Hoy hemos escuchado las declaraciones del portavoz nacional de JUPOL, quien ha defendido la utilización de la fuerza letal contra sospechosos como estrategia para combatir el narcotráfico. Su postura, aunque extrema, conecta con la de muchos ciudadanos que se preguntan por qué la policía no recurre a métodos más violentos para detener a los delincuentes. No es difícil que acudan a nuestra memoria las imágenes del Estrecho de Gibraltar: agentes persiguiendo a las gomas desde helicópteros o desde embarcaciones que, en ocasiones, son mucho menos potentes que las de los propios traficantes. Policías que se juegan, y en demasiados casos pierden, la vida en maniobras arriesgadísimas frente a delincuentes que parecen burlarse de ellos a escasos metros de distancia. La pregunta surge de manera casi instintiva: ¿por qué no emplear violencia letal contra ellos? Si alguien ha de morir, ¿no deberían ser “los malos de la película”?
Intentemos reflexionar desde el prisma de un Estado mínimamente civilizado. Lo cierto es que en ningún país del mundo se ha logrado erradicar el tráfico de drogas. Resulta, por tanto, estadísticamente objetivo afirmar que nuestras políticas —sean las que sean— tampoco alcanzarán ese objetivo. Partiendo de esta premisa, cabe preguntarse: ¿cuánto estamos dispuestos a invertir en un problema irresoluble? Desde un punto de vista político, la respuesta suele ser “lo mínimo posible para convencer a la opinión pública de que se está haciendo algo”. Cuando unos guardias civiles mueren arrollados por la lancha de unos traficantes, la sociedad, con razón, exige soluciones. ¿Y cuánto invierte el Estado? Lo imprescindible para apagar la indignación popular, procurando gastar lo mínimo posible en un esfuerzo que, en buena medida, es como arrojar dinero al mar.
A la vista de esto, pongámonos en la piel de un responsable policial, ya sea un profesional o un cargo político, y planteémonos: ¿qué grado de violencia es el óptimo en estas operaciones? ¿Disparar desde los helicópteros a los narcos que no se rinden? ¿Ametrallar las embarcaciones en lugar de perseguirlas? ¿Aplicar guerra sucia y métodos extrajudiciales, dado que se conoce la identidad de los traficantes? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar? Si asumimos que se trata de un problema insoluble, también debemos decidir cuánta sangre queremos derramar. Porque, en el fondo, esto se convierte en un juego con reglas tácitas: nosotros te perseguimos con la patrullera y tú sabes que, si alcanzas determinado punto, has ganado la carrera del día. Si cambiamos las reglas, el otro bando también lo hará. ¿Por qué no devolver el fuego, si las nuevas reglas lo permiten? ¿Por qué no aplicar represalias contra policías y sus familias, si nosotros también sabemos quiénes son?
En definitiva, la cuestión que deben resolver las autoridades es si queremos mantener una relación entre las fuerzas de seguridad y las mafias parecida a la que se da en Europa o si preferimos deslizarla hacia un modelo más cercano al de ciertos países latinoamericanos.
Al portavoz de JUPOL, yo le respondería que lo único que se conseguiría aplicando métodos militares contra el narcotráfico es encarecer cada gramo de hachís o de cocaína con un coste añadido en violencia: sangre de traficantes, de ciudadanos inocentes y de miembros del propio sindicato al que dice representar. Nada más. Como tantas veces, apelar a la ética con determinados personajes es perder el tiempo; tal vez sea mejor recurrir a su propio interés personal.