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Si no has leído la Parte 1 de este relato, es un buen momento para que lo hagas pulsando aquí: 50 por ciento (Parte 1)
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El Barbudo estaba experimentando esa sensación tan característica que produce la gravedad cero en las tripas, que es tan divertida cuando la sientes en una montaña rusa, pero que no lo es tanto cuando el vehículo en el que viajas está experimentando una caída libre. De hecho, en su cuerpo se había producido una involuntaria tormenta endocrina de adrenalina y cortisol, que había puesto corazón, pulmones y cerebro a trabajar a toda máquina para tratar de salvar su vida.
La voz sintética de SACTA, comenzó a sonar dentro del vehículo, en un tono extrañamente suave y tranquilo.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
El Barbudo, intentaba ponerse el cinturón de seguridad mientras luchaba contra la ingravidez, sin oír a SACTA.
—Señor...
Cuando por fin consiguió abrochar la hebilla del infernal artefacto, su cerebro pudo empezar a centrarse en la voz que sonaba en la cabina.
—Señor...
—¿Sí? —dijo con los ojos muy abiertos.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
—Tengo el cinturón —dejo escapar en voz tan baja que SACTA casi no lo captó.
—Señor, el cinturón es innecesario. Siento decirle que no hay ninguna posibilidad de supervivencia en estas circunstancias.
El Barbudo estuvo 5 segundos intentando encajar aquella frase en su cerebro.
—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.
—¡Me cag...! ¿Y cómo quieres que me prepare para el impacto si voy a palmar de todas formas?
Continuará...
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Si no has leído la Parte 1 y 2, te aconsejo que lo hagas ahora. Parte 1. Parte 2.
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El Barbudo había pasado en pocos segundos del pánico al shock, para acto seguido ser dominado por la ira. SACTA le acaba de anunciar su inevitable muerte, y a la vez le pedía que se preparase para el impacto. Aquel condenado ordenador se había vuelto loco. El Barbudo pensó que quizá la causa de la parada de motor del aero taxi que ocupaba, era precisamente que la computadora había sufrido algún tipo de error informático. Lo desesperado de la situación, hizo que su instinto de supervivencia se aferrase a esta posibilidad. Haciendo un gran esfuerzo consiguió tranquilizarse lo suficiente, y estimó que desde la altura a la que estaba por lo menos disponía de un minuto y medio antes de estamparse contra el suelo.
—¡Ordenador! Te has quedado colgado y eso ha parado el motor. ¡Resetéate! ¡Ya!
La voz de SACTA sufrió un casi imperceptible cambio de tono.
—Señor, mi nombre es SACTA. Sistema Aútonomo de Control de Tráfico Aéreo. Usted sólo escucha mi voz a través del altavoz pero mi hardware esencial no está a bordo y no se puede resetear fácilmente. No soy un simple ordenador, sino un sistema de inteligencia artificial distribuida.
Por el tono de voz que empleo SACTA, el Barbudo hubiese asegurado que había herido el "orgullo" de aquella máquina. Esto era imposible, porque aquel sistema informático no estaba capacitado para sentir emociones, pero con las redes neuronales artificiales complejas, uno nunca las tiene todas consigo.
—¡No puede ser! Tiene que haber un paracaídas...algo...¡un sistema de emergencia!
—Siento informarle de que el dron supersónico de rescate de esta zona, está ocupado asistiendo a otro vehículo.
El Barbudo se tomó un segundo de su escaso tiempo para maldecir mentalmente su mala suerte, y dedicar un recuerdo a quién quiera que hubiese diseñado el sistema de rescate. Esto actuó como una válvula de escape en su cabeza, que le sirvió para calmarse un poco y luego seguir a lo suyo.
—¿Por qué el dron está asistiendo a la otra nave y no a mí?
—Señor, hay más ocupantes en la otra nave que en la suya.
—¿Lo ves? ¡Tienes que resetearte! ¡Tienes algún sensor mal! ¡Todo el mundo sabe que en un aero taxi solo cabe una persona!
—En la otra nave hay 1,011235 ocupantes y en la suya sólo 1, usted.
Aquel cacharro había perdido la cabeza completamente, pensó el Barbudo.
—¿Pero qué estás diciendo? ¡Eso es absurdo!
—La ocupante de la otra nave está embarazada, señor. Lo siento.
Maldita sea. Aquella máquina funcionaba mejor de lo que parecía. Aún así el Barbudo insistió.
—¿No hay ninguna posibilidad de que el motor vuelva a funcionar?
—0% de posibilidades, señor. El motor se ha desprendido del vehículo por un error humano de mantenimiento. La nave no tiene capacidad de planeo. Cuando el vehículo se estrelle las baterías se incendiarán y el fuego acabará con su vida si no lo hace el impacto.
Aquello no paraba de mejorar.
—¿Y entonces que es eso de prepararme para el impacto?
—Señor, todavía tiene tiempo para grabar un mensaje de despedida para sus seres queridos. Y si así lo desea, ahorrarles pasar un mal rato en los tribunales, acordando en este momento que sean indemnizados con 250.000 euros y renunciando a futuras reclamaciones sobre este accidente.
Aquella máquina del demonio tenía capacidad para negociar indemnizaciones y chantajearle emocionalmente, cuando a él le quedaban apenas 40 segundos de vida.
Continuará...
Imagen: Ben Smith, CC BY 2.0 creativecommons.org/licenses/by/2.0, via Wikimedia Commons
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Clac. K-Clic. Bueno, toca la cara be de la cinta. Los listillos dicen que las caras be de los discos sólo traen relleno. Todavía tengo por ahí, en unas cajas, un disco a cuarentacinco con “Tino Marcial y su Orquesta Dorada”. Cara be: “Mil lobos” y “Muerte sin miedo”... “Y si me ahogas con tus manos y la muerte acometes no me importa ser festín de lobos. Reventar entre mil lobos es mejor que morir en cama”. Unas letras acojonantes. ¿Por dónde iba? Ah, sí.
El año del hospital pasó poca cosa. Por decir algo. Las obras continuaron y en primavera se terminó con lo de las piscinas. Por fin. El local de Carlo también quedó listo en verano. Por fin. No volví a tocarme la nariz y volví a mi coñac. Volvía a tener olfato, pero no para lo importante, para eso tendría que haber nacido otra vez. Lo de las licencias de taxis iba bien y lo de las peluquerías algo peor. Ana se había convertido en la imagen de marca de Carlo y de su puticlub, y ya le ofrecían acudir a algunas pasarelas a cambio de bajar cremalleras de braguetas o meter la cabeza debajo de alguna falda. Lo normal. Inés ya no necesitaba más clases y ahora me las daba a mí. Joder. Volvía a tener ganas de matarla. Y hablando de matar, los rusos intentaron cargarse a Enrique tres veces. Un año tranquilo.
Había una peluquería en cuestión que daba buenos resultados. Raro. Un día fui a ver cómo hostias sacaban más pasta que el resto. Luiggi. Así se llamaba. Originales. La peluquería estaba en un local a las afueras, encajonada entre una tienda cutre de alquiler de vídeos y un bar rarito, demasiado limpio. Un bar sin cascarrias ni es un bar ni es nada. No conocía a los peluqueros. Sí, los tres eran tíos. En cuanto les dije quién era y a qué había venido me explicaron cómo funcionaba la cosa. Tardaron un poco. Pero el miedo muchas veces es buen consejero. La peluquería tenía una puerta falsa que comunicaba con la parte de atrás de la tienda de películas de vídeo, que la llevaba un tipo también del gremio. No, del gremio de peluqueros, no, de otro gremio. Su clientela eran todo hombres. Bueno, hombres pero con gustos diferentes. Maricas encubiertos. Gays, me dijeron. Pasaban de la trasera de la tienda de vídeo a la trastienda de la peluquería y allí pues, a demanda del cliente y con tarifas más que razonables, le daban el servicio. O tanto monta o monta tanto, o cardado desde la punta hasta la raíz, o le rizaban los pelos del culo con bigudíes. Negocio redondo que se habían montando a mis espaldas estos sarasas de los cojones. Tenía dos opciones, o me los quitaba de enmedio o les pedía comisión aparte para mí. Por supuesto, la opción be siempre es la mejor. Yo no decía nada a Ernesto sobre sus actividades al margen del corte de pelo y ellos me daban una pequeña mordida, simbólica, eh, no hay que abusar de los emprendedores con talento. Y talento tenían, vaya que sí.
El taxi iba bien, había comprado más licencias para lavar más dinero. Siempre había más y más pasta que tenía que pasar por la lavandería. Sólo hubo un problemilla con un taxista que se quiso pasar de listo. Denunciaba accidentes compinchado con su cuñado que estaba en una aseguradora. Y eso me costaba a mí la pasta. Como es lógico me puse el uniforme de cobrar fracturas y le partí las dos piernas en un callejón al lado de un bingo, porque además el muy cabrón se lo gastaba en el juego. Hay que tener los huevos cuadrados para hacerme eso a mí. Nunca aprenden y mira que siempre aviso. Me estaba tocando los cojones llorando de dolor. Si sólo eran dos piernas rotas, no sé de qué se queja esta gente, la verdad. Y para colmo, para que se callara, le pegué en el cuello una hostia. Y el muy hijodeputa casi se me ahoga allí mismo, encima. Al cuñado lo dejé pasar. Una llamada a su jefe y a la puta calle. Si es que la gente no entiende que mejor dos piernas rotas que un despido, coño, no aprenden nunca.
A Ana cada vez la veía menos, como ahora era famosa, bueno, famosa por el cuerpazo que tenía y lo viva que estaba mientras bajaba braguetas o se metía felpudo en la boca. Qué talento tenía la jodía. Las pocas veces que la veía en el Hotel Duque o como se llamara, se duchaba antes y todo. A saber a qué vendría oliendo, de dónde y cómo. Ni preguntaba. Le recordaba la prisa para liquidar a Enrique, a Ernesto, coño, Ernesto. No le había contado la sesión de barbacoa rusa. Y decía que sí con la cabeza pero estaba encantada con sus pasarelas casposas de moda hortera en antros de mala muerte. Soñaba con las pasarelas de verdad, las de postín. Pobre ingenua. Bueno, de pobre nada que aun no sabía cómo sacar sus maletitas llenas de billetes. Como soy un hijodeputa, una noche que sabía que estaba de gira... De gira, ja, estaría a cuatro patas mirando a Cuenca o a León, dependiendo de quién la fuera a contratar. Bueno, que me colé en su casa para buscar las maletas repletas de dinero. Registré a fondo, teniendo cuidado de que no quedara todo manga por hombro. Nada. Allí no estaban. Esa noche, recuerdo que dos tipos me habían seguido. A esos sí que los vi venir. ¿De parte de quién venían? Ni idea. Me quedé hasta las tantas, hasta que se marcharon.
El plan absolutamente increíble de Ana para hacer desparecer el cuerpo de Enrique incluía un escayolista, al que le había comprado más coca que la que había vendido en toda su vida. Él creía que me tenía pillado a mí por la droga pero la verdad es que lo tenía pillado yo a él, sabiendo dónde guardaba los dos kilos que le pasaban cada cierto tiempo. Así que le dije que ya le llamaría para hacer un trabajito concreto y ser una momia. Ja. Momia. Qué hijodeputa soy. Que tuviera la boca cerrada de por vida.
Con Inés, bueno, con Inés todo era muy extraño. Echaba de menos a la otra persona, porque al final a esta también me la quería cargar por humillarme. Antes me humillaba de una manera, ahora de otra. Inés era la persona más rara del mundo, le gustaban los pobres y los ayudaba como podía. No le gustaba la gente buena, le gustaba volverlas buenas. Para esos mendigos, pobretones, muertohambres... Inés era una bendición. Ayudaba a mantener a sus familias y la trataban como si fuera una diosa. Tener pasta y ser buena no pegan ni con cola, y en los negocios no era una santurrona, claro. Siempre daba alguna limosna a algún pedigüeño zarrapastroso con más pulgas que el perro que le hacía compañía. Inés tenía la idea de que era el Redentor pero con tetas. Qué locura. Siempre me ha tocado lidiar con locos y locas.
Ernesto veía poco a Ana también, una vez la había encarrilado a las pasarelas. Se aburría y buscaba nuevas presas. Se aburría mucho. Volvía a los barrios cutres buscando candidatas. Por eso me encontró aquella vez que yo iba a comprar matarratas en aquel barrio de mierda, iba buscando savia nueva. Siempre encontraba a alguien. Claro. No tenían mucho, así que cualquier migaja era un lujo. Él tenía sus reglas, mientras estaban con él, no podían ni mirar a nadie más. Y una vez que las colocaba o de modelos, o de putas de nivel, las olvidaba. A veces las convertía en regalos para sus clientes. En una de esas búsquedas por barrios oscuros y tugurios, un coche cargado de testosterona rusa intentó agujerear su coche con él dentro. Como casi siempre que iba a lo suyo en esos barrios, no llevaba matones y conducía él mismo. Le rompieron dos cristales y le hicieron agujeros en la chapa del coche, unos cuantos, hasta treinta y tantos contaron los maderos. Embistió el coche de los rusos y los tiró por un terraplén. Veinte metros de caída. Ya tendrían trabajo en el anatómico forense. Un poco más allá, desde una cabina teléfonica, dio parte a la Policía. Qué huevos. Puso una denuncia y todo. Sabía que nadie le iba a tocar los cojones y quedaría con un ciudadano víctima de unos locos rusos. Eso y que tenía abogados al peso.
