Relatos cortos
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Guadarrama 1981 (testimonio real)

Ni siquiera fue a cien kilómetros de Madrid. Yo creo que el pueblo está a algo menos, aunque me pase como a Cervantes y prefiera no recordar su nombre.

Ni siquiera fue en tiempos de Franco. Fue en el año de Tejero, año tricornudo y melindroso que hizo Presidente al que menos lo esperaba, porque los demás esperaban aún menos verse a sí mismos cagados patas abajo.

En medio de un secarral había una carretera, y en una curva de la carretera había un mesón que bien valía su nombre: una mesa de grandes proporciones con cuatro bancos corridos, servida por una perola que ablandaba en la cocina las vacas bisabuelas que cocinaba mi madre.

Tenía yo entonces nueve años, pocas ganas de estudiar y menos aún de hacer los deberes. Las notas no habían sido buenas, el maestro era malo y borrachín, la escuela fría ty las noticias aún peores: mi padre no se había despeñado; sólo se había ido con otra.

No sé que fue lo que hice. Derramar algo de vino, quizás, cuando fui a servir a un camionero. O dejar caer una taza. Recuerdo eso sí, la hostia que me llevé. Con la mano abierta. Y recuerdo el oído zumbante. Y recuerdo la segunda hostia, y a mi madre llamándome inútil, y piojoso, y maricón, y lamentándose de no haberme reventado contra el suelo el día que nací.

No era la primera vez, y un par de parroquianos se removieron incómodos en sus taburetes.

-No son maneras, mujer terció el camionero.

-Tú come y calla. O marcha de aquí ahora mismo -respondió mi madre.

-No son maneras, joder -insistió él.

-Los palos que me dio su padre se los va a llevar él uno por uno, ¿o qué te crees? A este le arranco el pellejo, antes de que salga como el otro cabrón.

El camionero se levantó y le rompió a mi madre la nariz de un puñetazo. Ella chilló, y el segundo golpe le saltó un diente. Se quedó en el suelo, sollozando.

-¿Algo que decir? -preguntó el camionero a los otros parroquianos, que habían hecho ademán de acercarse.

-Tengamos la fiesta en paz -dijo Segismundo, el vaquero.

-Pues que haya paz. Y tú levanta de ahí, y ponme copa y faria.

Y mi madre se levantó, le puso la copa y le trajo una faria.

Recuerdo que me guiñó, detrás del humo.

Y después de pagar, prometió volver. Y dejó veinte duros de propina.

Y volvió.

Y me dejaba veinte duros cada vez que venía. Hasta que un día que se quedó a dormir. Y allí vivió hasta el año 2016. Con mi madre. Que no volvió a levantarme la mano.

La enterramos en febrero.

No le guardo rencor.

Te lo hicieron pasar mal.

Yo te creo, hija de puta.

Feindesland. 2020. Lo escribí en formato relato, pero pertenece a una especie de entrevista. El que lo contaba lo hacía en primera persona, poco después del final del confinamiento. Pensé que daría para un reportaje, pero me dijeron que no.... Y nunca lo investigué más.

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Las siete de la tarde

Son las siete de la tarde. Solo las siete, y ya es de noche.

Las luces de los SUVs eléctricos me ciegan mientras, con paso fúnebre, agarro un carrito de la entrada.

Entro en el supermercado y lo primero que observo son las caras demacradas de los cajeros. Con esos chalecos verdes parecen un árbol de Navidad chino. Huele a muerte, hiede a desolación.

Recorro los pasillos con el móvil en la mano. Voy clickando los checkboxes de la lista mientras esquivo los carritos de otros parias de la tierra. Ropas harapientas, ojos inyectados en sangre, gruesas bolsas bajo los ojos.

Seres apolillados con el pelo grasiento, otros calvos y macilentos, pieles amarillentas y sin lustre. Como la bandeja de pollo en oferta. La cojo.

Pienso que debe ser un sueño mientras observo esas cáscaras vacías coger el huevo hilado. Miro mi carro, solo veo disruptores endocrinos y ultraprocesados para hacer en la freidora de aire. Estoy derrotado. Capitan, es martes.

Observo mi reflejo en el cristal de los guisantes congelados. No me reconozco, apenas un mendigo. No recuerdo en que momento bajé los brazos ante la vida. Me pregunto cuántos de nosotros no estaremos incubando un cáncer, cuántos ya con metástasis. Como decía Lorca: la muerte puso huevos en la herida.

Pago y salgo. El viento frío me trae el aroma de la fábrica de perfumes. Aire químico que te destroza los pulmones para que algún burgués huela bien. Observo la columna de humo, apenas perceptible en la negrura de la noche.

Son las siete y media. Solo las siete.

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El revólver del azar

Un hombre sentado en un banco bajo la lluvia mira su reloj y espera. Tiene unos cincuenta años y va vestido de oscuro, con un traje a la vez anticuado y flamante.

De cuando en cuando alza la vista hacia una ventana iluminada en el edificio de enfrente. Es un edificio antiguo, de tres plantas, habitado seguramente por dos o tres ancianos que extenúan un alquiler rancio, uno de esos alquileres que disuaden al propietario de las mejoras y al inquilino de la mudanzas. Es un edificio demasiado elegante para la zona de la ciudad que ocupa, para el tugurio cervecero que se ha instalado en los bajos, para el ruido del tráfico que soporta. Es un residuo de otra ciudad más pequeña y sosegada, engullida por el hormigón y los cristales de la modernidad.

Son las siete y cuarto de la tarde y nuestro hombre aguarda desde hace veinte minutos bajo la lluvia, que ni crece para chaparrón ni acaba de escampar del todo. Pensó primero resguardarse en un bar, pero el agua le da igual. No quiere ver a nadie y en los bares hay que cumplir con el ritual cívico del saludo, las cuatro palabras al camarero y el continuo parloteo de los demás. El que diseñó al ser humano tuvo una gran idea al ponerle párpados para poder cerrar los ojos, pero se olvidó de un dispositivo similar para los oídos. Nuestro hombre no quiere ver ni oír a nadie: por eso no se ha refugiado en un café ni en ninguna parte. Por eso sigue bajo la lluvia. El agua es lo de menos.

De hecho, sólo gracias a la lluvia ha conseguido mantener la tranquilidad, no tirarse de los pelos o darse de cabezazos contra una farola. Para él la lluvia es un sedante que limpia por igual el sudor de la frente y los desasosiegos del alma. La lluvia es la única clase de ducha capaz de alcanzar los más resguardados rincones del ánimo. Le gustaría que de una maldita vez se pusiera a llover a cántaros, para que encogiera aquel traje que había pasado veinte años en un ropero sin salir más que media docena de contadas ocasiones. Le gustaría que lloviera meses y años seguidos, sin parar, como en aquella novela de García Márquez en la que todos se llamaban igual y la gente ascendía a los cielos sin necesidad de morirse. Ojalá lloviese como en Macondo; sí, así se llamaba el pueblo de la novela, y los personajes eran todos Auerlianos, Úrsulas y Amarantas, porque todos era en el mismo. Igual que en la vida real: todos somos el mismo, con diferencias que nos parecen sustanciales porque no somos capaces de alejarnos lo bastante. Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el profesor Leandro Martínez había de recordar aquella tarde en que se puso a pensar estupideces bajo la lluvia porque no se atrevía a pensar en potra cosa. Ese era él, y seguro que ni para pelotón de fusilamiento daba su vida como no llegase el día que fusilasen a los aburridos.

El profesor vuelve a mirar el reloj y ensaya una mueca irónica, dirigida más a sí mismo que a la luz de la ventana. Se levanta un instante y llama al portero automático. No responde nadie y vuelve al banco con una sonrisa, la primera del día, la primera de mucho tiempo, pensando que no es mala cosa tentar de vez en cuando a lo imposible. Es perfectamente cabal creer en los imposible: lo que es de loco es creer en lo improbable.

Pasan los minutos, lentamente, bombardeando con su goteo cada enclave de la memoria, incluso los más inaccesibles, como el barro de los charcos que pisaba en la infancia o el acné juvenil del rostro de Consuelo. Son tan livianos esos retazos que se van igual que vienen, sin ancla que los fije ni huella que los delate. Después de mirar de nuevo el reloj y comprobar que la aguja no ha avanzado más que un par de minutos, el profesor se ha quedado mirando a una monda de pistacho en el suelo, contando el número de gotas que la alcanzan. Esa monda de pistacho, en medio de un campo de futbol, tendría una probabilidad ínfima de recibir una gota de lluvia si sólo cayera una gota, pero dejad que llueva media hora y veréis como la probabilidad aumenta hasta convertirse en casi absoluta certeza. Cada gota tiene la misma ínfima probabilidad de caer sobre el pistacho, pero la sucesión de gotas convierte un suceso cercano a lo imposible en un suceso casi seguro. Eso es lo que ocurre cuando el caso discreto se convierte en continuo, lo mismo que en el famoso problema de la moneda que se lanza al aire mil veces: cada vez que se lanza tiene las mismas posibilidades de caer del lado de la cara como del de la cruz, y sin embargo, si han salido trescientas caras seguidas, la función de distribución indica que se debe apostar sin dudarlo a que la siguiente será cruz. Se ha equivocado ya doscientas noventa y nueve veces, pero la función insiste. Insiste porque sabe que tiene razón y que, al final, se saldrá con la suya si la moneda se lanza suficiente número de veces.

Eso es lo que enseña a sus alumnos. Y eso, también, es lo que ha pasado con su vida. Eso mismo. Al final, la suerte y la probabilidad es sólo cuestión del ritmo al que se repiten los sucesos. Nada más. Un suceso imposible se convierte en probable cuando la repetición de ensayos es lo bastante abultada. Pero luego hay algo más que no explica en clase pero que lleva algún tiempo rondándole la cabeza: en los ensayos fracasados, en las gotas que no caen sobre la monda de pistacho, habría que diferenciar las que fallan por un milímetro de las que fallan por un metro, o por dos kilómetros. Algo hay, aunque no lo describa ninguna fórmula, que diferencia al soldado que se libró de la muerte por un milímetro del que solamente oyó pasar las balas a cinco metros. Es posible que el que tuvo la bala más cerca tenga menos posibilidades de ser alcanzado por la siguiente que el que ni siquiera la oyó cerca; igual que con las monedas: una cara necesita de una cruz para dejar la función igualada; una disparo cerca necesita de uno lejano para que el sistema se mantenga.

Nuestro hombre vuelve a sonreír: ni en un día así puede dejar de ser profesor de estadística.

Lo malo es que uno nunca puede dejar de ser lo que es. Puede fingirlo, como mucho, o aparejarse una careta, pero las metamorfosis auténticas son más improbables.

