Relatos cortos
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Que le den al del concesionario (Hoy no)

Hace unos días revisité un escrito de @Feindesland, ante lo cual me animó a versionar su excelente "M.A.N (Hoy no)". Lo que sigue es el resultado.

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Anselmo lleva treinta y cuatro años de camionero, viendo a la familia dos días a la semana y tratando de matar las horas el resto del tiempo. Está convencido de que si un día se durmiera al volante, el aguerrido Pegaso lo sabría llevar él sólo de Hamburgo a Huelva.

El camión realmente es un M.A.N., pero le sigue llamando Pegaso por costumbre. Y porque se siente mejor pensando que cabalga un caballo alado que sobre unas siglas tan insulsas e impronunciables como Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Algo así como “Fábrica de coches Zaragoza-Bilbao” mientras intentas tragar un polvorón.

— Bien, pues ya estoy casado con un hombre —bromeó Anselmo cuando firmó la señal.

— Ah, no, no. No es inglés —aclaró el vendedor—. Es alemán: Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Le pasa a todo el mundo.

Fue decepcionante. Que su mastodonte de acero fuera “El hombre” le había conquistado, le resultaba viril. Lo otro… lo otro sonaba a lavadora. 

Eso sí, el camión es una maravilla. Lo peor es trabajar en verano. Con aire acondicionado o sin él, acabas por tostarte al sol, casi asfixiado. Si no lo pones, te cueces; y si lo pones, te resfrías... Al final, lo mejor es bajar la ventanilla y dejar que entre el aire, aunque parezca salido de la panadería.

Hoy es sábado y la perspectiva del hogar se hace cada vez más presente. Anselmo va hablando por la radio con Benito, otro camionero de Isla Cristina que hace ruta hasta Colonia. Suelen encontrarse en La Junquera y desde allí vuelven juntos a casa. En esta ocasión. Benito va más rápido, le saca ya treinta kilómetros. Cuando uno va adelantado, tienen la costumbre de avisar si hay atasco o accidente o alguna patrulla de la Guardia Civil por la autovía.

No es que hagan el loco, viven del volante y saben muy bien lo que se juegan, pero cuando es sábado y hay que llegar a casa, se pisa el acelerador un poco más. Sin pasarse, eso sí, que el gasóleo cuesta un ojo. Un poco de gas y se aligera el tráfico, ¿verdad? Mejor para todos. La Guardia Civil no suele meterse mientras no hagas cosas que asusten al personal, como adelantar en una curva o poner los trailers en paralelo. En cualquier caso, hay que estar al tanto, no te vaya a pillar un agente de los amargados y te eche a perder la semana en el último momento. 

Benito, que se las sabe todas, tiene identificados varios tramos del camino que comparten. Y justo en este que recorren ahora suele patrullar el cabo Villarroya, un tipo tieso al que le debieron meter un palo por el culo y que disfruta jodiendo ante el más mínimo fallo. Hace un par de años, por ejemplo, le regaló a Anselmo tres horas de papeleo solo por rechistar que ordenara pesar el camión. ¡Si no llevaba carga!

— Relaja, Benito, que entramos en los terrenos de la joya Villarroya —le indica con voz plana y metálica por la radio.

— El cabrón tricornio, sí. Gracias por avisar, Anselmo de mi vida, ya estaba pensando en casa —bromea mientras levanta un poco el pie.

Sin embargo, el camino se ve despejado. Ni guardias, ni atascos, ni manifestaciones, que últimamente también son una jodienda. La emisora les entretiene los kilómetros. Generalmente se explayan ambos, respetándose los turnos y escuchando con relativa atención. Pueden ir de la cháchara superficial a las confesiones íntimas con la naturalidad con la que caga un niño entre dos coches. Pero hoy parece que solo habla Benito. Está muy indignado porque los equipos ingleses están comprando a todos los buenos jugadores de la Liga y eso es injusto, pero, claro, también lo es cómo se reparten el dinero, aquí, los grandes.

