
Me vine desde Barcelona hace casi 32 años. Por amor. No por la ciudad, aunque acabé amándola también, sino por una persona. Dejé el Mediterráneo por la lluvia perpetua, el bullicio por el silencio de piedra, y la familiaridad por lo desconocido. Y durante años, muchos años, pensé que había sido la mejor decisión de mi vida.
Ahora me voy. Y lo hago desencantado.
No me voy de Galicia, pero sí de esta ciudad que ya no reconozco. De este Santiago que se ha vendido al mejor postor, que ha sacrificado su alma en el altar del turismo masivo y la especulación inmobiliaria. Me voy porque después de más de dos décadas aquí, siento que la ciudad me expulsa con la misma indiferencia con la que ahora trata a sus vecinos.
La gentrificación y la turistificación no son palabras abstractas cuando las vives en tu propia carne. Son el bar de barrio que cierra para convertirse en una tienda de souvenirs. Son los vecinos de toda la vida que se marchan porque ya no pueden pagar el alquiler. Son las calles del casco histórico convertidas en un parque temático para peregrinos con prisa y turistas de selfie.
Santiago se ha convertido en una postal, en un decorado. Y los que vivíamos aquí hemos pasado de ser ciudadanos a ser figurantes molestos en la escenificación de una ciudad patrimonio de la humanidad que ya solo se piensa para ser consumida, no para ser habitada.
¿Dónde quedó el Santiago de las conversaciones largas en los bares, de los vinos en el Franco, de los mercados de abastos con vida real, de los barrios con identidad propia? Lo sepultaron bajo capas de pintura para fachadas turísticas y terrazas invasivas. De pisos de AirBnB ilegales. De mala educación e incivismo.
Y la gestión municipal... no voy a ser hipócrita: ha sido desastrosa. Salvo honrosas excepciones. Xerardo Estévez fue, sin ninguna duda, el mejor alcalde que ha tenido esta ciudad. El único que entendió que Santiago necesitaba modernizarse sin perder su esencia, que el progreso no está reñido con la memoria, y que una ciudad es ante todo su gente.
El resto ha sido una sucesión de mediocridades, de decisiones cortoplacistas, de políticas que han priorizado el beneficio inmediato sobre el proyecto de ciudad a largo plazo. Han dejado que Santiago se convirtiera en rehén de intereses particulares, que el centro histórico se vaciara de vida auténtica, que los barrios periféricos quedaran abandonados a su suerte.
Han gestionado Santiago como si fuera un negocio, no como si fuera un hogar para miles de personas.
Pero seamos honestos: los políticos municipales no han estado solos en este desastre. Detrás de cada decisión urbanística calamitosa, de cada ordenanza que prioriza el negocio sobre la convivencia, están los lobbies. Y muy especialmente, el de la hostelería.
El lobby hostelero ha secuestrado Santiago. Ha conseguido que la ciudad se piense exclusivamente desde la lógica de la terraza, del consumo, del turista que llega, gasta y se va. Han convertido el espacio público en extensión de sus negocios privados, han llenado las calles de ruido y basura, y han presionado para que cualquier regulación mínima sea vista como un ataque a la economía local.
¿Peatonalización? Solo si beneficia a los bares. ¿Horarios razonables? Imposible, perjudica al sector. ¿Protección del comercio local frente a franquicias turísticas? Ni hablar. El resultado es una ciudad rehén de unos pocos que han confundido el interés particular con el bien común, y unos políticos demasiado débiles o demasiado cómplices para plantarles cara. ¿Tasas turísticas? Lo han tratado de impedir por tierra, mar y aire. ¿Acaso en Francia se equivocan cuando se aplican las Tasas turísticas?
Y en esta alianza del dinero, no podemos olvidar al Arzobispado. Ese poder en la sombra que gestiona un patrimonio inmenso y que convive perfectamente con el negocio turístico-hostelero. Al fin y al cabo, ambos viven de lo mismo: de la explotación del Camino, de la mercantilización de la espiritualidad, de convertir Santiago en producto de consumo.
