Relatos cortos
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Cada tela teje su araña (V)

10

Justino casi vive en la cocina. Tiene su propia casa y una habitación en el hotel, pero lleva treinta años presentándose en su puesto a las siete de la mañana sin marcharse nunca antes de la medianoche. Suele decir que si le pagasen las horas extras sería millonario, pero lo cierto es que ni siquiera las ha reclamado, ni tampoco sabría qué hacer con el sobresueldo si llegara a cobrarlo algún día.

Justino enviudó hace quince años, poco después de empezar a trabajar de cocinero en el hotel, y nunca volvió a encontrar un lugar donde sentirse cómodo lejos de aquellas paredes alicatadas de blanco donde todo está a mano y todo tiene su utilidad bien delimitada. En casa nunca supo manejarse, y menos desde que faltó su mujer, pero la cocina es su reino y lo gobierna con mano de emperador y escrúpulo de notario.

Ya no hay tantos clientes como antes, ni se le acumula tanto el trabajo, pero no es capaz de quedarse en la cama ni sabe a dónde ir los lunes, cuando el restaurante está cerrado. Allí, al menos, puede hablar con las camareras y las chicas de la limpieza, que bajan a desayunar con él y le cuentan pequeñas historias de un mundo que nada tiene ya que ver con el que él conoció.

Justino casi no sale, apenas escucha la radio y sólo ve la televisión cuando ponen fútbol o toros. Lo demás no le interesa, y no por dejadez, sino por simple menosprecio: lo que puedan contarle los políticos no tiene ninguna credibilidad para él, y lo que diga el resto le trae absolutamente sin cuidado. Quizás si tuviera hijos se preocuparía por la marcha del mundo, por el mercado de trabajo, o por las posibilidades de las nuevas tecnologías, pero estando solo en el mundo le da todo igual y se entera de lo que sucede en el país o en la ciudad como quién está obligado a asistir a una representación teatral muy vieja y muy mala, interpretada por pésimos actores que repiten una y otra vez las mismas frases huecas cuando se olvidan de la frase que les correspondía recitar.

Lo único que le queda es el trabajo en el hotel, y se mantiene en su puesto día tras día, pase lo que pase, aunque a veces se pregunta si realmente vale la pena. Podía haberse jubilado ya, pero prefirió seguir unos años más. Tres o cuatro. O cien. O quizás sólo un par de semanas, porque han cambiado demasiadas cosas y cada cambio es como una herida para él. Cada plato que se rompe. Cada persona que se marcha. Cada cortina y cada persiana que se rinden en las habitaciones del hotel. No le gusta lo que ve, pero piensa que quizás fuera aún peor no estar allí para verlo y tener que imaginar cada golpe, porque la imaginación es siempre más cruel que la realidad. Otras veces piensa en el viejo refrán sobre los ojos que no ven y el corazón que no siente y se dice así mismo que debería irse cuanto antes. Aún no lo ha decidido: tal vez se marche mañana. O tal vez se muera cualquier tarde en la cocina, preparando un sofrito.

Los demás pueden hacer lo que quieran, pero a él no le vale esa técnica de dejar que el tiempo haga el trabajo que no quiere hacer uno mismo. Cuando la gente se presenta a comer, tiene que haber comida, y no sirve contarle cualquier historia sobre el servicio técnico que se ha retrasado, o sobre cualquier normativa idiota que impide que se preste un mejor servicio. Cuando la gente se sienta en la mesa del comedor, las servilletas pueden estar medio limpias, los cubiertos desparejados y el mantel raído de vejez, pero en el plato tiene que haber algo que llevarse a la boca, y el mismo trabajo da hacer un filete chamuscado que un filete al punto, lo mismo cuesta una sopa desabrida que una sopa bien cocinada. Mantener las cosas en buen estado puede ser cuestión de coste, o de estar al tanto, pero hacer le trabajo bien sólo cuesta más esfuerzo cuando se es, de natural, un cerdo y hay que luchar a todas horas con los instintos naturales de un cerdo. Eso es lo que siempre ha creído Justino y lo mantiene cada día en su trabajo.