— En España el fútbol es una broma… Juegan veinte pero ganan dos, macho, siempre los mismos.

— …

— Anselmo, ¿estás bien? 

— Solo estoy cansado. 

— Oye, que podemos hablar de lo que quieras. O me callo. Yo solo quiero llegar pronto. Cata me ha enviado una foto de unos trapillos que se ha comprado por internet y…

— Pues tira si quieres. Hoy no tengo el cuerpo. —le interrumpe Anselmo, desanimado.

— ¿Sigues dándole vueltas?

— Todo el rato. No se me va. 

— Chico, no te tortures, que no tienes la culpa.

— Ya… no puedo evitarlo.

— En serio, amigo, tú no has hecho nada malo.

— A veces me viene el olor a caucho. 

— Vacaciones, compañero, eso lo cura todo —intenta quitarle hierro, Benito.

— Anda, cuéntame la temporada del 87, que casi sube el Recre.

— ¡Hombre! La casi gloriosa.

— Tenías 16, ¿no? Yo 10, casi ni me acuerdo. —dice Anselmo, más animado.

— Si, 16. Fue una pasada. Me llevaba mi padre… ¡Hostia puta! —grita, dando un volantazo.

— ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

— ¡Me cago en todo, Anselmo! Otro hijoputa de esos, un kamikaze. ¡Y casi me da!

— ¡No me jodas! ¿Cómo es?

— Un Audi rojo… Iría a 200… Ojo, que te alcanza en 10 minutos. 

Anselmo le pega un puñetazo al volante.

— ¡Me cago en su puta vida!

— Anselmo, que está loco. Párate en un área de servicio. Tú tranqui.

— Ni tranqui ni hostias. Voy a atravesar la caja del camión en la autovía. Por mis cojones que ese cabrón hoy no mata a nadie.

— Anselmo, no me jodas, que te quitan el carné… —le ruega su compañero.

— ¡A la mierda!

— ¡Anselmo, hostia! ¡Piensa en tu familia!

Pero Anselmo ya no le escucha, solo piensa en una familia, y no es la suya. Ha cambiado la frecuencia a la de la Guardia Civil. Lo envuelve otra vez el olor a goma quemada, que le aturde al mezclarse con el recuerdo de los gritos y la radial.

Sorpresa. Al aparato contesta Villarroya. Nada más reconocer su voz, Anselmo vuelve a la realidad, y resopla, doblemente contrariado. Pero no le queda otra: le cuenta el problema… Y su solución. 

— Caballero, deténgase en el arcén y espere, vamos para allá.

— ¿No me escucha? ¡Que va a 200!

— ¡Deténgase! —grita Villarroya—. Bloquear la autovía es un delito. Y si hay un accidente, le juro que le meto cuatro años por homicidio impru…

Anselmo apaga la radio, no se puede confiar en esos parguelas de uniforme. Y mucho menos en el cobarde de Villarroya, duro con los blandos y blando con los duros.

Pero aún deben quedar unos cinco minutos para el encuentro.

Le vuelve el recuerdo, aún más vívido de la familia que sacaron los bomberos en el accidente. Fue hace cuatro días, en Sinzheim. Y lo provocó un suicida kamikaze que se hubiera estampado con él si no hubiera dado un volantazo certero. Y cobarde. Anselmo ve de nuevo la zapatilla que quedó empotrada en el parabrisas. Ve el rostro morado de la madre antes de que lo taparan. Y ve a los dos críos con los ojos tan abiertos. Tiene que parar en el arcén.

“Si no me hubiera apartado…” se repite una y otra vez. “Sabía que estaban ahí, me seguían… no se atrevieron a adelantarme”. 

La imagen le abrasa en la cabeza y, como una quemadura, cubre de dolor cualquier otra sensación. Así que la ira se abre paso, sin oposición, sin darse cuenta. 