Un mes más tarde, se colaron en su jardín, el del abeto inmenso, pero esa vez sí que llevaba compañía con hierros. Se liaron a tiros. Dos rusos muertos y tres armarios heridos. A uno de ellos lo remató Ernesto porque está muy mal, como se hace con los caballos para que no sufran. Esa vez, empaquetó los fiambres rusos y los envió a la ciudad de Dimitri, Volgogrado, en ataúd de esos de plomo o de metal y todo. Eso no eran huevos, era darle con un palo a un puto avispero.
Y justo cuando se inauguraba el puticlub de Carlo, los del vodka tuvieron la genial idea de tocarle las narices al italiano también intentando liquidar a Ernesto. Ahí ya se montó la internacional. Carlo llamó a unos primos suyos. A la semana siguiente, las conducciones de gas de cuatro edificios en Volgogrado hicieron explosión. Todas casas de familiares de Dimitri, incluyendo vecinos que no tenían nada que ver. Una de las explosiones echó abajo un edificio de diez plantas enterito. Por si no habían pillado el mensaje en el país del frío. Nunca más se volvió a saber de los rusos.
La cosa se complicó para mí cuando Ana me dijo que ya nos podíamos cargar a Ernesto. El mismo día de fin de año. De ese año en el que no había pasado nada. O casi nada.
(Continuará...)
Tres años juntos, mascando polvo, tragando bilis con un jefe tiránico y un sol como un brasero de martirio. Tres años juntos, y al fin se acaba.
Cada cual a su casa, como sabían de antemano. Cada cual a su vida, o a su muerte, como simulaban ignorar. Amelia y Henry se abrazan con un sentimiento mezcla de dolor y de pasión. Más que una mezcla es casi una redundancia.
En la oscuridad
de los cementerios
con ansia se abrazan
dormidos los sueños
Afuera se está poniendo ya el sol, pero no tienen prisa. El sol no importa demasiado cuando es el pulso, el golpear de la sangre que se rebela lo que cuenta los segundos y los minutos, y los cuenta en vano, tan en vano como todo lo que debe agachar la cerviz ante el yugo de los números. Y son números los calendarios, las cuentas corrientes, los aniversarios de boda. Números son los que esperan fuera, pero aquí tienen vetado el paso. Aquí no existe el tiempo, ni los hombres existen, ni sus normas logran ejercer poder alguno.
Amelia y Henry se besan, sin pasión y sin prisa, como dos ancianos esposos antes de emprender un viaje a un hospital.
En la oscuridad
de los camposantos,
con ansia se besan
marchitos los labios
La oscuridad reina afuera por completo. Dentro sólo queda una linterna sorda que pronto será ciega. En los últimos estertores de la luz, Henry la abraza y se lanza con ella a un alocado vals sin música sobre el suelo de piedra, entre los techos pintados, las inscripciones, los símbolos herméticos, los fragmentos copiados del Libro de los Muertos, los hombres con cabeza de animal y los animales con pasiones humanas. La linterna se apaga, y bailan a oscuras, en la mayor oscuridad del universo, en tinieblas concentradas de siglos, de olvidos, de secretos y profanaciones. Bailan bajo la protección de un faraón, bajo el ala extendida de un dios tan protector como otro cualquiera.
Un vals, un vals con orquesta de pasos, un vals de abandono y fracasos, un vals escapado del país del qué dirán.
En espesas sombras
por entre las tumbas,
con ansia se besan
los muertos a oscuras.
En Tebas, en el valle de los Reyes, en la tumba de faraón Userhet.
Feindesland, 1999
Juan Benalúa 322 llegó a su puesto de trabajo como todos los días. Comenzó a repasar las tareas pendientes colocándose el casco que le producía tantos dolores de cabeza, posiblemente porque había perdido la calibración y nadie se molestaba en cambiarlo o repararlo. Veía mentalmente las órdenes de trabajo que estaban pendientes para ese día. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisHY878: Fallo de programa y posterior asesinato de sus dueños. IngeniusZ23: Fallo en sinapsis que había abierto en canal al paciente mientras lo operaba de apendicectomía. Así hasta un total de treinta y dos reparaciones pendientes para ese día. Con un pensamiento, se saltó los más aburridos y se fue directo a uno que le llamó la atención. Alfa7: Fallo indeterminado.
-¿Qué demonios es eso? -pensó a sabiendas de que el casco le devolvería la respuesta enciclopédica estándar.
-No tenemos ninguna entrada en la base central -respondió la voz con ese soniquete pedante y estúpido que algún gracioso había puesto para las respuestas mentales de la enciclopedia técnica.
Muy a su pesar, se conectó al casco de la supervisora de planta, esto le producía un intenso dolor de cabeza e intentaba evitar hacerlo si no era muy, pero que muy urgente comunicarse con ella.
-¿Qué es esto que tengo aquí pendiente? -No hacía falta explicar más ya que la supervisora veía exactamente lo que estaba repasando mentalmente Juan.
-Ni idea. Busca en las cajas a ver qué forma tiene o si tiene sello de lectura mental -respondió ella desconectando la conexión.
Juan se quitó el casco y cogió un bote de Sensofeliz, se tomó dos pastillas para que el dolor de cabeza remitiera. Al instante notó el efecto del producto, generó en la impresora un cleanoclean y se limpió el hilo de sangre que normalmente le salía de los oídos cada vez que se tomaba las pastillas para el dolor de cabeza.
En el almacén, estaban clasificadas las cajas por colores y por códigos de lectura que su ojo derecho leía automáticamente al cerrar el izquierdo.
-No. Este es el del brazo. No. Tampoco. No. Este no es -pensaba mientras repasaba contenedores de laboris defectuosos.
Hasta que encontró una caja de un metro cúbico aproximadamente, de color rojo y sin código de lectura. Ni siquiera tenía llavetáctil para abrirlo.
-Seguro que esto me lo han enviado por error, los de reparto cada vez funcionan peor. Claro, los señoritos diseñadores de inteligencia siempre mejorando lo que ya funciona bien -pensó mientras rodeaba la caja intentando descubrir cómo abrirla y ver su contenido.
El contenedor de polisinte no parecía pesar demasiado, así que se colocó de nuevo el casco y ordenó a la grúa del techo que colocara la caja sobre su banco de trabajo. Intentó conectarse al cubo rojo sin éxito. Y volvió a llamar a la supervisora, pero esta vez nadie devolvió la conexión. Se encogió de hombros y se dispuso a abrir la caja a las bravas. Llamó al láser de corte, le marcó mentalmente dónde quería que hiciera la apertura y… el láser no se puso en marcha. Volvió a dar la orden usando ahora el imperativo mental. Nada.
Cabreado, se quitó el casco y fue a por un máser de corte manual. Vio el brillo azulado de la hoja virtual y en ese instante el láser de corte se giró hacia él, apuntando directamente a su cara pero sin conectarse. Soltó el máser en el banco de trabajo y el láser volvió a la posición de espera.
Las puertas del almacén se abrieron de par en par y cuatro pacificadores armados hasta los dientes entraron apuntando a todo lo que se pudiera mover con sus guantes neuronales. Juan levantó las manos automáticamente sin llegar a articular palabra.
-Juan Benalúa 322, soy el pacificador 01.21.09 -dijo en tono monocorde el que se había acercado hasta él-, estoy asignado a su cuarentena. Mi obligación es protegerlo y evitar el contagio informativo, por favor, colabore. Cualquier resistencia, obstaculización, comentarios a terceros, recepción o envío de información en cualquiera de sus formas o cualquier otra actividad no recogida en la Ley de Protección Informativa, será sancionada en el instante mismo en que tenga lugar. Ahora, por favor, colóquese este casco para su propia seguridad.
Juan no se había fijado, todos traían colgado del cinto una especie de casquete negro. Nervioso y desconcertado se puso el casco que le cubría ojos y oídos. En cuanto lo tuvo colocado, una vibración y un ligero siseo le indicaron que se había activado algún cierre magnético, el casco se le pegó a la cabeza fijándose de tal modo que parecía pegado a su piel. Un pacificador lo cogió del brazo y comenzaron a andar, Juan ni oía ni veía nada. No se atrevía a pronunciar palabra. Llegado a un punto. Le ayudaron a sentarse en algún tipo de asiento sin brazos y se le indujo sueño forzoso.
Juan se despertó como cada mañana cuando el crono de llamada comenzó a mandar zumbidos a su oído interno. Tocaba levantarse y largarse al trabajo. Ese día llegó un minuto tarde a su puesto y le descontarían 60 eurobites de su paga semanal. Comenzó a repasar las tareas pendientes de ese día colocándose el casco y pensando que hoy le dolía la cabeza incluso antes de ponerse el maldito cacharro. Comenzó con la lista de órdenes de trabajo que estaban pendientes para ese día. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisAG678: Brazo inutilizado. LaborisHY878: Fallo de programa y posterior asesinato de sus dueños. IngeniusZ23: Fallo en sinapsis que había abierto en canal al paciente mientras lo operaba de apendicectomía. Así hasta un total de treinta y una reparaciones pendientes para ese día. Suspiró y comenzó con el primero de la lista, el más fácil, el brazo inutilizado. Sólo tenía que cambiarlo por otro y reconectar la inteligencia al nuevo modelo, quizás podría cambiarle los dos brazos y así se ahorraba tiempo de recalibración, pero pensó que no merecía la pena o le quitarían más eurobites por reparación no solicitada.
-¿Qué demonios hace el máser manual en el banco de trabajo? -pensó mientras lo colocaba en el estante corrspondiente-. Este maldito casco va a terminar por freirme el cerebro. Y tengo que comprarle algo a B-Jota, hoy es su aniversario de transformación. Le gustan los lactones, los venden en unas cajas rojas muy de su gusto. Una imagen fugaz cruzó su mente, la de una caja roja, la imagen fue borrada al instante por la inteligencia del casco mostrando los diagramas del brazo que tenía que cambiar.
-Hoy va a ser uno de esos días en los que el maldito casco no me deja tranquilo -maldijo pensando en otros regalos para B-Jota-. Mientras una palabra y un número parecían volver insistentemente a su mente para ser borradas al instante por el casco.
Juan volvió a mirar el máser, ahora ya en su estante, se quitó el casco y abrió el brazo que iba a cambiar al laboris, con mano temblorosa escribió con el dedograf en la parte interior de la rótula del codo, en un lugar inaccesible: Alfa Siete. Lo cerró con los tornillos magnéticos y se colocó el casco de nuevo para continuar con la reparación.
Son las 12 de la noche en una tranquila calle del Pinar de Móstoles. Está lloviendo a cántaros. Una joven muchacha está volviendo a su casa después de estar con unos amigos, pero se está mojando, no lleva paraguas.
La mujer anda tranquila, no tiene prisa. Disfruta de la lluvia resguardándose junto a los edificios. Escucha a lo lejos unos pasos de alguien que anda con prisa, cómo si persiguiera a alguien.
—Correrá para no mojarse—piensa, mientras aligera el paso. Las zancadas se escuchan cada vez más cerca, el individuo empieza a gritar, llamándola para que se detenga. Se vuelve. Ve a un hombre alzando algo semejante a una espada. Del susto la joven empieza a huir sin rumbo fijo. Pero él es más rápido y la alcanza. La coge del hombro, le da la vuelta y le espeta: “se te olvidó el paraguas en casa de Antonio”.
Ésta es la historia de Bakaridjan y lo que le sucedió en tiempos de los Templos Sagrados de Massala, cuando el árbol Sanké era el dios de la palabra, cuando madre sol y padre tierra bailaban al son del tambor del tiempo marcando el latido de los seres vivos.
Bakaridjan era un joven que soñaba con tallar en madera todas y cada una de las estrellas del firmamento, por las noches subía al monte Badougou Bara y miraba las estrellas. Bakaridjan las reconocía por su nombre verdadero: Dahuj (la Grande del Norte), Kabugao, Bojaé Duni (la Brillante Sangre), Cankaossono (la Perla del Sur), sabía de memoria todos sus nombres, las reconocía y las amaba. Todas las noches soñaba que las tocaba, las acariciaba, recreaba cómo eran y hacía suyas las esbeltas formas de esos dioses inalcanzables, esos que él deseaba tallar.
En el poblado muchos se burlaban de Bakaridjan. Los ancianos del poblado miraban tanto a los que se burlaban de él como al propio Bakaridjan con esa mirada enigmática que da la sabiduría y con ese silencio que todos conocían como bangao, “el silencio del sabio”, mientras la brisa de la noche olía a madera de kolimazá y a palabras silenciosas.
Una noche, un joven de su misma edad, Ségoukoro, le pidió acompañarle a ver las estrellas. Los dos, sin mediar palabra, subieron al monte sagrado Badougou Bara y desde allí soñaron juntos. Bakaridjan le contó cómo había comenzado a tallar las estrellas en madera, del cuchillo nacían las formas de cada obra mientras iba susurrando el nombre verdadero del astro. Ségoukoro le dijo que quería contar la historia de los dioses de África, soñaba con ser griot, ser el encargado de transmitir la cultura de generación en generación; sabía que sólo unos pocos elegidos por el consejo de ancianos eran llamados griots, los únicos que podían narrar la historia de los antepasados a los más jóvenes, contarles que el agua y la luna crearon del barro y de un rayo lunar a Baumbali y a Limpukonó: la primera mujer, fuerte y sabia, y el primer guerrero, noble y valiente; y que ese mismo día crearon la muerte para que los hombres no se creyeran dioses. Sólo los griots podían recordarle al consejo de ancianos, en la noche más larga del verano, cómo el cocodrilo perdió su hermosa piel dorada, lisa y bella, por pavonearse ante todos los animales saliendo del agua al tórrido sol. Cómo la vanidad hizo que su piel se le cuarteara y quebrara hasta convertirse en lo que es ahora la piel del cocodrilo; y cómo desde entonces, avergonzado por el castigo a su soberbia y altanería, cuando alguien se le acerca, se sumerge a toda prisa, dejando fuera del agua sólo los ojos y la nariz.