Los demás pueden seguir con sus trapicheos para ganar cuatro duros, o para esconderse de los pocos esfuerzos que se les exigen, pero a él no le hace falta el dinero ni le importa tener que pelar las patatas personalmente, porque el ayudante de cocina es en realidad el sobrino del gerente y sólo firmó el contrato para cobrar la nómina, sin pensar siquiera en pasar por el puesto. A él no le importa poner las mesas mientras reposa el arroz, ni salir al comedor con la sopera en la mano cuando uno de los camareros ha llegado medio borracho sabiendo sabe que nadie le llamará la atención mientras venda lo que tiene que vender a los ejecutivos de ojos brillantes.

Esas cosas, esas miserias, son para el que tiene alguna ilusión el vida que no puede alcanzar con su trabajo, o el que ni siquiera tiene vida y prefiere que lo entierren descansado. ¿Pero por qué iba a meterse él a vender lo que venden algunos en la planta baja, o en esa otra porquería de las chicas extranjeras?

Justino quería ser cocinero, y se dedica a guisar. Si hay quien se lo valore, cocinará con gusto, y si no hay quien se lo valore, porque los clientes sólo quieren llenar el buche, lo hará de todos modos, lo mejor que pueda, porque en le fondo no cocina para ellos, ni se esfuerza para ellos, ni se enfada por ellos cuando algo sale mal: todo el esfuerzo es para sí mismo, para no perderse el respeto, para sentare a última hora, o a primera, delante de un plato y poder decir “esto lo he hecho yo y esto sé hacer". Un cocinero que no cocina es como una madre de las de las viejas novelas, que paría los hijos y dejaba su crianza a cargo de la servidumbre. ¿Cómo puede sentirse uno luego orgulloso de ellos cuando otro los veló las noches que estaban enfermos, otra los amamantó y otro secó sus lágrimas cuando lloraban? ¿Qué es más importante, la sopa o el trabajo de hacerla? ¿La sopa o el esfuerzo de ir al mercado y elegir las patatas, elegir la verdura y prepararlo todo luego con cuidado? ¿A qué cocinero le puede importar realmente la sopa?

El trabajo sólo es una maldición para el que no sabe hacer nada y se presenta en su puesto dispuesto a matar las horas sin darse cuenta que en cada hora que mata se suicida también un poco. Cada hora que matas es tuya, y mueres con ella, o vives en lo que hiciste con ella. Y bien lo sabe él, que aún echa de menos los paseos que no dio con Manuela, las vacaciones que no cogieron y las noches de conversación que cambiaron por programas estúpidos de televisión que sólo servían para eso, para matar el rato.

El rato te mata a ti, dice siempre. No trates de revolverte. El tiempo te asfixia con manos de criminal, en cada esquina, en cada rellano de una escalera, en cada semáforo en rojo, y lo único que puedes hacer para vengarte es sacarle algún provecho, haciendo lo que te gusta o haciendo lo que crees que vale la pena. El tiempo no se pierde: te pierde él a ti, te extravía en laberintos de los que cada vez te cuesta más regresar, dejándote jirones de piel por el camino, como si hubieses asaltado una trinchera cuajada de alambradas de espino. Y cuando al final, un día cualquiera, consigue arrinconarte, entonces ya no tienes escapatoria y ter mueres preguntándote cómo has podido llegar hasta ahí, y qué camino has seguido para encontrarte tan perdido, en medio de ninguna parte.

Por eso Justino detesta el ambiente que se ha impuesto en el hotel, lleno de gente indolente a la que todo le da igual, gente sin vida, sin aliento, sin más objetivo que bostezar quince, veinte o treinta años hasta la jubilación. ¿Y qué harán cuando se jubilen, si ya tienen ahora todo el tiempo y lo emplean en bostezar en su trabajo? Seguir bostezando, aburriéndose en casa en lugar de en el trabajo, aburriendo a los que tengan la mala fortuna de acercarse a ellos. ¿Qué harán? Seguir sembrando desaliento y apatía. Hay que entusiasmarse por algo, lo que sea, por construir una máquina, guisar un estofado, o plantar frutales, aunque la máquina no funcione, nadie pida ese día el estofado o los frutales se sequen. ¿Qué más da?

Hay que tener coraje para seguir trabajando o coraje para marcharse a otro lado cuando ya no vale la pena lo que estás haciendo.

