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Dios no existe porque no puede crear 1+1=3

Un universo o multiverso sin sentido, caótico, aleatorio, no es un universo ni multiverso. Si la única manera de construir un universo o multiverso con sentido, no caótico o aleatorio, es hacerlo de forma inteligente, calculada, lógica, consistente, causal, ordenada, mecánica e inteligible, entonces dos consecuencias son inevitables: 1º) las solas leyes lógicas causales mecánicas bastan para explicar ese universo o multiverso; 2º) y además, si hubiera un dios, o atributos "divinos" como la mente, la consciencia, la voluntad, la libertad, la intención, la bondad o la divinidad misma, estos no podrían ser causa de ese universo o multiverso causal y mecánico, sino consecuencia suya, es decir, que las solas leyes lógicas causales bastarían para explicar, no solo el universo o multiverso, sino también esas "divinidades".

Dicho de otra forma: lo lógico no es lógico porque así sea dicho por la persona de un dios, o por su mente, o por su consciencia, o por su voluntad, o por su bondad, es al contrario: dios, su mente, su consciencia, su voluntad y su bondad lo dicen porque es lógico. Es lo lógico lo que esclaviza, precondiciona y explica a dios, a la persona, a la mente, a la consciencia, a la voluntad y a la bondad, no al contrario. Todas estas entidades deben guiarse y fundarse en la lógica incluso a la hora de establecer premisas, pues las premisas no pueden ser inconsistentes entre sí, no deben poder derivarse unas de otras, y no pueden consistir en meras vaguedades que no se presten a las leyes del razonamiento lógico.

Es decir:

1 + 2 = 3 no puede ser cierto porque una persona o una mente (ya sean divinas o no) tengan la voluntad y la intención de elegir que sea cierto. Así que tiene que ser al contrario: una persona o una mente solo pueden tener la voluntad y la intención de elegir que 1 + 2 = 3 porque esto sea cierto de antemano.

1 + 2 = 3 no puede ser cierto porque una consciencia (ya sea divina o no) sea consciente de ello. Así que tiene que ser al contrario: una consciencia solo puede ser consciente de que 1 + 2 = 3 porque esto sea cierto de antemano.

1 + 2 = 3 no puede ser cierto porque una persona tenga la bondad de que lo sea. Así que tiene que ser al contrario: una persona considera que es bondadoso que 1 + 2 = 3 porque esto sea cierto de antemano.

No puede existir ningún dios porque ningún dios sería capaz de hacer que 1 + 2 = 10 . Es la verdad de 1 + 2 = 3 lo que justifica y explica el deseo de dios de 1 + 2 = 3 ; no es el deseo de dios de que 1 + 2 = 3 lo que justifica y explica la verdad de 1 + 2 = 3 .

La lógica, la inteligibilidad, las leyes racionales, lo gobiernan todo, incluso a los dioses.

Dios no puede escribir recto en renglones torcidos. La omnipotencia no lo es para ser inconsistente.

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Te Juzgarán por tus errores

Hay un tema de Extremoduro que ha pasado desapercibido para todos los críticos y artículos aparecidos estos días en medios de comunicación.

Es un tema que aparece en el álbum Rock Transgresivo de 1994 editado por DRO y que no aparece en el de 1989 Rock Transgresivo, Tú En Tu Casa, Nosotros En La Hoguera editado por Avispa.

'Su herida golpead de vez en cuando

No dejadla jamás que cicatrice

Que arroje sangre fresca su dolor

Y eterno viva en su raíz el llanto

Y si se arranca a volar, gritadle a voces

Su culpa: ¡Qué recuerde!

Si en su palabra crecen flores nuevamente

Arrojad pellas de barro oscuro al rostro

Pisad su savia roja

Talad, talad, que no descuelle el corazón

De música oprimida

Si hay un hombre que tiene el corazón de viento

Llenádselo de piedras

Y hundidle la rodilla sobre el pecho

Pero hay que tajar noche

Tajos de luz para llegar al alba

Y acuchillar los muros de las heridas altas

Y ametrallar las sombras con la vida

En las manos Sin paz

Amartillada

Tengo más vidas que un gato

Me muero siempre y me mato

Un poco, cada vez que muere

Cualquiera de mis hermanos

La yerba, ratones, las tías, los gitanos

Los peces, los pájaros, los invertebrados

Las moscas, los niños, los perros, los gatos

La gente, el ganado, los piojos, que mato

Los bichos, salvajes, los domesticados

Y qué pena si mueres de los pobres gusanos

Tú arranca

Yo oigo gritar a las flores

Allá tú con tu conciencia

Yo soy cada día más malo

Estoy perdiendo la paciencia

Tú arranca

Yo aprendo como aguilucho

Vuelo a un mundo imaginario

No puedo seguir, escucho

Los pasos del funcionario.'