La Iglesia controla gran parte del suelo y los edificios del casco histórico, pero ¿cuándo ha alzado la voz contra la degradación de la ciudad? ¿Cuándo ha defendido a los vecinos frente a la especulación? Nunca. Porque el modelo les viene bien. Peregrinos que gastan, turistas que consumen, hostales y tiendas de recuerdos en locales eclesiásticos. Una simbiosis perfecta entre la cruz y el negocio, mientras Santiago se desangra.
Me llevo conmigo la Quintana de Mortos. Esa plaza donde el tiempo parece detenerse, donde la piedra cuenta historias de siglos y donde he pasado horas mirando la luz cambiar sobre esas piedras. Me llevo las tardes infinitas en el Parque de Bonaval, ese espacio que es al mismo tiempo cementerio y jardín, muerte y vida entrelazadas, el lugar más honesto de toda la ciudad.
Esos espacios me dieron lo que la gestión municipal nunca supo dar: un sentido de pertenencia, un lugar donde ser yo mismo, donde la ciudad hablaba en voz baja y había que saber escuchar.
Me voy con rabia e indiferencia sí. Pero también con gratitud por los años buenos, por las amistades que permanecen, por todo lo que aprendí en esta ciudad de lluvia y piedra. Santiago no me dio mucho, pero llega un momento en que hay que saber marcharse.
No me voy de Galicia porque aquí sigue estando mi vida, mi familia, mi gente, mis raíces de los últimos 32 años. Pero me voy de Santiago porque ya no puedo ver cómo siguen destruyendo lo poco que queda de la ciudad que un día amé.
A los que se quedan, a los que resisten: que no os venzan. Que sigáis luchando por un Santiago que vuelva a ser ciudad y deje de ser negocio. Que recupereis los barrios, las plazas, las calles. Que la memoria de lo que fue os dé fuerzas para construir lo que puede ser.
Yo me voy. Pero me llevo conmigo al Santiago verdadero, el que conocí, el que viví. Ese nadie me lo puede quitar.
"Santiago de Compostela. Un lugar donde todo cambia para que todo siga igual que siempre." Espero y deseo que algún día este dicho, deje de ser una realidad.
Cada vez que leo un artículo de César Calderón Avellaneda en The Objective o lo veo comentando encuestas favorables a Ayuso en la COPE, me pregunto cómo hemos normalizado esto. Porque estamos ante un caso de libro de mercenariado político disfrazado de "análisis independiente".
Calderón no es un tránsfuga cualquiera. Este tipo era consultor del PSOE, asesor de Eduardo Madina en las primarias de 2014 y después estratega de Susana Díaz en 2017. Formaba parte del núcleo duro del aparato rubalcabista. Pero cuando Sánchez ganó definitivamente el control del partido, toda esa estructura quedó fuera. Y con "fuera" me refiero a fuera de contratos, fuera de asesorías, fuera del dinero público que mueve un partido en el gobierno.
¿Y qué hizo Calderón? Pues lo que haría cualquier mercenario: buscar otro cliente. Y ese cliente es el PP de Ayuso.
Cuando Sánchez volvió al PSOE en 2017, no solo echó a sus rivales políticos. Barrió todo el ecosistema de consultores, asesores y "expertos" que habían vivido del partido durante años. Gente como Calderón, que había hecho carrera dirigiendo campañas y cobrando por ello, se quedó sin su principal fuente de ingresos.
La dimisión de Rubalcaba en 2014 tras el batacazo en las europeas fue el principio del fin para todo ese entorno. Primero intentaron parar a Sánchez con Madina. Fracasaron. Luego con Susana Díaz. Volvieron a fracasar. Y cuando pierdes dos veces, en política no hay tercera oportunidad.
El episodio de Público en abril de 2020 es revelador, pero no por las razones que él vende. Sí, le echaron por un artículo crítico con Sánchez durante la pandemia. Pero para entonces Calderón ya llevaba años fuera del circuito socialista y buscándose la vida en medios cada vez más escorados a la derecha.