Para ti todo es muy fácil, porque no tienes familia, le dicen a veces cuando repite estas ideas ante los demás. Para mí todo es muy fácil, responde Justino, porque soy cocinero después de haber sido mecánico de camiones, y porque fui mecánico de camiones después de ser cocinero en un petroleo que iba de Kuwait a Holanda, y porque me hice cocinero en el barco después de ocuparme del mantenimiento de las válvulas, y porque me embarqué después de aprender a arreglar tractores, y porque aprendí a arreglar tractores después de ser jornalero en el norte con la puñetera remolacha, donde trabajas lo mismo que un jornalero de la aceituna, pero con frío y humedad. Así de fácil es decirlo para mí, cabrones.

Entonces, todos se ríen. Justino, a veces en voz alta y a veces para sus adentros, continúa su discurso: pero la remolacha que yo sacaba no llevaba tierra pegada. Y los tractores que yo reparaba no se volvían a estropear al día siguiente, cuando se aflojaba cualquier tuerca. Y ningún barco se quedó sin motor mientras yo estuve al cargo, aunque hubiera que dormir en la sala de calderas, ni se quejó nunca un marinero de lo que comía, aunque en algunos barcos los había de cuatro o cinco religiones, cada cual con sus manías o sus creencias, ni se ha vaciado el restaurante de este hotel como se han vaciado las habitaciones, que bien sabéis todos que aquí siguen viniendo a comer los de siempre aunque ya sólo unos pocos se queden a dormir...

Ese es su orgullo: el restaurante no ha decaído. Aunque el hotel entero se desmorone a pedazos, el restaurante sigue siendo el mejor, o uno de los mejores d ela ciudad, como hace quince años. Aunque vendan cocaína en la primera planta y hayan metido putas en la mitad de las habitaciones, aunque no funcione la calefacción y no se laven las cortinas, aunque hayan alquilado el parking bajo cuerda para meterse al bolsillo los alquileres, a Justino le importa un carajo: para comer en el restaurante aún hay que llamar el día antes. Y si no llamas esperas, o te jodes, porque ni el gerente ni la luna santa tiene cojones para ir a decirle a Justino que cuele a Fulano o a Mengano porque es un compromiso. La gente que se respeta, impone respeto. Si empiezas por llevarte un bolígrafo de la oficina, lo más normal es que no se entere nadie, pero lo extraordinario se convierte en costumbre y un día acabarás teniendo que callarte la boca cuando un mequetrefe cualquiera pida su parte en el despiece de la presa. Si el gerente se lleva la recaudación y los camareros los tenedores, entonces son iguales. No es más ladrón el gerente, sólo aprovecha mejor sus oportunidades. No compares, le dice. Sí comparo, responde Justino: no hay cosa que más me joda que ver como se convierte en ética la envidia. Porque es envidia. Porque el camarero que se lleva los tenedores echa pestes del gerente pensando en lo bien que le vendría a él poder sacarse algo más que una mierda de cubertería.

Si tú mujer viviera..., le dicen los que lo conocen. Si Manuela viviese, sería estanquero, para tener un trabajo tranquilo y poder andar por ahí luego, pero no se me secaría ni un puro, ni vendería tabaco de contrabando, ni mandaría a otro estanco al que sólo viniese a comprar sellos de dos céntimos. Estés donde estés siempre hay maneras de hacer las cosas bien y maneras de convertir cualquier puesto en una escombrera.

Justino se acaba de dar cuenta de que está hablando sólo y trata de enmendarse. Levanta la vista y regresa a la realidad del comedor, todavía vacío, salvo algunos empleados que discuten entre ellos con más vehemencia que de costumbre. Seguramente haya sucedido alguna cosa la noche anterior, o haya surgido alguno de esos conflictos idiotas por los que las limpiadoras se pelean entre sí.

Una de las chicas que empiezan su jornada se acerca a él y le murmura una frase casi al oído. Justino frunce el ceño y le pide que se lo repita. La edad se le empieza a notar en que a veces no se da cuenta de que habla en voz alta porque ni siquiera se oye a sí mismo, de lo sordo que se está quedando.

La muchacha vuelve a pronunciar la misma frase, con algo más de vehemencia, pero sin alzar la voz.

Justino se echa a reír.

Su risa suena indefinida, sin decidirse a elegir el bando de los locos, el de los niños o el de los viejos que se alegran de algo que en el fondo no les importa.

Pero se ríe.

