La presión demográfica y el capitalismo salvaje deparan en la ciudad china un panorama paradójico. Allí se mezclan tiendas con lujos de ensueño con lóbregos áticos en los que se hacinan los más desfavorecidos, condenados a vivir en jaulas. Kong baja parsimonioso la media docena de peldaños que le separan del suelo, se estira para desentumecer los huesos y devora unos fideos instantáneos sobre una vieja silla plegable antes de regresar a su casa: una jaula metálica no más grande que un ataúd, que impide recostarse y donde apenas cabe un colchón.
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