todos, de acertar sólo a medias el disparo. Vio la carta sobre el escritorio y decidió bajar a echarla al correo: así ya no habría marcha atrás posible.
Se llegó hasta la cocina para buscar un sello; los guardaba en un bote de mermelada, pero no recordaba en cual. Tardó unos minutos en encontrarlo y cuando lo hizo, lo pegó en el sobre con saña y sin cambiarse calzado bajó a la calle.
El buzón se encontraba a sólo cincuenta metros de su portal, pero aún tuvo tiempo de mojarse: llevaba todo el día lloviendo y en ese momento comenzó a llover con más fuerza. Gonzalo pensó que lo último que el faltaba era coger un catarro, pero recordó que estaba a punto de matarse y pensó que sería una buena jugarreta para los virus, o los bacilos, o lo que fuera que acechaba para extenderse por su cuerpo y hacérselas pasar canutas durante unos días.
Regresó a casa escuchando el blando chapoteo de sus zapatillas sobre la acera mojada, echó mano al bolsillo para comprobar que no se había olvidado las llaves y al encontrarlas dio un suspiro de alivio.
Después de cambiarse de calzado volvió al salón y tratando de no pensar en nada, ni siquiera en el vivificante fresco de la calle, cogió de nuevo el revólver. Aunque no tuviera público que pudiese repetirla, buscó una frase que sirviera de despedida, pero no se le ocurrió ninguna acorde a las circunstancias. Cerró los ojos y se llevo el arma a la sien.
El dedo le temblaba nervioso sobre el gatillo. Gonzalo pensó que lo mejor sería sentarse y lo hizo sin apartar la pistola de su cabeza.
Pasaron unos segundos, luego sonó una gran detonación y acto seguido un golpe seco producido por el revólver al caer sobre el suelo de madera.
Gonzalo miraba preocupado al techo, pensando en cómo explicaría aquel agujero al dueño de la casa.
——***——
I I
Algunos han oído contar que aquella noche Gonzalo acabó suicidándose porque los vecinos, al escuchar el disparo, llamaron a la policía, y en cosa de unos minutos estaban a su puerta dos agentes, el casero, y el presidente de la comunidad. Así, al pensar en el tumulto que estaba a punto de formarse, en lo que dirían de él al día siguiente, y en la cantidad de explicaciones que tendría que dar, pensó que lo mejor era pegarse un tiro y no tardó en encontrar las fuerzas y la determinación que le habían faltado la primera vez.
La historia no es mala, pero las cosas sucedieron de otro modo. Puedo asegurarlo porque soy amigo de Gonzalo y sé muy bien que no ha muerto. Se mudó de casa, sí, y como coincidió que se habló de un disparo (porque la cosa al fin se supo) con que no lo volvieron a ver por el barrio, no hubo quien desmintiese el infundio de que se había suicidado a la segunda.
Todo podía haber terminado sin consecuencias, con una cucharada de yeso y tres brochazos de pintura blanca aplicados al techo, de no haber sido porque unos cuantos días después del suceso Gonzalo recibió una carta con membrete del juzgado.
Como era habitual en él, había olvidado completamente la misiva que envió al juez en un momento tan malo como el de su intento de suicidio, y mientras ascendía a toda prisa por las escaleras, ansioso de abrir la carta, pasaron por su cabeza toda clase de ideas amenazantes. No ignoraba que el intento de suicidio era un delito y, aunque podía negarlo todo, prefería no tener que pasar por el enredo que sin duda era capaz organizar la maquinaria judicial. Y además estaba lo del revólver, que tampoco era para tomárselo a risa, así que no es extraño que casi se pusiera a temblar cuando pensó que podía haber despertado a las fieras de la justicia.
Con manos inseguras abrió el sobre y comprobó, aliviado, que la carta había sido escrita en dos folios en blanco sin ningún membrete y la firmaba un tal Toribio Rodríguez, sin más añadidos de cargo o título. Eso, sin duda era buena señal, porque ni siquiera el juez más estricto, te mete un paquete a título personal.