11

Eran las doce menos diez y Malindo ya no se apartaba ni un instante de la venta. Sin embargo, de vez en cuando miraba a Susana y trataba de intercambiar algunas frases con ella.

—Por cierto, ¿sabe que es muy guapa?

Susana se sobresaltó al oírle decir aquello y se encogió en un gesto reflejo, pero él la calmó con un gestó

—Tranquila. Sólo intentaba hacer un comentario amable.

—Lo siento. Es que...

—La entiendo. Ahí atada, y junto a un tipo con un arma. Es como para ponerse nerviosa. Muchos hombres se habrían cagado encima, pero usted ha aguantado muy bien...

—Gracias.

—¿Está casada?

Ella negó con la cabeza.

—¿Pero tendrá un novio?

Susana volvió a negar.

—Eso no me lo puedo creer. Una muchacha tan linda...

La chica se encogió de hombros. Malindo suspiró.

—Hábleme. Cuénteme su vida. Le estoy dando un buen consejo porque me gusta usted. Siempre hay que hablar a tu secuestrador para que te vea como un ser humano, simpatice contigo y no te mate. Hay que intentarlo, al menos. No cuesta nada apretar el gatillo contra alguien que sólo es un trozo de carne.

—No tengo novio. Tuve uno y me dejó —respondió Susana de inmediato.

—¡Vaya idiota!

—Se fue a trabajar fuera y allí encontró a otra. Son cosas de la distancia.

—¿Y por qué no se fue usted con él?

—Yo tenía aquí mi trabajo.

—Yo me iría a cualquier parte por una mujer. Por una en concreto, pero aún no la he conocido. Y la que conocí murió de niña —lamentó el sicario.

—Lo siento.

—Una enfermedad que en cualquier otro lado sería una tontería. Pero en mi tierra, y en el campo, se la llevó. Cuando la llevaron al hospital ya era tarde.

—Lo siento —repitió ella.

—¿Y usted? ¿No quería a ese tipo lo suficiente para irse con él?

—No podía dejar el trabajo.

—¿Y por qué no?

—Porque no se puede dejar un trabajo para irse así, con otra persona, y ser una carga. No se encuentra nada fácil un trabajo hoy en día.

El sicario miró por la ventana, comprobó que no había movimiento alguno, y volvió a mirar a la chica, sonriendo.

—No lo quería. Y él a usted, tampoco.

—A veces las cosas no son tan fáciles —se defendió ella, dolida.

—Nunca son fáciles. Míreme a mí: de niño quería ser cirujano, y ya ve...

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Cada tela teje su araña (IV)

7

Malindo miró el reloj. Las once y cuarto.

El objetivo probablemente no llegaría antes de la una, pero a partir de las doce debía estar preparado. O incluso un poco antes.

Sacó el rifle de la bolsa de deportes, lo montó cuidadosamente y colocó la mira telescópica. Luego lo cargó con tres balas. Sólo iba a necesitar una, pero siempre cargaba tres balas por si algún golpe de mala suerte le obligaba a disparar contra alguien que mirase hacia la ventana.

La mujer sollozó en su rincón.

—No se preocupe —repitió Malindo por tercera vez en cinco minutos.

—Pero ese rifle...

—¿Cree que le voy a disparar a usted con un rifle de mira telescópica? —bromeó.

—No, pero.. Pero...

—Voy a disparar contra un hombre en la calle.

—¡No me cuente nada! —exclamó la chica recordando que cuanto menos supiese más posibilidades tenía de acabar viva.

El sicario sonrió.

—No tiene importancia. Me va a ver hacerlo de todos modos. Voy a disparar contra un hombre cuando esté delante del hotel. ¿No quiere saber quién es ni por qué?

—¡No!

—Buena chica...

Malindo acercó una silla a la ventana y buscó una posición desde la que pudiese vigilare la calle sin ser visto. Luego se puso en pie y buscó un punto de apoyo para el rifle, cerca del alféizar. Podía disparar a través del cristal, pero no le parecía lo bastante profesional.

Abrió la ventana, volvió a correr la persiana y buscó en la mochila la navaja suiza. Era cuestión de recortar algunas láminas de la persina, para poder apuntar sin estorbos sin que nadie llegase a verlo si no miraba muy detenidamente. En un sexto piso era casi imposible que lo viesen.

