En 1987 Arnold Schwarzenegger era un coloso de carne y mármol. No interpretaba héroes, los corporizaba para el disfrute de los que acudíamos al cine. Había sido Terminator, Conan, Comando. Era el músculo que sonreía, el dios de plástico del capitalismo tardío, una estatua que disparaba frases con la misma precisión con la que otros disparan balas. Y justo entonces llegó The Running Man, …