Después de mucho pedírselo, Gonzalo me hizo un día una fotocopia de la carta en cuestión, así que ahí va:
Sr. Pozuelo:
Ignoro si la depresión que a buen seguro padece ha menoscabado sus facultades mentales o si la carta que reposa ahora sobre mi mesa es producto de una discapacidad menos puntual. En cualquier caso, su tono y contenido han bastado para impulsarme a darle respuesta después de comprobar que, al fin y al cabo, no había usted llevado a término sus funestas intenciones. Es mi deber felicitarle por ello.
Ciertamente, como su perspicacia adivina, estoy hasta la coronilla de que todos los depresivos de la ciudad me dirijan cartas como la suya; también los neuróticos, los neurasténicos y buena parte de los majaderos en general, pero le aseguro que incluso eso es mucho mejor que ser citado a la diez de la noche en la fuente Plaza del Grano por una anónima admiradora, sobre todo por la clase y calidad de las mujeres que suelen convertirse en secretas admiradoras de un juez de mi edad y condición.
En cuanto al arma, haría usted bien en desprenderse de ella a la mayor brevedad, porque sabiendo de dónde salió no es difícil adivinar dónde irá a parar, contra usted o contra otro, y las consecuencias, negativas en cualquier caso, que de su utilización resultarán para su persona. No voy a decirle aquello de que las armas las carga el diablo: las cargan las personas, y por eso son aún más peligrosas.
Para su información, y a título didáctico, me complace informarle de que en los casos en que se puede determinar fácilmente que una muerte ha sido voluntaria, la Administración de Justicia procura ahorrar el dinero de los contribuyentes omitiendo investigaciones posteriores. Cuando una persona ha decidido matarse, la Administración no siente curiosidad alguna por sus razones; si existe Dios, que el interesado se las cuente a Él, y si no existe, que se lo cuente a las chimeneas del crematorio. Por otro lado, no deja de extrañarme la repugnancia que dice usted sentir porque alguien se inmiscuya en sus asuntos cuando tan galanamente los airea. Si a usted le molesta más que alguien hurgue en el cajón en el que guarda sus calzoncillos que en los miedos de su espíritu, sus motivos tendrá y me reservo mi juicio sobre ellas.
En lo que respecta a las razones que alegaba usted para su nunca consumado suicidio, le diré que, efectivamente, considero su autodeclarada fealdad un móvil de escasa sustancia, o al menos, de escasa sustancia si se valora aisladamente.
Celebro que su sensibilidad le permita emocionarse con la música y que su cultura e inteligencia pongan a su alcance lecturas de alto nivel, pero observo, si me lo permite, que toda esa cultura y esa sensibilidad no le han bastado a usted para liberarse del peso que la opinión de los demás ejerce sobre su ánimo. Afirma usted que la vida sin amor es una vida vacía, una horrible desgracia, y a buen seguro debe de tener razón cuando se ama tan poco a sí mismo como para pretender matarse. Sin embargo, cuando describe la barrera que la fealdad supone, barrera que de sobra conozco, se olvida de su sensibilidad y de su inteligencia, esas mismas cualidades que más adelante encarece. Si fuera su talento tal como usted generosamente lo valora, a buen seguro hallaría usted la manera de saltar ese muro, y aun de utilizarlo como mecanismo defensivo. Pero, por lo que deja usted entrever en su carta, su problema reside en que enfoca sus deseos precisamente sobre aquello que no puede conseguir, defecto además de legítimo, común, pero defecto al fin y al cabo. Su problema, Señor Pozuelo, es que nació usted para guapo y no lo es; nació usted para rico y no lo es tampoco, y en vez de sacar partido de su supuesta inteligencia para ser primero rico y luego guapo, se entretiene en escribir majaderías y enviarlas al juzgado, distracción que por esta vez me parece bien porque también yo me distraigo, pero que sin duda le acarreará grandes complicaciones si comete la torpeza de repetirla en el futuro.