Tema: Te Juzgarán Solo Por Tus Errores (Yo No); Interprete: Extremoduro; Álbum: Rock Transgresivo (DRO); Año: 1994.

Letra sobre poemas de Marcos Ana, del libro 'Las soledades del muro', reflexión poética de Marcos Ana sobre su experiencia en prisión durante el franquismo, donde expresa el dolor y la lucha por la libertad a través de sus versos.

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MALEMÁTICAS CCC: galería de los horrores en gráficos 2D

MALEMÁTICAS CCC: galería de los horrores en gráficos 2D

El último informe de ANGED, patronal de la gran distribución, es una auténtica galería de los horrores de como no deben hacerse gráficos cuando se utilizan pictogramas que varían en dos dimensiones, en que para que sean correctos, es el área la que debe ser proporcional al valor representado. Luego si se quiere representar, por ejemplo, un valor que es el doble que otro, no se puede doblar el largo y ancho del pictograma, porque entonces el área ya no sería el doble, sería cuatro veces.

Y para aumentar el horror, también han incluido gráficos en que, además de no respetar la proporcionalidad de las áreas, utiliza un truncado exagerado del eje Y:

Lo más curioso es que en ese mismo informe si se utilizan gráficos con pictogramas en los que se respeta la proporcionalidad: si sólo se modifica la altura y el ancho se mantiene constante, si hay proporcionalidad entre los valores y las áreas.

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Morirse en Bilbao

Morirse en Bilbao

Hace un par de días me acordaba del él. Me crucé con el el In the skies de Peter Green y me volvía aquella enigmática estrofa de Romperás: cambiaré de color, voy a pintar de verde la luna y el sol.

Supongo que el subconsciente, o a veces no tanto, funciona un poco así. Me preguntaba si estuvo entre sus escuchas de aquellos años. Luego lo de el de Los ilegales, 70. Cáncer de páncreas, unos tres meses. La intro de Yo soy quien espía el juego de los niños tal vez sea lo mejor que se ha escuchado en este país.

Y lo pensé, claro. El Robe como no se cuide… Había escuchado que había estado jodido el año pasado, pero 63 en estos tiempos es más demasiado pronto de lo que siempre suele ser. Los años se le notaban pero en el tema con Leiva estuvo genial, al parecer fue antes del problema de salud que finalizó la gira anterior a falta de dos fechas.

Nos queda un buen pedazo, desde luego. Su espíritu imperecedero en su canciones y eso, pero no quiero ponerme moñas. Se podrían decir muchas cosas, se dirán muchas cosas. Aunque todo está en realidad ya dicho.

Se apaga la voz de una generación. Su viaje fue desde el ostracismo más absoluto a ser declarado hijo pródigo en su tierra natal, a la que regresó en busca de colaboradores en su última etapa, tras no pocos periplos. Os voy a hablar con la sabiduría que me da el fracaso, decía. No hay mucho más que decir.

El destino ha querido que le tocara “Morirse en Bilbao”, tal como cantaba él mismo en una colaboración con Doctor Deseo y Fito, ya hace bastantes años y que tal vez sea la mejor despedida:

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Aquellos maravillosos noventa y nueve días

MADRID. Hubo una época en la que las calles no sonaban pero tampoco estaban en silencio, algún paso aislado y, de vez en cuando, una ambulancia que atravesaba la noche como un recordatorio. Hubo una época de hidrogel en el bolsillo, de mascarillas guardadas en el bolsillo y de aprender a leer media cara en los ojos de los demás. En los balcones, además, apareció una figura nueva: el vigilante de distancias y horarios, árbitro improvisado de lo correcto. Años después, cuando el mundo recuperó su volumen habitual —prisas, reuniones eternas, agendas que no perdonan— empieza a escucharse un murmullo inesperado, casi clandestino: gente que echa de menos la cuarentena.

No lo sueltan en una conversación cualquiera, ni lo dejan caer con la ligereza de una anécdota. Lo guardan para si mismos, porque les incomoda incluso cuando lo piensan. A lo sumo, se les escapa en un susurro —entre dos frases, con una risa nerviosa y un “no me malinterpretes”— como si temieran que alguien lo oyera y los juzgara. Es una nostalgia que no se presume: se confiesa. Y, sin embargo, cuando uno pregunta con cuidado, aparecen. Uno tras otro. Con relatos pequeños, domésticos… y más comunes de lo que nadie admitiría en público.

“Fueron las mejores semanas de mi vida”: (Manuel)

Manuel (42 años, administrativo, una risa que se le escapa por la nariz) nos recibe con una taza de café. En la pared del salón hay una foto familiar en la que todos sonríen demasiado.