Un día, Ségoukoro hizo un pobre hatillo con un cuenco de madera, un pañuelo miburu y dos sandalias de piel, se despidió de su padre y de su madre y se marchó al norte, a las tierras del dios hipopótamo, tras las colinas de Niono y más allá del río Coulibalé; quería aprender en la tierra de los griots a ser uno de ellos. Bakaridjan fue a despedirlo, le dio un abrazo de guerrero para entregarle parte de su fuerza y le regaló una estatuilla de madera, la estrella Grande del Norte. Ségoukoro le devolvió el abrazo de guerrero y le recitó las palabras de su padre: "Quizambougou estará contigo, hijo mío, no olvides a los que te han amamantado, a la tierra y a la luna".
Bakaridjan siguió haciendo hermosas estatuillas de madera, las más bellas eran las que creaba cuando nadie le veía: estrellas del firmamento. Las tallaba con madera de gobeh y un sencillo cuchillo le bastaba para reproducir las formas que veía en el cielo. Pasó el tiempo, y el joven Bakaridjan creció, cada vez se acercaba más a las propias estrellas, cada muesca en la madera era más perfecta, hecha con más precisión, con el amor que sólo un maestro tallista puede sentir por la obra bien hecha. Ya conocía por su verdadero nombre a todas las estrellas que su vista alcanzaba, las del frío invierno y las del cálido verano, las del sur y las del norte, las de más allá del río Coulibalé, las del alba y las del atardecer.
Un día, un pastor que llevaba vacas desde el norte hasta el sur del río Bamtata, le contó que Ségoukoro seguía aprendiendo a ser un buen griot. El pastor le dijo que donde él vivía ahora era tierra de hombres sabios que comprarían todas sus estatuillas sin dudar un instante, ya que no existía nadie que conociera las estrellas por sus nombres verdaderos como Bakaridjan. El joven tallista eligió la más hermosa de las estrellas de madera -Akwaba, el corazón de África-, la envolvió en tela y se la dio a un comerciante que iba todos los inviernos más allá de las colinas de Niono a vender cuencos de barro, para que se la entregara a su amigo Ségoukoro. La estatuilla de Akwaba gustó tanto que le pidieron más, nunca habían visto una estrella de madera tallada por alguien que supiera su nombre verdadero.
Bakaridjan se sentía feliz sabiendo que sus noches mirando estrellas, aprendiendo sus nombres, habían dado dulces frutos como el amibara en verano. La primavera siguiente recibió palabras de su amigo más allá del río Coulibalé, le decía que aún no era griot pero sí kumasigi -que en lengua bambara significa “el que hace sonar la palabra”-, y que mirando las estrellas había soñado con una nueva, una que no existía en el firmamento sino en su corazón, Bakaridjan también creía haberla soñado, en un momento fugaz, en un instante perdido entre la noche y el alba. Ségoukoro le contó la estrella haciendo sonar la palabra desde más allá de las colinas de Niono y del río Coulibalé, al instante Bakaridjan sabía su nombre verdadero y se puso a trabajar esa misma tarde, cortó la madera que tallaría de un árbol anciano de noebe, afiló su cuchillo en brasas de miambo, y a la mañana siguiente comenzó a trabajar la talla, despacio, respetando la madera con el cariño que sólo un gran tallador siente, modelando con cada corte, con cada hendidura y con cada muesca. Tres días más tarde ya tenía una nueva figura de madera con una estrella que nadie había visto jamás, una que decía la leyenda en idioma bambara que uniría a los pueblos de más allá del océano verde, de más allá de la roca rugiente, de mucho más allá del desierto perlado, uniéndolos para siempre con esa nueva estrella de madera, de la que sólo Bakaridjan sabía su nombre verdadero: “Kumadumán”, la Buena Palabra.
Estoy acostado bajo el milenario aceríneo cómo todas las tardes que tengo tiempo libre. Contemplando el vasto campo que hay alrededor, viéndolo todo, pensando en nada.
De pronto un pensamiento fortuito recorre mi cabeza, esa chica, si, esa que he visto un par de veces y casi no se nada de ella. Lo único claro que tengo es su nombre y su aspecto. Sé lo suficiente para crearme una imagen mental de su personalidad, sus metas en la vida y sus deseos más profundos.
No puedo quitármela de la cabeza, mi mente está ocupada solo reflexionando sobre ella, en una posible vida juntos, en conocerla y compartir todos nuestros más íntimos secretos. En ser un solo ser y vivir juntos, originar recuerdos placenteros de nuestra vida juntos. Cuando pasen los años poder rememorar esa vida que hemos compartido juntos.
Son solamente ilusiones, pero me mantienen entretenido mientras estoy acostado a la sombra de este gran árbol. Creer que en un futuro podría ser feliz me ayuda a soportar esta vida, creer que dando un paso valiente y expresando mis sentimientos de una forma clara y sincera puedo cambiar mi vida por completo.
Ya está oscureciendo y es hora de que vuelva a mi casa con mi esposa.
Aunque nadie quedó libre de ella, la acumulación de nieve no causó a todos los mismos problemas; hubo incluso quien dio gracias al Cielo por aquel mullido manto, pues a su amparo no eran tan duras las piedras como de ordinario, ni tan insensato saltar desde una ventana para pasar a la casa de enfrente. Así lo hizo Adalberto, con las calles desiertas y la noche en pleno triunfo.
Tras largas marchas por los campos, comiendo el pan reseco de las alforjas o lo que se podía tomar de amigos y enemigos, cualquier cosa le parecía mejor que las campañas contra los turcos o contra los partidarios de Iancu. Recordaba todavía las escenas de espanto que se vio obligado a presenciar, y aunque trataba de borrarlo de su memoria, no lograba olvidar el infausto día en que tuvo que ordenar a sus hombres plantar estacas en el camino.
Sabía de sobra que era eso o la muerte, que el terror es la última esperanza de los que no tienen nada más, pero se preguntaba si valía la pena conquistar la libertad a ese precio. ¿De qué vale ser libre cuando no se puede escapar de uno mismo y es ahí donde está la peor cadena? Los turcos huían, sí, pero quedaba tras ellos algo mucho peor que sus caballos y sus emires: quedaba el espanto, porque cuando se desata el terror, sus fauces no reparan entre aliados y adversarios y desgarran a todos por igual.
La nieve era un alivio para Adalberto, y no sólo porque amortiguase primero su caída y luego el eco de sus pasos. Aquel embozo blanco extendido sobre lo que había tenido que contemplar las últimas semanas era como una absolución de las tierras y los montes, condenados a la infamia de la sangre. Cuando la tierra resucitara de su letargo, tal vez no quedara de lo sucedido más que algún mal sueño. Esa era su esperanza.
Con la habilidad acumulada en una docena de asaltos por empinadas y peligrosas murallas, Adalberto encontró los salientes de la pared y trepó rápidamente hasta la ventana de Irina. Ella estaba distraída, de espaldas, peinándose ante el espejo, y el joven capitán prefirió contemplarla un instante, apoyado en el alféizar, ante de llamar su atención con un toque en los cristales.
Cuando al fin se hizo notar, Irina le abrió la ventana con más alegría y menos temor que en pasadas ocasiones, en que cualquier mirada inoportuna podía haber sido la perdición de ambos. Miró un instante a la calle y sólo pudo ver remolinos en el aire.
Luego se abrazaron los amantes como no lo hubieran hecho de haber sido lícito su encuentro. Un año entero de miradas y palabras tiernas, de caricias furtivas siempre cercenadas en flor, había impuesto sus modos y sus costumbres. Pero todo el tiempo acumulado en acopiar modales y prudencias se sintió de pronto desvalido ante el nuevo deseo en que envolvía sus corazones aquel manto blanco de abandono, de blanda irrealidad, dueño de la ciudad toda. La nieve se había convertido en señora del mundo y era inútil tratar de resistirse al influjo de su poder.
Adalberto había soñado con Irina todas aquellas noches de aullar de lobos, entre los desmembrados cadáveres enemigos y los gritos de los agonizantes. La había visto en el brillo de las corazas y en las formas de las nubes, y por ella había conseguido multiplicar su furia cuando se veía rodeado por las armas enemigas. Era su bandera y su señuelo, y por fin la tenía, la tenía junto a sí y la abrazaba con el ansia de un resucitado.
La habitación de Irina era una estancia amplia, de techo alto, suficiente para albergar las sombras de los dos amantes, una sola sombra afilándose en un lazo de locura. La luz de una vela bastaba para hacer dudar a las tinieblas de su imperio, pero un soplo de la calle acalló la posible delación y los amantes estrecharon su abrazo en la oscuridad.
Irina se zafó entonces y volvió a encender la vela, pero enseguida volvió a los brazos de Adalberto que la estrechó como si temiera que ella se le fuera a escapar para no regresar a su lado. Juntos se alejaron de la ventana intercambiando tiernas palabras, y a medida que se acercaban a la vela el brillo de los rostros y de los ojos alimentaba su pasión. El ulular de la ventisca apretó fuera como un coro de espectros, y algunos copos más duros rasguearon la ventana, pidiendo la caridad de un cobijo. Los amantes se miraron un momento, escuchando con deleite su propia respiración apresurada.
Lo que sucede en un lugar imposible es como si nunca hubiera sucedido, y las conveniencias sociales, los eternos miedos, parecían pertenecer a otro mundo, a un mundo en que los carros rechinaban por las calles entre las voces de los arrieros, los vendedores rezagados de las plazas y los siseos de los caballeros, enfrascadas en eternas conjuras o nuevas querellas. Adalberto se atrevió a separarse un instante de ella y acariciar su costado, asiéndola finalmente por el talle. Luego la abrazó de nuevo y sorbió el aroma de su cuello con labios ávidos mientras ella se abandonaba al placer de aquel contacto, de aquel sueño al fin cumplido.
Crujían las vigas de la casa, rechinaban por el peso de la nieve y el impulso del viento, pero nadie las escuchaba. Los amantes juntaron sus cuerpos con vehemencia, casi con fiereza, ajenos a todo lo que no fuera parte de ellos mismos. Y nada podía cumplir tal exigencia, porque era como si flotasen en el espacio sin mundo, antes de la Creación.
Lo que ocurre en horas imposibles es como si nunca hubiera sucedido, y así quedaron atrás los pactos y los acuerdos, los compromisos de sujetar las caricias para que sólo caricias fuesen, el amor cortés aprendido en los cantos, los besos de amigo robados de los romances y los roces apenas insinuados a la espera de la respuesta de la piel, protegida y encarcelada por ropajes excesivos. Ella se sintió presa de una desconocida dulzura, pasó sus brazos en torno al cuello de su amado y lo apartó un instante para dedicarle luego un beso que era algo más que un beso. Sabía que él era un caballero, estricto cumplidor del tácito pacto que lo autorizaba a entrar en su casa y nunca daría el paso que ella insinuaba. Él era un caballero y debía ser ella quien dijese, a su manera, que aquel día había nacido para distinto.
La llama de la vela tembló sobre la palmatoria y con ella las sombras, desdibujando la realidad, añadiendo un nuevo desmayo a las difusas lineas de los objetos. El vértigo se hizo dueño de la estancia en una forma distinta, refinada en sutilezas hasta ese día ignoradas: no era miedo a caer, sino miedo al deseo de caer.
Cuanto sucede en las horas de sueño a los sueños pertenece, y cuando Adalberto sintió en su boca los labios de su amada pensó que aquello no era posible, que tanto atrevimiento pertenecía sin duda a otra mujer, o a otra hora, o a otro pliegue del mundo de los vivos, o acaso de los muertos, pues no era posible tanta felicidad entre aquellos muros acostumbrados a la contención y a la demora.
El beso se prolongó con ligereza a la espera del siguiente, y luego de otro, y otro, mientras en la calle seguía cayendo la nieve como un tupido cortinaje de plumas. Adalberto se detuvo entonces y colocó su mano sobre el pecho de Irina, que echó hacia atrás la cabeza al sentir aquel delicioso contacto. Él era un caballero y nunca se atrevería, pero lo que ocurre en lugares apartados del temor y la conciencia es como si nunca hubiese sucedido.
Irina, con gesto de abandono y ensoñación, como si fuese otra voluntad la que gobernaba sus actos, dejó caer al suelo su camisón y mostró a su amado su espléndida desnudez, cubierta tan sólo por su larga melena dorada.
Adalberto se apartó sobrecogido, pero enseguida volvió hacia ella para recorrer su cuerpo con manos torpes, extraviadas sin remedio entre tanta belleza. Ella se volvió hacia el espejo a contemplar su propio atrevimiento mientras él pugnaba con sus propias ropas. Irina se encontró hermosa y se entregó al deleite de verse conducida al lecho, de sentirse acariciada, de ser dueña de unos ojos que la miraban como si acabase de bajar del cielo. Juntos, sobre sábanas de lino, tensaron el arco del más dulce suplicio ofreciéndose interminables caricias.
En la calle arreciaba la nevada, acompañada por el viento, y se estiraban las exclamaciones que en sus enigmáticos idiomas dejaban escapar los tejados, las veletas de los campanarios y las piedras mal ajustadas de edificios ateridos por el frío y la vejez.
Aullaban los perros, asustados por el temporal, cuando Adalberto se colocó sobre ella y entró en su cuerpo, convirtiéndola para siempre en su futura esposa o en una desgraciada. Ella ni siquiera lo pensó. Recibió el pequeño dolor con un gesto sonriente y se entregó al delirio que socavaba su vientre.