Porque, señor mío, si el mejor violinista del mundo estuviera imposibilitado en una silla de ruedas y hubiera una docena de escalones para acceder al Teatro de la Ópera, esté usted seguro de que el violinista encontraría a quien le ayudara a franquear ese obstáculo, aunque sólo fuera por el placer de colaborar a la consumación de una gran obra. Sólo si el violinista fuera de la misma pasta y talante que usted se pasaría las horas tocando en el salón de su casa, entregado a la autocompasión y a la vagancia, si es que hay alguna diferencia de fondo entre estas dos llagas morales.
En cuanto a su segundo ejemplo, a lo que sucedería si el vino, el mejor vino, estuviera encerrado en una botella maloliente y la gente lo juzgara olfateando la botella, no parece usted darse cuenta de que eso no redundaría más que en beneficio del vino, pues en tales circunstancias sólo podría acabar en la mesa de un verdadero entendido, de una persona que supiera saltarse las apariencias para llegar al fondo del producto. Siguiendo su analogía le recuerdo que, no en vano, muchos de los mejores quesos y todos los champiñones se producen en lugares pestilentes.
De todo lo antedicho deduzco que sus penurias, que ni conozco ni me importan, provienen de su falta de talento, de su incapacidad para atraerse amistades que le convengan y de fiar todos su anhelos en la opinión de las mujeres, pues no alcanzo a comprender cómo le puede perjudicar su extremada fealdad en los ambientes masculinos.
Concluyendo: a usted no le va mal porque sea feo; a usted le va mal porque es idiota.
Sinceramente, demasiado incluso
Toribio Rodríguez
Cuando yo tenía once años, murió mi abuela, muy viejecita y enferma ya, y entonces llegó la hora del reparto de la casa, los enseres y demás. Para mí fue muy emocionante, porque por fin pude echar un vistazo a todos aquellos arcones de madera, con pinta de contener tesoros, que nunca me habían dejado inspeccionar a gusto.
El más secreto de todos era el arcón de la habitación de la abuela, y allí me dirigí, aprovechando que los mayores seguían en la comedor. El baúl estaba lleno de sábanas bordadas, colchas medio apolilladas, ropas de luto y un montón de cosas más del mismo tipo.
Desilusionado, iba ya a cerrar el baúl cuando localicé a tientas un objeto más duro y dediqué todo mi empeño a desenterrarlo de entre el ajuar de la abuela.
No fue fácil, pero al final saqué un envoltorio de tela que contenía una tetera y una lata metálica de té. Y me extrañó, porque el abuelo siempre fue aficionado al café y aún había por casa media docena de cafeteras.
Tenía sólo once años, pero antes de enseñar el hallazgo a los mayores recordé de pronto uno de esos cuentos que a veces contaba mi padre, y pensé que quizás no fuese del todo inventada la historia del vecino inglés, vendedor de biblias, que desapareció sin dejar rastro y al que todo el mundo creyó regresado a su país después de no haber conseguido vender ni un solo ejemplar en siete largos años que pasó recorriendo la comarca.
No era nada, pero el otro baúl, el grande del salón, ya no me apeteció explorarlo.
(Cuando os canséis me lo decís y lo dejo. Y ya os resumo que el asesino era el mayordomo, ah, no, Juan. Esta parte del "relato corto", ejem, viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 )
A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.
Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él.
En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?
Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.
Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.
-¿Quién es?
-Hola, buenos días, Policía.
Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.
-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...
-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.
-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.
“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.
-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.
-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?
-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.
-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.
“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.
-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.
-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.
-De nada. Buen servicio.
Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.
Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.
Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.
Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.
Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.
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El año que acababa de empezar, después del de las piscinas, fue el de los rusos y el de los italianos, gracias a los complementos de las rubias, morenas, pelirrojas teñidas y demás variantes incluidas en las piscinas. Los de la cuadrilla del voldka querían ver cómo podían entrar en el negocio de las chicas de alterne y los del vino rosado con burbujas también. Cada uno con sus maneras y sus manías, diferentes pero parecidas. O parecidas pero diferentes, que no es lo mismo.
