Toda la historia de mi vida, y en esencia toda la historia de la clase trabajadora consiste en esto: en que hemos luchado bajo el liderazgo de Lenin y Stalin
#2 Para la derecha llevarse folios del trabajo es igual que el despacho de Montoro. De hecho, bajo ese principio, buscáis el más mínimo indicio, aunque sea falso, para proteger al novio de Ayuso, que es su testaferro
Lo siento, pero escuchar La Base me da tanta pereza como a su jefe organizar un partido decente. Dice cosas correctas, pero también mucha gente lo hace sin necesidad de comerte. Una Legión de pelotas inútiles.
La literatura, en su más pura acepción, no es un arte de la representación, sino una epifanía del pensamiento encarnado en el signo. Sobrevivir a las etiquetas literarias implica trascender los marcos hermenéuticos que pretenden domesticar la palabra, resistir el dictamen del género y desmantelar la ilusión de pertenencia estética. Cada texto, en su devenir semiótico, inaugura un territorio de indeterminación donde el sentido fluctúa, se fractura y se reconfigura. Así, la escritura —como acto de insurgencia ontológica— se libera de las taxonomías, afirmando su derecho a existir en el intersticio donde el lenguaje piensa más allá desí mismo.
Gonzalo Celorio, maestro de las letras mexicanas, merece con creces el Premio Cervantes por la exquisita hondura de su obra, que amalgama erudición, memoria y lirismo con una naturalidad prodigiosa. Su prosa, elegante y melancólica, transfigura la experiencia vital en una meditación sobre el tiempo, la cultura y la fragilidad humana. En novelas como Amor propicio y El metal y la escoria, su escritura se erige en un monumento a la lengua castellana, en su vertiente más reflexiva y musical. Celorio no solo cultiva el arte de narrar: dignifica la palabra, la rescata del olvido y la convierte en revelación.
Me gustaría someterle yo a sumisión química. Chupito de denatonio cada media hora hasta que ajuste un sistema alostérico múltiple negativamente cooperante.