Salta de la cabina y quita el seguro del enganche del tráiler. Fantasea con un volantazo delante del Audi para que la caja, cargada hasta los topes de tornillos, se desenganche y vuelque, aplastando al puto asesino. Le reconforta. Vuelve corriendo a la cabina, su ira hoy es determinación.

Anselmo arranca y pisa. Segunda, tercera, cuarta… 500 caballos desbocados de acero y rabia. 

A lo lejos ve el coche rojo, que viene de frente. El tramo de autovía está vacío, luminoso. Es perfecto. Va a cazarlo.

— ¡Es lo que quieres, eh, cabrón! Van a sacarte con una espátula. 

Anselmo va a 110 y subiendo. Le queda apenas un minuto. El rugido del motor estremece la cabina. Ya no huele a goma, sino a aceite mineral caliente. Se le ocurre de pronto que podría matarse. Y se le pasa por la cabeza echarse a un lado. 

No. 

Ya se apartó una vez y no ha podido dormir desde entonces. Esta vez lo detendrá. Hoy será un hombre.

Así que, en lugar de pisar el freno, pisa el acelerador, hasta el fondo. 

“Cada cual que limpie su mierda como pueda”.

Falta medio minuto para que el Audi y el camión se encuentren.

Brama la bocina, como el grito de una carga a muerte en la batalla. Anselmo también grita y se aferra al volante. El motor ruge como escupiendo el corazón.

Hoy M.A.N. no significa Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg. Hoy no son siglas, que le den al tipo del concesionario.

Hoy no.

.

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Kudos a @Feindesland

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Las personas huecas

Cuando yo era niño venían a casa todo tipo de personas y llamaban a la puerta. Mi padre pegaba el ojo a la mirilla, pero no abría. Llamaban insistentemente con los nudillos, aporreaban la puerta, y a mí eso me producía cierto miedo. Pero mi padre siempre iba adonde yo estaba y se recostaba en la alfombra a mi lado, apoyaba la espalda en uno de los lados del piano y me abrazaba muy muy fuerte.

—No tengas miedo —me susurraba—, no hay nada que temer, al fin y al cabo no se trata más que de las personas huecas.

Y entonces mi padre me susurraba al oído:

—Schiffmann, abre la puerta. Sabemos que estás ahí.

Y aquellas personas repetían al instante las palabras de mi padre, sólo que en voz alta.

Después daban unas cuantas vueltas alrededor de la casa mientras intentaban subir las persianas desde fuera, y mi padre me decía muy bajito al oído cosas que ellas repetían fuera, como un eco.

—¿Lo ves? —continuaba susurrándome mi padre—, no hay nada que temer. Son personas huecas, sin cuerpo, sin nada, simples voces.

Y después mi padre susurraba:

—Volveremos a venir, Schiffmann, con buenos has ido a meterte. —Y las personas huecas repetían sus palabras.

Además, siempre volvían, y nosotros siempre nos escondíamos.

Por otra parte, mi madre murió sin voz pero con cuerpo, y fuimos a enterrarla. Llevamos a un plañidor para que llorara por ella y mi padre le señaló en el libro unos llantos concretos, porque también él era uno de ellos. Así es que durante toda una semana todo estuvo tranquilo, pero después volvieron a venir. Nosotros seguimos acurrucándonos en nuestro rincón y a veces era mi padre el que decía lo que ellos iban a repetir y otras veces era yo. En mi interior me sorprendía el hecho de que hubiera habido un tiempo en que los había temido tanto, mientras que ahora mis palabras regresaban de ellos como una pelota de tenis que hubiera lanzado contra la pared. Así, sin más, sin propósito alguno. Después, también mi padre murió ahí en el rincón, junto al piano, mientras yo lo abrazaba con el mismo abrazo que él me había dado cuando yo tenía miedo. Permaneció en silencio cuando lo bajamos a la tumba, y tampoco dijo nada cuando el plañidor prorrumpió en los llantos que yo sabía que lloraría de aquel libro, y siguió callando también cuando lo cubrimos de tierra. Y yo callé con él, porque al fin y al cabo yo también, por lo visto, era uno de ellos.