Encendidos de pasión, exploraron juntos los secretos resortes del placer hasta que, unidos en el más hondo de los abrazos, rodaron ofuscados hacia el inevitable, ansiado abismo. Bella era Irina, muy bella, pero nunca tanto como cuando le llegó su hora y hasta la vela se pasmó, no queriendo perturbar con su temblor tanta hermosura.
Su suerte estaba echada. Ante Dios, el dios que no podría considerar aquello una ofensa a pesar de sus ministros, estaban ya unidos para siempre.
Luego vinieron las palabras amables, apenas audibles complicidades floreciendo en la única atmósfera posible. Exhaustos y sudorosos, complacida la carne y el espíritu tras el arduo exterminio del deseo, contemplaron las caricias de la paz en el espejo, empañado por los incontables años del azogue.
María había nacido en un pesebre, literalmente, entre el mulo de casa y una vaca rancia. Se ocupó de su padre hasta que murió con setenta años, con siete años daba de comer a las ovejas, con diez las ordeñaba, con veinte su novio se pegó un tiro en el pantano, con cuarenta le entraron unas fiebres de Malta y murió, antes regaló una cruz a la parroquia que el cura no quiso porque le parecía muy fea.
-¡Qué más da qué gen sobreviva! –dijo Hans Bolber dando un puñetazo sobre su atril.
-Porque de eso se trata, porque esa es la única explicación biológica de la especie humana, de todo organismo vivo, plantas, insectos, o marsupiales... –Manuel Codoheria no iba a dejar pasar el comentario de su colega.
Estas reuniones se habían vuelto eternas en esos años, donde la población humana había disminuido en un cincuenta por ciento... Entre el cambio del clima terrestre, la baja natalidad, la economía secuestrada en un absurdo cajón de sastre; el mundo humano, la construcción humana de sociedades, culturas, deseos, sueños, ideas se había modificado tanto que sólo quedaban posturas extremas, blanco o negro, arriba o abajo. Muerte o vida.
-Debemos dejar de pensar que nuestra supervivencia como especie depende de sobrevivir como individuos –respondió Hans, mirando con ojos de acero al grupo de biólogos del departamento de exobiología.
-¡No! –respondió rotundo Marcel Muró, tan enfadado que su puño cerrado se volvió casi blanco- Una ameba, un virus, un mecanismo vivo o no vivo sólo quiere sobrevivir, copiarse y multiplicarse... ¿Por qué razón? Dígame, por qué razón.
-¡No! –dijo Hans, golpeando de nuevo su atril- No es así, los organismos dependen de otros, dependen de los demás, de comer y ser comidos, en un grado concreto y correcto, sin esos mecanismos de interacción, no existe tal constructo humano de mejor gen para nada, para todo.
-Señor, Bolber, tenemos una secuencia de ADN de un organismo extraterrenal... –respondió Mauro Belbera, de la ESA.
-¿Y qué? Sin una estructura encadenada de ecología, repito de ecología sistemática, nada importa nada, es como si no me explica quién depredaba a los aliens insectívoros de la película del mismo nombre, eso no existe, no puede existir.
-Final de la cadena –Añadió el doctor Codoheria.
-No hay tal cosa. Los humanos no somos final de ninguna cadena. ¿Sabe lo que pasa cuando el planeta pasa a modo frío? ¿O cuando pierde la capa protectora del campo magnético? Que esos que usted llama final de cadena, acaban jodidos. Todos.
-Evolución –dijo el doctor Muró agachando la cabeza.
-Ecología, sistema ecológico, todo está enlazado con todo, el clima es un sistema ecológico, si lo rompe, rompe todo –Hans dejó el atril y se fue a su asiento.
Nadie estaba dispuesto a apostar porque el ADN extraterrestre encontrado en Venus pudiera ayudar a entender la realidad humana, porque simplemente era una cadena genética muy simple, de una bacteria muy simple.
(Escrito en 2020 para un fanzine... ContinuumST.)
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
La semana que viene terminaban las vacaciones de Juan, volvería a la sucursal bancaria donde trabajaba vendiendo pólizas que nadie necesitaba, limitando hipotecas al que más la necesitaba y, en resumen, mirando por la cuenta de resultados del banco, un empleado modelo. Pelota con los jefes de la central, ladino cuando quería, seco con los clientes que tenían mil euros en la cuenta, modelo perfecto de ese dicho de “así es el mundo en el que vivimos”.
Esa tarde se dedicó a serrar maderas para hacer marcos nuevos para sus cuadros, todos con los mismos colores, rojo y negro, cada uno con formas abstractas, algunos parecían insectos aplastados, otros manchas del test de Rorschach, la mayoría tenían un aire espeluznante, inquietante, alucinógeno. Para él era la única forma de mostrar su mente a los demás. Aunque nadie viera sus cuadros; no recibía visitas, no tenía amigos ni conocidos, no le interesaban las relaciones humanas, ni con hombres ni con mujeres. El sexo para él era algo aburrido y monótono. Y sólo cuando pasaba el tiempo y la llamada del sexo acudía remolonamente se dirigía a la ciudad a donar semen en una clínica, por darle utilidad a la cosa. Por nada más.
Mientras quitaba el inglete para hacer los cortes de las esquinas de los marcos, pensaba en los siguientes pasos que daría la Policía. El amigo que iba a visitar y su ex marido serían los primeros sospechosos y la última persona que la había visto con vida, según dicen en las novelas, aunque pensaba que la realidad era bastante diferente, o no, según se mire. La palabra azar seguía rebotando en su mente sin orden ni concierto. No había previsto las lluvias torrenciales. Ni que esa mujer menuda sería la hija de un policía. Tampoco que se acumularan escombros en esa zona del cauce. Que no se llevaran el móvil. Y sobre todo estaba obsesionado con el trozo de plástico enganchado en el rosal. Por lo demás, ardía en deseos de ver qué pasaba después.
Contempló uno de los cuadros que iba a enmarcar, con su firma “Juan 2024”. Le gustaba añadir el año para tener ordenadas sus obras. En las paredes laterales de la escalera que conducía al primer piso los tenía colgados por fechas, el primero era de 2010 y le recordaba una mancha de sangre en la negrura de la noche, o un sol rojo explotando en el firmamento, o... Miró la hora. Fue al salón y esperó hasta que fueran exactamente las ocho en punto de la tarde. Justo en eses instante marcó un número desde el teléfono fijo.
-Hola, ¿cómo estáis?
-Puntual como siempre –dijo una voz anciana al otro lado del teléfono-. Bien, estamos bien, a tu madre le van a hacer unos análisis la semana que viene para controlarle el azúcar y yo, pues como siempre con la artrosis de las rodillas que me duelen y no hay manera de que... ¿Y tú? Se te acaban las vacaciones, ¿no?
-Sí, el próximo lunes vuelvo al banco.
-No has ido a ningún lado este año... eso no es bueno para la salud y... espera que se pone tu madre.
-Hijo, no puedes estar así, tan solo y tan encerrado...
-Madre, estoy muy bien así, sin depender de nadie ni que nadie dependa de mí.
-¿Vendrás este año por las fiestas del pueblo?
-No sé si podré pedir días libres, lo intentaré. Cuidaos mucho.
-Un beso, hijo mío, cuídate mucho.
A Juan le incomodaba hablar con sus padres, no sabía por qué, habían sido unos buenos padres, pero los llamaba por una especie de obligación que no entendía. Se dispuso a dar un paseo antes de preparar la cena, tuvo que ir a la lista para ver qué le tocaba esta noche. Judías verdes salteadas con ajo y una manzana de postre. ¿Cómo era posible que no tuviera manzanas en el cesto de la fruta? Algo estaba fallando en su cerebro ordenado y meticuloso, pero no entendía qué podía ser. Miró el reloj, tenía tiempo de acercarse a la verdulería y comprar manzanas.
A lo largo de ese fin de semana, el último de vacaciones, enmarcó dos cuadros y los colgó en los huecos libres que quedaban en “la pared de los cuadros”, organizó el taller de bricolaje, planchó camisas con pulcra exactitud, cepilló la chaqueta del trabajo y el pantalón. Gris. Por supuesto. Todo listo para el lunes volver al banco. Revisó la lista de comidas y cenas. Tachó de la cena del domingo las alcachofas con jamón, había tenido que tirarlas, hablaría con el verdulero sobre la calidad de algunos productos. Hablaría muy seriamente, el mes pasado le vendió un tomate que no estaba maduro, inaceptable.
Las noticias sobre la desaparecida eran casi inexistentes, cosa que no le gustaba ni mucho ni poco. Había conseguido ver en un periódico local las declaraciones de uno de los tíos de la mujer, haciendo de portavoz de la familia para los medios. La investigación sobre el paradero estaba en marcha. Al parecer, no era una mujer de desaparecer así como así. Tampoco se descartaba que le hubiera pasado algo relacionado con la tromba de agua.
Por un lado a Juan le encantaba la idea de que no hubiera ninguna noticia relevante sobre el caso y por otro le decepcionaba que hubiera sido tan fácil. De algún modo quería vivir cómo era una investigación así; era imposible que lo relacionaran con eso. ¿Cuándo encontrarían el paquete? ¿Cuándo limpiarían esa zona del cauce? Había leído en otro periódico regional que había un problema de competencias sobre la responsabilidad de ese cauce seco: Local, autonómico o de la Confederación de turno.
Pensó que mientras más tardaran en encontrar el cadáver menos información forense obtendrían, aunque creía que poca información podrían obtener en cualquier caso. Se repetía una y otra vez que todo estaba en manos del azar. La idea le gustaba.
El lunes a las ocho menos un minuto ya estaba en la puerta de la sucursal bancaria, listo para entrar en su trabajo. Había tenido que aparcar un poco más lejos de lo habitual ya que las calles cercanas estaban llenas de coches aparcados, suponía que para evitar calles embarradas o zonas con alcantarillado embozado.
Ese primer día se le hizo monótono, incluso para una persona como él, esclava de la rutina y el orden.
Al llegar a casa, mientras aparcaba el coche, observó que en las casas colindantes a la suya y puestas a la venta había visita. La cancela que daba al jardín de la de la izquierda estaba abierta y un par de señores, acompañados del joven de la inmobiliaria, estaban saliendo de la vivienda al porche de entrada. Mirando y remirando. Tenían algo extraño pero no le dio tiempo a fijarse tanto. Sobre todo porque en la casa de la derecha, se abría el portón y salían un hombre y una mujer, estos estrechaban la mano pero no al señor mayor con aspecto cansado sino a un hombre calvo, trajeado y con aspecto de ejecutivo, o de jefe. Posiblemente el dueño de la inmobiliaria, demasiado especulativa la idea.
Cuando llegó a su casa, tras aparcar el coche, ya no había rastro de las visitas y todo seguía como siempre. Los carteles de cada inmobiliaria en cada casa, las puertas cerradas, todo igual.
La vuelta al trabajo le obligaba a cambiar sus horarios de comidas, pero los fines de semana dejaba comida preparada para varios días. Recalentó las albóndigas con tomate y abrió una bolsa de patatas chip.
Tras comer miró el móvil por si tenía algún mensaje o correo, dos emergentes de actualizaciones que ya haría más tarde, o mañana o... Se dispuso a leer las noticias en el portátil. No sabía para qué tenía un móvil si no lo usaba como teléfono móvil, alguna llamada, algún pedido para servicio puerta a puerta, poco más. El paquete de la compañía incluía en la promoción un móvil.
Ese día las noticias no arrojaban muchas novedades realmente ninguna. En las locales, un anciano de 90 años atropellado en un paso de cebra del centro de la localidad, cerrado un restaurante por problemas sanitarios, el comienzo de las labores de limpieza del cauce y la reconstrucción de la pasarela que se llevó el agua, y poco más. Se entretuvo un poco con un par de recetas, una de “salsa gribiche” y otra de cebolla confitada con mostaza, cerró el portátil.
Mañana sería otro día.
La semana laboral había pasado con varias noticias inquietantes para Juan, y había cierta dinámica en el barrio que le parecía diferente, algo en el aire le daba la impresión de que estaba cambiado o cambiando, algo impreciso, sutil, diferente. No sabía exactamente lo que era, pero era algo, como una niebla invisible que se estuviera extendiendo lenta e inexorablemente.
El martes ya se había publicado la foto de la desaparecida. “Ana Ferrer. 38 años. Vista por última vez entre la Plaza de la Paz y la Avenida de las Colonias, llevaba vestido de color azul, pelo corto castaño. Policía Nacional”.
El miércoles fue otro día extraño de la semana, la prensa local y regional publicó la noticia de que se había localizado a su ex marido en Montauban, Francia, y que estaba allí visitando a sus padres desde el mes pasado. Ese mismo día, la prensa local dio conocimiento de que había una persona, un testigo, que dice que la vió caminando sobre las 11:30 de la noche por la calle Villegas Delgado. Este dato le sorprendió tanto que le puso en alerta, esa calle estaba en su barrio, era una travesía perpendicular a su calle, al principio de la misma. Ese día estuvo un poco despistado en el banco y cometió pequeños errores que no eran propios de él. Los clips de colores estaban en el mismo cajón que los metálicos, imposible.
Para añadir incomodidad a esa semana, el viernes no podía dormir. Las once de la noche y daba vueltas en la cama, así que se levantó y se fue a su taller intentando pintar un nuevo cuadro buscando relajo y orden mental. Nervioso, se dio cuenta de que tenía poco “rojo escarlata 334” y mucho negro; le temblaron las manos, no podía ser, llevaba un registro perfecto de necesidades de pintura y se dirigió a la libreta donde anotaba cuántos botes tenía y si estaban llenos, medios o vacíos. Allí estaba el error, no había ninguna anotación al respecto. No se reconocía. No podía ser.
