En los años ochenta se respiraba cierta energía en el aire, un entusiasmo inquieto que palpitaba en centros comerciales, salones y oficinas a medida que la tecnología reconfiguraba rápidamente la vida cotidiana. Fue una década en la que los aparatos no eran meras herramientas, sino símbolos de estatus, iniciadores de conversaciones y portales a un mundo que de repente parecía mucho más grande y rápido.
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