Ese año tuve que darle uso a la nariz de mala manera. Entre mis sesiones de cama con Inés, las nuevas sesiones a escondidas con Ana, mis negocios particulares y los que me encargaba Enrique, si no hubiera sido por la coca habría muerto. Aunque en realidad creo que ya estaba muerto pero no me había enterado. Siempre había intentado mantenerme lo más lejos posible del maldito talco, pero a la fuerza ahorcan. Y conste que me sentaba fatal, pero era cuestión de estar siempre activo y alerta. Menuda mierda.
Conseguí convencer a Ana de que planear cómo liquidar a Ernesto no era fácil y además peligroso. Muy peligroso. Así que había que pensar un plan mortal pero a prueba de muertes, las nuestras. Y mientras tanto quedábamos los lunes, miércoles y viernes en... ¿Cómo se llamaba aquel hotelito? Hotel Conde, Hotel Duque, Hotel Marqués... algo así, no lo recuerdo. Quedábamos allí tomando todas las precauciones, cada uno iba por su cuenta y con su coche. Yo, además, dejaba el mío aparcado dos calles más allá, por si acaso. Había elegido ese sitio para dejar el coche porque había un café que tenía dos entradas en calles diferentes. Me tomaba un copazo y después de mirar siete veces que nadie me había seguido, salía por la otra calle y de ahí andando al Hotel Conde o cómo coño se llamara. Allí hacíamos planes para liquidar a Enrique y como todos tenían algún fallo volvíamos al tajo del camastro. Supongo que ella lo hacía para motivarme y que pensara un plan sin fallos, un plan perfecto. Motivado estaba, eso seguro. Aunque ella a veces olía a Enrique. Me daba igual. La gracia es que todos mis planes tenían más agujeros que un colador. A mí me hacía gracia, a ella no tanto.
Un día de esos le pregunté por qué demonios quería cargarse a Enrique. Me dijo, en ese tono inocente que me jodía tanto y que usaba para que me cabreara, que también quería que la ayudara a llevar su dinero a Suiza. Le pregunté que de cuánto estábamos hablando. Por reirme un rato. Dos maletas. ¡La leche! Pregunté la cantidad de dinero y me habló de dinero al peso. ¿Cómo tenía tanta pasta? ¿De dónde la había sacado esa muerta de hambre? Entonces se puso seria. Cuando Ernesto ya no estuviera entre los vivos y su dinero estuviera fuera y seguro, me lo contaría.
Inés tenía un apartamento en el centro de la ciudad, un sitio de decoración educada, colores convenientes, jarrones chillones, cuadros que parecían pintados al gotelé y mucha luz natural. Un lujo. En una de esas charlas, mientras ella preparaba la cena, salió el tema de que mis orígenes y mi crianza en una familia tan destruida habían sido los culplables de mi manera de ser y de actuar. Estaba hasta los cojones de esa mierda de salvación religiosa, como si yo estuviera mal y ella estuviera bien. Hasta los cojones. Ese día le conté varias cosas con la intención de que dejara de darme el coñazo con lo de que me podía redimir y convertirme en alguien bueno para la sociedad. ¿Bueno para quién? Vamosnomejodas. Y además, bueno... ¿para qué? Así que le conté que Guillermo, el del barrio, el de la meada en la herida había estudiado magisterio y había sacado oposiciones en un colegio de otro barrio chungo y que allí seguía dando ejemplo de que se puede salir del barro si uno quiere y se esfuerza. Muchas veces, cuando volvía al barrio a cualquier mierda pensaba que le tenía que dar una paliza a Guillermo, por lo de sacarse la chorra y mearse en la pierna cuando éramos críos. Pero como me gustaba que fuera maestro y tratara bien a los niños, decidí perdonarle los huesos. Los iba a necesitar en el colegio. También le conté que mi casi hermana Gloria, digo casi hermana porque hacía muchos años que mi padre estaba desaparecido en combate y el único que podría haber preñado a mi santa era el de la sotana de los sábados. Menudo pájaro trayendo comida y de paso trajinándose a mi puta madre. Bueno, pues Gloria empezó trabajando de cajera en el supermercado del barrio, uno cutre, y llegó a encargada y después la contrataron de jefa de área de una cadena grande dedicada a eso. Simago. Se había casado con un contable honrado y tenían dos chiquillos. Había salido del barro. No sé si le quedó claro que no era mi caso y que no tenía la más mínima intención de ser mejor, que no tenía ni repajolera idea lo que quería decir ser mejor persona y que lo que era, fuera lo que fuese, me parecía bien. Muy bien. Inés abrió la botella de vino y la puso en la mesa. Me dijo algo que no entendí muy bien. Así que lo apunté en un papel, que tengo aquí delante, está viejo, sucio y tiene manchas de vino pero... dice: “Jesús dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible.” Marcos nosequé... que ya se ha borrado lo que ponía. Las tonterías de Inés.