Intentando calmarse decidió dar un paseo, se vistió y miró su reloj, las 11:40. Comenzó a subir la calle cuando vio a la señora con ropa de colores chichones y mal combinados paseando a su chucho pero en la acera de enfrente. No se miraron pero algo extraño estaba pasando. ¿Habría sido ella la que había informado de haber visto a la mujer? ¿Por qué de repente no pasea al perro por la acera de siempre? ¿Podría ser que no tuviera nada que ver con el caso y que fuera por lo de la botella de vinagre del otro día? ¿Y la doble visita a la vez a las casas colindantes? ¿Por qué tenía los clips de colores mezclados con los metálicos? ¿Cómo es que no le quedaba apenas rojo escarlata?
Sin darse cuenta, andando sin rumbo, había llegado al puente desde donde tiró el paquete. El subconsciente le estaba traicionando, pero él siempre había creído que no tenía subconsciente, seguro que no era eso. Otro hombre venía de frente hacia él así que resistió la tentación de mirar hacia la zona del puente de cañas y árboles del cauce. Se cruzaron sin mediar palabra, pero el hombre no llevaba ropa deportiva ni paseaba a ningún perro. ¿Qué hacía allí? Se tranquilizó pensando que quizás tampoco podía dormir y estaba paseando. Al final del puente se paró casi en seco. Esa cara le recordaba a uno de los clientes que estaba el otro día visitando la casa en venta de la izquierda de la suya. Tenía buena memoria visual, pero esto ya era demasiado, el fantasma de la paranoia se estaba apoderando de su mente milimétrica.
Mañana sábado iría al mercado a comprar como todos los sábados y todo volvería a la normalidad. Volvió a casa y se acostó.
Media hora más tarde se levantó de golpe: “la maza”. Corriendo, fue al taller a buscar la herramienta. Buscó lejía y un bote e introdujo la parte metálica del mazo en el líquido. ¿Cómo podía haber olvidado eso? ¿Qué más estaba olvidando o no estaba teniendo en cuenta?
Se repitió machaconamente que mañana iría al mercado como todos los sábados y el mundo volvería a la normalidad.
La mañana era luminosa y el desayuno impecable, té con tostadas de mantequilla y mermelada, algunas veces dejaba de lado el maravilloso aceite de oliva por estas excentricidades, como si fueran un placer oculto. Repasó la lista de comidas y amplió la de la semana que viene, a mano, con la cuadrícula hecha con regla, creando celdas para siete días con desayuno, comida y cena.
En otro papel anotó con bolígrafo negro la lista de la compra del mercado y en la parte inferior de la hoja “óleo rojo”. Tendría que pasar por la papelería para encargarlo como hacía siempre. Dudó si le convendría más hacer el pedido por internet usando el móvil para que pareciera que se usaba en algún momento. Aun en pijama, se acercó a echarle un vistazo al móvil. Actualizó de mala gana lo que le pedía ese ser insaciable de megas, sabía que tenía que limpiar de fotos ese cacharro, pero lo haría más tarde, pasaría las fotos de sus cuadros al portátil y liberaría algo de espacio, el indicador le decía que estaba al 73% de capacidad. Aburrido de esta tecnología, dejó el móvil en su sitio.
Cogió el carrito de la compra. Eran las ocho y media de la mañana. Estaría en el mercado a las nueve. Antes de salir, se dio cuenta de que no se había puesto ropa de calle. Un despiste que le hizo reír.
Más tarde abrió el portón de casa, ya vestido con ropa informal, ropa de compra sabatina en el mercado. Mientras colocaba el carrito a un lado y cerraba con doble llave la puerta, se fijo en una mujer que estaba haciendo estiramientos en la acera de enfrente, apoyada en la valla de esas casas que no se construirían nunca.
Era sábado, era sábado, repetía diciéndose que todo estaba bien, ordenado, como siempre. Se fijó en el cartel de la inmobiliaria de la derecha mientras avanzaba por la acera: “Merea y Asociados”. Al fondo se acercaba un camión del Ayuntamiento, uno de esos camiones con canastilla, con brazo articulado para alcanzar zonas altas. Estaban reponiendo las bombillas fundidas de la calle y cambiando cristales rotos de las farolas. Parecía que las cosas comenzaban a funcionar en el consistorio. Organización. Orden. Método. Meticulosidad. Siempre dejando un poco de margen al azar y sabiendo enfrentarse a él, con afilada espada y sólido escudo. Esa era la clave de su mente y así era como el mundo debería funcionar, todo lo demás le parecía incomprensible.
¿Por qué todo el mundo llevaría un cacharro de esos, un móvil, en el bolsillo constantemente? Eso le hizo pensar en que ya deberían haber cursado la orden a la compañía para triangular torres de comunicaciones o localizaciones con el GPS o cualquier magia negra que usaran los tecnócratas de esos años. ¿Podrían encender el móvil a distancia, desde la central de la compañía? Si eso se pudiera hacer localizarían el cadáver. ¿Podrían rastrear la tarjeta sim aunque no estuviera en el móvil? A estas alturas, tendrían que revisar el depósito de basuras entero. ¿Podrían recomponer la ruta que hizo esa noche el móvil? Juan le dió un paseo al móvil por otras calles y además pensaba que si pudieran saber si por la velocidad iba andando, o corriendo o en coche, eso despistaría bastante a los investigadores.
Hoy era sábado de mercado y todo va a volver a la normalidad, pensaba mientras intentaba dibujar una media sonrisa en la cara.
Aquella noche un enano gigante bailando al son de Lynch vió pasar camiones repletos de maderos camino de la serrería mientras Bob se acercaba y se alejaba en una danza extradimensional y una mujer flotaba en el río.
Aquella noche un hombre manco me explicó el sentido del Kwizatz Haderach.
Aquella noche me asomé a un vagón de tren abandonado y vi el horror del fuego, escuché un pájaro trinar sobre fichas de casino y mujeres con lengua hábil anudando rabitos de cereza.
Aquella noche de terciopelo azul un camión de bomberos pasó por delante de mi casa mientras un tal Perú se mofaba del deseo de una chica.
Aquella noche no conseguí dejar de beber café mientras me servían bacon crujiente en aquel bar de camareras con uniforme rosa.
Aquella noche seres de iris azules me pasaban destiltrajes por debajo de la puerta mientras un hombre comía en la mesa pollos que se movían como cabezas borradoras.
(Texto dedicado a David Lynch. Año 2000. ContinuumST.)
Estoy desempolvando material de cosas que escribía con 20 añitos... hace ya... un montón de años. Están en papel, escritos a mano y eran de la época en la que comenzaba a intentar trabajar en el mundo del cómic y enviaba docenas de guiones a las editoriales. Cuánta ingenuidad adolescente. Pero bueno... Por si alguien quiere entretenerse un poco. Aunque no sea un relato corto... tampoco es un artículo, así que lo coloco en este sub... porque no sé dónde podría encajar mejor. Si no es así que algún admin me diga algo o lo cambie o...
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Página 1.
Título: Sol blanco, barro rojo.
Viñeta 1.-
Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.
Dibujo: El sol cae a plomo sobre unas trincheras en una zona de guerra de la I Guerra Mundial. Un día soleado en contraste con las alambradas, el barro del suelo, los charcos, huecos dejados por las bombas, humo a lo lejos.
Viñeta 2.-
Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.
Dibujo: Un soldado en una trinchera, el uniforme destrozado y manchado, su fusil lleno de barro y el casco con abolladuras en algunas zonas. El soldado está inexpresivamente calmado, como ausente a lo que sucede. Detrás de él varios soldados de su compañía, uno enciende un gigarrillo, otro sacude el casco de barro y otro apunta con el fusil hacia la línea del enemigo. Son jóvenes, no tienen más de 25 años.
Viñeta 3.-
Dibujo: Los soldados se agachan en la trinchera, las bombas caen a su alrededor levantando barro, humo y tierra.
Viñeta 4.-
Texto: Recuerdas la estatua que veías todos los días en tu pueblo, un hombre dándole la mano a otro y grabado en la piedra una frase que decía...
Dibujo: Primer plano de las manos del soldado agarrando con fuerza su fusil.
Viñeta 5.-
Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.
Dibujo: Una bomba explota justo al lado del soldado, que es lanzando por la onda expansiva.
Página 2.
Viñeta 1.-
Texto: Recuerdas el olor a comida de tu madre cuando hacía caldo los martes y los sábados.
Dibujo: El soldado, se incorpora apoyándose en el fusil, manchado de barro, tierra, agua sucia. Mira hacia donde estaban sus compañeros.
Viñeta 2.-
Dibujo: En el lugar donde estaban sus compañeros ahora sólo hay un amasijo de cuerpos mutilados.
Viñeta 3.-
Texto: Recuerdas el día que te alistaste ahora con horror.
Dibujo: El soldado se acerca intentando ayudar a los que pudieran estar vivos. Todos parecen muertos.
Viñeta 4.-
Dibujo: El soldado vomita mientras a su alrededor siguen cayendo bombas. El sol brillante y limpio contrasta con lo que sucede.
Viñeta 5.-
Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.
Dibujo: En una de las zancadas en la trinchera el soldado tropieza con el brazo de un compañero.
Página 3.
Viñeta 1.-
Texto: Recuerdas las trenzas de tu hermana, su carita tan dulce, tan sonrosada.
Dibujo: El soldado avanza por la trinchera entre el barro y el humo con pasos descuidados. Las bombas han parado de caer.
Viñeta 2.-
Dibujo: El soldado cae de rodillas en el barro manchado de sangre y comienza a llorar.
Viñeta 3.-
Texto: Recuerdas los campos de trigo de tu abuelo.
Dibujo: El soldado arroja el fusil al suelo y mira al brillante sol de mediodía.
Viñeta 4.-
Dibujo: El soldado sube por la trinchera y sale de ella, ausente, absorto, con la mirada perdida.
Viñeta 5.-
Dibujo: Avanza despreocupadamente por el campo de batalla sin rumbo aparente. Con la mirada perdida.
Página 4.
Viñeta 1.-
Dibujo: Sigue avanzado mientras comienzan a caer bombas a su alrededor
Viñeta 2.-
Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.
Dibujo: Una esquirla de una bomba se le clava en el hombro y comienza a brotar sangre de allí.
Viñeta 3.-
Dibujo: Llega a un pequeño riachuelo que serpentea en el bosque.
Viñeta 4.-
Dibujo: Lentamente se quita el sucio uniforme.
Viñeta 5.-
Dibujo: Y desnudo entra en el agua, ajeno a todo.
Página 5.
Viñeta 1.-
Dibujo: Se frota la suciedad, el barro con ganas, con fuerza.
Viñeta 2.-
Dibujo: Cruza el riachuelo y sale por la otra orilla.
Viñeta 3.-
Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.
Dibujo: El soldado, en la orilla, mira al sol en el cielo haciendo parasol con la mano.
Viñeta 4.-
Dibujo: Una bala le atraviesa limpiamente la sien.
Viñeta 5.-
Dibujo: Cae al suelo muerto.
Viñeta 6.-
Dibujo: El sol brilla luminoso ajeno al drama.
-FIN-
María Luisa no aguantaba más. Quizás ya llevaba tiempo hundida, puede que por problemas económicos o familiares, nunca lo sabremos. Seguramente el ambiente tan enrarecido que se respiraba durante los primeros días del confinamiento en marzo fue la gota que colmó el vaso. Y sin despedirse de sus hijos saltó por la ventana desde la onceava planta mientras los gorriones empezaban a emitir sus desafinados cánticos.
Federico salió por la puerta rápidamente sin decir ni adiós y casi tropezó con una mujer que llegaba con las bolsas de la compra. Se le veía cabreado. Jacinto, el conserje, le había dicho que en los quince años que llevaba allí trabajando no se había perdido ningún paquete, y que si ahora se había perdido el suyo le daba igual. "Le da igual"... Pero, ¿cómo tiene tanta cara este tío?, pensó. Me había costado cinco euros, pero no es por el dinero, lo que me jode es que lo perdáis, dijo antes de largarse de la conserjería, obteniendo por respuesta el silencio de Jacinto, que evitó mirarle a la cara.
Cuando Jacinto llegó al trabajo esa mañana se encontró en la entrada de la urbanización con la chica de la limpieza que lloraba aterrorizada, y balbuceando señalaba un bulto en el suelo a unos cincuenta metros. Se acercó para ver lo que era, intuyendo la tragedia, y cuando estuvo cerca reconoció el rostro desfigurado de María Luisa. Resopló sin separar los labios, y pensó... Este va a ser, posiblemente, el peor lunes de mi vida.
I
Carolina Sigüenza era una dama ni demasiado entrada en años ni en fealdades excesivas. Su patrimonio se centraba sobre todo en su apellido y en la esperanza, disfrazada de repugnancia, de ser solicitada en matrimonio por un comandante francés de dragones aparentemente diez años más viejo que ella. Domar un dragón es una tentación demasiado fuerte para muchas mujeres.
Esa esperanza precisamente la inducía a desear que los suyos perdieran la guerra. Y que la perdiesen cuanto antes. No ensoñaba mejor futuro que un triunfo francés con José I en el trono y ella casada con un oficial de alto rango. Y al rey Fernando, que lo colgasen de un pino. En eso era razonable.