—Perdone que estropee la persiana, pero es necesario.

Susana volvió a llorar.

8

En la habitación 308 también vive una mujer.

Lleva sólo cuatro meses allí, pero ella piensa que son años. Una era geológica con sus propias erupciones y continentes navegando sobre magma ardiente. Una era geológica completa iniciada en un enorme cataclismo, con sus grandes extinciones de saurios, ediacaras y esperanzas.

Ha escuchado un rumor y ha ido enseguida a enterarse de lo que sucede. Las noticias corren deprisa por los pasillos del hotel y también tienen sus propias escaleras y salidas de emergencia, que todos los que viven en él se apresuran a memorizar como si fuese un plano de evacuación en caso de emergencia.

Al regresar, la mujer de la 308 se ha dejado caer sobre la cama y ha empapado la colcha roja y verde con sus lágrimas. Llora de alegría y da gracias a algún dios en un idioma que sólo entienden vagamente la lámpara del techo y las copas de champán que aún reposan sobre la mesilla de noche.

Luego la mujer se repone, aprieta los labios y recoge su ropa, prenda a prenda, de los armarios. Hay vestidos largos, pantalones cortos y toda colase de conjuntos, la mayoría atrevidos y juveniles pero también algunos más formales, incluido un traje casi masculino que sólo lució una vez.

La mayoría de aquella ropa no la ha elegido ella y hay muchas cosas que no ha llegado a ponerse nunca.

Ya lo ha colocado todo sobre la cama cuando se da cuenta de que no tiene maletas, pero no le importa. Las maletas son lo de menos. Bastará con cualquier bolsa o , mejor aún, bastará con dejar allí toda aquella porquería y que se la repartan las empeladas del hotel o la tiren a la basura.

La chica de la 308 mira toda aquella ropa un instante y, llena de rabia, rompe algunos vestidos y desparrama el resto sobre la cama y por el suelo de toda la habitación.

¿Aquello era lo que había estado buscando? Los peces hacían mejor negocio que el suyo cuando morían por una lombriz ensartada en un anzuelo.

Ven a España, le dijeron. Tú eres una chica guapa y nosotros tenemos una agencia de modelos. Si quieres, ahora mismo te haremos unas cuantas fotos, simples fotos artísticas, y te añadiremos a nuestro catálogo. Podrás trabajar en el cine, en la publicidad, en la moda.... Ven con nosotros y empieza una carrera como artista en vez de quedarte en este pueblo olvidado. Ven antes de haya otra guerra.

Y la chica de la 308 se lo contó enseguida a sus amigas, encantada. Sabía que el mundo del espectáculo o el de la moda no eran un fáciles y estaba segura de que habría muchos días malos en que tendría que hacer y decir cosas que no le gustaría hacer ni decir. Pero lo mismo le sucedía en Split, obedeciendo a su padre, a su madre, al jefe que la obligaba a trabajar horas extras cortando pescado y se reía de la sola idea de llegar a pagárselas algún día.

Al final de cada jornada en la conservera regresaba a casa sin fuerzas, con el único deseo de dejarse caer en la cama y tener un poco de silencio. Lo peor del trabajo no era el esfuerzo en sí, sino estar todo el día de pie, el frío del pescado, el frío del ambiente y el ruido constante. ¿Qué sería de ella si seguía mucho tiempo más en aquel trabajo?

Cada vez que se planteaba esta pregunta se burlaba de sí misma, pues conocía de sobra la respuesta: acabaría como su madre, veintiocho años mayor que ella y que trabajaba aún en la misma línea de limpieza.

Toda una vida de fatigas, piernas torcidas, espalda destrozada, artritis y artrosis en las manos y ni un gramo de energía al regresar a casa. Cualquier cosa era mejor que eso. ¿Qué tenía de malo irse a España a intentarlo?

—Todo —le respondió su padre el día que ella se atrevió a mencionarlo en la cena—. Todo, porque no se conformarán con unas fotos. Te llevarán a las fiestas de los ricos, para que te manoseen o algo más. ¿O te crees que se conformarán con mirarte? ¿O es que se conforman con mirarte los de aquí, que son unos muertos de hambre como tú?

Eso le dijo su padre, con la extraña mezcla de confusión y lucidez con que hablaba cuando bebía demasiado o dormía demasiado poco, y la chica de la 308 siente aún un fogonazo de vergüenza cuando recuerda que aún así no le pareció malo del todo.

