Relatos cortos
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Cada tela teje su araña (I)

Y cuando al fin venza el plazo señalado, volverán los dioses de su exilio.

Llegarán en un barco construido con las uñas de todos los muertos y, expiada su culpa, purificados los dioses del mal que toleraron, juzgarán a los hombres.

Ese día será Ragnarok. El regreso de los dioses. El último día.

Edda Mayor. Mitología nórdica

1

Le dijeron que era una urgencia y no preguntó más. Ya se enteraría más tarde de lo que tuviera que enterarse.

Viajaba siempre sin equipaje. Sólo llevaba documentación y dinero en efectivo. En ningún lugar del mundo había necesitado otra cosa. Se presentó en el lugar convenido con diez minutos de adelanto, listo para cumplir con lo que le ordenasen, y allí escuchó atentamente lo que le contaron: dos docenas de frases, como mucho, y sobraban la mitad. Ya habría tiempo más adelante para hablar largo y tendido con el patrón, con un buen puro, el mejor ron, y toda la velada por delante para desgranar anécdotas y razones.

Sin más preámbulos, se puso en camino. Al aeropuerto prefería ir en taxi: nada de dejar coche en el aparcamiento o de dar ocasión a las cámaras a que registrasen quién llegaban en compañía de quién.

El resto marchó sin problemas. Control de documentos, seguridad, y directamente a embarcar. Le quedaba lo peor: doce horas de vuelo. Y doce horas de vuelo hacia el Este, además, de las que te comen medio día contando la diferencia horaria: salió de su casa a las ocho de la mañana y llegó a Madrid a las tres de la madrugada.

No había conseguido dormir gran cosa en el avión, pero en Madrid tampoco tenía tiempo para eso. El compadre que lo esperaba en el aeropuerto le entregó un coche de aspecto rematadamente vulgar. En el maletero estaba todo lo demás: la dirección donde tenía que realizar el trabajo, el fusil, la pistola, y cinco mil euros, que venían a ser como siete mil dólares, más o menos.

—Esto es sólo para los gastos. Lo suyo va aparte —le aclaró.

Carlos González, o Malindo, como le llamaban sus amigos, hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza antes de mirar la dirección. Había oído hablar de aquella ciudad, pero ni siquiera sabía hacia dónde podía quedar y mucho menos a qué distancia.

—¿Está muy lejos? —preguntó.

—Tres horas a buen paso —le respondió su contacto, del que ni sabía el nombre ni lo llegaría a saber nunca.

—¡Carajo!

—Si sale algún imprevisto, me llama.

Malindo anotó en un papel aparte el las seis últimas cifras del número de teléfono. Las tres primeras podía memorizarlas sin problema y a nadie le serviría un número al que le faltasen tres dígitos. A menudo los sistemas más sencillos eran los más efectivos.

—Con el depósito me alcanza hasta allí sin problemas, ¿no? Preferiría no tener que pararme.

—Sí, y le tiene que sobrar bastante. Y tiene ya la dirección puesta en el GPS. No hay pérdida.

Malindo suspiró. Sabía de sobra que muchas cosas podían salir mal, pero él era un tipo con suerte y ya se las arreglaría si sufría una avería o le surgía cualquier otro contratiempo.

—Pues me voy, sin más. Gracias por todo.

—Suerte —se despidió su contacto.

2

El hotel se alzaba orgulloso en una plaza céntrica, imponiéndose al resto de edificios que lo flanqueaban.

Se imponía en otro tiempo. Ya no.

Han pasado los años y la fachada muestra las cicatrices del clima y el abandono. La intemperie ha ido desdibujando los rostros de las estatuas que coronan el tejado, y las cariátides de la planta baja parecen a punto de rendirse, vencidas por las grietas y el sudor negro que corre en chorretones indelebles por sus rostros. En lugar de figuras orgullosas de su fuerza, parecen ahora reos de alguna condena eterna que ni siquiera recuerdan. Y sin embargo no pueden desfallecer, no van a hacerlo hasta que la modernidad acabe de desmenuzar con sus ataques químicos la última lasca de su piedra.