Un día, no sé cuándo pero hacía frío, así que supongo que todavía sería invierno. Ana, después de un revolcón, me dijo que ya sabía cómo se podía hacer. Y, coño, qué plan más retorcido se le había ocurrido para liquidar a Enrique. Me veía ya sin los lunes, miércoles y viernes de diez a una en el Hotel Comosellamara. Me explicó que le había prometido hacerla modelo de pasarela, así que debíamos esperar a que consiguiera lo suyo y después seguir el plan de cómo liquidarlo. Al menos, de momento, no perdería esos tres días a la semana de venganza. Sí, con Ana era sexo de venganza. No voy a explicar eso, cosas mías que tampoco importan mucho. Si queréis más explicaciones, os jodéis, que no las voy a dar.
Enrique me encargó lo de los rusos y los italianos, que negociara con ellos lo de entrar en el negocio de los complementos. Me dio el caramelito de que además pusiera en marcha parte de mi idea de lavado de dinero con licencias de taxis y peluquerías, que dejara de momento las empresas de reformas. No pregunté por qué había que dejar fuera a los del ladrillo. Uno ya sabe cuándo debe preguntar y cuándo cerrar la boca.
Sabía que me daba eso para ver cómo me las organizaba, también sabía que se blanquearía poco dinero, pero que ya harían números los suyos del traje de chaqueta a final de año. Me estaba diciendo que como la cagara, que me fuera buscando un hoyo donde esconderme o donde enterrarme. Como estaba tan motivado porque ya había perdido el olfato y tenía la nariz como un cartón, puse en marcha el sistema con seis licencias de taxis y una docena de peluquerías que lavaban, secaban y planchaban la pasta sin ningún problema para los inversores. La cosa era muy sencilla, como las peluquerías pagaban por módulos y los taxistas también, se compraban licencias de taxis por encima del precio de mercado, el taxista que vendía se llevaba una pequeña comisión más lo que valía la licencia a precio real, una parte en blanco y la otra en oscuro. Se pagaban los impuestos legales y una parte del dinero ya queda limpio como una patena. Luego, se contratan a dos pringaos por taxi que harán turnos para tenerlo el máximo de tiempo en la calle y en movimiento, se les pagaba una parte del jornal mensual en sobre y con dinero más negro que mi alma y la diferencia de sus carreras diarias para nosotros. Se facturaban gastos y demás puñetas, lo justo para que no cantara. Además de tener una pequeña flotilla de pringaos en taxi, tenías sus licencias que podías vender cuando quisieras. El mismo sistema con las peluquerías, sólo que aquí se incluía compra de local, nunca alquilar. Una parte la pagabas en negro y el resto en blanco, contratas a peluqueros a precio de saldo y al poco te encuentras con que tienes varias peluquerías dando salida legal a dinero oscuro, tengan o no clientela. Facturabas cada año lo justo para que pareciera real y la diferencia para nosotros.
Dimitri se llamaba el cabrón del ruso, un tipo duro pero maricón. No marica, no, maricón. A mí siempre me ha dado igual esto, cada cual hace lo que quiere con su cuerpo y con el de los otros, pero este hijodeputa malnacido maricón era muy hijodeputa. Carlo era el italiano, otro tipo duro más cabrón que el ruso y eso ya era difícil.