El futuro que su padre le pintaba no era muy distinto en las partes desagradables de la vida que ya llevaba. Trabajaba toda a semana como una mula y el sábado por la noche salía a tomarse unas copas para terminar la noche en la cama de su novio, un chico ya viejo y cansado a los veinticuatro años, demasiado borracho a veces para algo más que acariciarle la espalda y quedarse dormido sobre ella.

Para terminar en la cama de un borracho después de matarse a trabajar podía empezar directamente por ahí y evitar la semana entera de cortar pescado. Y seguramente visitando mejores bares, con mejores borrachos, y en una cama mejor que la del triste cuarto de su novio, en un ático realquilado. Deseaba sobre todo que alguna vez llegara un domingo sin pensar en que al día siguiente se le volverían a helar mas manos, y tendría que alinearse de nuevo con todas aquellas mujeres odiosas que se reían de ella porque era joven, y la odiaban porque era guapa, y esperaban día a día que se fuera marchitando para considerarla una más de las suyas, una más del montón de escombros que se acumulaban en la línea de producción de la planta. ¿Por qué serían todas tan miserables? Ningún trabajo podía ser peor que aquel ni ninguna compañía peor que al que ya sufría en la fábrica.

Lo pensó. Reconoce que pensó todo eso, que se vio como chica de compañía de algún millonario necesitado de compañía y no le importó, pero lo que de veras la impulsó a salir de su país fue la promesa de cosas brillantes y bonitas. Ropa nueva. Unas gafas de sol sin rayones. Un collar falso que no gritara a cien leguas su falsedad, como un insulto. Fueron aquellas pequeñas cosas las que la convencieron.

Y buscó a los hombres que le habían hecho la propuesta. Y posó para un tipo calvo y barbudo que sólo le pedía que sonriese con más naturalidad. Y una semana después le enseñaron un álbum estupendo en el que aparecían sus fotos, y le dijeron que el dinero no era problema, porque había una empresa en Barcelona que podría interesarse por ella. Y hasta le enseñaron el contrato, en español, y ella se creyó que era un contrato porque era lo que con todas sus fuerzas deseaba creer.

No pudo resistirse. Reunió su ropa y se subió a un avión, con el billete pagado.

Pero cuando llegó a Barcelona, los hombres que la esperaban ya no sonreían, ni el coche en que fueron a buscarla era tan bonito. Le dijeron que se callara y la llevaron a alguna parte en un viaje que duró lo que quedaba de aquella tarde y parte de la noche. Le quitaron el teléfono y el pasaporte y la encerraron en aquella habitación.

Tardó una semana en saber el nombre de la ciudad en la que estaba, pero mucho menos en averiguar qué era lo que querían de ella en realidad. Primero la violaron los dos hombres que la habían llevado en el coche, y luego, un tercero, que el explicó en su idioma que debía ser cariñosa con los clientes y que sólo de ese modo pagaría el viaje y llegaría a ganar su propio dinero.

Ella se atrevió a insultarlo y a gritar, e incluso siguió gritando después de los primeros golpes, pensando que no le pegaría demasiado si esperaba sacar algo de ella. En eso tuvo razón: el hombre que hablaba serbocroata salió de la habitación hecho una furia y durante todo el día invitó a acostarse con ella, para probar el material, al personal del hotel.

Uno por uno, pasaron sobre ella el recepcionista, el gerente, un par de camareros del restaurante y algunos hombres más. Poco después de que el noveno se apretase contra ella en un último espasmo regresó el hombre que hablaba su idioma y le preguntó si quería ganar de una vez algún dinero o prefería seguir haciéndolo gratis unos cuantos días más. Ese sería, más o menos su ritmo de trabajo: diez o doce hombre diarios, y ella ganaría diez euros por cada uno en los cinco primeros y quince en los siguientes, además de todo lo que fuera capaz de sacarles por su cuenta. Puedes ganar aquí en un mes lo mismo que en un año en casa. Pórtarte como es debido y todo irá bien, le dijo el hombre, antes de cerrar la puerta con llave.