Los inmuebles colindantes se levantan cuatro, cinco, seis pisos por encima del hotel, sustituyendo a los que antaño ocuparon aquellos solares como acompañamiento de la orgullosa mole. El hotel es un vestigio, una reliquia de otras ordenanzas municipales, más restrictivas con la construcción en altura, y ni siquiera se atreve a medirse con los bloques de oficinas o la clínica privada que han medrado a su lado. Sin embargo, aún parece más sólido que el resto, como un viejo púgil fotografiado junto a media docena de modelos de ropa juvenil.

El letrero de latón aún luce imponente, acaso porque su dignidad parece aumentar con la pátina de verdín que el tiempo le ha ido añadiendo, pero las banderas de la fachada parecen todas de luto por alguna extraña catástrofe que hubiese afectado a medio mundo. Hace tiempo que no se cambian en honor a la nacionalidad de los huéspedes, sino que permanecen a la intemperie todo el año, como si quisieran llamar en su auxilio a suizos, italianos, japoneses, británicos y alemanes.

Pero nadie acude en auxilio del viejo prisionero: ni cascos azules ni brigadas internacionales. Sólo algunos turistas espaciados, cámara al hombro, decididos a convertir su decadencia en un valor más, en una razón añadida que resalte su atractivo. Son los estetas del abandono, o simplemente los despistados, los que amplían una multinacional o invaden un país por culpa de un error en un mapa.

El hotel, resignado, se empeña en resistir.

Las alfombras parecen nuevas, pero no son siquiera una sombra de aquellas otras, gruesas y macizas, que cubrían los pasillos diez o doce años atrás. Ahora el lujo es sólo apariencia, decorado para una filmación que no acaba de llegar, atrezzo que resiste semana tras semana hasta que se presenta el relevo en forma de cualquier otra baratija de relumbrón mal imitado.

Las lámparas dejan entrever algunos hilos de telaraña, y las bombillas fundidas tardan meses en sustituirse, a la espera del día en que al fin alguien se sube a una escalera para desempañar los brillos del cristal y el bronce.

Todo ha ido decayendo, como alcanzado por aquel extraño fantasma que desportillaba los vasos, marchitaba las flores y torcía los cuadros de Alraune. Todo es un poco más triste y más viejo: las colchas de las habitaciones, las mesillas de noche, los cabeceros de las camas, la botonadura de los ascensores y hasta los rodapiés de algunos pasillos, pegados de cualquier manera después de que algún incidente, o la simple fatiga, los desprendiese. Pero todo resiste en un último esfuerzo.

El agua se las ha arreglado para componer un segundero en alguna parte, pero nadie se preocupa. Quizás sea en un almacén vacío, o en alguna de las habitaciones que ya no se abren a los visitantes y que ejercen labores de trastero, perfectamente al tanto de la filosofía de todos los trasteros: que nada se pierda y que nada se arregle.

El empeño en la descripción del abandono no es casual: hay lugares cuya seña de identidad es el lujo, otros que se definen por la parquedad de sus líneas y la economía de sus pretensiones, pero la decadencia nunca es muda y contiene invariablemente la historia de un esplendor, la crónica de un fracaso y la promesa de unas ruinas señalables o una gloriosa resurrección.

El hotel, como está hoy, ni vive ni muere, sólo resiste, agobiado por el peso de su antigua grandeza, como una tortuga flaca que debe arrastrar aún la concha que crió en sus buenos tiempos. Media Europa vive así: llena de ciudades que fueron capitales de imperios, centros de administración, cuarteles generales de mando, puertos comerciales, cortes reales, lugares donde un día se decidió el reparto del mundo con una línea sobre el mapa y que tras el paso de los siglos son sólo pueblones, ruinas de castillos y andurriales sin ovejas ni concejos de la Mesta que las saquen del olvido.

De uno de estos lugares toma el hotel su nombre. No importa cual. Hotel Lisboa, Tordesillas, Viena , Versalles, Budapest... Un nombre con sabor a Tratado, con reflejos de salón irisado de espejos, con violines interpretando valses para flamantes parejas que aún se sentían inmortales.

El tiempo alcanzó a esas ciudades, a cada cual a su modo, y alcanzó también al hotel con el peor de los castigos: la indiferencia.

Bombardeado con telarañas y bostezos, el hotel afronta como puede los martillazos del amanecer.

