Escribir para no perderse

En los últimos años se ha repetido hasta la saciedad la idea de que vivimos en una época en la que todos escriben y casi nadie lee. El artículo de Jot Down «La sociedad narcisista: todos escriben, nadie lee» pone cifras y contexto a esa intuición: la autoedición produce ya más títulos que la edición tradicional, millones de textos se publican cada día en plataformas digitales y, sin embargo, los índices de lectura profunda se estancan o retroceden. El libro, dice el texto, ha pasado en muchos casos de ser una herramienta de pensamiento a convertirse en un objeto simbólico, una credencial identitaria que se exhibe más de lo que se frecuenta. Escribir, en este marco, parece responder menos a la necesidad de comunicar algo y más al deseo de existir en el escaparate.

Ese diagnóstico suele leerse en clave pesimista, como si la sobreproducción de palabras vaciara a la escritura de sentido. Pero quizá el error esté en mirar solo una parte del fenómeno. El problema no es tanto que se escriba mucho, sino que se haya reducido el valor de la escritura al reconocimiento externo. Cuando escribir se convierte en una carrera por la atención, el texto deja de ser un espacio de elaboración personal y se transforma en un producto más dentro de la economía del clic. El narcisismo del que habla Jot Down no es solo amor propio excesivo, sino una dependencia constante de la mirada ajena para validar lo que uno hace.

En ese contexto, la proliferación de textos optimizados para buscadores, llenos de fórmulas repetidas y keywords como mejores casinos online o , no es una anécdota, sino un síntoma. La escritura se instrumentaliza, se somete a algoritmos y pierde su función original como forma de pensamiento. El texto ya no nace de una necesidad interna, sino de una estrategia externa. Y, sin embargo, bajo esa capa de escritura utilitaria y ruidosa sigue existiendo algo más antiguo y más silencioso: la necesidad humana de escribir para entenderse, para ordenar lo que se siente, para aliviar tensiones internas.

Escribir para el propio bienestar no requiere lectores, métricas ni visibilidad. De hecho, muchas de las formas más eficaces de escritura vinculada a la salud emocional son privadas por definición: diarios personales, cuadernos de notas, listas caóticas, cartas que nunca se envían. Numerosos estudios en psicología han mostrado que poner por escrito experiencias emocionales intensas ayuda a reducir el estrés, mejora la claridad cognitiva y favorece procesos de regulación emocional. Cuando escribimos sin la presión de gustar, el lenguaje se convierte en una herramienta de exploración, no de exhibición.

Frente a la escritura narcisista, que busca reflejar una imagen idealizada del yo, la escritura orientada al bienestar acepta la imperfección, la duda y la contradicción. No pretende cerrar un discurso, sino abrir preguntas. Escribir así implica detenerse, bajar el ritmo, elegir las palabras con cuidado. En un entorno dominado por la inmediatez y la respuesta automática, este gesto tiene algo de resistencia. No es casual que muchas personas recurran a la escritura precisamente en momentos de crisis, duelo o cambio vital. La página en blanco funciona entonces como un espacio seguro en el que pensar sin ser interrumpido, un lugar donde el pensamiento puede desplegarse sin miedo al juicio.

Esto no significa negar la importancia de la lectura ni asumir que da igual que nadie lea lo que se escribe. Leer sigue siendo fundamental para ampliar horizontes, para salir de uno mismo y entrar en contacto con otras experiencias y formas de pensar. Pero escribir para uno mismo puede ser el primer paso para volver a leer de otra manera, con más atención y menos ansiedad. Cuando la escritura deja de ser una obligación pública y se convierte en un hábito íntimo, recupera su capacidad de generar sentido y de sostener la vida cotidiana.

Quizá el problema no sea que todos escriban, sino que se haya olvidado para qué sirve escribir cuando no hay público. En una cultura saturada de textos visibles y fugaces, recuperar la escritura como práctica personal es una forma de devolverle su profundidad. Escribir no para destacar, sino para comprender; no para convencer, sino para aclarar; no para acumular señales externas de éxito, sino para habitar mejor el propio pensamiento. En ese gesto silencioso y persistente la escritura vuelve a ser lo que siempre fue: una herramienta para vivir con un poco más de orden interior.