Nos vimos la primera vez en el club de Enrique, que nos presentó y dejó en mis manos cómo llevar a buen puerto lo de los complementos de las piscinas. Allí nos dejó a los tres mientras se echaba unos hoyos con algún pez gordo de la costa, y perdía, claro. A propósito, claro. El pez gordo lo sabía, claro.
Dimitri quería montar urbanizaciones enteras en un pueblo de la costa levantina que ya tenía localizado. El ruso quería incluir hombres, porque decía que había mucho ruso aficionado a lo suyo y que allí no estaba bien visto pero que en España era mucho más fácil. Carlo quería montar directamente puticlubs gigantes con neones y doscientas chicas traídas de medio mundo. Ya me estaba oliendo el marrón que me iba a tener que comer. Marrón oscuro. Muy oscuro. El italiano explicó que Enrique ya tenía la imagen de marca para el negocio: Ana. Me enseñó una foto de mi secretaria sin título. Así que el plan de hacerla modelo era ese. Por algo se empieza, pensé en su momento.
Ya por aquel entonces me había fijado en que a Enrique debió pasarle algo con Ana, porque la quería más con ropa que sin ella. Me entraron sudores fríos pensando que quizás ya sabía que la estaba jodiendo a sus espaldas. Pero ya no podíamos hacer nada. Ni ella, ni yo. Había que acelerar el plan para liquidar a Enrique.
(Continuará...)
Los cuadros idílicos están muy bien para colgar en una casa confortable, con ventanas de cristal doble, para colgarlos encima de un radiador mientras se mira bien calentito como cae la nevada fuera.
Pero a veces hay que ser honrado con uno mismo y pensar que en esa casa vive alguien, y ese alguien las pasa canutas. Los campos nevados y solitarios son sólo para las postales.
El habitante de esa casa es un ganadero que tiene que segar medio año para tener hierba con que alimentar a sus vacas cuando el paisaje se pone a punto para pintores. La vista es la que se observa desde la casa de un cura amigo mío, un cura al que, si le haces la broma de que vive como un cura, te da de comulgar por lo civil: sin contemplaciones. Y si quieres, vas y le cuentas lo de la otra mejilla, que verás lo que tarda en responderte que tampoco él espera resucitar al tercer día.
No es de extrañar que se lo tome así: ser cura en las montañas de León, con catorce parroquias que atender, y dos años sin celebrar una boda ni un bautizo, no es para endulzar el humor de nadie.
Lo peor son los entierros. Esta semana no ha habido ninguno, y con la nevada se agradece. Se ve que la gente no se quiere morir con nieve para no causar molestias. La gente de esta tierra es así de considerada.
Pero a veces, hasta los más respetuosos, tienen que morirse, y a Vicente, que es como se llama mi amigo el cura, lo avisan para que vaya a enterrar al día siguiente: con nieve, ventisca, caminos que sólo tuvieron tiempos mejores cuando los romanos sacan oro en estos montes, y lobos que ignoran que también los curas son especie protegida.
Hace tres años, cuando destinaron a Vicente a estos andurriales, a un buen señor se le ocurrió la idea de morirse un doce de enero. Había esperado noventa y un años y no pudo esperar a la primavera. Hay gente para todo.
El médico avisó al cura, y Vicente se presentó la tarde siguiente con su flamante sotana, misal, hisopo y estola de gala. Era su primer entierro.
Pero cuando llegó al pueblo se encontró con que enterrar al difunto Alipio no era decir los rezos: se trataba de enterrarlo textualmente, porque nadie en todo el pueblo tenía edad ni fuerzas para cavar una sepultura.
Medio pueblo estaba reunido en el cementerio. Veinte personas. Mil quinientos y pico años en total. Así que Vicente les echó un vistazo, se quitó la sotana, pidió un mono e trabajo, y allí estuvo tres horas dándole a la pala, auxiliado por los aplausos de los más ancianos y la mano que pudieron echarle, quitando tierra, algunos menos achacosos.
Tres horas tirando de pala. Luego vuelta a la sotana, misal, agua bendita, estola y requiem. Y cada vez que decía "descanse en paz", le tenía envidia al muerto.