Pero la guerra no acababa, y menos aún después del desastre de Bailén, con lo que la dama, para no consumirse viendo pasar sus años, se hizo un poco visitadora, un bastante beata y un mucho criticona. Quien crea racionalmente incompatible este trío de atributos no conoce al ser humano.
Lo esperable en estas historias es que se muera el dragón, pero no sucedió tal: se murió la dama y de una pulmonía contraída al regresar bajo la lluvia de un partida de cartas en casa de una amiga.
Se murió la dama, afrancesada, insatisfecha y a medio descorchar.
Su entierro fue discreto.
Sus propiedades pasaron a un convento y a un sobrino.
Su memoria pasó de largo.
II
Casi doscientos años después, en el barrio madrileño de Chamberí, una familia media, de recursos y prejuicios medios, discute acaloradamente sobre la resolución más conveniente a su problema doméstico.
La esposa quiere vender el piso.
El marido quiere llamar a la policía.
La abuela quiere llamar a un cura.
Los hijos quieren llamar a la televisión.
Cada cual tiene su propia opinión sobre el asunto, pero el caso es que hay que hacer algo.
Así no se puede seguir.
Tener un fantasma, pase.
Que sea el fantasma de una casa vecina y se aparezca en la tuya, malo.
Pero que se aparezca siempre a las horas de las comidas, ya es intolerable.
Nadie me miraba cuando quería que me vieran. Todos me abrumaban cuando sólo pedía discreción. Los humanos que me han rodeado siempre han sido como pequeños granos en la piel. Una piel que tengo curtida, pero ellos no lo saben. Hoy se me ha estropeado el frigorífico. A nadie le importaba. Ni siquiera a los reparadores de frigoríficos. ¿Por qué? Porque no les importa tu frigorífico.
Desde su oscuro rincón, ajado su rostro por los años y los diversos accidentes que los acompañan, también el espejo los contemplaba a ellos, maldiciendo al hechicero que le negó unos párpados que poder cerrar.
Odiaba a la vela que le impedía ignorar aquel suplicio. La odiaba con toda su alma reconcentrada y oscura, como una vieja oquedad donde en un día perdido quedó atrapada el agua, imposibilitada de buscar una vía de escape. Odiaba la llama enhiesta, triunfante en su brillo, como odia el reo de muerte a la humanidad entera que lo ha de sobrevivir. Estaba inerme, abandonado, condenado sin remedio a ser testigo de lo que hubiese preferido no imaginar siquiera.
No podía recordar cómo había sido atrapado tras aquel cristal maldito, ni la hora ni la fecha en que había dejado su cuerpo, ni el delito cometido para merecer semejante castigo. En un último y renovado suplicio, hasta la memoria le habían robado. No podía recordar ni siquiera su nombre: sólo un vago sonido y algún retazo de conversación con algo que no era un hombre, ni una sombra, ni una luz. Algunas veces imaginaba una choza al lado de una montaña, entre pastos verdes, o el furioso correr de un río por una honda cavidad en la roca desnuda, pero no lograba encontrar un sólo detalle que le recordase a sí mismo. Sabía sólo que estaba allí atrapado, obligado a ver y a dejar correr los años, cien, doscientos ya, ¿quién sabe cuántos?
Se sabía capaz de gobernar los elementos, de pronunciar la palabra que pusiera a su servicio los vientos y las rocas, de convocar a su lado a los pájaros del cielo y las bestias de la tierra. Sabía que existía esa palabra y que en un algún momento del pasado había osado pronunciarla, pero no conseguía recordar nada más. Después de tantos años de abrasarse en el intento, había dejado ya de buscarla y se conformaba con los pequeños retazos de poder que había conseguido rescatar de su memoria.
Porque aún era fuerte. Aún conservaba parte de su dominio sobre los elementos. Quien quiera que le hubiese reducido al estado en el que se encontraba no había podía desarraigar completamente su pasado vigor. Era fuerte aún y tenía una razón para vivir: un amor que hacía soportable el dolor de su reclusión eterna. Desde que estaba ella, los días eran tolerables y ya no tan vacías las esperas. Tenía algo que esperar, una razón para no recibir la luz del sol como quien recibe un salivazo en el rostro.
Irina era todo lo que le quedaba, su único lazo de unión con el mundo, pero había llegado aquel hombre y ella se había entregado. Se había entregado con placer y ya no quedaba nada: sólo una eternidad sin esperanza tras un cristal. Días eternos y noches interminables hasta la hora de una muerte estúpida, sin esperanza de remisión, sin otro horizonte que días siempre repetidos en una habitación vacía, hasta que los muros de la casa se doblegaran por el peso de los años o la devastación del fuego. Sólo eso.
Si alguien hubiese mirado al espejo habría visto reflejarse centenares de veces la pequeña lengua de fuego, convertida en espantosa hoguera, en lumbre devoradora presta a tragarse la habitación y la casa toda, el mundo entero si era posible. Intentaba hacer salir de su ser el fuego para incendiar la casa toda, pero sólo conseguía un juego de luces propio de un bufón o un malabarista.
Tenía que resignarse a la tortura de verlos, de ser testigo de sus caricias, indefenso, atrapado en su catafalco de cristal, vencido por una distancia tan corta y a la vez tan larga, tan fieramente insuperable como todas las que malquistan lo posible y lo imposible. Tenía todo el tiempo del mundo para apurar hasta la hez su dolor, el gran dolor de saberse condenado a mirar siempre a distancia al objeto de su amor, su condena el silencio, el perpetuo silencio que sumía sus palabras, sus requiebros, eternamente perdidos en la lisa superficie de su bruñida, brillante, implacable maldición. Pero lo peor era sentirse impotente, inerme, sin una sola oportunidad ante el rival que acariciaba su piel haciéndose dueño de los temblores, señor de los estremecimientos tantas veces ensoñados por el verdadero amante, el que juró vivir por ella tan solo a cambio de un beso, aquel beso inocente y tierno que la joven Irina, poco más que una niña, dio a su propia imagen al descubrir los encantos del alba de su cuerpo.
Fue una mañana cualquiera, poco después de que Irina cumpliese los doce años. Su padre le había regalado un peine de carey y le había explicado que algunos países lejanos terminan en una extensión de agua tan grande que se puede tardar años enteros en cruzar de un lado al otro. En esos mares inmensos es donde viven las tortugas marinas, y con la concha de una de ellas un hábil artesano había fabricado ese peine para que ella se peinara. Irina pasaba mañanas enteras imaginando los mares mientras peinaba su melena con aquel instrumento casi mágico. Un día, regresó de pronto de sus ensoñaciones infantiles y fijó la vista en su propia imagen, como si no la hubiese visto nunca antes. Probó distintas trenzas y peinados, ensayó toda suerte de gestos y posturas ante el espejo y se encontró tan hermosa que besó sus propios labios en la fría superficie del cristal.
Desde entonces la adoraba con enfermiza constancia, anhelando la llegada de la noche, que le entregaría a la muchacha, para contemplar cómo se peinaba su largo cabello rubio, cómo se desprendía una a una de sus ropas y se ponía el camisón, antes de arrodillarse piadosamente para rezar sus oraciones.
Al principio tuvo vergüenza de verla desnuda, y aunque no podía evitarlo, sentía sobre sí la imagen de aquel cuerpo impúber como una mancha. Trató de convencerse de que la muchacha era tan sólo uno más de los objetos que a diario reflejaba en la habitación, pero todo fue en vano: la belleza de Irina crecía tan deprisa como su amor, y a fuerza de buscarlas halló razones para deleitarse en el único placer que le era dado. Tamaño privilegio lo había convencido de que era suya, sólo suya, hasta que aquella aciaga noche de diciembre entró por la ventana el apuesto capitán y deshizo el engaño, devolviendo al mundo lo que era del mundo y a Platón lo suyo: era de justicia que Irina entregara su amor a quien tuviera para ella algo más que miradas y silencio. Era natural que ella se entregase a quien pudiera estrecharla en sus brazos. Era lógico que prefiriese unos brazos de hombre a un anhelo de espectro.
Pero el alma del espejo no pudo, no quiso o no supo comprenderlo, y ebrio de rabia, de una rabia negra y mate como el basalto en que se tornan los ardientes ríos de lava, sospechó de pronto que el mismo poder que lo retenía a él podía aprisionarla también a ella.
Tras aquel cristal había sitio para los dos: en un abismo hay sitio para el universo entero.
Tras aquel cristal vivirían juntos eternamente, en una existencia sin fin, y la condena se tornaría recompensa, un premio aún mayor que cualquier paraíso que hubieran podido prometerle cuando aún era un ser humano.
El espejo sintió una rendija de luz, una tímida esperanza en la negrura de su pecho, y reconcentrando su voluntad miró fijamente a Irina, tendida lánguidamente sobre el lecho, hasta que en un esfuerzo supremo pudo también él poseerla, hacerla suya para siempre, aunque de muy distinta, lejana, siniestra manera.
Los amantes no se dieron cuenta de nada. Estaban demasiado embebidos en sí mismos para tener en cuenta la existencia de algo que no fueran sus propios sentidos. Nada cambió en la habitación. No sonaron distintos los silbidos del viento ni el crujir de las maderas. No hubo avisos del Cielo ni se oyeron las risas del infierno.
La noche continuó entre besos renovados y recién descubiertas caricias, delirantes a veces, remisas en ocasiones para acrecentar el ansia que habría de ser saciada luego.
Los primeros rayos de sol encendían ya las aristas de la nieve cuando Adalberto e Irina se despidieron.
Afuera, la nieve había dejado de caer.
—¿Otra copita?— preguntó María a sus aburridos invitados.
El coñac era tentador, pero no tuvo éxito en aquella ocasión; algunos incluso comenzaron a dar señales de que no pensaban quedarse mucho tiempo.
Las casas situadas en las afueras gozan de una paz desconocida en las ciudades, pero a menudo pecan de exceso de carácter, sobre todo las antiguas, imponiendo su obstinado silencio a quienes las habitan para mejor escuchar los propios crujidos. Tal vez la magnífica alfombra del salón, de la que tan orgullosa estaba su dueña, los muebles del siglo pasado y el aroma de la madera añeja tuvieron algo que ver con que el ambiente se hubiera relajado hasta el punto de invitar mas al sueño que a la conversación.
La cena había sido espléndida y el vino aún mejor, culpables en buena medida ambos de que aquella reunión de viejos amigos hubiera tocado fondo poco después de la medianoche. O quizás sea mejor no buscar otras razones y baste con decir que, por llevarlo ya ellos dentro o por haberlo contraído de algún rebuscado modo, el aburrimiento se había apoderado de todos ellos hasta que el murmullo de las conversaciones fue dejando paso al silencio, ya sólo desafiado abiertamente por Alberto, que cantaba suavemente la conocida canción de Gloria Lasso:
“Nunca sabré por qué siento tu pulso en mis venas,
Nunca sabré en que viento llegó ese querer...”
—¡Ah!, ¡por Dios!, deja esa maldita canción —le recriminó María—. Cecilia se pasaba todo el día cantándola.
Y aquel nombre surgió como un clavo ardiendo al que se aferró la conversación en un último intento, acaso póstumo, por no caer al vacío.
—¿Qué ha sido de ella?— Preguntó Marta, sorprendida por no haberse acordado antes de la amiga de antaño.
—Ni idea. Es como si se la hubiera tragado la tierra— respondió María. —No he vuelto a saber nada de ella desde hace tres años, cuando nos aguó la fiesta con aquella maldita historia. Y sinceramente, desde aquel día, tampoco me he preocupado mucho de buscarla: si quisiera, ella sabría donde encontrarme.
—¿Qué historia?— terció Alejandro, que trataba desesperadamente de huir de un nuevo acceso de locuacidad de Juan Antonio, el cura eternamente enfundado en su sotana, inmune a cualquier desaliento.
—La verdad es que preferiría no hablar de eso— se disculpó María.
Unos cuantos ruegos inopinadamente calurosos, y su enraizado sentido de la hospitalidad, la impulsaron a ceder a pesar de que no le apetecía para nada recordar lo sucedido.
La botella de coñac comenzó a pasar de mano en mano ante la expectativa de una historia, y los que, distraídamente, habían recogido sus guantes o su encendedor, volvieron a dejarlos en su sitio y se arrellanaron en sus asientos.
A la vista de que la noche aún podía saldarse con algo más que los obligados cumplidos y los saludos de rigor, la anfitriona decidió no hacer un simple esquema de los hechos y se lanzó a contar una verdadera historia, como todos esperaban.
—Hace tres años—empezó con voz voluntariamente engolada— nos reunimos el día de los Santos Inocentes y nos fuimos a cenar a casa de Miguel, en la ciudad. Sólo estábamos Miguel, Sonia, Cecilia, José Luis y yo. Los demás, no tengo ni idea de dónde os habíais metido ese día. Después de cenar nos pusimos a hablar hasta que la conversación se fue apagando poco a poco. El silencio empezaba a hacer estragos cuando Miguel propuso, medio en serio medio en broma, que hiciéramos espiritismo, como en los viejos tiempos.
—Con esas cosas no se juega—. Interrumpió Juan Antonio, siempre atento a la oportunidad de introducir su cuña moralista.
—Tal y como nosotros pensábamos hacerlo no pasaba de ser un mero entretenimiento, como el parchís, pero Cecilia se negó en redondo. Se negó con tal vehemencia que llegó a parecernos un poco histérica, y ya sabéis lo raro que es eso en ella.
"Tuve una experiencia horrible una vez y no quiero volver a saber nada ni de espiritismo ni de cosa que se le parezca", nos dijo. Pero como era el día de los Santos Inocentes, creímos que nos estaba tirando el anzuelo para gastarnos una broma y le preguntamos qué había pasado.