La chica de la 308 se echó a llorar, pero aceptó. No podía marcharse. No conocía a nadie. No sabía el idioma. No la dejaban hablar con nadie salvo con los clientes, ¿y qué podía decirles a ellos en serbocroata? Cuando aprendiese español podría pedirle auxilio a alguno de ellos, y quizás alguno se apiadase y avisara a la policía. ¿Pero quién quería meterse en líos por una prostituta? Muchos eran hombres casados, o con una posición social que mantener. ¿Quién reconocería haber estado allí? ¿Quién se arriesgaría por ella?

Desde aquel día ya habían pasado los meses y la chica de la 308 se había enterado de algunas cosas, como del nombre de la ciudad, del nombre del hotel, y de que había al menos otras siete chicas como ella en distintas habitaciones de distintas plantas. La mayoría eran también yugoslavas, o polacas, o búlgaras, pero no podía estar segura de cuántas eran ni de dónde habían salido. En aquellos meses su mayor empeño había sido aprender español, con la ayuda de la televisión, sobre todo, aunque a veces también intentaba hablar con los empleados que le subían la comida o con aquella extraña vieja que a veces pasaba a visitarla sin que nadie le prohibiera el paso. Se sintió tentada de pedirle ayuda a la vieja, pero pensó que sería un riesgo inútil, porque aunque tratase de avisar a alguien nadie la creería. Pensó en pedir ayuda a algún empelado del hotel, peo temió que avisaran al hombre que hablaba su idioma y le volviese apegar. Al final, lo intento con varios clientes a los que vio distintos al resto: hombres que parecían sentir más vergüenza que culpa cuando se desnudaban y comenzaban a acariciala. Aquellos eran los viudos y los solitarios, y no los maridos infieles. Alguno de ellos podría dar el paso. Uno incluso le aseguró que avisaría a la policía, pero no había sucedido nada.

Una mañana, tras la vista de la vieja del piso de arriba, se encontró la puerta abierta. Asomó al pasillo y no vio a nadie. Entonces se vistió a toda prisa y bajó hasta la recepción del hotel, con el corazón golpeándole en el pecho como un martillo. El recepcionista miraba tranquilamente la tele y afuera llovía. Sólo tenía que echar a correr y pedir socorro a gritos en cuanto estuviera en la calle. Sólo eso. Después ya nadie se atrevería a intentar detenerla. Todavía no sabía dónde iría, pero eso no tenía importancia: podía ir a cualquier parte. Podía llamar a la embajada de su país y pedir que la repatriasen, o acudir a cualquier centro social. Lo importante era salir del hotel y llegar a un lugar público desde el que pedir ayuda.

Tomó aliento y se dispuso a correr, pero en ese momento se acordó de que había dejado todo el dinero en la habitación, y no quiso perderlo. Llevaba entonces solo dos meses y medio en el hotel, pero tal y como le habían dicho, había ganado más que en todo un año en su tierra.

Volvió a por el dinero, se puso el abrigo, y se dispuso a bajar de nuevo. Pero ya no tuvo fuerzas. Y no porque dudase, sino por miedo. Perdido el impulso del primer momento, se sintió aterrorizada sobre lo que ocurriría si nadie la ayudaba. Pensó si aquella puerta abierta no sería una trampa, y no fue capaz de bajar de nuevo las escaleras. Cada vez que lo intentaba oía pasos, oía voces, escuchaba risas que parecían burlarse de ella o susurros procedentes del pasillo.

Entonces, desgarrada por su ansia de marcharse y el terror que se lo impedía, se acordó de Milko, un vecino, y de cómo, siendo niños, había cazado un grillo y lo había encerrado en una caja de cartón. El grillo pasó algún tiempo saltando dento de la caja para estrellarse siempre contra la tapadera, pero al tercer día, Milko le dijo que ya podía quitar la tapa, porque el insecto, acostumbrado a chocarse contra la tapa, ya no podía saltar fuera de la caja: la tapa había pasado a su cabeza.

Así ase sentía ella: como el grillo. La habían asustado de tal modo que ya no necesitaban cerrar la puerta para evitar que se marchase. Cuando el verdadero terror se impone no hacen falta rejas ni cerraduras.