De pronto empezó a llover un poco más fuerte, pero el hombre ni se dio cuenta: estaba demasiado ocupado contando los impactos sobre la monda de pistacho. Tenía que concentrar en esa tarea toda su atención para que su mente no se desviase hacia donde no debía. Tenía que seguir ese hilo como si le fuese la vida en ello.

Estadística y probabilidad. ¿Puede ser la probabilidad una forma de matar? o, al contrario, si no hay más arma que esa, ¿se trata sólo de un accidente? Podría ser. ¿Qué ocurre si se le da a alguien un medicamento, un medicamento totalmente inofensivo, y el paciente resulta ser alérgico?, ¿qué pasaría si un médico loco se dedicara a administrar ese medicamento inofensivo a todos los pacientes de un hospital a sabiendas de que, por término medio, un cero coma dos por ciento de los pacientes son alérgicos? Sería el crimen perfecto.

Eso fue. Un crimen perfecto. Eso mismo: una maldita casualidad criminal en la que nadie podía haber pensado.

El hombre da una patada a la monda de pistacho y la ve colarse por la única rendija despejada de una alcantarilla próxima. Otro hecho improbable, y sin embargo cierto.

Pasan otros cinco minutos. La lluvia arrecia. El hombre saca un pañuelo del bolsillo de la americana y se seca la cara con gesto fatigado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo y fuera sudor en vez de lluvia lo que estuviera enjugándose.

De entre el barullo del tráfico emerge una furgoneta blanca y el hombre se levanta para hacerle señas con los brazos.

Es el cerrajero, que por fin aparece. Mucho servicio veinticuatro horas y mucho asegurar que están siempre disponibles, para luego tardar tres cuartos de hora cuando se los llama un domingo.

  Los demás inquilinos del inmueble, ancianos todos, están pasando las vacaciones con los hijos, así que no hay nadie en el edificio. La cerradura del portal logra resistir dos minutos justos a la pericia del operario. La de la puerta de la vivienda aguanta un poco más, pero no mucho: sólo es el pestillo lo que hay que vencer porque el pasador no está corrido.

Nuestro hombre paga al cerrajero, se quita el abrigo y lo deja en la percha. Acto seguido recoge el llavero en el gancho del recibidor y se lo mete en el bolsillo, echando por primera vez de menos a Consuelo en aquella casa vacía.

Ella era la que estaba siempre en casa y ella la que llevaba las llaves cuando salían juntos. ¿Cómo no iba a olvidarse él de las llaves la tarde de su entierro?

Veinte cuentos que no mienten. Feindesland.

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Cada tela teje su araña (I)

Y cuando al fin venza el plazo señalado, volverán los dioses de su exilio.

Llegarán en un barco construido con las uñas de todos los muertos y, expiada su culpa, purificados los dioses del mal que toleraron, juzgarán a los hombres.

Ese día será Ragnarok. El regreso de los dioses. El último día.

Edda Mayor. Mitología nórdica

1

Le dijeron que era una urgencia y no preguntó más. Ya se enteraría más tarde de lo que tuviera que enterarse.

Viajaba siempre sin equipaje. Sólo llevaba documentación y dinero en efectivo. En ningún lugar del mundo había necesitado otra cosa. Se presentó en el lugar convenido con diez minutos de adelanto, listo para cumplir con lo que le ordenasen, y allí escuchó atentamente lo que le contaron: dos docenas de frases, como mucho, y sobraban la mitad. Ya habría tiempo más adelante para hablar largo y tendido con el patrón, con un buen puro, el mejor ron, y toda la velada por delante para desgranar anécdotas y razones.

Sin más preámbulos, se puso en camino. Al aeropuerto prefería ir en taxi: nada de dejar coche en el aparcamiento o de dar ocasión a las cámaras a que registrasen quién llegaban en compañía de quién.

El resto marchó sin problemas. Control de documentos, seguridad, y directamente a embarcar. Le quedaba lo peor: doce horas de vuelo. Y doce horas de vuelo hacia el Este, además, de las que te comen medio día contando la diferencia horaria: salió de su casa a las ocho de la mañana y llegó a Madrid a las tres de la madrugada.

No había conseguido dormir gran cosa en el avión, pero en Madrid tampoco tenía tiempo para eso. El compadre que lo esperaba en el aeropuerto le entregó un coche de aspecto rematadamente vulgar. En el maletero estaba todo lo demás: la dirección donde tenía que realizar el trabajo, el fusil, la pistola, y cinco mil euros, que venían a ser como siete mil dólares, más o menos.

—Esto es sólo para los gastos. Lo suyo va aparte —le aclaró.

Carlos González, o Malindo, como le llamaban sus amigos, hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza antes de mirar la dirección. Había oído hablar de aquella ciudad, pero ni siquiera sabía hacia dónde podía quedar y mucho menos a qué distancia.

—¿Está muy lejos? —preguntó.

—Tres horas a buen paso —le respondió su contacto, del que ni sabía el nombre ni lo llegaría a saber nunca.

—¡Carajo!

—Si sale algún imprevisto, me llama.

Malindo anotó en un papel aparte el las seis últimas cifras del número de teléfono. Las tres primeras podía memorizarlas sin problema y a nadie le serviría un número al que le faltasen tres dígitos. A menudo los sistemas más sencillos eran los más efectivos.

—Con el depósito me alcanza hasta allí sin problemas, ¿no? Preferiría no tener que pararme.

—Sí, y le tiene que sobrar bastante. Y tiene ya la dirección puesta en el GPS. No hay pérdida.

Malindo suspiró. Sabía de sobra que muchas cosas podían salir mal, pero él era un tipo con suerte y ya se las arreglaría si sufría una avería o le surgía cualquier otro contratiempo.

—Pues me voy, sin más. Gracias por todo.

—Suerte —se despidió su contacto.

2

El hotel se alzaba orgulloso en una plaza céntrica, imponiéndose al resto de edificios que lo flanqueaban.

Se imponía en otro tiempo. Ya no.

Han pasado los años y la fachada muestra las cicatrices del clima y el abandono. La intemperie ha ido desdibujando los rostros de las estatuas que coronan el tejado, y las cariátides de la planta baja parecen a punto de rendirse, vencidas por las grietas y el sudor negro que corre en chorretones indelebles por sus rostros. En lugar de figuras orgullosas de su fuerza, parecen ahora reos de alguna condena eterna que ni siquiera recuerdan. Y sin embargo no pueden desfallecer, no van a hacerlo hasta que la modernidad acabe de desmenuzar con sus ataques químicos la última lasca de su piedra.

Los inmuebles colindantes se levantan cuatro, cinco, seis pisos por encima del hotel, sustituyendo a los que antaño ocuparon aquellos solares como acompañamiento de la orgullosa mole. El hotel es un vestigio, una reliquia de otras ordenanzas municipales, más restrictivas con la construcción en altura, y ni siquiera se atreve a medirse con los bloques de oficinas o la clínica privada que han medrado a su lado. Sin embargo, aún parece más sólido que el resto, como un viejo púgil fotografiado junto a media docena de modelos de ropa juvenil.

El letrero de latón aún luce imponente, acaso porque su dignidad parece aumentar con la pátina de verdín que el tiempo le ha ido añadiendo, pero las banderas de la fachada parecen todas de luto por alguna extraña catástrofe que hubiese afectado a medio mundo. Hace tiempo que no se cambian en honor a la nacionalidad de los huéspedes, sino que permanecen a la intemperie todo el año, como si quisieran llamar en su auxilio a suizos, italianos, japoneses, británicos y alemanes.

Pero nadie acude en auxilio del viejo prisionero: ni cascos azules ni brigadas internacionales. Sólo algunos turistas espaciados, cámara al hombro, decididos a convertir su decadencia en un valor más, en una razón añadida que resalte su atractivo. Son los estetas del abandono, o simplemente los despistados, los que amplían una multinacional o invaden un país por culpa de un error en un mapa.

El hotel, resignado, se empeña en resistir.

Las alfombras parecen nuevas, pero no son siquiera una sombra de aquellas otras, gruesas y macizas, que cubrían los pasillos diez o doce años atrás. Ahora el lujo es sólo apariencia, decorado para una filmación que no acaba de llegar, atrezzo que resiste semana tras semana hasta que se presenta el relevo en forma de cualquier otra baratija de relumbrón mal imitado.

Las lámparas dejan entrever algunos hilos de telaraña, y las bombillas fundidas tardan meses en sustituirse, a la espera del día en que al fin alguien se sube a una escalera para desempañar los brillos del cristal y el bronce.

Todo ha ido decayendo, como alcanzado por aquel extraño fantasma que desportillaba los vasos, marchitaba las flores y torcía los cuadros de Alraune. Todo es un poco más triste y más viejo: las colchas de las habitaciones, las mesillas de noche, los cabeceros de las camas, la botonadura de los ascensores y hasta los rodapiés de algunos pasillos, pegados de cualquier manera después de que algún incidente, o la simple fatiga, los desprendiese. Pero todo resiste en un último esfuerzo.

El agua se las ha arreglado para componer un segundero en alguna parte, pero nadie se preocupa. Quizás sea en un almacén vacío, o en alguna de las habitaciones que ya no se abren a los visitantes y que ejercen labores de trastero, perfectamente al tanto de la filosofía de todos los trasteros: que nada se pierda y que nada se arregle.

El empeño en la descripción del abandono no es casual: hay lugares cuya seña de identidad es el lujo, otros que se definen por la parquedad de sus líneas y la economía de sus pretensiones, pero la decadencia nunca es muda y contiene invariablemente la historia de un esplendor, la crónica de un fracaso y la promesa de unas ruinas señalables o una gloriosa resurrección.

El hotel, como está hoy, ni vive ni muere, sólo resiste, agobiado por el peso de su antigua grandeza, como una tortuga flaca que debe arrastrar aún la concha que crió en sus buenos tiempos. Media Europa vive así: llena de ciudades que fueron capitales de imperios, centros de administración, cuarteles generales de mando, puertos comerciales, cortes reales, lugares donde un día se decidió el reparto del mundo con una línea sobre el mapa y que tras el paso de los siglos son sólo pueblones, ruinas de castillos y andurriales sin ovejas ni concejos de la Mesta que las saquen del olvido.

De uno de estos lugares toma el hotel su nombre. No importa cual. Hotel Lisboa, Tordesillas, Viena , Versalles, Budapest... Un nombre con sabor a Tratado, con reflejos de salón irisado de espejos, con violines interpretando valses para flamantes parejas que aún se sentían inmortales.

El tiempo alcanzó a esas ciudades, a cada cual a su modo, y alcanzó también al hotel con el peor de los castigos: la indiferencia.

Bombardeado con telarañas y bostezos, el hotel afronta como puede los martillazos del amanecer.

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Cada tela teje su araña (IV)

7

Malindo miró el reloj. Las once y cuarto.