A él en el seminario le habían icho que el ritual de los funerales era otra cosa. Lo de la pala debía de ser cosa de herejes. O de putos ateos.
—Y yo con mi misal hice el gilipollas, madre —me contaba luego Vicente con una sonrisa, parodiando a Xavier Krahe.
Por eso, el que le dice que vive como un cura se arriesga a que le pase algo.
Por eso, los cuadros como este, son mejor cuando están bien enmarcados, sobre una pared. Siempre sobre una pared.
Si los ves por la ventana, mala cosa.
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A, JAT, con un abrazo.
El capitán se acercó al intercomunicador y le gritó al buzo:
-¡Sube inmediatamente! ¡El barco se está hundiendo!
Y el buzo reinventó el encogimiento de hombros.
Vino a buscarme súbitamente, tomando la forma de un anciano transparente. Tomó mi mano y todo se hizo blanco. Volábamos hacia arriba en un espacio totalmente homogéneo, sin ningún detalle que me sirviese como referencia para saber cuánto habíamos ascendido en un determinado momento. Entonces me dijo:
-Nos queda aún un gran trecho. Matemos el tiempo conversando ¿Cómo ha sido tu estancia por ahí abajo?
-He visto poca cosa. No obstante, creo que lo más reseñable se resume en mi sueño más real. Durante la mayor parte de mi vida estuve enamorado de una misma mujer. Siempre desde la distancia, ya que jamás se lo dije. Pues bien, siempre que iba a enfrentarme a un reto especialmente importante, soñaba con ella. En el sueño me amaba, compartía su luz conmigo, y todo era tremendamente real. Hasta sentía el tacto de su mejilla cuando la acariciaba.
-¿Entonces lo más reseñable de tu vida es un maldito sueño?
-Es lo que ese sueño representa. Lo he encontrado en diversos momentos y con distintas formas. Cuando he podido cambiar una vida para mejor, o cuando alguien ha mejorado realmente la mía. Cuando he hablado sin necesidad de palabras con mi sobrino recién nacido. Cuando he logrado conocer verdaderamente a una persona, libre de máscaras y convencionalismos sociales. Cuando una expresión artística me ha conmovido hasta lo más profundo...
-¿Qué tienen en común todas esas cosas?
-Autenticidad y humanidad. A lo largo de mi vida he detestado por encima de todas las cosas los convencionalismos. Fingir que te gusta una determinada música o ropa porque están de moda, aparentar que encajas plenamente con el estereotipo social imperante...hasta que, por fuerza de la costumbre, terminas muriendo en ese ataud. Y a lo largo de mi vida me han deleitado las expresiones de autenticidad. Ver seres humanos al trasluz. Con sus particularidades, sus impulsos, preferencias y deseos.
Igualmente, siempre me ha asqueado la gente pretenciosa que toma como referente los ojos de los demás y no los suyos propios. Del mismo modo, he admirado a quien, simplemente, hace lo que siente. Sin buscar ser vista, ni oida, ni envidiada...simplemente ser. Conocer a esa clase de personas puede enriquecer mucho tu vida. Igual que escuchar el eco de grandes almas a través de una melodía o una obra teatral.
-¿Entonces las grandes personas que has conocido tenían ese denominador común?
-Sí, y a la vez eran únicas. Como en realidad todos lo somos, aunque muchos lo oculten. He conocido a grandes personas de espíritu aventurero, que podían iniciar un viaje de aquí a La India de un día para otro. Había otras que, como yo, eran más tranquilas y disfrutaban escuchando un recital de poesía o yendo a un concierto.
Todos somos únicos, y tenemos, por ejemplo, un ideal de belleza propio. A mí me volvían loco las chicas de formas delicadas y aspecto frágil. A uno de mis mejores amigos, por el contrario, le gustaban tipo Pamela Anderson. Y en cuanto al carácter, a mi amigo le encantaban las chicas enérgicas, hiperactivas y locas por comerse el mundo. A mí, sin embargo, siempre me gustaron con una sensibilidad muy desarrollada, un corazón enorme y un gran amor por las artes (y un punto de timidez, al igual que yo mismo).