"¿Os acordáis de Javier?" , preguntó.
“ Si, claro, ¡cómo no nos vamos a acordar! ", respondió José Luis.
" Pues no murió de un infarto, como todo el mundo cree. Yo estoy segura de que no".
Los cuatro la miramos sin atrevernos a abrir la boca, esperando que ella dijera lo que tuviera que decir: si era una broma la había llevado demasiado lejos. Pero su expresión no parecía la de alguien que preparara una inocentada.
" Mucho tiempo después de que los demás dejarais de interesaros por esas cosas, nos seguíamos reuniendo él y yo, como cuando éramos estudiantes. Cogíamos un libro y unas tijeras e invocábamos a un espíritu, siempre al mismo."
" El mismo del que habláis en la novela”, dijo Sonia, que sabía algo del tema.
" Sí, ese. Y le preguntábamos muchas cosas, del pasado y del futuro; algunas eran muy importantes y otras no pasaban de simples tonterías: ya sabéis como suele funcionar el tema. Lo más curioso es que, a la larga, he podido comprobar que sus respuestas eran siempre ciertas, por inverosímiles que pudieran parecer en principio.
Era algo estupendo: era como tener un amigo que vive muy lejos y te cuenta cosas de un país extraño. Por lo que pudimos adivinar, en vida había sido un tipo magnífico y no había nada que temer de él mientras conserváramos nuestra buena disposición y nuestras buenas intenciones.
Luego, con el tiempo, el espíritu comenzó a mostrarse un poco más arisco con Javier, negándose a contestar sus preguntas o dándole respuestas ambiguas, pero a mí me seguía tratando igual que siempre.
En aquella época llegué incluso a soñar con él un par de veces. Yo misma sería la primera en decir que estaba obsesionada si no fuera por que se trataba de unos sueños rarísimos: él simplemente me sonreía, con su gorra ladeada sobre la cabeza, y desde su enorme estatura me miraba con ojos llenos de algo indescriptible, algo a medio camino entre la ternura y la pena. Entonces, daba un paso hacia mí y me ofrecía la mano, pero cuando yo la cogía él empezaba a desvanecerse y la tristeza se acentuaba en sus ojos. En ese momento, siempre en el mismo, me despertaba sobresaltada, aunque no con el terror de después de haber tenido una pesadilla.
Se lo conté a Javier y me dijo que se me estaba empezando a ablandar la sesera, y que si no durmiera sola no tendría esa clase de sueños precisamente. Ya sabéis como era Javier cuando bromeaba."
"¿Pero qué pasó luego?", preguntó Cristina, impaciente.
" Un día, un día tan húmedo y asqueroso como hoy, nos reunimos donde siempre y convocamos al espíritu, que parecía estar esperándonos, a juzgar por lo rápido que se empezó a mover el libro. Al principio todo fue igual que siempre, pero cuando llevábamos unos minutos haciéndole preguntas nos dimos cuenta de que una extraña luz blanquecina se extendía por todo el zócalo de las paredes. Javier se asustó un poco y le preguntó al espíritu si esa era su luz. La respuesta fue totalmente afirmativa y yo también me asusté, y más aún cuando la luz abandonó el zócalo de la pared y empezó a reptar por el suelo, como una mancha blanca, hasta rodearnos. Entonces, dejando el libro de lado, nos agarramos con todas nuestras fuerzas para enfrentarnos a lo que pudiera suceder.
El cerco de luz se estrechó aún más, hasta que se convirtió en un círculo bajo nosotros. En ese momento pareció tomar forma en el aire y se introdujo por nuestras bocas hasta que desapareció como si de verdad nos lo hubiéramos tragado.
Desde luego, cuando ocurrió esto, encendimos las luces y nos fuimos a la calle a toda velocidad. Javier dijo no encontrarse muy bien y se fue a casa.
Tres días después había muerto. Fue la última vez que lo vi."
”¿Y tú? ", le preguntó Miguel.
"Yo también me sentí rara, pero no puedo decir que fuera una sensación desagradable. Desde que ocurrió aquello me pongo enferma sólo de pensar en una sesión de espiritismo. Aunque sea en broma".
—Así que, después de escuchar esto, los cinco, amedrentados y cabizbajos, salimos a la calle a tomar unas copas, a pesar de la lluvia.
—La historia no deja de ser curiosa, pero tampoco es para tanto— dijo Alberto.
—Es que aún no he terminado. A mí, lo que realmente me dio escalofríos fue ver cómo, a pesar de la buena temperatura, el agua de la lluvia formaba carámbanos en los bajos del abrigo de Cecilia.
Feindesland. 1993
¡La había amado locamente!
¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo
pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un
nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del
alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en
todas partes, como una plegaria.
Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La
conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente
envuelto, atado y absorvido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de
día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa
muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una
semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron,
escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus
manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo
le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo!
Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo
comprendí! ¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo
el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios
mío!¡Dios mío!
¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres
amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa
y al día siguiente emprendí un viaje.
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama,
nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me
invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a
la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían
encerrado y la habían cogijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su
aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la
puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder
contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que
llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas
veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie,
temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había
contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas.
Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo,
ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el
hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo
lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de
mármol blanco, con esta breve inscripción:
«Amó, fue amada, y murió.»
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y
permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y
loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última
noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer?
Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte.
Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual
vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros
necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven
la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las
llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido,
aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde
los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están
podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie
ciuda, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí
entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra
a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente,
lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro,
pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos,
chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi
cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué
las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas.
Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y
no pude encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos
senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha,
a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de
ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos
de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza,
en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres
humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba
paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba
moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que
me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual
estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo
con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz
pude leer:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue
bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una
piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró
lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A
continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras
luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a
disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó
a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar
a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de
ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas,
sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos,
maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían
robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles
esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos
hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo
tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar,
mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los
ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la
encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por
un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:
Amó, fue amada, y murió.
ahora leí:
«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.
Guy de Maupassant.
5
La agente inmobiliaria se retrasó quince minutos y Malindo ya comenzaba a ponerse nervioso. A cambio, se alegró ver de que llegaba sola.
—Disculpe la espera. Me llamo Rocío. Justo cuando iba a venir apareció una persona y no he podido terminar antes.
—No se preocupe. Mi nombre es Néstor. Néstor Martínez —se presentó Malindo cambiando de mano la bolsa de deporte en la que llevaba el rifle. Precisamente su necesidad de llevar el rifle encima era lo que le había puesto nervioso durante la espera.
—¿Puedo preguntarle de dónde es usted? Por el acento parece de Suramérica.
—Y lo soy, señorita. Soy salvadoreño —mintió Malindo mientras esperaban el ascensor— Me gustaría iniciar un negocio de importación y exportación y creo que su ciudad es una buena opción.
—Muy interesante.
—Exportamos conservas e importamos maquinaria.
—Pues puede que esta oficina le guste — lo animó la agente
—El lugar, desde luego, es inmejorable. En esta plaza tan hermosa, y con tan buenas vistas. Un poco alto quizás, para que se vea el letrero desde la calle, ¿no le parece?
—Bueno, eso depende... Un negocio de importación y exportación tampoco necesita un cartel muy grande. No es un negocio orientado a cualquier público, ¿verdad? —respondió Susana mientras abría la puerta—. Pase, por favor.
Malindo recorrió los ochenta metros de oficina, simuló comprobar la disposición de los enchufes, revisó los cuartos de baño y se dirigió a las ventanas. Desde una de ellas, se dominaba a la perfección la entrada del hotel. Además, tenía persinas de rejilla, perfectas para poder disimular el cañón del rifle. Era cuestión de abrir la ventana y apoyar el arma. Un tirador medianamente hábil no podía fallar desde allí, a menos de cien metros del objetivo, y menos él, que había logrado algunos blancos a casi un kilómetro.
—Es perfecto. Creo que es justo lo que buscaba: por tamaño, por ubicación, por precio —alabó Malindo.
—Me alegro de que le guste —celebró la agente. Pocas veces había conseguido cerrar un alquiler tan fácilmente.
—Es sensacional de veras. Dígame que tengo que hacer para firmar el contrato.
—Pues poca cosa. Hablamos con los propietarios, y ya está.
—Como le dije, me voy esta misma tarde.
—No es problema. Me deja una dirección y le envío la documentación a donde sea necesario.
Malindo echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó un sobre.
—Si le parece, para evitar desconfianzas, le dejo dos mil euros de anticipo, pero necesito quedarme aquí a tomar medidas. Son medidas muy detalladas para todo el mobiliario y puede llevarme toda la mañana. ¿Le parece bien?
—Es que eso no es posible. Ya le digo que tenemos que llamar a los propietarios y yo debo regresar a la agencia.
—¿Y no me puede dejar las llaves? Ya le digo que pago ahora mismo y al contado, para evitar cualquier duda. Y aquí no hay nada que pueda faltar o deteriorarse. Es parea ahorrarme un viaje e ir avanzando.
Susana dudó. Por una parte entendía las razones del cliente, pero por otra sabía que las normas eran muy claras a ese respecto. Si la agencia inmobiliaria hubiese sido suya hubiese dicho que sí, pero siendo empleada, prefirió preocuparse de su empleo.
—No, lo siento. Ya le digo que eso no puede ser.
—¿Y no puede llamar desde aquí a los propietarios?
—No tengo aquí su número. Está en la agencia.
—Pues llame a la agencia y que se lo den.
Susana suspiró, cansada de la insistencia.
—Ya le digo que no puede ser. Tenemos unas normas...
—Pues que lástima —respondió Malindo sacando la pistola del bolsillo.
Susana iba a gritar pero se contuvo.
—Lo intenté todo, señorita. Pongo a Dios de testigo de que lo intenté todo antes —se disculpó Malindo.
—No. No me mate... No...
—Siéntese en el suelo. Ahí, al lado de ese archivador grande.
La chica hizo lo que le mandaban.
Malindo sacó unas esposas de la bolsa de deporte y se acercó a la agente.
Ahora estése quieta y tranquilita. Voy a esposarla al archivador. Sólo eso. Si no grita y hace todo lo que le diga, no le pasará nada.
—¿Pero quién es usted? ¿Qué quiere?
—No haga preguntas. Cuanto menos sepa, mejor. Imagine que me hace una pregunta, se la respondo, y luego me arrepiento de haberle contado algo. ¿Se imagina lo que pasaría?
—Sí, sí... Por favor... —sollozó la chica, sin poder contener las lágrimas.
—Y no llore. ¿Tiene algún pañuelo?
—En el bolso.
Malindo recogió el bolso del suelo, pero se detuvo antes de abrirlo.
—¿Da su permiso para que abra el bolso?
A la agente le hizo gracia la pregunta. Incluso consiguió sonreír.
—¿Me pide permiso para eso después de esposarme a un archivador?
—Tenerla ahí atada es parte de mi deber. Fisgar en el bolso de una dama no lo es.
—Sí, por favor. Abra el bolso y déme un pañuelo, si es tan amable.
6
La habitación 409 lleva ocupada siete años. La mujer que vive en ella no paga nunca, aunque a veces tiene algún dinero, casi siempre pequeñas cantidades de las que nadie alcanza a señalar su procedencia y mucho menos a mencionarla en voz alta.
La mujer de la 409 tiene ojos de princesa, manos de pianista y un cementerio en el alma del que a veces asoman los santelmos de su risa. Cuando ella se ríe, todo el mundo mira al suelo, como si temiera que se le hubieran aflojado los cordones de los zapatos.
Por donde ella pasa se hace el silencio, incluso entre las grietas del edificio. Nadie la teme, pero su presencia resulta inquietante, como la de un tigre disecado y polvoriento en lo oscuro de un rincón. Algunos dicen que hay en ella algo siniestro, y otros simplemente creen que está loca, pero todos se limitan a tratarla con la mayor amabilidad y a alejarse de ella y sus historias cuanto antes.
Al principio contaba cuentos en primera persona, y cuando estuvo claro que no se refería a sí misma, comenzó a introducir en sus historias a los demás huéspedes habituales del hotel y a algunos miembros del servicio con los que compartía mesa. Las historias eran siempre inocentes, pero incluían detalles sobre la vida de sus protagonistas, detalles siempre insignificantes pero exactos, que los afectados se veían obligados a reír como bromas para no tener que confirmarlos o desmentirlos. El día que mencionó a la primera novia del gerente, este detuvo la narración con un puñetazo sobre la mesa y ya no hubo más relatos.
Sin embargo, aún habla de los otros como si los hubiese conocido de niños, acompañándolos en sus pequeñas aventuras, o como si hubiera pasado media vida detrás de una puerta, escuchando en secreto sus conversaciones o espiando sus movimientos. Procura ser siempre discreta, pero a veces, cuando escucha algunas frases, frunce el ceño de tal modo que a menudo obliga a rectificar a la persona que estaba hablando.
Ahora la mujer de la 409 está llorando. Acaba de leer el periódico que todas las mañanas le suben a su cuarto para que le eche un vistazo antes que nadie y cuente luego las noticias a los demás a la hora del desayuno. Pero no es el periódico lo que le preocupa: la acaban de llamar para decirle que prepare inmediatamente sus cosas porque tiene que marcharse. Sin discusión. Sin demora.
Su mundo no era del todo malo; su vida parecía tolerable en aquella habitación. Se había acostumbrado a la idea de no tener un hogar, pero nunca podría acostumbrarse a dejar de tener un techo seguro y una dirección a la que regresar después de sus paseos bajo los árboles del parque. Se había encariñado con aquel techo amarillento, presidido por una lámpara con sólo dos bombillas supervivientes. Se sentía a gusto paseando por la tarima crujiente, mientras declamaba en voz alta a Rubén Darío.