El objetivo probablemente no llegaría antes de la una, pero a partir de las doce debía estar preparado. O incluso un poco antes.

Sacó el rifle de la bolsa de deportes, lo montó cuidadosamente y colocó la mira telescópica. Luego lo cargó con tres balas. Sólo iba a necesitar una, pero siempre cargaba tres balas por si algún golpe de mala suerte le obligaba a disparar contra alguien que mirase hacia la ventana.

La mujer sollozó en su rincón.

—No se preocupe —repitió Malindo por tercera vez en cinco minutos.

—Pero ese rifle...

—¿Cree que le voy a disparar a usted con un rifle de mira telescópica? —bromeó.

—No, pero.. Pero...

—Voy a disparar contra un hombre en la calle.

—¡No me cuente nada! —exclamó la chica recordando que cuanto menos supiese más posibilidades tenía de acabar viva.

El sicario sonrió.

—No tiene importancia. Me va a ver hacerlo de todos modos. Voy a disparar contra un hombre cuando esté delante del hotel. ¿No quiere saber quién es ni por qué?

—¡No!

—Buena chica...

Malindo acercó una silla a la ventana y buscó una posición desde la que pudiese vigilare la calle sin ser visto. Luego se puso en pie y buscó un punto de apoyo para el rifle, cerca del alféizar. Podía disparar a través del cristal, pero no le parecía lo bastante profesional.

Abrió la ventana, volvió a correr la persiana y buscó en la mochila la navaja suiza. Era cuestión de recortar algunas láminas de la persina, para poder apuntar sin estorbos sin que nadie llegase a verlo si no miraba muy detenidamente. En un sexto piso era casi imposible que lo viesen.

—Perdone que estropee la persiana, pero es necesario.

Susana volvió a llorar.

8

En la habitación 308 también vive una mujer.

Lleva sólo cuatro meses allí, pero ella piensa que son años. Una era geológica con sus propias erupciones y continentes navegando sobre magma ardiente. Una era geológica completa iniciada en un enorme cataclismo, con sus grandes extinciones de saurios, ediacaras y esperanzas.

Ha escuchado un rumor y ha ido enseguida a enterarse de lo que sucede. Las noticias corren deprisa por los pasillos del hotel y también tienen sus propias escaleras y salidas de emergencia, que todos los que viven en él se apresuran a memorizar como si fuese un plano de evacuación en caso de emergencia.

Al regresar, la mujer de la 308 se ha dejado caer sobre la cama y ha empapado la colcha roja y verde con sus lágrimas. Llora de alegría y da gracias a algún dios en un idioma que sólo entienden vagamente la lámpara del techo y las copas de champán que aún reposan sobre la mesilla de noche.

Luego la mujer se repone, aprieta los labios y recoge su ropa, prenda a prenda, de los armarios. Hay vestidos largos, pantalones cortos y toda colase de conjuntos, la mayoría atrevidos y juveniles pero también algunos más formales, incluido un traje casi masculino que sólo lució una vez.

La mayoría de aquella ropa no la ha elegido ella y hay muchas cosas que no ha llegado a ponerse nunca.

Ya lo ha colocado todo sobre la cama cuando se da cuenta de que no tiene maletas, pero no le importa. Las maletas son lo de menos. Bastará con cualquier bolsa o , mejor aún, bastará con dejar allí toda aquella porquería y que se la repartan las empeladas del hotel o la tiren a la basura.

La chica de la 308 mira toda aquella ropa un instante y, llena de rabia, rompe algunos vestidos y desparrama el resto sobre la cama y por el suelo de toda la habitación.

¿Aquello era lo que había estado buscando? Los peces hacían mejor negocio que el suyo cuando morían por una lombriz ensartada en un anzuelo.

Ven a España, le dijeron. Tú eres una chica guapa y nosotros tenemos una agencia de modelos. Si quieres, ahora mismo te haremos unas cuantas fotos, simples fotos artísticas, y te añadiremos a nuestro catálogo. Podrás trabajar en el cine, en la publicidad, en la moda.... Ven con nosotros y empieza una carrera como artista en vez de quedarte en este pueblo olvidado. Ven antes de haya otra guerra.

Y la chica de la 308 se lo contó enseguida a sus amigas, encantada. Sabía que el mundo del espectáculo o el de la moda no eran un fáciles y estaba segura de que habría muchos días malos en que tendría que hacer y decir cosas que no le gustaría hacer ni decir. Pero lo mismo le sucedía en Split, obedeciendo a su padre, a su madre, al jefe que la obligaba a trabajar horas extras cortando pescado y se reía de la sola idea de llegar a pagárselas algún día.

Al final de cada jornada en la conservera regresaba a casa sin fuerzas, con el único deseo de dejarse caer en la cama y tener un poco de silencio. Lo peor del trabajo no era el esfuerzo en sí, sino estar todo el día de pie, el frío del pescado, el frío del ambiente y el ruido constante. ¿Qué sería de ella si seguía mucho tiempo más en aquel trabajo?

Cada vez que se planteaba esta pregunta se burlaba de sí misma, pues conocía de sobra la respuesta: acabaría como su madre, veintiocho años mayor que ella y que trabajaba aún en la misma línea de limpieza.

Toda una vida de fatigas, piernas torcidas, espalda destrozada, artritis y artrosis en las manos y ni un gramo de energía al regresar a casa. Cualquier cosa era mejor que eso. ¿Qué tenía de malo irse a España a intentarlo?

—Todo —le respondió su padre el día que ella se atrevió a mencionarlo en la cena—. Todo, porque no se conformarán con unas fotos. Te llevarán a las fiestas de los ricos, para que te manoseen o algo más. ¿O te crees que se conformarán con mirarte? ¿O es que se conforman con mirarte los de aquí, que son unos muertos de hambre como tú?

Eso le dijo su padre, con la extraña mezcla de confusión y lucidez con que hablaba cuando bebía demasiado o dormía demasiado poco, y la chica de la 308 siente aún un fogonazo de vergüenza cuando recuerda que aún así no le pareció malo del todo.

El futuro que su padre le pintaba no era muy distinto en las partes desagradables de la vida que ya llevaba. Trabajaba toda a semana como una mula y el sábado por la noche salía a tomarse unas copas para terminar la noche en la cama de su novio, un chico ya viejo y cansado a los veinticuatro años, demasiado borracho a veces para algo más que acariciarle la espalda y quedarse dormido sobre ella.

Para terminar en la cama de un borracho después de matarse a trabajar podía empezar directamente por ahí y evitar la semana entera de cortar pescado. Y seguramente visitando mejores bares, con mejores borrachos, y en una cama mejor que la del triste cuarto de su novio, en un ático realquilado. Deseaba sobre todo que alguna vez llegara un domingo sin pensar en que al día siguiente se le volverían a helar mas manos, y tendría que alinearse de nuevo con todas aquellas mujeres odiosas que se reían de ella porque era joven, y la odiaban porque era guapa, y esperaban día a día que se fuera marchitando para considerarla una más de las suyas, una más del montón de escombros que se acumulaban en la línea de producción de la planta. ¿Por qué serían todas tan miserables? Ningún trabajo podía ser peor que aquel ni ninguna compañía peor que al que ya sufría en la fábrica.

Lo pensó. Reconoce que pensó todo eso, que se vio como chica de compañía de algún millonario necesitado de compañía y no le importó, pero lo que de veras la impulsó a salir de su país fue la promesa de cosas brillantes y bonitas. Ropa nueva. Unas gafas de sol sin rayones. Un collar falso que no gritara a cien leguas su falsedad, como un insulto. Fueron aquellas pequeñas cosas las que la convencieron.

Y buscó a los hombres que le habían hecho la propuesta. Y posó para un tipo calvo y barbudo que sólo le pedía que sonriese con más naturalidad. Y una semana después le enseñaron un álbum estupendo en el que aparecían sus fotos, y le dijeron que el dinero no era problema, porque había una empresa en Barcelona que podría interesarse por ella. Y hasta le enseñaron el contrato, en español, y ella se creyó que era un contrato porque era lo que con todas sus fuerzas deseaba creer.

No pudo resistirse. Reunió su ropa y se subió a un avión, con el billete pagado.

Pero cuando llegó a Barcelona, los hombres que la esperaban ya no sonreían, ni el coche en que fueron a buscarla era tan bonito. Le dijeron que se callara y la llevaron a alguna parte en un viaje que duró lo que quedaba de aquella tarde y parte de la noche. Le quitaron el teléfono y el pasaporte y la encerraron en aquella habitación.

Tardó una semana en saber el nombre de la ciudad en la que estaba, pero mucho menos en averiguar qué era lo que querían de ella en realidad. Primero la violaron los dos hombres que la habían llevado en el coche, y luego, un tercero, que el explicó en su idioma que debía ser cariñosa con los clientes y que sólo de ese modo pagaría el viaje y llegaría a ganar su propio dinero.

Ella se atrevió a insultarlo y a gritar, e incluso siguió gritando después de los primeros golpes, pensando que no le pegaría demasiado si esperaba sacar algo de ella. En eso tuvo razón: el hombre que hablaba serbocroata salió de la habitación hecho una furia y durante todo el día invitó a acostarse con ella, para probar el material, al personal del hotel.

Uno por uno, pasaron sobre ella el recepcionista, el gerente, un par de camareros del restaurante y algunos hombres más. Poco después de que el noveno se apretase contra ella en un último espasmo regresó el hombre que hablaba su idioma y le preguntó si quería ganar de una vez algún dinero o prefería seguir haciéndolo gratis unos cuantos días más. Ese sería, más o menos su ritmo de trabajo: diez o doce hombre diarios, y ella ganaría diez euros por cada uno en los cinco primeros y quince en los siguientes, además de todo lo que fuera capaz de sacarles por su cuenta. Puedes ganar aquí en un mes lo mismo que en un año en casa. Pórtarte como es debido y todo irá bien, le dijo el hombre, antes de cerrar la puerta con llave.

La chica de la 308 se echó a llorar, pero aceptó. No podía marcharse. No conocía a nadie. No sabía el idioma. No la dejaban hablar con nadie salvo con los clientes, ¿y qué podía decirles a ellos en serbocroata? Cuando aprendiese español podría pedirle auxilio a alguno de ellos, y quizás alguno se apiadase y avisara a la policía. ¿Pero quién quería meterse en líos por una prostituta? Muchos eran hombres casados, o con una posición social que mantener. ¿Quién reconocería haber estado allí? ¿Quién se arriesgaría por ella?