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Cada tela teje su araña (II)

3

A Malindo el viaje se le ha hecho largo, y no sólo porque ha tenido que conducir cuatro horas nada más bajarse del avión, sino porque sabe de sobra que no puede permitirse que lo pare la policía bajo ninguna circunstancia y ha cumplido escrupulosamente todos los límites de velocidad, algo muy difícil, de noche, para quien está acostumbrado a poner al límite motores de doble o triple cilindrada del que ha tenido que conducir por España.

Pero al fin ha llegado, justo a tiempo para unirse mansamente al resto del rebaño de automóviles que transitan la circunvalación.

Son las ocho de la mañana y la ciudad parece animarse por el tráfico de los que acuden a su trabajo o van a llevar a los niños al colegio, pero no hay siquiera un amago de atasco. La ciudad entera es vieja, callada y fría como una ermita de monte. Ni una sola chimenea empaña el azul del cielo. No suena ni un claxon. Nada.

Sin mucho problemas consigue dejar el coche en un aparcamiento subterráneo, vacío como la bodega de un barco jubilado.

Malindo duda un momento y se echa la pistola al bolsillo de la chaqueta. El fusil puede quedar en la mochila, dentro del maletero. Lo primero es echar un vistazo a los alrededores del hotel para reconocer el terreno.

El hotel está en una plaza, tal como le dijeron. Eso sí lo sabía. Delante de la entrada no ve árboles ni ningún otro estorbo, y de la entrada a la carretera hay al menos cinco metros de acera: mucho más fácil de lo previsto.

Malindo mira el reloj. Las ocho y media. Tiene aún cuatro horas, tal vez cinco, pero no puede trabajar con prisas. Sólo le falta encontrar el lugar apropiado donde esperar.

Podría servirle alguna azotea, pero las considera demasiado peligrosas. Puede pasar un helicóptero en cualquier momento, por cualquier motivo, y en cuanto vieran a un hombre con un rifle darían aviso. No hace falta que sea la policía: un servicio médico, cualquier tontería publicitaria...

Es mejor una ventana, en una casa o en una oficina cualquiera en la que poder estar tranquilo. Cualquier pequeño negocio puede servir.

Malindo se da una vuelta por la plaza leyendo tranquilamente las placas de los portales. Un dentista, un abogado, una clínica psicológica... Todos son igual de buenos e igual de malos: si entra y encañona al personal no se moverán, pero puede que tengan cita con algún cliente y alguien se extrañe. Es mejor otro tipo de negocio...

Hace frío, pero no demasiado. El sol asoma entre las nubes, desmintiendo cualquier posibilidad de lluvia. Malindo acaricia la pistola en el bolsillo mientras da una segunda vuelta a la plaza y se decide por un estudio de arquitectura. Un arquitecto que no abre la puerta y no coge el teléfono puede haber ido a ver a algún cliente y estar en algún lugar sin cobertura. Un sótano, por ejemplo.

Son poco más de las nueve. Cuanto más tarde en buscar su posición, menos tiempo tendrá para los preparativos, pero si se apresura demasiado pueden surgir problemas. Esperará hasta las once, más o menos. Se lo explicaron de niño y nunca necesitó que se lo repitieran: los animales que son presas de otros deben saber escapar; los animales que cazan, deben saber esperar.

Entonces, cuando está a punto de entrar a desayunar en un bar de la plaza, ve un cartel verde brillante en una ventana de una sexta planta, ofreciendo un piso en alquiler. Ese sería un escondite ideal.

Saca el teléfono móvil y entrecerrando los ojos trata de distinguir las cifras. Una voz femenina le contesta casi de inmediato con el nombre de la agencia inmobiliaria.

—Buenos días. Estoy en el centro de la ciudad, en esta plaza con una gran fuente, y veo un letrero en un sexto piso anunciando un local en alquiler... —explicó echando mano a sus mejores modales.

La empleada de la inmobiliaria detalla el nombre de la plaza y pide unos instantes para comprobar de qué propiedad se trata. Poco después comienza a desgranar los datos: superficie, precio, gastos de comunidad, etc.

—Pues la verdad es que es ideal para mí. Es justo lo que estoy buscando. Pero necesitaría verlo cuanto antes porque debo regresar esta misma tarde a mi país —respondió Malindo sacando provecho a su acento suramericano.

La empleada de la inmobiliaria trató de explicar que no podía resolverlo tan rápidamente. Esas cosas llevaban unos trámites que no podían resolverse en sólo unas horas.

