Cuando yo era niño venían a casa todo tipo de personas y llamaban a la puerta. Mi padre pegaba el ojo a la mirilla, pero no abría. Llamaban insistentemente con los nudillos, aporreaban la puerta, y a mí eso me producía cierto miedo. Pero mi padre siempre iba adonde yo estaba y se recostaba en la alfombra a mi lado, apoyaba la espalda en uno de los lados del piano y me abrazaba muy muy fuerte.
—No tengas miedo —me susurraba—, no hay nada que temer, al fin y al cabo no se trata más que de las personas huecas.
Y entonces mi padre me susurraba al oído:
—Schiffmann, abre la puerta. Sabemos que estás ahí.
Y aquellas personas repetían al instante las palabras de mi padre, sólo que en voz alta.
Después daban unas cuantas vueltas alrededor de la casa mientras intentaban subir las persianas desde fuera, y mi padre me decía muy bajito al oído cosas que ellas repetían fuera, como un eco.
—¿Lo ves? —continuaba susurrándome mi padre—, no hay nada que temer. Son personas huecas, sin cuerpo, sin nada, simples voces.
Y después mi padre susurraba:
—Volveremos a venir, Schiffmann, con buenos has ido a meterte. —Y las personas huecas repetían sus palabras.
Además, siempre volvían, y nosotros siempre nos escondíamos.
Por otra parte, mi madre murió sin voz pero con cuerpo, y fuimos a enterrarla. Llevamos a un plañidor para que llorara por ella y mi padre le señaló en el libro unos llantos concretos, porque también él era uno de ellos. Así es que durante toda una semana todo estuvo tranquilo, pero después volvieron a venir. Nosotros seguimos acurrucándonos en nuestro rincón y a veces era mi padre el que decía lo que ellos iban a repetir y otras veces era yo. En mi interior me sorprendía el hecho de que hubiera habido un tiempo en que los había temido tanto, mientras que ahora mis palabras regresaban de ellos como una pelota de tenis que hubiera lanzado contra la pared. Así, sin más, sin propósito alguno. Después, también mi padre murió ahí en el rincón, junto al piano, mientras yo lo abrazaba con el mismo abrazo que él me había dado cuando yo tenía miedo. Permaneció en silencio cuando lo bajamos a la tumba, y tampoco dijo nada cuando el plañidor prorrumpió en los llantos que yo sabía que lloraría de aquel libro, y siguió callando también cuando lo cubrimos de tierra. Y yo callé con él, porque al fin y al cabo yo también, por lo visto, era uno de ellos.
Etgar keret. Del libro ·"la chica sobre la nevera y otros relatos"