Su fichaje por Vozpópuli no fue casualidad. Y su actual trabajo en The Objective tampoco. Estos medios necesitan "ex-socialistas arrepentidos" que den pátina de credibilidad a sus ataques al PSOE. Y Calderón necesita cobrar. Es un intercambio de servicios.
Lo más sangrante es que Calderón no solo escribe artículos. Aparece en la COPE desvelando encuestas que casualmente siempre benefician a Ayuso y hunden a la oposición. ¿De dónde salen esas encuestas? ¿Quién se las pasa? ¿Cuál es exactamente su relación con el entorno de Miguel Ángel Rodríguez?
Sería interesante que algún periodista investigara si Redlines, su consultora, tiene o ha tenido contratos con la Comunidad de Madrid o con estructuras cercanas al PP. Porque una cosa es escribir artículos de opinión y otra muy distinta es trabajar profesionalmente para quien luego defiendes en los medios sin declararlo.
Calderón no es un caso aislado. Representa un fenómeno más amplio: el de los profesionales de la política que no tienen ideología, solo clientes. Cuando el PSOE les pagaba, eran socialdemócratas. Ahora que les paga (directa o indirectamente) el entorno del PP, son liberales críticos con el sanchismo.
Lo llaman "evolución ideológica". Yo lo llamo por su nombre: prostitución política.
Y lo más sorprendente es que su capacidad de análisis y de clarividencia en "sus" encuestas le llevan a error tras error. Por poner un ejemplo...
No me molesta que alguien cambie de ideas. Yo sin ir más lejos he cambiado de ideas...pero no de bando. Me molesta que alguien cambie de ideas justo cuando pierde su fuente de ingresos y necesita buscar otra. Me molesta que nos vendan como "análisis independiente" lo que es pura revancha personal mezclada con interés económico.
Y en primera persona me molestó que allá por el 2005 hasta el 2008 este indivíduo y sus amigos me acusara de querer "vivir del PSOE".
César Calderón no es un intelectual desencantado con la deriva del PSOE. Es un consultor que perdió a su cliente principal y encontró otro. Así de simple y así de triste.
El tiempo pone siempre las cosas en su sitio y lugar.
Fdo: Enrique Castro Rodríguez aka @enriquefriki
La trayectoria del Partido Popular en el gobierno de España ha dejado una huella profunda en nuestro país, pero no precisamente del tipo que debería enorgullecer a sus responsables. Desde los gobiernos de Aznar hasta los de Rajoy, el PP ha demostrado una capacidad asombrosa para priorizar los intereses de unos pocos sobre el bienestar de la mayoría, envolviendo sus decisiones en una retórica de responsabilidad que la realidad se ha encargado de desmentir una y otra vez.
La gestión económica del PP ha sido, en el mejor de los casos, errática, y en el peor, deliberadamente perjudicial para las clases trabajadoras. Durante el gobierno de Rajoy, los recortes en sanidad, educación y servicios sociales se presentaron como medidas "inevitables" de austeridad, mientras los grandes patrimonios y las corporaciones disfrutaban de un trato fiscal privilegiado. La reforma laboral de 2012 precarizó el empleo de millones de españoles, debilitando los derechos de los trabajadores bajo la promesa incumplida de crear empleo de calidad. Lo que obtuvimos fue precariedad institucionalizada.
Pero si hay algo que define la era del PP en el gobierno es la corrupción sistémica. No hablamos de casos aislados, sino de una trama que alcanzó las más altas esferas del partido. El caso Gürtel, la caja B, los papeles de Bárcenas, la Púnica, el caso Lezo, el caso Montoro con sus amnistías fiscales que beneficiaron a defraudadores... La lista es tan extensa que resulta agotadora. Un partido condenado por financiación ilegal en sentencia firme del Tribunal Supremo. Eso no es un detalle menor: es la confirmación judicial de que el PP se benefició de una estructura corrupta durante años. Y aun así, sus dirigentes nunca asumieron verdadera responsabilidad política.