Etgar keret. Del libro ·"la chica sobre la nevera y otros relatos"

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Continuará... 13

Esta parte del "relato corto" viene de aquí y en este orden: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 y después aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-11 ) No sé si hay una comunidad de textos largos, pero cuando se termine se podría colocar (tras una revisión profunda) allí. O no.

A la vuelta de la compra decidió desviarse un poco y pasar por el puente, sentía mucha curiosidad por ver cómo evolucionaba la cosa. A esa hora no había mucha gente, el tráfico habitual de coches de los sábados, esos días que para a ir a comprar el pan dos calles más allá se usaba el coche y la ciudad se atascaba como si fuera un lunes a las siete de la mañana. Como el día estaba agradable había personas paseando, se detuvo un momento dejando el carro de la compra cerca del muro bajo del puente y miró disimuladamente al campanario, a derecha, a izquierda y luego se asomó a la zona de cañas, árboles y a la pequeña presa de barro y objetos acumulados que seguía sin limpiar. Su paquete seguiría totalmente invisible. Aunque le parecía que las plantas estaban movidas, dobladas y algún matorral ya no estaba.No podía estar seguro, claro. Posiblemente la riada debió zarandear esa zona. Vio un par de perros sin collar recorrer el cauce sin aparente rumbo.

 Se dirigió a casa satisfecho. Tras ordenar la compra, volvió a saltarse su regla sagrada y miró la prensa buscando noticias sobre el caso, navegando remolonamente por otras noticias como si alguien pudiera estar grabando sus movimientos y fuera su manera de disimular. No entendía cómo su orden tan bien establecido estaba dando paso a una impulsividad desconocida para él. 

En varios periódicos publicaban la foto de la mujer con una cartela en rojo que rezaba: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. ¿Se preguntaba qué podría haber pasado con el amigo con el que debía encontrarse? ¿En su casa? ¿En la calle? ¿Tendría buena coartada? ¿Eran más que amigos?

Juan sabía que debía trazar un plan de actuación o de inacción para los próximos diez años al menos, estos casos no se resolvían de la noche a la mañana. Si quería que su crimen perfecto funcionara debería pensar, al menos, a diez años vista. Habría sido más fácil que la mujer tuviera amante, o divorciada con amenazas del ex marido, o estuviera en negocios turbios, enemigos en la comunidad de vecinos, pero no... al menos en la prensa no se hablaba de nada de eso.

Ya sabía que no podría obtener información de ningún tipo como no fuera a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Quizás podría jugar la baza de preguntar muy discretamente al policía que tenía cuenta con su banco, pero o lo hacía con mucha habilidad o... Quizás no mereciera la pena ese riesgo.

En ese momento llamaron al timbre de la puerta. Sorprendido, bajó hasta el jardín y sin abrir el portón preguntó.

 -¿Quién es?

-Hola, buenos días, Policía.

Juan instintivamente conectó el sistema de alarma mental. Abrió la puerta y vió a dos policías, un hombre y una mujer, jóvenes y con mirada tranquila.

-Buenos días, estamos preguntado a los vecinos por el caso de la mujer desaparecida...

-Vaya, pensaba que lo de ir puerta a puerta sólo se hacía en las películas –dijo Juan con una sonrisa en la cara.

-En esta zona hay muchas personas mayores que no tienen ni redes sociales ni leen la prensa por internet... –respondió la joven policía, ahora seria, austera.

“Claro, que el padre de la mujer fuera inspector de policía seguro que no tenía nada que ver, claro.” Pensó esbozando una sonrisa interna.

-Sí, sí, he visto la foto de la mujer desaparecida, poco más.

