En 1987 Arnold Schwarzenegger era un coloso de carne y mármol. No interpretaba héroes, los corporizaba para el disfrute de los que acudíamos al cine. Había sido Terminator, Conan, Comando. Era el músculo que sonreía, el dios de plástico del capitalismo tardío, una estatua que disparaba frases con la misma precisión con la que otros disparan balas. Y justo entonces llegó The Running Man, rebautizada en España como Perseguido, una película que parecía una más de sus epopeyas de testosterona, pero que en realidad era una profecía vestida de licra y neón: un cuento cruel sobre el poder de las pantallas, la obediencia y la necesidad colectiva de mirar cómo otros sangran.
El futuro que imaginaba la película era el año 2017. Los ochenta pensaban que para entonces el mundo sería una mezcla de dictadura y plató. No se equivocaron del todo. En esa América agotada, donde el pan escasea, pero las cámaras sobran, un programa televisivo —The Running Man— convierte la ejecución de criminales en entretenimiento. Millones de espectadores observan cómo los condenados corren por su vida, perseguidos por asesinos profesionales con nombres de videojuego. Las luces parpadean, las azafatas bailan, y cada muerte se celebra como un gol. Ben Richards, ex-policía acusado falsamente de masacrar civiles, se convierte en el nuevo gladiador de la audiencia. Correr o morir. Ganar o servir de combustible para el rating.
La película nació de una novela de Stephen King publicada bajo su alias Richard Bachman. En el libro, el protagonista era un paria flaco que huía a través de un país deshecho. En el guion de Steven E. de Souza, la desesperanza se transforma en espectáculo: neones, frases ingeniosas, sudor, cámaras. Lo trágico se vuelve pop. El primer director, Andrew Davis, fue despedido a los catorce días; los productores, impacientes, llamaron a Paul Michael Glaser, conocido por Starsky & Hutch, que rodó el resto con la urgencia de quien intenta no pensar. El resultado fue un cómic acelerado: ritmo de videoclip, violencia de videojuego, moral de telediario. Costó 27 millones y recaudó 38, una cifra que, como el propio film, sobrevivió sin brillar. Pero algo en ella quedó vibrando, como un presentimiento incómodo.
Richard Dawson, el actor que interpreta al villano Damon Killian, era en realidad un presentador de concursos televisivos. Su sonrisa amable, su voz de seda, su manera de hablar con el público eran las mismas que usaba en Family Feud, el Un, dos, tres americano. Hollywood tuvo la lucidez de convertirlo en su propio espejo. Dawson no interpreta a un monstruo: interpreta al televisor. En él se concentran todas las mentiras dulces que hacen soportable la crueldad. Es un carnicero con traje Armani. Su frase favorita podría ser la del propio programa: «El espectáculo debe continuar».
El segundo acto es una coreografía de delirio. Los cazadores —Subzero, Buzzsaw, Dynamo, Fireball— son superhéroes decadentes, payasos violentos que matan al ritmo de sintetizadores. Las bailarinas, coreografiadas por una jovencísima Paula Abdul, transforman la ejecución en un musical. Todo brilla, todo arde. La película parece reírse de sí misma mientras avanza. Y en medio de ese carnaval, el público aplaude, como ahora aplaudimos las desgracias ajenas en la pantalla del móvil. El espectáculo ya no castiga: adiestra. Promete emoción, promesas, recompensas, ventajas. Como los casinos con bono sin deposito, donde la ilusión de ganar sustituye a la posibilidad de perder. En ambos casos, la trampa es elegante: te hacen sentir libre mientras apuestas tu obediencia.
El rodaje fue tan caótico como el mundo que retrata. Se filmó en los pasillos del centro de convenciones de Los Ángeles y en fábricas abandonadas, que bastaron para fingir un futuro ruinoso. El vestuario, diseñado por Bob Mackie —el mismo que vestía a Cher—, convirtió a los fugitivos en figurines de videoclip. Harold Faltermeyer, compositor de Axel F, puso la música: sintetizadores, coros, un poco de Wagner. Todo tenía el ritmo de una cinta de correr. Todo estaba diseñado para no detenerse nunca.
Años después, el director francés Yves Boisset demandó a los productores por plagiar su película Le Prix du Danger, y ganó. Durante un tiempo The Running Man estuvo prohibida en Francia, como si el cine intentara proteger a los espectadores de su propio reflejo. Pero la profecía ya había escapado de la pantalla. Hoy suena como un documental acelerado sobre menéame: una multitud que mira, vota, comenta, celebra, se indigna y vuelve a mirar.
Arnold, con su gesto de estatua romana y su acento imposible, corre entre luces, fuego y risas enlatadas. No corre por su vida, sino por la nuestra. Corre porque sabe que el espectáculo nunca termina: solo cambia de canal.