Ruega por nosotros, hambrientos de vida
con el alma a tientas, con la fe perdida,
llenos de congojas y faltos de sol...
No era malo vivir en aquella habitación. Nada lo era. Ni la moqueta oscurecida, ni los sillones fatigados, ni siquiera el hilo rojo que el agua había ido trazando en un lateral de su bañera, ese hilo rojo que tantas veces contempla, en busca de la puerta que se cerró en algún momento en su memoria. Sigue allí, pero lisa, sin manilla, sin una muesca que la distinga del enorme muro blanco que le impide mirar hacia el pasado.
“Yo soy quien espera a junto a un muro a que le abran una puerta. Junto a un muro sin puerta”. También eso lo había leído en alguna parte, en un libro de Pessoa, y nunca se había sentido tan retratada en unas líneas como entonces.
En aquella habitación la poesía latía con su propio pulso. Poesía auténtica, sin sentimientos fingidos, sin amores alambicados que acababan en suicidio o promesas de Eternidad. Allí podía echar ramas y raíces la poesía de las cosas, con toda la sutil mecánica de sentimientos intercambiados entre los objetos y las personas que los han utilizado. Allí podía dejar su alma en un vaso, como quien deja una dentadura postiza, y salir a la calle sin ella, porque estaba segura de que no necesitaría usarla en todo el día. Allí podía verse decantar, como el agua y el aceite que se separan lentamente, como esas capas de distintos colores que se ven a veces en las canteras, en los túneles y en las grandes obras ferroviarias cuando las excavadoras desnudan la intimidad de las rocas.
—Pararse a reparar y repararse—, repitió varias veces la mujer, en voz alta, tratando de recordar el autor de aquel verso.
Finalmente lo encontró: Jorge Enrique Adoum, un ecuatoriano. No recordaba el poema entero, pero había algo, mucho en él, que retrataba su vida:
....desretratado en su pasaporte
descontento en este descontexto
trabajando y trasubiendo
para desagonizarse de puro malamado
queriendo incluso desencruelecerse
pararse a reparar y repararse ...
Eso era lo que le faltaría: un lugar donde pararse y repararse. Por eso no le molestaban las pequeñas grietas y manchas del hotel: un taller nunca es un lugar impecable. Se va sin saber por qué, lo mismo que llegó.
Porque la mujer de la 409 no sabe cómo llegó al hotel, ni por qué está allí, ni qué hizo antes. Lo ha preguntado, pero nadie se lo dice y no alcanza a distinguir si los demás callan por piedad, por rencor, o porque de verdad no saben nada. Sólo le dicen que llegó un día de la mano del gerente, sin equipaje alguno, y que tardó una semana en hablar con alguien. Le hablan de un vestido rojo con cinturón blanco que nunca ha encontrado en su armario. Le hablan de unos zapatos con hebilla dorada que jamás ha visto. Le hablan de una herida en el cuello de la que aún conserva la cicatriz. Pero el gerente lo niega. El gerente dice que se inscribió en el registro y venía con una maleta negra, la misma que está haciendo ahora, e incluso ha llegado a enseñarle el libro de registros.
Cuando se tumba en la cama, vestida sólo con su bata carmesí, la mujer de la 409 consigue a veces que se formen algunas imágenes en el techo de la habitación. Entonces se ve mucho más joven, más hermosa, pero rodeada de otras mujeres que se ríen de ella, y la empujan, y la cubren de salivazos, como si estuvieran ejecutando alguna esperada venganza. Son rostros cuajados de violencia y de codicia, aunque algunos parecen echarse atrás cuando ella los mira, como si en lugar de seres humanos fuesen ratas que participan en el festín por imposición de su instinto, o del sanguinario líder de la manada. En una de esas ocasiones la mujer recuerda que la dejaron completamente desnuda y que luego la señalaban entre carcajadas, pero al comprobar que hno se sentía avergonzada comenzaron a pegarle hasta que perdió el conocimiento.
A fuerza de reflexionar sobre ello ha llegado a recordar que estuvo en la cárcel y que fue mucho tiempo. Aquellas mujeres eran las otras presas, e incluso sabía que una de ellas se llamaba Marta y cumplía pena por tráfico de drogas, y que otra se llama Alejandra y había matado a su marido. Recordaba sus peleas por cualquier cosa, y al ley de las rejas, con su silencio impuesto, pero no conseguía recordar de qué la habían acusado a ella, ni si había cometido o no aquel delito, ni cuándo la soltaron. Los único recuerdos nítidos que eras capaz de retrotraer eran los olores, y por alguna razón que era incapaz de comprender, creía que en aquel lugar todo olía a culpa. Y no a la de las demás prisioneras, sino a la suya propia. Por eso recordaba también que se pasaba el día entero lavándose y, quizás por eso, por intentar ahogarse en todos los perfumes y colonias que encontraba, era por lo que las demás internas se burlaban de ella y la atacaban algunas veces.
Todo eran recuerdos vagos, detalles, impresiones... Y cuanto más se esforzaba en enfocarlos, más se confundían los hechos reales con los imaginados, más de entremezclaban las palabras realmente pronunciadas con los diálogos interiores en que respondía a las demás o preparaba las respuestas para la siguiente ocasión.
La cárcel, en teoría, sirve para regenerar al preso antes de devolverlo a la sociedad. ¿Pero cómo puede rehabilitarse alguien que no recuerda lo que ha hecho?, ¿cómo es posible el arrepentimiento, o el escarmiento incluso, para una persona que ha perdido la memoria? Si mató a alguien, no puede reflexionar sobre la sangre vertida. Si robó lo de otros, no puede pensar en restituirlo, o en disfrutar de lo que se llevó. El que pierde la memoria pierde el pasado, pero sigue atado a su naturaleza, a sus inclinaciones y a sus instintos. ¿Y cuales eran los suyos?, se preguntaba en las noches de mayor lucidez. Se sentía pacífica, se sentía cariñosa, se sentía sedienta del afecto de los demás, pero sabía que en alguna parte había algo oscuro, acechante, aguardando la ocasión para salir de su escondrijo.
Pero era inútil mirar demasiado hondo o demasiado atrás. No se acordaba de nada. ¿Qué podía hacer ella? Dejar pasar la vida. Buscar el primer punto y seguido que fuese capaz de reconocer y comenzar a escribir de nuevo desde allí sin preocuparse de que la historia fuese o no coherente.
Lo difícil era encontrar aquel punto de enganche. No tenía siquiera fuerzas para buscarse a sí misma en aquel enmarañado laberinto, y cada intento que había iniciado de recuperar su nombre y sus amistades se había estrellado contra el muro blanco del olvido sin puertas.
Pero hizo cuanto pudo. Confió en los últimos restos de su lógica y trató de abrirse paso.
Al principio quiso saber quién pagaba su habitación y por qué la habían llevado precisamente a aquel hotel, pero no consiguió más que respuestas vagas y ningún dato concreto, a pesar de que era algo que el gerente tenía que saber. Un día consiguió hablar con una de las chicas de contabilidad, una recién llegada a la que posiblemente no habían tenido tiempo de aleccionar aún, y su corazón se aceleró cuando la joven echó mano a los libros para buscar el dato.
—Nada. Simplemente pone pagado. Y pagados también los seis meses siguientes, en efectivo. No puedo decirle otra cosa — le informó la chica, sinceramente apenada por no poder ayudarla.
Así, poco a poco perdió el interés por la pregunta y se limitó a disfrutar del servicio, de la vida sin necesidad de trabajar, de la pobreza ajustada que la dejaba siempre en la supervivencia y nunca un paso más allá. El día que vio el libro de registro y sospechó que algo no encajaba en las fechas decidió no pensar más, dio las gracias con una sonrisa y regresó a su habitación dispuesta a crearse una nueva identidad. Una cualquiera.
Luego, una noche de invierno, cuando el hotel estaba más vacío y silencioso, vio una película, el crepúsculo de los dioses, y se aficionó Norma Desmond, aquella vieja actriz del cine mudo que trataba de recuperar su mundo, arrasado por la novedad de lo sonoro y la frialdad de unos intérpretes que no necesitaban ya exagerar sus gestos, porque podían expresarse con palabras. Comenzó a maquillarse como ella, a vestirse y a peinarse como ella, y finalmente a repetir sus gestos exagerados de vieja musa despechada. Seguramente entonces se terminaron todos de convencer de que estaba loca, pero el cambio fue que a partir de ese punto la consideraron una loca especial, casi simpática, como un elemento más de la elegancia marchita que remataba la decoración del hotel.
—Usted es Norma Desmond, la estrella de las películas mudas— le dice el protagonista a la vieja diva en algún momento.
—Aún soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas—responde la actriz.
Ese era su personaje, y estaba decidida a interpretarlo hasta las últimas consecuencias. Cine mudo, sin palabras y con todo el sentido en cada gesto. Ese era su ideal, pero le faltaba el sentido.
Por seguirle la corriente o por participar en la farsa, los demás comenzaron a tratarla como a una especie de reina depuesta por una revolución injusta: el recepcionista le llevaba el periódico a ella en primer lugar, porque prefería que le contasen las noticias a leerlas él mismo. El cocinero le guardaba siempre algún dulce. El gerente mandaba reparar cualquier pequeña avería de su cuarto mientras dejaba que se cayeran a pedazos las otras habitaciones. No sabía si merecía todo aquel afecto, pero le gustaba sentirse el centro de la atención de todos. Le gustaba ser una estrella, aunque ni siquiera conservase recuerdos de los buenos tiempos. Pero resultó que los buenos tiempos no eran los del pasado, sino justamente los que estaba viviendo, los que se habían terminado con la llamada de aquella mañana.
La mujer de la 409 trata de secarse las lágrimas, pero no consigue dejar de llorar. Ni consigue saber por qué.
Le han dicho que prepare sus cosas porque tiene que irse. Ni sabe por qué llego, ni por qué debe marcharse. ¿Por qué la echan? ¿qué ha podido suceder? ¿La llevarán a su casa o a otro hotel, otro cualquiera, donde tendrá que empezar de nuevo y donde quizás ya no sea una loca simpática sino simplemente una loca? ¿Quién se ocupará de ella?
O quizás la dejaran en la calle y no las llevaran a ninguna parte. ¿Por qué iban a buscarle otro sitio donde vivir? ¿Quién era ella para esperar tal cosa? ¿Por qué iban a pagarle la habitación? El misterio tenía gracia cuando era un misterio, pero si dejaban de pagar el alojamiento, más que un misterio sería un problema. Un problema terrible que no tenía ni idea de cómo solucionar.
Ahí estaba la cuestión. No sabía quién era, pero estaba segura de que una enorme culpa pesaba sobre ella. Era culpable. Sólo eso. Un adjetivo sin nombre. Culpable.
La ropa que iba acumulando en la maleta tampoco le decía nada: zapatos elegantes, vestidos de noche, zapatillas deportivas y una diadema de piedras falsas. Pintaúñas, pintalabios, maquillaje, un abrigo largo con un bolsillo desgarrado, cinturones, faldas, y un espejo roto que la dividía en dos, como la bisagra de su vida.
Tenía que marcharse del hotel. Quizás pudiese volver alguna vez a saludar a los viejos amigos. O quizás el secreto que ni ella misma conocía la conduciría a aquel otro lugar que recordaba: un cementerio pequeño, de algún pueblo perdido, y un panteón con la llave puesta. Era muy pronto, por la mañana, y no había nadie en el cementerio. Paseó un rato entre las tumbas, eligió las flores que más le gustaron y se hizo un ramo. Luego salió al camino. Era todo lo que recordaba. ¿Qué hacía allí? ¿Regresaba de visitar a alguien o se había escapado de alguna sepultura? ¿Era su tumba o la de su víctima?
Preguntas, preguntas, preguntas... Y lágrimas.
No volvería nunca. Si no iban a buscarla dejaría su maleta en medio de la acera y se sentaría sobre ella a esperar la muerte. No recorrería la ciudad ni regresaría a la sordidez de los lugares llenos de borrachos o de mujeres violentas. Prefería sentarse en la maleta, sí, para tratar de recordar aquellos otros paisajes que a veces aparecían en su memoria: prados llenos de flores, aldeas con casas de piedra y niños enfermos o heridos sonriéndole.
¿Había sido enfermera? ¿Por qué tantos niños heridos? Recordaba las casas ardiendo, y los caminos embarrados, y los hombres de uniforme. ¿Pero en qué guerra? No era tan mayor como para haber estado en la Guerra Mundial. ¿Vietnam?, ¿Corea? No eran niños asiáticos, sino europeos. Los había rubios y morenos, pero estaba segura de que no eran asiáticos. ¿Yugoslavia? En el piso de abajo vivía una chica yugoslava y había tratado de hablar con ella en su lengua para probar si conocía el idioma. Pero no, ni una palabra: la muchacha se rió y le soltó una larga parrafada en la que no reconoció ni una sola sílaba.
¿Dónde estaban aquellos campos, felices a pesar de la destrucción y de la guerra?
La mujer de la 409 sabía que a veces se mezclaban en su mente la imaginación y la memoria, que los rostros que recordaba podían ser los de personas conocidas o personajes de cine, pero aquellas flores y aquellas praderas olían a fresco, las aldeas olían a humo y los niños a desinfectante. La diferencia entre los recuerdos reales y los inventados estaba en los olores.
¿Y a qué olía el hotel?, ¿A qué olería en su memoria?
—A derrota —dijo en voz alta la mujer de la 409, mientras cerraba las maletas.
menéame