-¿La noche del doce al trece vio usted algo u oyó algo inusual?

-¿La noche del doce? No recuerdo ni lo que comí ayer... –dijo buscando complicidad con los agentes.

-Unos vecinos dicen que se oyeron ruidos y que podrían ser okupas en las casas en venta.

“Cuánta imaginación tiene la gente, ven okupas por todos lados.” Pensó Juan suspirando y no sabiendo cómo continuar su respuesta.

-Pues no he oído nada. Ah, por cierto, aparte de que los perritos de la zona, sobre todo uno y su dueña, tienen mucha afición a mearse y cagarse en mi puerta.

-Hable con la Policía Municipal –dijo el policía-. Bueno, gracias, que tenga usted un buen día.

-De nada. Buen servicio.

Tras cerrar el portón. Los engranajes mentales se pusieron en marcha a mayor velocidad. Debía revisar a fondo el jardín, el patio entero al detalle. El trocito de plástico en el rosal no había sido buena señal y así debió entenderlo, pero lo dejó pasar. Y ahora esto, dos policías en su puerta. La mano del inspector de Policía debía estar detrás de tanta investigación, cuando lo normal es que atiendan llamadas de gente que cree haber visto algo o recibir informaciones variadas; ponen en redes y en prensa la foto y sus datos y a esperar. Ser tan activos no encajaba con nada.

Pasaron unos minutos y abrió el portón discretamente, asomó la cabeza para ver por dónde iban los policías, estaban tres puertas más allá hablando con el vecino con muletas, a la altura de su plaza de aparcamiento de minusválido, no, personas con movilidad reducida, pronto cambiarían el término y le llamarían personas con movilidad divergente.

Comenzó a revisar concienzudamente todo el patio, planta por planta. Debajo de unas hojas había una perla pequeña de color rojo, de plástico. La miró al detalle. Y una imagen le golpeó en la cara. La mujer llevaba un collar de bisutería, con cuentas de colores, pero el collar no se rompió. Una cuenta perdida saltaría con el golpe de la maza. Azar. La guardó en una bolsa y siguió mirando con detalle. Luego se dirigió a donde había caído el cuerpo tras el golpe, en el césped. ¿Habría restos de pelo entre la hierba? ¿Saliva? No sangró, o no vio sangre en el momento. Y en el plástico al envolverla tampoco vio sangre. Saliva sí. Fue a por la azada al arcón de las herramientas de jardín y comenzó a levantar el césped de toda esa zona, con la pala cogía trozos de tierra y hierba y los echaba en un saco. No iba a correr ningún riesgo con eso.

Cuando terminó tenía un pequeño socavón de dos metros por dos de tierra y yerba eliminada. Estaba sudando, mientras contemplaba su obra.

Era la hora de comer, se lavó, se cambió de ropa y vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto. “¿Otra vez?” Pensó mirando el plan semanal completo, con ciertas dudas.

Después de comer y de recoger fue a su pequeño taller de bricolaje. Se quedó mirando sin mirar el mazo remojado en lejía. Una idea asaltó su mente, algo que se le había pasado por alto, ¿por qué estaban en su calle preguntando a los vecinos? Juan pensaba que lo lógico hubiera sido preguntarles por qué se interesan por esta zona en concreto. Quizás tenía que ver con la información de que habían visto a la mujer caminando por la calle Villegas Delgado. Quizás. Debería haber actuado de otro modo, preguntando con más interés por los motivos de las preguntas en la zona, con más curiosidad. Del modo que él había reaccionado, Juan daba la impresión de saber por qué estaban allí. Pensó que el azar a veces era estimulante.

Sacó la maza de la lejía y la puso sobre el banco de trabajo. Mirándola fijamente dudaba si algún pelo machacado o algún resto podría haber quedado embutido en el metal y que la lejía no fuera suficiente para eliminarlo. Sonrío para sí pensando de nuevo en el azar. Guardaría la maza, más tarde tiraría en varias salidas las bolsas de tierra, aunque quizás debería ir en coche a tirarlas. Cuatro bolsas grandes. No sabía qué decía la normativa del ayuntamiento.