Desde aquel día ya habían pasado los meses y la chica de la 308 se había enterado de algunas cosas, como del nombre de la ciudad, del nombre del hotel, y de que había al menos otras siete chicas como ella en distintas habitaciones de distintas plantas. La mayoría eran también yugoslavas, o polacas, o búlgaras, pero no podía estar segura de cuántas eran ni de dónde habían salido. En aquellos meses su mayor empeño había sido aprender español, con la ayuda de la televisión, sobre todo, aunque a veces también intentaba hablar con los empleados que le subían la comida o con aquella extraña vieja que a veces pasaba a visitarla sin que nadie le prohibiera el paso. Se sintió tentada de pedirle ayuda a la vieja, pero pensó que sería un riesgo inútil, porque aunque tratase de avisar a alguien nadie la creería. Pensó en pedir ayuda a algún empelado del hotel, peo temió que avisaran al hombre que hablaba su idioma y le volviese apegar. Al final, lo intento con varios clientes a los que vio distintos al resto: hombres que parecían sentir más vergüenza que culpa cuando se desnudaban y comenzaban a acariciala. Aquellos eran los viudos y los solitarios, y no los maridos infieles. Alguno de ellos podría dar el paso. Uno incluso le aseguró que avisaría a la policía, pero no había sucedido nada.

Una mañana, tras la vista de la vieja del piso de arriba, se encontró la puerta abierta. Asomó al pasillo y no vio a nadie. Entonces se vistió a toda prisa y bajó hasta la recepción del hotel, con el corazón golpeándole en el pecho como un martillo. El recepcionista miraba tranquilamente la tele y afuera llovía. Sólo tenía que echar a correr y pedir socorro a gritos en cuanto estuviera en la calle. Sólo eso. Después ya nadie se atrevería a intentar detenerla. Todavía no sabía dónde iría, pero eso no tenía importancia: podía ir a cualquier parte. Podía llamar a la embajada de su país y pedir que la repatriasen, o acudir a cualquier centro social. Lo importante era salir del hotel y llegar a un lugar público desde el que pedir ayuda.

Tomó aliento y se dispuso a correr, pero en ese momento se acordó de que había dejado todo el dinero en la habitación, y no quiso perderlo. Llevaba entonces solo dos meses y medio en el hotel, pero tal y como le habían dicho, había ganado más que en todo un año en su tierra.

Volvió a por el dinero, se puso el abrigo, y se dispuso a bajar de nuevo. Pero ya no tuvo fuerzas. Y no porque dudase, sino por miedo. Perdido el impulso del primer momento, se sintió aterrorizada sobre lo que ocurriría si nadie la ayudaba. Pensó si aquella puerta abierta no sería una trampa, y no fue capaz de bajar de nuevo las escaleras. Cada vez que lo intentaba oía pasos, oía voces, escuchaba risas que parecían burlarse de ella o susurros procedentes del pasillo.

Entonces, desgarrada por su ansia de marcharse y el terror que se lo impedía, se acordó de Milko, un vecino, y de cómo, siendo niños, había cazado un grillo y lo había encerrado en una caja de cartón. El grillo pasó algún tiempo saltando dento de la caja para estrellarse siempre contra la tapadera, pero al tercer día, Milko le dijo que ya podía quitar la tapa, porque el insecto, acostumbrado a chocarse contra la tapa, ya no podía saltar fuera de la caja: la tapa había pasado a su cabeza.

Así ase sentía ella: como el grillo. La habían asustado de tal modo que ya no necesitaban cerrar la puerta para evitar que se marchase. Cuando el verdadero terror se impone no hacen falta rejas ni cerraduras.

La chica de la 308 fue entonces a las otras habitaciones de la misma planta, y conoció a algunas de las otras chicas. Algunas tenían también la puerta abierta y otras vivían encerradas. Todas las que hablaron con ella le contaron una historia parecida a la suya: un barrio triste y pobre de una ciudad del Este, desempleo o trabajo duro y mal pagado, una cara bonita, piernas largas, y una oportunidad en Occidente, en los países soleados del sur de Europa, donde las chicas rubias siempre lo tiene un poco más fácil en el mundo de la moda. A una le había prometido irse a Italia, a otra a Ibiza, y a otra incluso llevarla a América, pero todas habían terminado en aquella ciudad del norte, lluviosa y fría como cualquier suburbio de su patria.

Un día la encontraron en el pasillo y no sucedió absolutamente nada.

—Sé buena chica y vuelve a tu cuarto —le dijo únicamente el hombre que hablaba su idioma y al que ella temía como al mismísimo diablo.

Desde aquel día había dejado de intentar pedir ayuda a los clientes. salía cuando quería, se daba una vuelta por el hotel y regresaba a su cuarto después de charlar un rato con alguna de las otras chicas o con la vieja de arriba. En eso consistía su vida, cuando no estaba con los clientes.

O en eso había consistido hasta esa mañana, cuando el hombre que hablaba su idioma entró de repente y le dijo que tenía que marcharse. Estaba segura de que intentarían subirla de nuevo en un coche y llevarla a otro sitio, pero esta vez no lo permitiría. Esta vez , el hombre que hablaba su idioma, la había mirado de un modo distinto: con miedo. Y verlo asustado disolvió el miedo de ella, como si un chasquido de dedos la hubiese sacado de un trance hipnótico.

¿Estaba ya en el hotel la policía? Quizás al final se hubiera atrevido a ayudarla aquel tipo cejijunto y moreno, que la miraba sin creerse del todo lo que veía.

La chica de la 308 se puso unos pantalones vaqueros, sus zapatos más cómodos y un abrigo. Reunió el dinero que guardaba en un enchufe averiado y se fue de la habitación.

Sólo miró atrás una vez, para echar un último vistazo a la cama y a toda la ropa tirada y revuelta por el suelo. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, nadie volvería a encontrarla allí.

9

A las once y media la persiana estaba lista, el arma cargada y la posición de tiro perfectamente dispuesta.

Malindo se acercó a la chica de la inmobiliaria y se sentó frente a ella.

—Hace casi una hora que salió de su oficina.

—Sí...

—Debe llamar. No quiero que sospechen.

La chica asintió con la cabeza.

—¿Dejó dicho dónde iba?

—Siempre lo hago. El sitio al que voy y el nombre y número de teléfono de la persona a la que se le enseña el inmueble.

—Bien. Muy bien. Hay que ser precavido. El nombre es falso y el teléfono irá a la basura hoy mismo, pero ha hecho bien. Ahora llame a su oficina —añadió Malindo entregándole el bolso.

—¿Y qué les digo?

—Lo que usted quiera. Que estamos esperando a mis socios porque el inmueble me interesa mucho. Que ha ido a otro sitio a ver otra oficina que quiero poner a la venta. Lo que usted quiera. Estoy seguro de que será prudente.

Susana sacó el teléfono del bolso con la mano libre y lo miró unos instantes.

—¿Y cuándo les digo que voy a volver? Porque eso me lo preguntarán —quiso saber.

—En una hora u hora y media.

—Cerramos a la una y media.

—Antes de cerrar, entonces —propuso el sicario—. Y enciende el altavoz para que yo oiga lo que te dicen.

Susana se aclaró la garganta y marcó el número de la agencia. Respondieron enseguida.

—Oye Mario, que voy a tardar aún un buen rato, ¿eh?

—Siempre andamos igual —respondió al otro lado una voz no muy amable.

—El cliente está muy interesado en la oficina, pero tenemos que esperar a que venga su socio. Además tiene otra junto a la Universidad y quiere que se la pongamos a la venta. En vez de esperar aquí vamos y volvemos.

—Bueno, vale, haz lo que tengas que hacer. ¿Y cuándo vuelves?

—Antes de cerrar.

—Joder... Date prisa, anda, que siempre andamos igual —respondió el dueño de la inmobiliaria antes de colgar sin despedirse.

Susana le devolvió el teléfono a Malindo.

—¿Lo he hecho bien? —preguntó.

—Sí, muy bien. Y lástima no haberlo cogido a él, carajo...

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Cada tela teje su araña (VI)

12

Hans Hoffmann es Vitali Kirilenko haciéndose pasar por Gerdhard Schepke.

Al final, todo se reduce a un tipo calvo y con bigote que guarda los tres pasaportes en la misma mesilla de noche de la habitación 401. Ahora acaba de sacarlos los tres y, sentado en la cama, se cambia de calcetines mientras piensa qué hacer.

Acaba de escuchar la noticia que ha sacudido los cimientos de la v ida en el hotel y echa sus propias cuentas.

Nada. No va a hacer absolutamente nada.

Si acaso, ir a ver a la mujer de la 409, al otro lado del pasillo, y despedirse de ella. Le gusta esa mujer, le gusta su mirada. Le gusta el modo en que lo abraza aunque ninguno de los dos esté ya para grandes alardes de erotismo. Él tiene setenta y un años, y ella pocos menos, o quizás alguno más. ¿Qué importa? Ella no sabe de dónde salió y el tiene que pensar muy atentamente algunas cosas para disti8nmguir lo que realmente vivió de lo que ha ido inventado con los años, mientras superponía capa sobre capa en su identidad.

Se llama Hoffmann, eso lo recuerda, y nació en Dresde el mismo día que Hitler llegó al poder. Su padre era agente de la GESTAPO, y cuando acabó la guerra temió que los represaliaran a todos, máxime viviendo bajo la ocupación soviética. Al principio su familia lo pasó mal, pero luego llegó la gran pregunta: ¿qué iban a hacer con toda aquella gente que había trabajado en los servicios secretos nazis? Todos pensaron que los fusilarían sin contemplaciones, o los deportarían a Siberia o a algún campo de trabajo, pero hacer tal cosa era un desperdicio de conocimientos y de talento y los rusos eran ante todo gente pragmática: a su padre lo integraron en el Ministerio para la Seguridad del Estado, la Stasi, después de hacerlo pasar por diversas academias.

Y en Occidente fue igual: ¿qué se podía hacer con toda aquella gente? ¿qué se podía hacer en plena Guerra Fría, cuando se necesitaban miles de hombres preparados tanto para labores de información como para trabajos de campo? ¿Desechar aquel capital humano? Imposible. Se aprovecharon los científicos, y uno de ellos llevó al hombre a la luna, se aprovecharon los políticos, se aprovecharon los juristas, y también los policías, por supuesto. O simplemente los hombres sin escrúpulos dispuestos a la acción, como hicieron los americanos en aquella Operación Gladio que al final no tuvieron más remedio que reconocer: miles de fascistas italianos y nazis alemanes armados en secreto e instruidos para asesinar a los líderes de la izquierda si un día brotaba un conato de revolución marxista. ¿Qué necesidad había de reclutar a otros hombres, de adoctrinarlos y de instruirlos? El trabajo estaba hecho y se aprovechó, como no podía ser de otra manera.