—No se preocupe, ya lo sé. Si me interesa, le dejo ya pagadas desde ahora dos mensualidades y los papeles firmados. Regreso en dos semanas. Pero necesito poder volver con algo ya apalabrado.

La empleada de la inmobiliaria preguntó si le venía bien ver el inmueble a las diez y media.

Malindo lo pensó un instante. Era la hora perfecta para tener margen tanto si aquel intento salía bien como si no.

—Por supuesto. La veo a las diez y media en el portal de la casa. Muchas gracias —respondió amablemente.

4

El ujier de uniforme que antes abría la puerta a los visitantes aguarda ahora, de paisano, tras el mostrador de recepción. Lleva ocho años allí, disfrutando de su ascenso y de la posibilidad de negarse a los deseos de alguien.

Lo siento, caballero, no hay habitación.

Lo siento, pero no tenemos servicio de lavandería.

Lamento que el teléfono de su habitación no funcione. Puede usted llamar desde recepción si lo desea.

Perdone, pero todas las plazas del aparcamiento están ocupadas. Pruebe suerte en el parking municipal que hay dos calles más abajo.

Negarse. No servir. Decir que no. Un verdadero ascenso.

Tenía dieciséis años cuando empezó a trabajar en el hotel, a veces de botones, a veces de simple chico de los recados, y nunca pudo decirle que no a nadie. Si no había teléfono en las habitaciones, llamaba al técnico y se preocupaba de que la reparación fuese lo más rápida posible. Si alguien solicitaba servicio de lavandería contestaba que “por supuesto” y llevaba la ropa a lavar a algún negocio con el que tuviesen un acuerdo. Y siempre, siempre había aparcamiento para los huéspedes, independientemente de quién fuera el coche que fuese necesario desalojar, incluido el del dueño del hotel.

Pero eran otros tiempos. Era otro mundo, casi, y desde entonces habían pasado más de cuarenta años.

Por aquel entonces, su tío le ofreció irse a trabajar a Francia, a una industria textil, concretamente. Se lo pensó muchas veces y otras tantas se echó atrás, con el pretexto de acabar al menos el bachillerato, pero al final no hizo ni lo uno ni lo otro: apareció la posibilidad de trabajar en el hotel y todo se fue diluyendo, como barro bajo la lluvia que no encuentra alfarero que le dé forma.

En Francia había buenas oportunidades, pero no hablaba el idioma y las jornadas eran, según su tío, largas y duras. Pagaban bien y en unos pocos años podría regresar con unos buenos ahorros que le permitiesen comenzar algún negocio por su cuenta, pero justamente ahí, sin llegar a mencionarlo, surgió el primer problema: ¿qué negocio quería montar él? Lo del restaurante era idea de su padre y no suya, que no se veía atendiendo diez, doce o catorce horas al día, primero la barra, luego la compra de provisiones y después las mesas. Un negocio propio era la aspiración de toda su familia desde hacía al menos un siglo, cuando su bisabuelo vendía escabeche por los pueblos en un burro. ¿Pero tenía él la obligación de plegarse a los sueños de otros? ¿qué necesidad tenía él de un negocio propio, ni de preocupaciones, ni del riesgo de que las cosas le fuesen mal y tuviera que acabar casi en la calle, como su abuelo? Serán solo diez o doce años y cuando vuelvas de Francia podrás tener un negocio propio, le repetían. Con menos de treinta años podrás levantar una casa y ser tu propio patrón toda la vida...

Dieciséis años y marcharse a Francia... No lo vio claro. Trató de imaginar todo aquel tiempo y no llegó a abarcarlo: era toda una eternidad separado de los amigos, de los sitios donde le gustaba pasar las tardes, de los ambientes donde todos le sonreían al llegar. Lo pensó mucho pero no se decidió a hacer la maleta a pesar de que la situación en su casa empeorase mes a mes por una corrosiva combinación de sordidez, desesperanza y problemas económicos. Una noche, antes de cenar, le dijo a sus padres que quería dejar los estudios y pidió que le ayudasen a buscar un trabajo. Su madre se echó a llorar, lo mismo que si le hubiese contado que se casaba, que se marchaba a Francia o que quería ser electricista. Su madre se echaba siempre a llorar por cualquier cosa. Su padre meneó la cabeza, disgustado, pero dijo que preguntaría por ahí a un par de amigos, a ver lo que le podía encontrar. Eso sí: la mitad de lo que ganase tenía que darlo para ayudar a la familia, y si no cumplía lo mandaba a Francia con su tío, le gustara o no.