En política social, el conservadurismo del PP ha frenado avances necesarios en igualdad de género, derechos LGTBI y justicia social. Su oposición sistemática a medidas progresistas, desde la ley de violencia de género hasta políticas de igualdad efectiva, demuestra una visión anclada en un pasado que la sociedad española ya ha superado. La famosa "equidistancia" del PP ante el machismo y la violencia de género ha sido, en realidad, complicidad disfrazada de moderación.
Y cuando parecía imposible caer más bajo, el PP generó de su propia matriz ideológica a VOX, una escisión ultra que surgió precisamente por la falta de firmeza del partido en postulados reaccionarios. Lejos de marcar distancias, el PP ha ido normalizando el discurso de la ultraderecha, compitiendo por ver quién es más radical. El caso Ayuso es paradigmático: convirtió Madrid en un laboratorio de populismo fiscal y enfrentamiento institucional, repartiendo contratos a dedo durante la pandemia, atacando al gobierno central con mentiras y bulos sistemáticos, y utilizando la sanidad pública como arma electoral mientras la desmantelaba. Ayuso no es una excepción en el PP, es su expresión más pura: todo marketing, cero escrúpulos, corrupción normalizada.
La gestión territorial también merece mención aparte. La respuesta del PP al desafío independentista catalán fue un ejercicio de torpeza política sin paliativos. En lugar de tender puentes y buscar soluciones dialogadas, optaron por la confrontación y la judicialización, alimentando precisamente lo que decían combatir. El resultado: una fractura social que tardará décadas en sanar.
Y qué decir de su gestión de las crisis. Durante la crisis económica de 2008-2014, el PP rescató a los bancos con dinero público mientras desahuciaba a familias. Miles de personas perdieron sus hogares mientras las entidades financieras responsables de la debacle recibían miles de millones de euros. La privatización encubierta de servicios públicos y la desprotección de los más vulnerables completaron un cuadro desolador.
La llegada de Feijóo al liderazgo del PP se vendió como renovación, pero ha resultado ser continuismo con mejor traje. Su gestión como líder de la oposición ha sido un ejercicio de bloqueo institucional y confrontación permanente. La crisis de la DANA en Valencia en 2024 mostró el verdadero rostro del PP autonómico: negligencia criminal en la gestión de alertas, tardanza inexcusable en activar protocolos de emergencia, y después, el cinismo de culpar al gobierno central por sus propios errores. Mazón y su gobierno del PP convirtieron una tragedia natural en un desastre político por incompetencia absoluta, y Feijóo, en lugar de exigir responsabilidades, cerró filas defendiendo lo indefendible.
Y como si la incompetencia no bastara, el PP madrileño de Ayuso ha llevado la guerra contra los derechos reproductivos a un nivel obsceno. La campaña contra el aborto, el acoso a mujeres en clínicas, la obstrucción sistemática al ejercicio de un derecho fundamental... La gestión de la pandemia con miles de ancianos abandonados a su suerte, con el macabro resultado de 7.291 muertos. Todo ello con el silencio cómplice de Feijóo, que prefiere mirar hacia otro lado mientras su partido convierte Madrid en un laboratorio de retroceso en derechos de las mujeres. La supuesta moderación de Feijóo es una farsa: es el mismo PP de siempre, con los mismos vicios, la misma hipocresía y la misma falta de escrúpulos.
El balance es demoledor: el PP ha convertido la política en un negocio para amigos, la administración pública en una red clientelar y la corrupción en un sistema de financiación. No son errores, son decisiones conscientes que han empobrecido a millones mientras enriquecían a unos pocos. Cada vez que el PP habla de regeneración democrática, insulta nuestra inteligencia. Cada vez que se presenta como garante de la economía, escupe sobre quienes perdieron sus empleos, sus casas y su dignidad bajo sus gobiernos. La historia juzgará con dureza a quienes permitieron que un partido condenado judicialmente por corrupción siguiera presentándose como alternativa viable. Porque lo que el PP representa no es conservadurismo legítimo, sino la degeneración absoluta de la función pública. Y eso, sencillamente, no puede volver a gobernar España.