La piedra rodaba ya cuesta abajo cuando Hans cumplió dieciocho años y le pidió a su padre que le ayudase a ingresar en la Stasi. Su padre le advirtió que no sería un trabajo fácil y él lo aceptó con toda naturalidad: no había llegado a participar en la guerra pero sí se había endurecido en las escuelas nacionalsocialistas lo bastante para creer en conceptos como determinación, sacrificio y voluntad. Sin escrúpulos, Sin complejos.

Haría lo que hubiese que hacer, dijo. Y lo cumplió.

Luego llegaron los años, muchos, de pequeños servicios dentro de su ciudad, los traslados constantes, los informes interminables, los cursos de idiomas, el viaje a Rusia y todas aquellas experiencias que podrían servirle para escribir su autobiografía en siete tomos. Una autobiografía que no escribiría nunca porque su mayor orgullo estaba en lo que callaba, en lo que ocultaba y en lo que seguiría sin saberse incluso después de su muerte.

Todo iba bien, más o menos, hasta que llegó el año ochenta y nueve: el año de la catástrofe. El bloque comunista, que había servido de contrapeso al imperialismo americano, se desmoronó de pronto, como si la roca que lo formaba hubiese entrado repentinamente ne resonancia para convertirse en arena. Todo se hundió en poco tiempo: la caída del muro, la desintegración de la URSS, la unificación de Alemania...

¿Y qué podía hacer? ¿En qué pararía todo?

De pronto, él y otros muchos miles de agentes de seguridad del bloque comunista se encontraron sin trabajo, perseguidos y señalados en su propio país. ¿Y por qué? Por cumplir con su deber.

¿Qué podían hacer? ¿qué iba a hacer él?

Y ahí están los ingenuos, los incautos, los que creen que los pintores se inventaban el éxtasis de las monjas... Ahí están todos ellos, sonrientes, pensando que ha llegado la libertad y que los agentes del KGB se van a convertir en fruteros, cerveceros y pastores de ovejas. Y los agentes de la Stasi formarán compañías teatrales y de guiñoles, parar entretener a los campesinos y pasar al final la gorra, pidiendo la voluntad. ¡Idiotas!

Cuando el sistema se derrumba, quedan sus armas y quedan sus hombres preparados para el engaño y la violencia. Puede gustar más o menos, pero es un hecho. Y la única salida de esos hombres, la única digna, es aprovechare lo que saben hacer y pueden ofrecer para seguir ganándose la vida.

¿Y qué sucede en realidad? Que el mundo está lleno de pequeñas y grandes bandas con actividades oscuras, y que e esos grupos se enfrentan a diario con la policía, y que están realmente encantados de poder contar en sus filas con gente mucho mejor preparada que la policía normal de sus países, gente mejor adiestrada, gente fogueada en la realidad y que no se ha pasado la vida poniendo multas de tráfico a panaderos que aparcan mal la furgoneta.

¿Qué puede hacer un policía antidroga contra un par de buenos agentes del KGB o de la Stasi? Poca cosa. No hay comparación. No hay color. Y los agentes de la Stasi son mucho más baratos y menos arriesgados de comprar.

Y así fue.

Cada uno se buscó la vida como pudo y Hans se vino a España.

Ya no era joven cuando llegó, pero eso no tenía mucha importancia. Mucha gente quiso contar con sus servicios, y poco a poco sus tres identidades se fueron mezclando. Poco a poco le llegaron también encargos de varios gobiernos, incluido el español, y poco a poco se afianzó su identidad en aquel hotel, como un viejo ingeniero jubilado de una industria automovilística.

Una veces ayudaba a que se verificase una transacción sobre armas y otras avisaba al gobierno sobre ella. Unas veces apoyaba a los delincuentes del Este y otras cumplía otro programa. Ni los unos ni los otros sabían a quién servía en realidad, y todos se habían acostumbrado a no hacer demasiadas preguntas.

Cualquier día podía aparecer muerto en una esquina, lo sabía, pero eso no era un cambio demasiado radical respecto a la vida que llevaba antes.

A veces, por diversión echaba un vistazo a los pequeños trapicheos del hotel y se reía un rato. Sabía perfectamente lo que estaba sucediendo allí. Conocía al dedillo cada trama y por eso precisamente se burlaba de ellas: las chicas, las drogas, la gerencia... Todo. Y por eso, también, pensaba quedarse en su habitación mientras los demás se marchaban a toda prisa.

Lo único que seguí siendo un misterio para él era la mujer de la 409, aquella vieja medio loca que se hacía pasar por una actriz del cine mudo y que a veces se metía en su cama si previo aviso y miraba luego debajo de la lampara de noche a ver si él le había dejado algún billete.

La primera vez no le dejó nada, por respeto sobre todo, pero luego entendió que la mente de ella funcionaba mediante una lógica distinta y comenzó a pagarle como si de veras fuese una prostituta, como si la hubiese llamado él y como si realmente disfrutara de su marchita compañía.

Y con el tiempo, lo reconocía, comenzó a disfrutar realmente de estar con ella. A todos los niveles. Le gustaba su conversación y le gustaba desnudarla y desnudarse para ella. ¿Por qué no, qué demonios?

Sabía que le habían dicho que tenía que marcharse y la única duda de Hans, o de Vitali, o de Gerdhard, era si bajar a buscarla y decirle que se quedara con él, que él pagaría la habitación, que él se comprometía a no hacer preguntas y se comprometía también a no responderlas. Simplemente pasearían juntos, sin saber ninguno de los dos porqué había gente que pagaba a veces, qué silencio intentaban comprar io qué agradecimiento esperaban. Se harían un poco más viejos en su mundo desquiciado por los terremotos de la vida y de la historia y un buen día, cuando tocase, uno de los dos se ocuparía del entierro del otro mandando inscribir cualquier enorme mentira sobre una lápida.

¿No es eso el amor? ¿No es convertir en propios los fines de otro? ¿No es escribir mentiras en los cuadernos, en las cartas y las mañanas? ¿No es construir paseos, réplicas y sepulcros?

Ella se llamaba Carmen y se creía Norma Desmond. Bien, ¿por qué no? Al fin y al cabo aún estaba un escalón por debajo de él, que tenía tres nombres, cada cual con su correspondiente fotografía y pasaporte. ¿Y quién está más loco? ¿el que s elo cree o el que no?

¿Por qué demonios iba a perderla? Ni le importaba quién la había llevado a aquel hotel ni tampoco por qué se la llevaban de nuevo. Sabía que el gerente y el yugoslavo de las chicas tenían algo que ver, pero le importaban un bledo. Bajaría a recepción y le diría que subiese de nuevo las maletas a la cuarta planta. La ayudaría incluso. Pero no a la 409 sino a la 401.

Y nadie se opondría. Nadie, ni el gerente ni aquel idiota yugoslavo tendrían nada que decir.

Hans se miró al espejo, sacó una viejísima Walther de su mesilla, se la metió en el bolsillo y bajó hacia recepción.

Ojalá no tuviese que pegarle un tiro a nadie. Siempre era una cosa desagradable.

13

Malindo vio detenerse un coche delante del hotel y se colocó en posición. Sólo unos cuantos centímetros del cañón del rifle asomaban por delante de la persiana, pero la visibilidad a través de la mira telescópica era perfecta.

En el centro de la cruz que señalaba el objetivo apareció una mujer de mediana edad, rubia, vestida con un impecable abrigo azul. No era el objetivo. Del otro lado del coche salió un hombre calvo, aparentemente mucho más viejo que la mujer. Malindo no tardó ni siquiera un segundo en tenerlo perfectamente enfocado, peor tampoco se trataba de su objetivo.

El coche reinició la marcha poco después. Nada.

Era la segunda vez en diez minutos que se echaba el arma al hombro, pero de momento no había tenido suerte. Las doce y veinte. Era pronto. No había por qué preocuparse.

Susana sin embargo, se tapaba los oídos lo mejor que podía, acercando la cabeza a la mano esposada.

—No se preocupe. Hace ruido pero no es para tanto —le aseguró el sicario, ya por segunda vez.

—Es igual. Me da miedo.

—¿Le tiene miedo a los petardos?

—Me desagrada cualquier ruido. Cuando hay tormenta me pongo muy nerviosa. Odio los ruidos.

—Nunca es malo escuchar una bala, ¿sabe?

—¿Por qué?

—La bala que oyes es que no te ha matado. Las balas van más aprisa que el sonido. No todas, pero sí la mayoría, y como el cerebro necesita un tiempo para procesar el impulso nervioso, si la oyes es que no te mató.

—Sabe usted muchas cosas.

—Más de las que quisiera, señorita. No hago este trabajo porque no sepa hacer otra cosa.

No quería decir —comenzó a disculparse Susana.

—No se preocupe. La entiendo... ¿Y usted, tiene estudios?

—Estudié graduado social.

—¿Y en qué consiste eso?

—Es una carrera para especializarse en problemática social, como pobres, marginados, alcohólicos... Se trata de poder prestarles luego la ayuda adecuada.

Malindo arrugó el gesto.

—Mierda de mundo cuando hay que estudiar una carrera para ayudar a los pobres.

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Cada tela teje su araña (VII)

14

La habitación 202 no tiene cama.

Hace tiempo que la 202 es un despacho, y allí trabaja Luis Molina, encargado de relaciones públicas del hotel y responsable de los eventos y congresos que se celebran en la planta baja.

Su mesa está impecable, y en los cajones sólo hay un par de agendas abarrotadas de números de teléfono. A Molina le basta con conocer y poder llamar a las personas necesarias en cada momento. Ni siquiera tiene un archivador en el despacho: todo lo que importa lo almacena en el ordenador o en la cabeza, y sostiene que lo que no puedas guardar en esos dos sitios no vale la pena conservarlo.

Hoy ha llegado tarde. En recepción no había nadie y en el hotel ha observado un extraño ajetreo, pero no se ha molestado en averiguar qué está sucediendo. Esa es otra de sus máximas: si tienes que enterarte de las cosas, es que no valen la pena. De las realmente importantes te enteras aunque no quieras.

Acaba de sentarse en su mesa y ha sacado una agenda cuando suena su teléfono.

Molina lo coge en el acto y escucha una sola frase.

—No me jodas— responde sin añadir siquiera el énfasis de una exclamación. Quiere añadir algo más, pero del otro lado ya han colgado.

Da un golpe sobre la mesa, grita media docena de blasfemias y tras recoger sus agendas y libretas de direcciones, echa un vistazo a la habitación y se marcha a toda prisa.

No piensa volver.

Luego, ya junto al ascensor, regresa sobre sus pasos y entra de nuevo en la habitación.

Sin pensarlo un instante, busca un destornillador en los cajones de su mesa, pero no encuentra ninguno, así que al final se decide a usar unas tijeras para desatornillar la carcasa del ordenador. Es un trabajo un poco más lento, pero igual de eficaz. El último tornillo se le resiste y Molina no tiene paciencia para seguir intentándolo, y menos aún para bajar a recepción por una herramienta más adecuada: sólo es un tornillo, así que tira de la carcasa, doblándola por ese punto de enganche, y acto seguido la arranca y empieza a trabajar con los tornillos del disco duro. Son cuatro tornillos más, uno de ellos en un punto de acceso complicado.