"Maldita sea", se dijo y fue al portátil a ver la normativa, maldijo una vez más por haber leído al respecto. “Es conveniente llevarlos al ecoparque más cercano, con el fin de asegurarse un tratamiento correcto. El municipio dispone de un servicio de recogida específico.”

¿Por qué cada pequeño detalle suponía una complicación enorme en sus circunstancias actuales? Podría llamar al servicio de recogida, pero y si había alguien vigilando cada detalle que hiciera. No. La paranoia era la mejor arma contra los investigadores. Juan admiraba los mecanismos mentales de los investigadores, ese ritual de procedimiento, metódico y contundente, un sistema casi perfecto. Casi. Poco a poco, esos datos, estos hechos, esas sospechas, estos indicios, todos analizados por una mente o varias mentes policiales. Genial.   

De pronto, sonó el teléfono fijo de casa. Se dirigió al salón y levantó el auricular.

-Diga.

-Juan, tu madre está en el hospital. Creen que le ha dado un ictus.

Mantuvo un silencio incómodo durante segundos.

-No es día de llamadas –dijo Juan, seco.

-Bueno, ya lo sabes, me quedo sin batería en el móvil. Está en el Hospital Sol de aquí, en el comarcal... Juan, es tu madre.

-Hoy es sábado, mañana domingo, pasado lunes...

-Ya sé que... eres un poco especial... Pero es tu madre.

-Madre.

-Bueno, cuelgo, ya está. Ya lo sabes.

-Vale.

Juan oyó el sonido de fin de la comunicación al otro lado del teléfono. El problema de las bolsas de tierra seguía presente en su mente. Podría tirarlas poco a poco, un saco cada vez y a diferentes contenedores. ¿Qué había para hoy en el plan de cenas?

Acercó el coche hasta la puerta y cargó una de las bolsas de tierra, pesaba, no tanto como la mujer pero pesaba. Mientras conducía hacia un contenedor de basura en uno de esos barrios donde reciclar era una palabra que no existía, decidía qué hacía para tapar el hueco del jardín con tierra y plantar de nuevo césped. Mañana domingo iría al vivero y compraría tierra, o al menos una parte de la tierra. Calculaba que con dos o tres viajes tendría tierra para ese trozo del jardín. Al llegar al contenedor elegido tiró el saco con bastante esfuerzo. “Uno menos”. Pensó.

A la vuelta pasó por el puente, esta vez voluntariamente y con mucha curiosidad. Desde el coche no podía ver el fondo del cauce y no sabía si habrían retirado el lodo y la basura, pero las cañas y los arbolitos seguían allí. No se notaba ninguna actividad especial.

Esa noche, Juan tuvo una pesadilla, raro en él porque nunca recordaba sus sueños, ni los buenos ni los malos. Se encontraba tumbado en una lápida de piedra en un cementerio, inmóvil, desnudo, sin dientes y un hombre muy alto y delgado le echaba arena en los ojos cerrados. A lo lejos nubes de plástico transparente se arremolinaban y doblaban con el sonido del linóleo fino al viento, de entre esos nubarrones descendía su madre con un rosario entre las manos. En ese momento se despertó.

Mañana domingo iría al hospital, sobre todo para no despertar sospechas si es que alguien lo estaba vigilando. Se levantó y se asomó a la ventana de la habitación, desde allí veía el jardín y la calle. Un coche pasó a gran velocidad con los graves de los altavoces retumbando en los cristales del vehículo, esa música diabólica, machacona y burda. Eso le recordó que debía volver a fingir, debía volver a Xangri-A otro día para que no pareciera que no iba nunca y que sólo fue la noche de autos. Media sonrisa en la cara, la noche de los coches.

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