La chica de la 308 fue entonces a las otras habitaciones de la misma planta, y conoció a algunas de las otras chicas. Algunas tenían también la puerta abierta y otras vivían encerradas. Todas las que hablaron con ella le contaron una historia parecida a la suya: un barrio triste y pobre de una ciudad del Este, desempleo o trabajo duro y mal pagado, una cara bonita, piernas largas, y una oportunidad en Occidente, en los países soleados del sur de Europa, donde las chicas rubias siempre lo tiene un poco más fácil en el mundo de la moda. A una le había prometido irse a Italia, a otra a Ibiza, y a otra incluso llevarla a América, pero todas habían terminado en aquella ciudad del norte, lluviosa y fría como cualquier suburbio de su patria.

Un día la encontraron en el pasillo y no sucedió absolutamente nada.

—Sé buena chica y vuelve a tu cuarto —le dijo únicamente el hombre que hablaba su idioma y al que ella temía como al mismísimo diablo.

Desde aquel día había dejado de intentar pedir ayuda a los clientes. salía cuando quería, se daba una vuelta por el hotel y regresaba a su cuarto después de charlar un rato con alguna de las otras chicas o con la vieja de arriba. En eso consistía su vida, cuando no estaba con los clientes.

O en eso había consistido hasta esa mañana, cuando el hombre que hablaba su idioma entró de repente y le dijo que tenía que marcharse. Estaba segura de que intentarían subirla de nuevo en un coche y llevarla a otro sitio, pero esta vez no lo permitiría. Esta vez , el hombre que hablaba su idioma, la había mirado de un modo distinto: con miedo. Y verlo asustado disolvió el miedo de ella, como si un chasquido de dedos la hubiese sacado de un trance hipnótico.

¿Estaba ya en el hotel la policía? Quizás al final se hubiera atrevido a ayudarla aquel tipo cejijunto y moreno, que la miraba sin creerse del todo lo que veía.

La chica de la 308 se puso unos pantalones vaqueros, sus zapatos más cómodos y un abrigo. Reunió el dinero que guardaba en un enchufe averiado y se fue de la habitación.

Sólo miró atrás una vez, para echar un último vistazo a la cama y a toda la ropa tirada y revuelta por el suelo. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, nadie volvería a encontrarla allí.

9

A las once y media la persiana estaba lista, el arma cargada y la posición de tiro perfectamente dispuesta.

Malindo se acercó a la chica de la inmobiliaria y se sentó frente a ella.

—Hace casi una hora que salió de su oficina.

—Sí...

—Debe llamar. No quiero que sospechen.

La chica asintió con la cabeza.

—¿Dejó dicho dónde iba?

—Siempre lo hago. El sitio al que voy y el nombre y número de teléfono de la persona a la que se le enseña el inmueble.

—Bien. Muy bien. Hay que ser precavido. El nombre es falso y el teléfono irá a la basura hoy mismo, pero ha hecho bien. Ahora llame a su oficina —añadió Malindo entregándole el bolso.

—¿Y qué les digo?

—Lo que usted quiera. Que estamos esperando a mis socios porque el inmueble me interesa mucho. Que ha ido a otro sitio a ver otra oficina que quiero poner a la venta. Lo que usted quiera. Estoy seguro de que será prudente.

Susana sacó el teléfono del bolso con la mano libre y lo miró unos instantes.

—¿Y cuándo les digo que voy a volver? Porque eso me lo preguntarán —quiso saber.

—En una hora u hora y media.

—Cerramos a la una y media.

—Antes de cerrar, entonces —propuso el sicario—. Y enciende el altavoz para que yo oiga lo que te dicen.

Susana se aclaró la garganta y marcó el número de la agencia. Respondieron enseguida.

—Oye Mario, que voy a tardar aún un buen rato, ¿eh?

—Siempre andamos igual —respondió al otro lado una voz no muy amable.

—El cliente está muy interesado en la oficina, pero tenemos que esperar a que venga su socio. Además tiene otra junto a la Universidad y quiere que se la pongamos a la venta. En vez de esperar aquí vamos y volvemos.

—Bueno, vale, haz lo que tengas que hacer. ¿Y cuándo vuelves?

—Antes de cerrar.

—Joder... Date prisa, anda, que siempre andamos igual —respondió el dueño de la inmobiliaria antes de colgar sin despedirse.

Susana le devolvió el teléfono a Malindo.

—¿Lo he hecho bien? —preguntó.

—Sí, muy bien. Y lástima no haberlo cogido a él, carajo...

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