Entonces se vuelve a acordar del Congreso que está a punto de celebrarse y trata de apartar la idea de su mente con un rápido parpadeo.

Los congresos son menos cada vez, pero el beneficio crece gracias a todo lo que gira en torno a cualquier reunión de gente sola, con dinero, y que está lejos de su casa. Por una parte están las chicas y luego viene la bebida y el supermercado de sustancias prohibidas de la primera planta. Por eso es importante elegir los Congresos que se organizan, porque no consume lo mismo una reunión de deportistas que una reunión de médicos. Lo importante es que tengan dinero y que vengan de lejos. Lo importante es que sea gente abierta de mente, y sin demasiado acceso habitual a según qué cosas, porque venderle anfetaminas a un médico es lo más difícil del mundo.

Hoy va a venir un grupo entero de extranjeros: tiene que dejar claras un par de cosas a las chicas y tiene que asegurarse de que se cumplirá el mínimo de lo que se espera en elegancia y servicios para un pequeño congreso. Hay que sacar las sillas del almacén, planchar las banderas y montar un escenario digno. Los pretextos que se saben pretextos son los más exigentes con las formas.

¿Cómo se puede arreglar eso? Con naturalidad, por supuesto. Será un simple congreso, con toda la inocencia, sin chicas, sin cocaína, sin hachís ni marihuana. Será un congreso como cualquiera que pudiera organizar un Parador Nacional en plena vista del ministro. No hay problema. Si alguien pregunta por alguno de los otros servicios de los que ha oído hablar, es cuestión de poner cara de sorpresa y hasta de simularse ofendido: usted se equivoca, caballero. Aquí nunca se montaron orgías, ¡qué barbaridad! Aquí nunca se permitió la circulación de estupefacientes y eso de lo que me está hablando es ilegal. Aquí nunca, jamás en cincuenta años, se han organizado partidas de poker. Hay que hacer lo que sea, menos suspender el congreso.

Luis Molina es especialista en mantener el tipo, pero también sabe cuándo debe marcharse.

A los veintidós años, después de acabar empresariales, comenzó a trabajar en un banco, pero en aquella época, anterior a la fiebre de las hipotecas y las participaciones preferentes, la banca era un negocio aburrido basado en la regla del tres, seis, tres: pagas un tres por ciento por el dinero, cobras un seis por ciento por los préstamos, y te marchas a casa a las tres, hasta el día siguiente.

Quizás si hubiese aguantado más tiempo en el sector hubiese conocido la época dorada de las grandes comisiones, los pluses dorados de productividad y los grandes pelotazos, pero no tuvo paciencia y se fue. O eso es lo que él dice, porque muchos de los que lo conocen dice que tuvo que marcharse por otras razones más urgentes. El caso es que a partir de ese momento comenzó a trabajar por cuenta propia, casi siempre de comercial en cualquier ramo que pudiera necesitar sus servicios.

Probó con los seguros, los libros, las viviendas... y al final comprendió que lo mejor era dedicarse un poco a todos, de manera que se pudiera vender un coche al que quería un coche, un seguro al que necesitaba un seguro y una reforma integral al que tenía que hacer obras en su casa o en su oficina.

En aquella época conoció a Luis Portillo, gerente del hotel, y enseguida se dio cuenta de que esa era justamente la clase de relación que le convenía. Porque en un hotel se necesita de todo: lavandería, servicio de limpieza, mantenimiento, proveedores de comida, gasóleo, etc. Un hotel grande consume mucho, consume muchas clases de suministros, y además de manera constante, sin que las cantidades unitarias llamen la atención por sí mismas.

Lo de los congresos y reuniones de empresa llegó más tarde, cuando ambos, durante una cena, decidieron que había que buscar la manera de sacarle más rendimiento inmediato a las posibilidades que el hotel les ofrecía. El negocio propiamente dicho del hotel estaba cayendo, y había que buscar la manera de obtener algún partido de las instalaciones, y sobre todo del nombre, mientras no se convirtiese en una ruina.

Y así fue como surgió la idea: famoso hotel de cinco estrellas, céntrico y con prestigio, ofrecía sus salones para congresos a un precio más bajo que establecimientos de mucha menor categoría. Además, para los participantes en ese tipo de actos, se ofrecía también un descuento de hasta el 40 % en el precio de las habitaciones. Lo que ya subía algo más eran los servicios complementarios, como la bebida y todo el resto de posibles diversiones, como solían describir las actividades ilícitas o dudosas. El hotel perdería dinero, pero ellos, que se ocupaban de esos otros extras sin pasarlos por la contabilidad, se harían ricos.

¿Pero a quién demonios el importaba el hotel? Mientras el restaurante fuese capaz de asumir todos los costes operativos, lo que se sacase del resto era beneficio puro. Y no se trataba sólo de dinero, porque un hotel como aquel podía producir muchas clases de beneficio, como pudo ir comprobando.

A partir de ese momento, todo comenzó a funcionar de acuerdo con la filosofía de Luis Molina, una filosofía muy clara y muy bien delimitada.

En el mundo hay dos clases de gente: los que hacen el trabajo y los que se llevan el dinero, y además nunca son los mismos. Lo importante es llegar a estar entre los que se llevan el dinero, y eso se consigue conociendo a las personas adecuadas, que suelen estar en cierta clase de sitios, y desde luego no aparecen por fondas de mala muerte, salones con techo a dos metros justos del suelo y nombre recién pintado en la fachada, o compuesto con fideos de neón. La gente que importa, la que de veras puede hacer un encargo que suponga embolsarse una buena cantidad con un par de llamadas a los que realmente harán el trabajo, forma una especie de dinastía a la que se le puede seguir la pista hasta los reyes godos. Parece que cambian de vez en cuando, con una revolución o con unas elecciones, pero no es cierto: enseguida asoman de nuevo, primero con timidez, y luego, poco a poco, a plena luz del día, dispuestos a ocupar los lugares de siempre. Por eso, sea cual sea el régimen político o el signo del Gobierno, si se siguen los organigramas con cierta atención, siempre parecen los mismos apellidos, unas veces en puestos más discretos y otras en cargos de relumbrón, pero los mismos, siempre los mismos, con alguna pequeña infiltración de despistados que tratan de incorporarse a la pequeña tribu de elegidos y a los que se les permite entrar para que sustituyan a alguna rama extinta del viejo árbol.

¿Y dónde está esa gente? En los mismos viejos hoteles, en los viejos balnearios, en las cofradías más antiguas, aparentemente dedicadas a seguir la tradición de pasear una imagen religiosa en Semana Santa pero centradas en realidad en asegurarse de que los suyos están siempre un poco antes en cualquier lista, un poco por delante en cualquier elección, un poco más arriba en el montón de currículos aspirantes a un buen puesto.

El hotel había sido crucial. Sin aquel condenado edificio nunca habría conseguido dejar las calles, vendiendo hoy seguros y mañana enciclopedias, hasta envejecer con las espaldas curvadas de tanto cargar con el maletín y el desánimo, el muestrario y la acumulación de respuestas negativas. Allí había empezado en su nueva vida.

Pero todo se termina.

Luis Molina acabó de sacar el último tornillo, desconectó los cables y se metió el disco duro en el bolsillo.

—Si hubiese tenido un par de años más... —se quejó mientras cerraba la habitación de un portazo.

Pero no tenía ni un par de años, ni un par de días siquiera. Tenía que largarse y rápido.

Quizás con buena suerte y buena mano pudiera volver...

15

Ya es la una menos cuarto y Malindo no se aparta ni un instante de la ventana. Al principio estaba completamente seguro de que su objetivo entraría por la puerta principal, pero ya empieza a preguntarse qué hará si al final prefiere dirigirse al aparcamiento y subir al hotel por el ascensor.

—Se está haciendo tarde. ¿Quiere que llame de nuevo? — propuso Susana.

—No es necesario. ¿Tiene miedo de que la busquen?

—Pues sí, la verdad. Si viene alguien a buscarme creo que será peor para todos. ¿qué pasaría si alguien llamase ahora a la puerta o viniese el propietario del piso?

—Sería malo para todos —respondió escuetamente el sicario—. Pero a mí no me suceden esas cosas. Yo soy un hombre con suerte. Siempre he tenido suerte. ¿Y usted?

—Hasta hoy, sí.

—De momento no puede quejarse. Sólo está pasando un rato incómodo sentada en el suelo.

—Pero después...

—Lo que ocurra después depende de que me convenza o no de si me conviene dejarla con vida.

Susana sollozó.

—A nadie le convienen los testigos. Es lo que llevo pensando desde el principio.

—Se equivoca, señorita. Yo haré lo que tengo que hacer y luego me marcharé. Si creo que dará mi descripción a la policía la mataré, pero si creo que les dirá cualquier cosa, como que soy un tipo alto, rubio y con acento ruso, me interesará que siga viviendo, porque me dará tiempo a largarme para siempre mientras buscan a un ruso o a un yugoslavo.

—¡Les diré lo que usted quiera!

Malindo negó con la cabeza.

—Atada a un armario y mientras yo la apunto con un arma es muy fácil prometer eso. No voy a creer nada de lo que me diga. Tiene que convencerme, peor no hablando.

Susana bajó la vista.

—¿Y cómo puedo convencerle entonces?

El sicario sonrió.

—No piense mal. No voy a abusar de usted ni nada parecido. Me sobran mujeres que me abrazan de buena gana como para rebajarme a una cosa así.

—Yo no...

—Sí lo había pensado. No me mienta.

—Bueno, sí... Pero es que no se me ocurre cómo convencerle.

—Piense algo porque le va la vida en ello.

—No gano denunciándolo. Y puede volver, o puede volver uno de sus amigos. Un hombre que dispara a la calle con un rifle nunca trabaja solo.

Malindo se echó a reír.

—¡Muy bien! ¡Lo está haciendo muy bien! Pero no basta.

Susana apretó los labios.

—Acérquese un momento, por favor.

—No puedo apartarme de la ventana.

—Será sólo un momento.

Malindo se acercó hasta el archivador y se agachó junto a la chica.

Ella lo miró fijamente, sin un aso9mo de miedo ni de lágrimas.

—Llamó un hombre con acento ruso, le enseñé la oficina y me ató a un archivador. Era un hombre rubio, de casi metro ochenta, con el pelo rubio o castaño claro y ojos azules. Me esposó al archivador. Eso diré. Seguro que un hombre como usted sabe cuando una mujer le miente y cuándo no.