Como se imaginaba ya en un andamio, el trabajo en el hotel le pareció una buena opción aunque ganase poco al principio. Era una manera de no estar en casa, ni de perder el tiempo en el instituto, donde se le hacía cada vez más cuesta arriba mantener la atención sobre unas materias que ni le importaban ni parecían llegar a ninguna parte.

Al principio no le pagarían casi nada, pero con las propinas podía juntar casi mil pesetas al mes, una cantidad fabulosa para un muchacho de su edad. Con aquel dinero, o con la mitad de aquel dinero, que era lo que tendría a su disposición, podía permitirse todos los lujos con los que ni siquiera se había permitido soñar hasta ese momento. Y el trabajo tampoco era pesado: obedecer, poner buena cara y callar. Lo mismo que poco después tuvo que hacer en la mili, y sin que le pagasen más que unas pesetas simbólicas.

En el ejército dijo que trabajaba en un hotel y acabó de ordenanza de un capitán bonachón y borrachín que le enseñó la vieja máxima militar: ”del trabajo no escapes; el trabajo no lo hagas”. Después de la instrucción y la jura de bandera, pasó casi dos años limpiando botas y haciendo recados, pero sin someterse a las tareas más duras que todos detestaban, como barrer el patio del cuartel o pasarse una semana entera en el monte, desatascando del barro los camiones.

Aquellos fueron los únicos meses que pasó fuera de su ciudad y nunca más quiso salir de viaje si no era estrictamente necesario.¿Qué iba a ver? ¿Qué había que ver? Todos los lugares eran iguales y lo único que cambiaba era el color de los edificios y la pinta de la gente que paseaba por las calles, pero en cuanto rascabas un poco no había diferencia. Vista tu casa, visto el mundo entero. No quería ser uno de aquellos, los viajeros, que iban de un lado a otro con sus maletas, como hierbajos arrancados, mirando a todas partes en busca de un asidero donde poder reposar la vista o el ánimo. No quería ver mundo ni conocer a nadie: le bastaba con saber cual era su sitio y saber estar en él.

Por eso, cuando acabó la mili, regresó al hotel y no se planteó siquiera buscar otro empleo. ¿Dónde iba a encontrar otro mejor? ¿Y qué iba a hacer, si en los puestos buenos pedían estudios? ¿Trabajar de vigilante o de repartidor? En el hotel nunca ganaría mucho, pero tampoco se le exigiría gran cosa. Y estaría allí tranquilo, en su sitio, como una pieza bien encajada en el hueco correcto del puzzle.

Habló con algunos amigos y le ofrecieron irse a otra capital de provincia, donde había trabajo en el sector del automóvil, o desplazarse más al norte a trabajar en la siderurgia. ¿Pero para qué? ¿Para tener que pagar un piso, o una patrona? ¿Para perderse por las calles? ¿Para amoldarse a un jefe que no sabía cómo podía reaccionar o a unos compañeros que aún no conocía? La situación de sus padres había mejorado mucho, y aunque ya no le pedían dinero, él seguía dejando la mitad justa del salario en un sobre, encima de la recién comprada televisión. Con el resto hacía lo que le daba la gana y le sobraba para todo lo que realmente le apetecía.

¿Marcharse? ¿Para qué?

Poco a poco se acomodó en su puesto y no tardó en asimilar también todos los trucos del oficio. Aprendió enseguida a qué clientes había que atender en primer lugar en caso de duda, cuáles darían una buena propina si se les ayudaba a subir la maleta y quiénes eran solamente simpáticos, pero tacaños, o tacaños a la vez que estirados y despectivos, que también los había. El dueño del hotel observó aquel sexto sentido para tratar a la gente y comenzó a encargarle pequeñas tareas de confianza, como recoger el correo o ir a buscar a la estación a algún cliente extranjero. En poco tiempo, el sueldo creció y las razones para marcharse a otro lado o de buscar otro empleo menguaron al mismo ritmo.

Entonces conoció a una camarera de las que limpiaban y arreglaban las habitaciones y se hicieron novios. Se hicieron novios como si alguien lo hubiese concertado en una reunión entre familias: tenían el mismo horario, conocían a la misma gente, trabajaban los mismos días... No tuvieron más remedio.