—No me entiendas mal —dice antes de que se lo preguntemos—. Sé que fue terrible para mucha gente. Yo no banalizo nada. Pero… para mí… fue la primera vez en años que pude respirar.

Manuel habla y, al hacerlo, se le aflojan los hombros como si el recuerdo le quitara peso.

—Mi cuñado —menciona la palabra como quien nombra una tormenta— tiene una capacidad… ¿cómo decirlo?… natural para opinar de todo. De cómo cortas el jamón, de cómo educas a tus hijos, de la política, de tu trabajo, del aire que respiras. Y lo peor es que siempre venía. Fines de semana, cumpleaños, “solo paso a dejar esto”. Siempre.

En cuarentena, por primera vez, el timbre dejó de perseguirle incluso en sueños.

—Hubo un domingo que me desperté y pensé: “No va a venir”. Y me dio una felicidad absurda. Me hice huevos revueltos, puse música bajita… y me senté sin prisa. Sin el runrún de “a ver a qué hora aparecen”. Fue como si el mundo me hubiera concedido una tregua administrativa.

Le preguntamos si lo ha hablado con su pareja.

—Sí. Me dijo que ella también lo notó. En casa había… silencio del bueno. Ese silencio que no es distancia, sino descanso.

Manuel se queda mirando la taza, como si en la espuma pudiera leer aquel calendario vacío.

—Mire, yo no quiero que vuelva nada malo —añade—. Pero si alguna vez decretaran “prohibido recibir visitas no esenciales”… yo lo aplaudiría desde el balcón. Con las dos manos.

“A las ocho éramos barrio”: (Inés)

Inés (64 años, jubilada) conserva en la mesilla de la entrada un bote de gel hidroalcohólico casi vacío, como quien guarda una entrada de cine.

—No lo uso, pero aún no he podido quitarlo —explica.

A Inés le emociona lo que llama “la coreografía”.

—A las ocho salíamos. Y aunque no nos tocábamos, yo sentía a la gente cerca. Era rarísimo. Nos mirábamos y… no sé… como si estuviéramos cuidándonos sin decirlo.

Le preguntamos por qué extraña aquello.

—Porque después se nos volvió a olvidar el vecino. Volvimos a estar cada uno en lo suyo. Y yo no digo que lo otro fuera mejor, pero… había un “nosotros”. Aunque fuera a dos metros.

—Y fíjese qué cosa: con algunos vecinos hablaba más desde el balcón, a distancia, que ahora en el ascensor, pegados y sin mirarnos.

Se le humedecen los ojos al recordarlo y enseguida se ríe de sí misma.

—Mire qué tonta, si yo nunca he sido de llorar. Pero eso de escuchar aplausos en una calle vacía… era como decir: “Estamos aquí”.

“Por primera vez en años, pude estar horas sentado“: (Ángel)

Ángel (72 años) abre la puerta despacio, con una calma que parece aprendida. Tiene manos grandes, de esas que han trabajado mucho. En el pasillo hay juguetes: un cochecito, un peluche que ha perdido un ojo, una mochila pequeña.

—Son de los nietos —dice, como quien pide disculpas.

A Ángel le cuesta al principio. Se nota que ha tenido que justificar su ternura muchas veces.

—Yo quiero a mis nietos con locura —aclara rápido—. Con locura. Pero también… también quiero sentarme. Quiero estar en silencio. Quiero escuchar la radio sin que alguien me diga “abuelo, ven”.

Durante años, su rutina fue un reloj ajeno: recoger al mayor, llevar al pequeño, merendar, parque, deberes, “un momento que llega tu madre”.

—Y yo lo hacía encantado, ¿eh? Porque uno hace lo que toca. Pero cuando llegó la cuarentena… todo se paró.

Ángel se queda un segundo mirando el suelo, como si todavía viera aquellas baldosas sin pisadas infantiles.

—Por primera vez, me levantaba y… no tenía que salir corriendo. Podía leer el periódico entero. Podía… pensar —dice la palabra con sorpresa, como si fuera un lujo.

Le preguntamos si sintió culpa.

—Sí. Mucha. Me decía: “¿Cómo puedes sentir alivio con lo que está pasando?”. Pero luego me miraba el pecho… y respiraba mejor. A mi edad, respirar mejor es una noticia.

Hace una pausa. Sus ojos se van hacia la ventana, donde la ciudad suena de nuevo.

—¿Sabe qué fue lo más bonito? —pregunta—. Que mis hijos me llamaban más. Antes era todo “Papá, ¿puedes recoger…?”. En cuarentena era “Papá, ¿cómo estás?”. Eso… eso me llenó.

Se le traba un poco la voz y se aclara la garganta. No quiere dramatizar, pero el cuerpo le delata: las manos se le buscan una a otra, como si necesitaran apoyo.