—Eso está mucho mejor —respondió Malindo regresando junto a la ventana—. Pero me temo que tampoco es suficiente.

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Cada tela teje su araña (III)

5

La agente inmobiliaria se retrasó quince minutos y Malindo ya comenzaba a ponerse nervioso. A cambio, se alegró ver de que llegaba sola.

—Disculpe la espera. Me llamo Rocío. Justo cuando iba a venir apareció una persona y no he podido terminar antes.

—No se preocupe. Mi nombre es Néstor. Néstor Martínez —se presentó Malindo cambiando de mano la bolsa de deporte en la que llevaba el rifle. Precisamente su necesidad de llevar el rifle encima era lo que le había puesto nervioso durante la espera.

—¿Puedo preguntarle de dónde es usted? Por el acento parece de Suramérica.

—Y lo soy, señorita. Soy salvadoreño —mintió Malindo mientras esperaban el ascensor— Me gustaría iniciar un negocio de importación y exportación y creo que su ciudad es una buena opción.

—Muy interesante.

—Exportamos conservas e importamos maquinaria.

—Pues puede que esta oficina le guste — lo animó la agente

—El lugar, desde luego, es inmejorable. En esta plaza tan hermosa, y con tan buenas vistas. Un poco alto quizás, para que se vea el letrero desde la calle, ¿no le parece?

—Bueno, eso depende... Un negocio de importación y exportación tampoco necesita un cartel muy grande. No es un negocio orientado a cualquier público, ¿verdad? —respondió Susana mientras abría la puerta—. Pase, por favor.

Malindo recorrió los ochenta metros de oficina, simuló comprobar la disposición de los enchufes, revisó los cuartos de baño y se dirigió a las ventanas. Desde una de ellas, se dominaba a la perfección la entrada del hotel. Además, tenía persinas de rejilla, perfectas para poder disimular el cañón del rifle. Era cuestión de abrir la ventana y apoyar el arma. Un tirador medianamente hábil no podía fallar desde allí, a menos de cien metros del objetivo, y menos él, que había logrado algunos blancos a casi un kilómetro.

—Es perfecto. Creo que es justo lo que buscaba: por tamaño, por ubicación, por precio —alabó Malindo.

—Me alegro de que le guste —celebró la agente. Pocas veces había conseguido cerrar un alquiler tan fácilmente.

—Es sensacional de veras. Dígame que tengo que hacer para firmar el contrato.

—Pues poca cosa. Hablamos con los propietarios, y ya está.

—Como le dije, me voy esta misma tarde.

—No es problema. Me deja una dirección y le envío la documentación a donde sea necesario.

Malindo echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó un sobre.

—Si le parece, para evitar desconfianzas, le dejo dos mil euros de anticipo, pero necesito quedarme aquí a tomar medidas. Son medidas muy detalladas para todo el mobiliario y puede llevarme toda la mañana. ¿Le parece bien?

—Es que eso no es posible. Ya le digo que tenemos que llamar a los propietarios y yo debo regresar a la agencia.

—¿Y no me puede dejar las llaves? Ya le digo que pago ahora mismo y al contado, para evitar cualquier duda. Y aquí no hay nada que pueda faltar o deteriorarse. Es parea ahorrarme un viaje e ir avanzando.

Susana dudó. Por una parte entendía las razones del cliente, pero por otra sabía que las normas eran muy claras a ese respecto. Si la agencia inmobiliaria hubiese sido suya hubiese dicho que sí, pero siendo empleada, prefirió preocuparse de su empleo.

—No, lo siento. Ya le digo que eso no puede ser.

—¿Y no puede llamar desde aquí a los propietarios?

—No tengo aquí su número. Está en la agencia.

—Pues llame a la agencia y que se lo den.

Susana suspiró, cansada de la insistencia.

—Ya le digo que no puede ser. Tenemos unas normas...

—Pues que lástima —respondió Malindo sacando la pistola del bolsillo.

Susana iba a gritar pero se contuvo.

—Lo intenté todo, señorita. Pongo a Dios de testigo de que lo intenté todo antes —se disculpó Malindo.

—No. No me mate... No...

—Siéntese en el suelo. Ahí, al lado de ese archivador grande.

La chica hizo lo que le mandaban.

Malindo sacó unas esposas de la bolsa de deporte y se acercó a la agente.

Ahora estése quieta y tranquilita. Voy a esposarla al archivador. Sólo eso. Si no grita y hace todo lo que le diga, no le pasará nada.

—¿Pero quién es usted? ¿Qué quiere?

—No haga preguntas. Cuanto menos sepa, mejor. Imagine que me hace una pregunta, se la respondo, y luego me arrepiento de haberle contado algo. ¿Se imagina lo que pasaría?

—Sí, sí... Por favor... —sollozó la chica, sin poder contener las lágrimas.

—Y no llore. ¿Tiene algún pañuelo?

—En el bolso.

Malindo recogió el bolso del suelo, pero se detuvo antes de abrirlo.

—¿Da su permiso para que abra el bolso?

A la agente le hizo gracia la pregunta. Incluso consiguió sonreír.

—¿Me pide permiso para eso después de esposarme a un archivador?

—Tenerla ahí atada es parte de mi deber. Fisgar en el bolso de una dama no lo es.

—Sí, por favor. Abra el bolso y déme un pañuelo, si es tan amable.

6

La habitación 409 lleva ocupada siete años. La mujer que vive en ella no paga nunca, aunque a veces tiene algún dinero, casi siempre pequeñas cantidades de las que nadie alcanza a señalar su procedencia y mucho menos a mencionarla en voz alta.

La mujer de la 409 tiene ojos de princesa, manos de pianista y un cementerio en el alma del que a veces asoman los santelmos de su risa. Cuando ella se ríe, todo el mundo mira al suelo, como si temiera que se le hubieran aflojado los cordones de los zapatos.

Por donde ella pasa se hace el silencio, incluso entre las grietas del edificio. Nadie la teme, pero su presencia resulta inquietante, como la de un tigre disecado y polvoriento en lo oscuro de un rincón. Algunos dicen que hay en ella algo siniestro, y otros simplemente creen que está loca, pero todos se limitan a tratarla con la mayor amabilidad y a alejarse de ella y sus historias cuanto antes.

Al principio contaba cuentos en primera persona, y cuando estuvo claro que no se refería a sí misma, comenzó a introducir en sus historias a los demás huéspedes habituales del hotel y a algunos miembros del servicio con los que compartía mesa. Las historias eran siempre inocentes, pero incluían detalles sobre la vida de sus protagonistas, detalles siempre insignificantes pero exactos, que los afectados se veían obligados a reír como bromas para no tener que confirmarlos o desmentirlos. El día que mencionó a la primera novia del gerente, este detuvo la narración con un puñetazo sobre la mesa y ya no hubo más relatos.

Sin embargo, aún habla de los otros como si los hubiese conocido de niños, acompañándolos en sus pequeñas aventuras, o como si hubiera pasado media vida detrás de una puerta, escuchando en secreto sus conversaciones o espiando sus movimientos. Procura ser siempre discreta, pero a veces, cuando escucha algunas frases, frunce el ceño de tal modo que a menudo obliga a rectificar a la persona que estaba hablando.

Ahora la mujer de la 409 está llorando. Acaba de leer el periódico que todas las mañanas le suben a su cuarto para que le eche un vistazo antes que nadie y cuente luego las noticias a los demás a la hora del desayuno. Pero no es el periódico lo que le preocupa: la acaban de llamar para decirle que prepare inmediatamente sus cosas porque tiene que marcharse. Sin discusión. Sin demora.

Su mundo no era del todo malo; su vida parecía tolerable en aquella habitación. Se había acostumbrado a la idea de no tener un hogar, pero nunca podría acostumbrarse a dejar de tener un techo seguro y una dirección a la que regresar después de sus paseos bajo los árboles del parque. Se había encariñado con aquel techo amarillento, presidido por una lámpara con sólo dos bombillas supervivientes. Se sentía a gusto paseando por la tarima crujiente, mientras declamaba en voz alta a Rubén Darío.

Ruega por nosotros, hambrientos de vida

con el alma a tientas, con la fe perdida,

llenos de congojas y faltos de sol...

No era malo vivir en aquella habitación. Nada lo era. Ni la moqueta oscurecida, ni los sillones fatigados, ni siquiera el hilo rojo que el agua había ido trazando en un lateral de su bañera, ese hilo rojo que tantas veces contempla, en busca de la puerta que se cerró en algún momento en su memoria. Sigue allí, pero lisa, sin manilla, sin una muesca que la distinga del enorme muro blanco que le impide mirar hacia el pasado.

“Yo soy quien espera a junto a un muro a que le abran una puerta. Junto a un muro sin puerta”. También eso lo había leído en alguna parte, en un libro de Pessoa, y nunca se había sentido tan retratada en unas líneas como entonces.

En aquella habitación la poesía latía con su propio pulso. Poesía auténtica, sin sentimientos fingidos, sin amores alambicados que acababan en suicidio o promesas de Eternidad. Allí podía echar ramas y raíces la poesía de las cosas, con toda la sutil mecánica de sentimientos intercambiados entre los objetos y las personas que los han utilizado. Allí podía dejar su alma en un vaso, como quien deja una dentadura postiza, y salir a la calle sin ella, porque estaba segura de que no necesitaría usarla en todo el día. Allí podía verse decantar, como el agua y el aceite que se separan lentamente, como esas capas de distintos colores que se ven a veces en las canteras, en los túneles y en las grandes obras ferroviarias cuando las excavadoras desnudan la intimidad de las rocas.

—Pararse a reparar y repararse—, repitió varias veces la mujer, en voz alta, tratando de recordar el autor de aquel verso.

Finalmente lo encontró: Jorge Enrique Adoum, un ecuatoriano. No recordaba el poema entero, pero había algo, mucho en él, que retrataba su vida:

....desretratado en su pasaporte

descontento en este descontexto

trabajando y trasubiendo

para desagonizarse de puro malamado

queriendo incluso desencruelecerse

pararse a reparar y repararse ...

Eso era lo que le faltaría: un lugar donde pararse y repararse. Por eso no le molestaban las pequeñas grietas y manchas del hotel: un taller nunca es un lugar impecable. Se va sin saber por qué, lo mismo que llegó.

Porque la mujer de la 409 no sabe cómo llegó al hotel, ni por qué está allí, ni qué hizo antes. Lo ha preguntado, pero nadie se lo dice y no alcanza a distinguir si los demás callan por piedad, por rencor, o porque de verdad no saben nada. Sólo le dicen que llegó un día de la mano del gerente, sin equipaje alguno, y que tardó una semana en hablar con alguien. Le hablan de un vestido rojo con cinturón blanco que nunca ha encontrado en su armario. Le hablan de unos zapatos con hebilla dorada que jamás ha visto. Le hablan de una herida en el cuello de la que aún conserva la cicatriz. Pero el gerente lo niega. El gerente dice que se inscribió en el registro y venía con una maleta negra, la misma que está haciendo ahora, e incluso ha llegado a enseñarle el libro de registros.