La concesión del Premio Planeta 2025 a Juan del Val, colaborador televisivo de El Hormiguero, representa un punto de inflexión que debería avergonzar a cualquiera que conozca mínimamente la historia de este galardón. No se trata simplemente de un premio más en la larga lista de controversias que rodean al Planeta en los últimos años. Se trata, por el contrario, de la consumación de una deriva que ha convertido lo que un día fue el premio literario más prestigioso de España en un instrumento de promoción comercial al servicio de los intereses mediáticos del Grupo Planeta y, más concretamente, de Atresmedia.
Cuando José Manuel Lara Hernández fundó el Premio Planeta en 1952, con una dotación de 40.000 pesetas, su intención era clara: promocionar la literatura en lengua castellana sin cortapisas ideológicas. Lara, pese a sus simpatías franquistas y su pasado como capitán de la Legión, mantuvo siempre una línea editorial que hoy calificaríamos de ejemplar pluralismo.
Tal como él mismo declaró en su momento: "Puedo tener mis ideas políticas, las que quiera, pero si me llega un libro que está escrito correctamente y es bueno no debo fijarme en la ideología del autor". Esta máxima no era mera retórica. El catálogo de Planeta durante la era del fundador incluía tanto a autores franquistas como a marxistas declarados. Jorge Semprún, Manuel Vázquez Montalbán, Juan José Mira o José María Gironella compartían sello editorial bajo un mismo paraguas que priorizaba la calidad literaria sobre la militancia política.
Lara padre era, ante todo, un vendedor de libros, un empresario con olfato comercial, pero también un hombre que supo rodearse de asesores culturales de primer nivel: Martín de Riquer, José María Valverde, José Manuel Blecua o Pere Gimferrer. Este equilibrio entre negocio y cultura, entre éxito comercial y rigor literario, fue lo que otorgó al Premio Planeta su prestigio durante décadas.
Todo cambió con la llegada de Josep Creuheras a la presidencia del Grupo Planeta en 2015. Creuheras no es un Lara. No pertenece a la estirpe fundadora, aunque administra los intereses de dos de las cuatro ramas de la familia. Su nombramiento como presidente tras la muerte de José Manuel Lara Bosch marcó el inicio de una nueva etapa caracterizada por una creciente politización del grupo y una subordinación de los criterios literarios a las estrategias de negocio mediático.
Creuheras es, ante todo, un hombre del establishment. Miembro del Patronato de la Fundación Princesa de Girona (presidida por Felipe VI), del Comité Ejecutivo de la Cámara de Comercio de España y del Consejo Consultivo de Fomento del Trabajo, sus vínculos con el poder político son evidentes y notorios. Durante el proceso independentista catalán, Creuheras se convirtió en una de las voces más beligerantes del unionismo empresarial, llegando a trasladar la sede social de Planeta a Madrid en 2017.
Esta implicación política ha tenido consecuencias directas en la línea editorial del grupo. La compra y consolidación del diario La Razón, la gestión de Atresmedia (con el control conjunto de Antena 3 y La Sexta) y las relaciones cada vez más estrechas con el Partido Popular han configurado un entramado mediático donde el pluralismo que caracterizó a José Manuel Lara Hernández brilla por su ausencia.
La concesión del Premio Planeta a Juan del Val no puede entenderse sin analizar la estructura de poder mediático del Grupo Planeta. Del Val es colaborador habitual de El Hormiguero, programa estrella de Antena 3, cadena que pertenece a Atresmedia, donde Creuheras es presidente. El mismo grupo empresarial que edita los libros de Del Val, que promociona sus novelas en sus medios televisivos y radiofónicos, y que ahora le concede el premio literario mejor dotado de España.