—Ahora ya hemos vuelto a lo de siempre —añade—. Y no me quejo. Pero… a veces pienso: “Todo eso ya no volverá. Y por dentro lo echo de menos’”.

Una nostalgia que no pide volver atrás, sino parar

Psicólogos y sociólogos podrían explicar esta nostalgia como una necesidad de pausa, una respuesta al ritmo acelerado que vino después, o una idealización selectiva del pasado. Pero aquí, en los salones y las cocinas, la explicación es más sencilla: hubo gente que, en medio del ruido del mundo, encontró un paréntesis de calma que no sabían que necesitaban.

No es que quieran repetir el miedo. Ni la enfermedad. Ni las pérdidas. Lo que echan de menos es otra cosa: la legitimidad del descanso. La excusa universal para no llegar, no correr, no complacer. El permiso oficial de decir “hoy no”.

Y quizá por eso, al despedirnos de Ángel, cuando ya guardamos la libreta y el abrigo, ocurre algo que deja el reportaje suspendido en el aire.

Ángel acompaña hasta la puerta. Mira el pasillo, los juguetes, .... Luego alza la vista hacia el periodista. Tiene los ojos vidriosos, pero en la cara no hay tristeza del todo: hay una chispa. Un halo de esperanza absurdo y profundamente humano.

Y pregunta, casi en un susurro, como quien, al borde del final, formula su última petición con más esperanza que fe:

¿Usted cree que eso de los jabalíes va a tirar para adelante?

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Una nota sobre el pasado, el presente y el futuro

Traducción de la nota final en: www.scaruffi.com/science/20th.html

En mi opinión, el progreso científico y tecnológico se aceleró de forma espectacular entre las décadas de 1880 y 1920 y, desde entonces, ha ido disminuyendo de manera constante. Para completar las décadas más recientes he tenido que elegir acontecimientos que probablemente no están en la misma categoría que los de las décadas anteriores.

Cuando los “futuristas” hablan de “progreso acelerado”, por lo general no se refieren a nuevas ideas e inventos, sino al perfeccionamiento de ideas e inventos antiguos, en particular en el ámbito de la electrónica, un hecho que se debe principalmente a los avances en la fabricación (miniaturización, personalización, integración, etc.). Principalmente cuentan como progreso un nuevo producto dentro de una categoría ya existente, e incluso las nuevas versiones de un mismo producto.

No cuentan (y restan importancia) a los numerosos ejemplos de campos en los que el progreso ha quedado corto: la velocidad de los viajes ha disminuido en realidad con el retiro del Concorde en 2003; la energía sigue siendo suministrada mayoritariamente por el petróleo, seguida de la nuclear; la revolución agrícola (que aumentó el rendimiento de los cereales en un 126 % entre 1950 y 1980) se ha estancado; la esperanza de vida en la mayoría de los países desarrollados ya no aumenta; los ingresos llevan décadas estancados en Occidente y de hecho están cayendo en partes de Europa; la atención sanitaria es más propensa a deteriorarse que a mejorar; la Gran Recesión de 2008 fue la mayor en 80 años; el programa espacial de la década de 1960 (que nos llevó a la Luna en 1969, pero a ningún otro lugar) ha sido en gran medida abandonado y el Transbordador Espacial retirado; el coche volador debutó en 1956, pero seguimos conduciendo coches normales; las baterías de los teléfonos inteligentes duran alrededor de un día, mientras que los teléfonos tradicionales funcionaban 24/7 y la calidad de la voz se ha deteriorado drásticamente con los smartphones; por no mencionar la atención al cliente, que está reduciéndose rápidamente hasta convertirse en un simple “buena suerte, comprador”; el 21 de octubre de 2011 el agregador de noticias de Google mostró “Internal Server Error” como la principal noticia del día; etc. Incluso la población, que se suponía que aumentaría exponencialmente para siempre, ha comenzado a disminuir en algunos países. Y, por supuesto, la capacidad de atención de las personas, especialmente la de los mencionados futuristas (a quienes considero sorprendentemente ignorantes de la historia, la economía e incluso de la tecnología y la ciencia), ha estado disminuyendo de forma exponencial, algo que solo puede calificarse como “progreso” en el universo de los insectos.

El progreso incuestionable ha sido en las técnicas de fabricación. En particular, el ritmo de la miniaturización ha sido verdaderamente asombroso en el último siglo. Los “milagros” tecnológicos recientes no se debieron a avances conceptuales (un smartphone no es más que una mala cámara más un mal teléfono más un mal ordenador más una mala videocámara), sino al progreso en las técnicas de fabricación, un progreso que comenzó cuando se inventaron los transistores. Este progreso explica la capacidad de integrar más funciones en dispositivos más pequeños. Que esto constituya “invención/descubrimiento” es discutible. En mi opinión, pertenece a una línea temporal diferente.


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