Cuando se tumba en la cama, vestida sólo con su bata carmesí, la mujer de la 409 consigue a veces que se formen algunas imágenes en el techo de la habitación. Entonces se ve mucho más joven, más hermosa, pero rodeada de otras mujeres que se ríen de ella, y la empujan, y la cubren de salivazos, como si estuvieran ejecutando alguna esperada venganza. Son rostros cuajados de violencia y de codicia, aunque algunos parecen echarse atrás cuando ella los mira, como si en lugar de seres humanos fuesen ratas que participan en el festín por imposición de su instinto, o del sanguinario líder de la manada. En una de esas ocasiones la mujer recuerda que la dejaron completamente desnuda y que luego la señalaban entre carcajadas, pero al comprobar que hno se sentía avergonzada comenzaron a pegarle hasta que perdió el conocimiento.

A fuerza de reflexionar sobre ello ha llegado a recordar que estuvo en la cárcel y que fue mucho tiempo. Aquellas mujeres eran las otras presas, e incluso sabía que una de ellas se llamaba Marta y cumplía pena por tráfico de drogas, y que otra se llama Alejandra y había matado a su marido. Recordaba sus peleas por cualquier cosa, y al ley de las rejas, con su silencio impuesto, pero no conseguía recordar de qué la habían acusado a ella, ni si había cometido o no aquel delito, ni cuándo la soltaron. Los único recuerdos nítidos que eras capaz de retrotraer eran los olores, y por alguna razón que era incapaz de comprender, creía que en aquel lugar todo olía a culpa. Y no a la de las demás prisioneras, sino a la suya propia. Por eso recordaba también que se pasaba el día entero lavándose y, quizás por eso, por intentar ahogarse en todos los perfumes y colonias que encontraba, era por lo que las demás internas se burlaban de ella y la atacaban algunas veces.

Todo eran recuerdos vagos, detalles, impresiones... Y cuanto más se esforzaba en enfocarlos, más se confundían los hechos reales con los imaginados, más de entremezclaban las palabras realmente pronunciadas con los diálogos interiores en que respondía a las demás o preparaba las respuestas para la siguiente ocasión.

La cárcel, en teoría, sirve para regenerar al preso antes de devolverlo a la sociedad. ¿Pero cómo puede rehabilitarse alguien que no recuerda lo que ha hecho?, ¿cómo es posible el arrepentimiento, o el escarmiento incluso, para una persona que ha perdido la memoria? Si mató a alguien, no puede reflexionar sobre la sangre vertida. Si robó lo de otros, no puede pensar en restituirlo, o en disfrutar de lo que se llevó. El que pierde la memoria pierde el pasado, pero sigue atado a su naturaleza, a sus inclinaciones y a sus instintos. ¿Y cuales eran los suyos?, se preguntaba en las noches de mayor lucidez. Se sentía pacífica, se sentía cariñosa, se sentía sedienta del afecto de los demás, pero sabía que en alguna parte había algo oscuro, acechante, aguardando la ocasión para salir de su escondrijo.

Pero era inútil mirar demasiado hondo o demasiado atrás. No se acordaba de nada. ¿Qué podía hacer ella? Dejar pasar la vida. Buscar el primer punto y seguido que fuese capaz de reconocer y comenzar a escribir de nuevo desde allí sin preocuparse de que la historia fuese o no coherente.

Lo difícil era encontrar aquel punto de enganche. No tenía siquiera fuerzas para buscarse a sí misma en aquel enmarañado laberinto, y cada intento que había iniciado de recuperar su nombre y sus amistades se había estrellado contra el muro blanco del olvido sin puertas.

Pero hizo cuanto pudo. Confió en los últimos restos de su lógica y trató de abrirse paso.

Al principio quiso saber quién pagaba su habitación y por qué la habían llevado precisamente a aquel hotel, pero no consiguió más que respuestas vagas y ningún dato concreto, a pesar de que era algo que el gerente tenía que saber. Un día consiguió hablar con una de las chicas de contabilidad, una recién llegada a la que posiblemente no habían tenido tiempo de aleccionar aún, y su corazón se aceleró cuando la joven echó mano a los libros para buscar el dato.

—Nada. Simplemente pone pagado. Y pagados también los seis meses siguientes, en efectivo. No puedo decirle otra cosa — le informó la chica, sinceramente apenada por no poder ayudarla.

Así, poco a poco perdió el interés por la pregunta y se limitó a disfrutar del servicio, de la vida sin necesidad de trabajar, de la pobreza ajustada que la dejaba siempre en la supervivencia y nunca un paso más allá. El día que vio el libro de registro y sospechó que algo no encajaba en las fechas decidió no pensar más, dio las gracias con una sonrisa y regresó a su habitación dispuesta a crearse una nueva identidad. Una cualquiera.

Luego, una noche de invierno, cuando el hotel estaba más vacío y silencioso, vio una película, el crepúsculo de los dioses, y se aficionó Norma Desmond, aquella vieja actriz del cine mudo que trataba de recuperar su mundo, arrasado por la novedad de lo sonoro y la frialdad de unos intérpretes que no necesitaban ya exagerar sus gestos, porque podían expresarse con palabras. Comenzó a maquillarse como ella, a vestirse y a peinarse como ella, y finalmente a repetir sus gestos exagerados de vieja musa despechada. Seguramente entonces se terminaron todos de convencer de que estaba loca, pero el cambio fue que a partir de ese punto la consideraron una loca especial, casi simpática, como un elemento más de la elegancia marchita que remataba la decoración del hotel.

—Usted es Norma Desmond, la estrella de las películas mudas— le dice el protagonista a la vieja diva en algún momento.

—Aún soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas—responde la actriz.

Ese era su personaje, y estaba decidida a interpretarlo hasta las últimas consecuencias. Cine mudo, sin palabras y con todo el sentido en cada gesto. Ese era su ideal, pero le faltaba el sentido.

Por seguirle la corriente o por participar en la farsa, los demás comenzaron a tratarla como a una especie de reina depuesta por una revolución injusta: el recepcionista le llevaba el periódico a ella en primer lugar, porque prefería que le contasen las noticias a leerlas él mismo. El cocinero le guardaba siempre algún dulce. El gerente mandaba reparar cualquier pequeña avería de su cuarto mientras dejaba que se cayeran a pedazos las otras habitaciones. No sabía si merecía todo aquel afecto, pero le gustaba sentirse el centro de la atención de todos. Le gustaba ser una estrella, aunque ni siquiera conservase recuerdos de los buenos tiempos. Pero resultó que los buenos tiempos no eran los del pasado, sino justamente los que estaba viviendo, los que se habían terminado con la llamada de aquella mañana.

La mujer de la 409 trata de secarse las lágrimas, pero no consigue dejar de llorar. Ni consigue saber por qué.

Le han dicho que prepare sus cosas porque tiene que irse. Ni sabe por qué llego, ni por qué debe marcharse. ¿Por qué la echan? ¿qué ha podido suceder? ¿La llevarán a su casa o a otro hotel, otro cualquiera, donde tendrá que empezar de nuevo y donde quizás ya no sea una loca simpática sino simplemente una loca? ¿Quién se ocupará de ella?

O quizás la dejaran en la calle y no las llevaran a ninguna parte. ¿Por qué iban a buscarle otro sitio donde vivir? ¿Quién era ella para esperar tal cosa? ¿Por qué iban a pagarle la habitación? El misterio tenía gracia cuando era un misterio, pero si dejaban de pagar el alojamiento, más que un misterio sería un problema. Un problema terrible que no tenía ni idea de cómo solucionar.

Ahí estaba la cuestión. No sabía quién era, pero estaba segura de que una enorme culpa pesaba sobre ella. Era culpable. Sólo eso. Un adjetivo sin nombre. Culpable.

La ropa que iba acumulando en la maleta tampoco le decía nada: zapatos elegantes, vestidos de noche, zapatillas deportivas y una diadema de piedras falsas. Pintaúñas, pintalabios, maquillaje, un abrigo largo con un bolsillo desgarrado, cinturones, faldas, y un espejo roto que la dividía en dos, como la bisagra de su vida.

Tenía que marcharse del hotel. Quizás pudiese volver alguna vez a saludar a los viejos amigos. O quizás el secreto que ni ella misma conocía la conduciría a aquel otro lugar que recordaba: un cementerio pequeño, de algún pueblo perdido, y un panteón con la llave puesta. Era muy pronto, por la mañana, y no había nadie en el cementerio. Paseó un rato entre las tumbas, eligió las flores que más le gustaron y se hizo un ramo. Luego salió al camino. Era todo lo que recordaba. ¿Qué hacía allí? ¿Regresaba de visitar a alguien o se había escapado de alguna sepultura? ¿Era su tumba o la de su víctima?

Preguntas, preguntas, preguntas... Y lágrimas.

No volvería nunca. Si no iban a buscarla dejaría su maleta en medio de la acera y se sentaría sobre ella a esperar la muerte. No recorrería la ciudad ni regresaría a la sordidez de los lugares llenos de borrachos o de mujeres violentas. Prefería sentarse en la maleta, sí, para tratar de recordar aquellos otros paisajes que a veces aparecían en su memoria: prados llenos de flores, aldeas con casas de piedra y niños enfermos o heridos sonriéndole.

¿Había sido enfermera? ¿Por qué tantos niños heridos? Recordaba las casas ardiendo, y los caminos embarrados, y los hombres de uniforme. ¿Pero en qué guerra? No era tan mayor como para haber estado en la Guerra Mundial. ¿Vietnam?, ¿Corea? No eran niños asiáticos, sino europeos. Los había rubios y morenos, pero estaba segura de que no eran asiáticos. ¿Yugoslavia? En el piso de abajo vivía una chica yugoslava y había tratado de hablar con ella en su lengua para probar si conocía el idioma. Pero no, ni una palabra: la muchacha se rió y le soltó una larga parrafada en la que no reconoció ni una sola sílaba.

¿Dónde estaban aquellos campos, felices a pesar de la destrucción y de la guerra?

La mujer de la 409 sabía que a veces se mezclaban en su mente la imaginación y la memoria, que los rostros que recordaba podían ser los de personas conocidas o personajes de cine, pero aquellas flores y aquellas praderas olían a fresco, las aldeas olían a humo y los niños a desinfectante. La diferencia entre los recuerdos reales y los inventados estaba en los olores.

¿Y a qué olía el hotel?, ¿A qué olería en su memoria?

—A derrota —dijo en voz alta la mujer de la 409, mientras cerraba las maletas.

menéame