Este conflicto de intereses no es nuevo. En 2023, Sonsoles Ónega, presentadora también de Antena 3, ganó el Premio Planeta. Antes, en 2021, Carmen Mola (seudónimo de tres guionistas de televisión) se alzó con el galardón. La tendencia es clara: el Premio Planeta se ha convertido en un instrumento de promoción de rostros televisivos vinculados al grupo, en una operación que combina marketing editorial y fidelización de audiencias.
Lo grave no es que Del Val sea mal escritor (cuestión que cada lector debe juzgar), sino que el premio ha perdido toda credibilidad como reconocimiento literario independiente. Cuando un grupo mediático premia a sus propios colaboradores televisivos, la sospecha de amiguismo y estrategia comercial se convierte en certeza.
Pero el problema va más allá del conflicto de intereses. La deriva derechista del Grupo Planeta bajo la presidencia de Creuheras es evidente. El Hormiguero, programa que durante años ha mantenido una tertulia política claramente escorada a la derecha, se ha convertido en una plataforma desde la que colaboradores como Juan del Val lanzan críticas sistemáticas contra el Gobierno de Pedro Sánchez y contra cualquier expresión política progresista.
Esta instrumentalización política del entretenimiento televisivo, y ahora de la literatura a través del Premio Planeta, representa una traición frontal al espíritu fundacional de José Manuel Lara Hernández. Allí donde el fundador apostaba por el pluralismo y la convivencia de voces diversas, Creuheras ha construido un ecosistema mediático homogéneo, ideológicamente alineado con las posiciones más conservadoras del espectro político español.
La comparación es dolorosa: donde Lara padre publicaba a Semprún y Vázquez Montalbán junto a autores del régimen, Creuheras premia a tertulianos de su propia cadena de televisión que cada noche arremeten contra la izquierda desde el programa de máxima audiencia. La pluralidad ha dado paso al pensamiento único, el rigor literario al oportunismo comercial.
El caso del Premio Planeta no es un hecho aislado, sino el síntoma de una enfermedad que afecta al conjunto de la industria cultural española: la progresiva subordinación de la cultura al poder económico y político. Cuando los premios literarios se convierten en herramientas de promoción comercial, cuando los grupos mediáticos premian a sus propios empleados, cuando la línea editorial de una casa que se pretende plural responde a intereses políticos evidentes, la cultura pierde su función crítica y transformadora.
José Manuel Lara Hernández fue muchas cosas: un franquista, un empresario implacable, un hombre con fama de duro en los negocios. Pero también fue alguien que entendió que la literatura trasciende las ideologías, que un buen libro merece ser publicado independientemente de las convicciones políticas de su autor. Su legado se basaba en la convicción de que "las empresas no tienen ideología", como él mismo solía decir.
Creuheras, por el contrario, ha convertido al Grupo Planeta en un actor político de primera magnitud, con una línea editorial clara que favorece a la derecha española y castiga cualquier expresión de disidencia. El Premio Planeta 2025 a Juan del Val no es un accidente ni una casualidad: es la consecuencia lógica de esta deriva.
La concesión del Premio Planeta a Juan del Val debería servir como llamada de atención sobre el estado de la cultura en España. No podemos permitir que los galardones literarios se conviertan en operaciones de marketing televisivo. No podemos aceptar que los grupos mediáticos premien a sus propios colaboradores sin que ello genere rechazo y crítica.
El legado de José Manuel Lara Hernández merece algo mejor que esta degradación. El Premio Planeta, que durante décadas representó una oportunidad para autores emergentes y consolidados, se ha convertido en un premio a la popularidad televisiva y a la afinidad política con los intereses del grupo.
Recuperar la independencia cultural, el rigor literario y el pluralismo que caracterizó a Planeta en sus orígenes no será fácil. Pero es una tarea imprescindible si queremos que la literatura española recupere la dignidad que está perdiendo a manos de ejecutivos más preocupados por las audiencias televisivas y las alianzas políticas que por la calidad de lo que publican.
José Manuel Lara Hernández estaría, sin duda, profundamente decepcionado con lo que su legado se ha convertido bajo la gestión de Creuheras. Y los lectores españoles deberían estarlo también.
menéame