A finales del siglo XIX, de todas las ciudades que formaban el Imperio Otomano, Jerusalén destacaba únicamente por ser Tierra Santa para las religiones cristiana, islámica y judía, no por su desarrollo urbano y económico. Desde sus murallas seguíamos contemplando a una pequeña y típica ciudad árabe, sin apenas intervenciones occidentales en su perfil urbanístico. En ella convivía una comunidad judía con la mayoría árabe, siendo su mayor aportación demográfica la sefardí.
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