María era una chica nerviosa y azorada, que miraba siempre a su espalda como si temiera que alguien la estuviese siguiendo, y él consiguió tranquilizarla. E·se fue su principal mérito, y nunca había dejado de renovarlo.

Cuando se casó se prometió a si mismo y a su esposa buscar otro empleo. Cuando tuvo el primer hijo, renovó esa promesa, y la intención se repitió una vez tras otra, hasta que nació la pequeña, la tercera, sin que acabase de decidirse. Le pagaban poco, pero hacía aún menos. ”En el sueldo me engañarán, pero lo que es en el trabajo....” , solía bromear cuando le preguntaban qué tal le iba en el hotel. Cuando los niños eran pequeños María dejaba el trabajo para retomarlo luego, sin ningún problema, cada vez que tenía unas cuantas horas disponibles. Vivían holgadamente, sin complicaciones, sin aspiraciones siquiera que les obligasen a dar un paso adelante para buscar una mejora.

Y así pasaron los años, y llegó la democracia, y llegaron también las primeras dificultades para emigrar y las de siempre para buscar empleo. Todo se coaligó para que él se aferrara al puesto, incluido el ascenso que supuso ocuparse de la recepción los días que faltaba Basilio, el viejo recepcionista de siempre.

Cualquier resto de ambición que pudiera quedarle se refugió en algún rincón de su mente, se hizo un ovillo, y se dispuso a hibernar, acaso para siempre. ¿Qué más podía pedir? Al principio se aburría mortalmente tras el mostrador, pero luego se fue acostumbrando a leerse el periódico entero en lugar de limitarse a los titulares y las entradillas, a rellenar el crucigrama y hasta a leer alguna novela. En verano, o cuando se celebraban los congresos, no paraba en todo el día, pero durante el invierno y el otoño, sobre todo entre semana, trabajaba como mucho media hora, sumando todas las gestiones que debía hacer para los escasos clientes que acudían al hotel.

¿Qué más podía pedir?

El recepcionista aún se lo pregunta algunas veces en mañanas como la de hoy, tranquilas, sin clientes ni preocupaciones, sin jefe al que temer ni problemas urgentes que resolver. Cumple su horario, está allí y hace más o menos lo que le da la gana, con el buen gesto que sigue componiendo más por placer cínico que por educación. Sonreír a los clientes es una manera de mantenerlos apartados, de mostrarles el decorado en vez del interior, como una pared recién alicatada. Por eso les sonríe.

Antes no se lo hubiesen permitido, pero hace ya cinco años que ha instalado un pequeño televisor en recepción y se pasa el día entero maldiciendo la programación, pero sin apagar el aparato. Pensó que al multiplicarse el número de canales encontraría algo más atractivo que mirar, sobre todo por las mañanas, pero al final ha sido peor, y de eso se queja. Ahora a veces navega también por internet, contento de haber asistido al curso en el que le enseñaron a manejar las herramientas informáticas básicas. En internet hay de todo, pero tiene el problema de que todo está escrito y hay que leerlo, como en los tiempos del periódico y los crucigramas. Es mucho mejor la tele, o la radio, que te habla por su cuenta sin que tengas que prestarle toda tu atención.

Pero todo está bien para pasar el tiempo. Cualquier cosa vale si ayuda a matar las horas, y en eso se ha hecho un verdadero experto con los años: la recepción es un matadero industrial de horas minutos y segundos, casi siempre propios, y a veces también ajenos.

El teléfono suena sin conseguir que el recepcionista se apresure a contestarlo. Van ya siete timbrazos cuando al fin recita en voz alta el nombre del hotel, casi una broma.

Alguien habla al otro lado durante unos instantes, segundos apenas.

Es suficiente.

El recepcionista cuelga, se deja caer en el sillón giratorio que sustituye desde hace años a la silla habitual y se pasa las manos por el rostro.

Cualquier otro día hubiese expresado su disgusto con un golpe sobre el tablero del mostrador, pero después de lo que acaban de decirle sólo se atreve a chasquear la lengua y morderse los labios.

Luego respira hondo y vuelve junto al teléfono, pero después de descolgarlo cambia de opinión para sentarse de nuevo, resignado.

¡Menudo desastre!

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