-¿Conociste muchas "grandes personas"?
-Qué va, por eso digo que he visto muy poco. Diría que he desaprovechado el 70% de mi vida. Cogí un trabajo que no me gustaba pero me daba estabilidad. Mil veces quise dejarlo, pero al final nunca lo hice. Si pudiese hablar con alguien que vaya a nacer en este instante, le diría que nunca acepte el calvario de tirarse los días esperando que termine la jornada laboral, y las semanas esperando que lleguen las vacaciones. Al final, la mejor forma de ayudar a los demás es hacer aquello que se nos da bien y, además, nos estimula hasta el punto de sacar lo mejor de nosotros. Por eso el trabajo tiene que gustar.
Así, trabajaba un día tras otro, autoconvenciéndome de que no había grandes cosas más allá de las fronteras de mi mundo. Todo lo contrario que la chica a la que amaba. Sacrificó su estabilidad por un sueño. Fue más valiente. Y seguro que encontró muchas más pepitas de oro en el río de su vida que yo. Yo aprendí hermosas teorías, pero pocas veces las llevé a la práctica.
-Cuando llegáis a mi encuentro, la mayoría sois bastante sabios. Dentro de un rato descubrirás si lo que has aprendido puede servirte de algo.
Luis Mediavilla no tenía suerte con las mujeres.
Intentarlo, lo intentaba, pero no tenía suerte.
Cada vez que se le cruzaba por la imaginación una chica, ella empezaba a salir con otro una semana después. Era un sino aciago.
A puro acodarse en la barra de los pubs, cerveza en mano, acabó trabando conversación con Jaime. Luis temió en un principio haber ligado justo cuando menos lo pretendía, pero luego se enteró de que el tal Jaime estaba tan solo como él, y tan harto como él de fracasar con las chicas.
Intentaron algunas correrías juntos, pero fue aún peor: eran como dos ciegos bajando Pajares en bicicleta, cada uno confiando en que el otro sólo era tuerto.
Una noche, bailando en la pista del Bovis Ridentis, Jaime se fijó en una chica de escote generoso y piernas largas. Era una rubia estupenda, o de bote estupendo: era estupenda en todo caso.
—¿Le entramos a esa? —le propuso a Luis.
—¿A cual?
—A la de las pantalones rosa.
—No jodas, que es mi prima Laura.
Jaime abrió los ojos como si le hubiesen metido un hielo por la espalda.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente. Toda la infancia y la adolescencia enamorado de ella.
—No me extraña.
—Inténtalo —animó Luis.
Jaime lo intentó, pero sin éxito. A los pocos minutos volvió junto a Luis.
—No hay nada que hacer.
—Si te gusta de veras, sé donde vive. Le puedes mandar unos versos. siempre le han gustado esas cosas. Si le picas la curiosidad, lo mismo te acepta una cita a ciegas —propuso Luis.
—Pero yo no sé escribir versos.
—Es igual. Te los escribo yo.
A Jaime la idea le pareció buena. Una cita a solas con la dueña de aquel meneo tenía que ser de locura y no había mucho que perder. No mucho más.
El lunes, después del trabajo, los dos amigos quedaron en un bar. Luis apareció con los versos, y Jaime añadió una líneas. Luego echaron la carta al correo.
Para sorpresa de ambos, la chica llamó al teléfono de Jaime y quedó con él. La cosa marchaba. La cosa iba como Dios.
Pero cuando el día siguiente a la cita Luis se encontró a Jaime en la esquina del bar de siempre, enseguida descubrió en su expresión que algo no había ido bien.
—¿Qué tal? —le preguntó.
—No muy bien...
—¿Qué pasó?, ¿qué te dijo?
—Estos versos son de mi primo, que es un idiota. Y tú un imbécil. Eso me dijo.
—Joder, tío. Lo siento —se disculpó Luis.
—No pasa nada, amigo, pero ya ves: ser feo no es batante para ser Cyrano.
menéame