Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendían los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo.
-¡Paciencia! -decía el caracol-. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.
-Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?
-Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; vosotros siempre tenéis prisa. No, así no se preparan las sorpresas.
Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.
-Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.
Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.
Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.
-Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco… ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?
-Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello.
-Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?
-No -contestó el caracol-. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!… Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Tal era mi vida; no podía hacer otra cosa.
-Tu vida fue demasiado fácil -dijo el caracol.
-Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día.
-No, no, de ningún modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.
-¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?
-¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los castaños produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.
Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.
-¡Qué pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.
Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.
Y pasaron los años.
El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa había desaparecido… Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos.
¿Empezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre sería la misma.
Hans Christian Andersen, "El caracol y el rosal."
Su única manera de amar a Dios es crucificar a un vecino.
Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche.
Nos cuentan que dijo Hassán Al-Bassrí: No hay nadie que antes de entregar el alma no eche de menos tres cosas: no haber podido gozar por completo lo que había ganado durante su vida, no haber podido alcanzar lo que había esperado con constancia, y no haber podido realizar un proyecto largamente pensado
La noche de difuntos me despertó, a no sé qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca, y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como, en efecto, lo hice.
Yo no la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza, con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
- I -
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
«Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran sabido solos defenderla como solos la conquistaron.
»Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
»Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey; el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
»Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche».
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
- II -
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absortos en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-: pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo su carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país, una prenda recibida compromete la voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé...; en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-, ¡en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión imagen de la guerra todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta noche, ¿a qué ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas...; ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento, sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-¡Adiós Beatriz, adiós! Hasta... pronto.
-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer, detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
- III -
Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros: muerta, ¡muerta de horror!
- IV -
Dicen que después de acaecido este suceso un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
Gustavo Adolfo Bécquer
El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer.
El camino, Miguel Delibes.
Como en todo proyecto colonial, los colonos israelíes hubieron de cerrar deliberadamente los ojos a realidades de varios tipos. El legendario periodista de investigación estadounidense I. F. Stone apoyó la creación de una patria judía en Palestina, y hasta llegó a embarcarse en una de las naves clandestinas, llenas de supervivientes del Holocausto, que en 1946 llegaron por fin a un puerto seguro en «una Haifa de color de estuco».[29] Pero, tras la guerra de 1967, admitió: «Para los sionistas, el árabe era el hombre invisible. Desde el punto de vista psicológico, no estaban allí».[30] Lo dijo aún más claro la primera ministra Golda Meir: «Los palestinos eran una ficción […]. No existían».[31] El gran poeta palestino Mahmoud Darwish trazó el mapa de ese estatus espectral —el de ser un «presente ausente»— en su libro En presencia de la ausencia.[32] Sostener la mentira de la ausencia de población autóctona, bien conocida por todos los proyectos de asentamiento colonial, requería no poco esfuerzo. La Fundación Nacional Judía plantó pinos encima de aldeas palestinas y de sistemas de terrazas agrícolas con siglos de antigüedad. Los topónimos hebreos reemplazaron a los árabes. Se arrancaron, y se siguen arrancando, olivos, algunos de ellos milenarios. Como explica el periodista Yousef Al Jamal, «los colonos israelíes siguen adelante con su incansable campaña de arranque de olivos porque ese árbol les recuerda la existencia de los palestinos».[33]
Se daban, no obstante, diferencias esenciales en esta versión doppelganger del asentamiento colonial. Una era el momento. Tras la Segunda Guerra Mundial, cobraron fuerza por todo el sur mundial movimientos anticolonialistas, con una ola tras otra de fuerzas nacionalistas que alzaban la voz para rechazar los mandatos coloniales y reclamar el derecho de autodeterminación. En los primeros años de la posguerra, en torno a lo que más tarde sería el Estado de Israel, las antiguas colonias proclamaban su independencia: los franceses se vieron obligados a renunciar definitivamente a la administración de Siria y el Líbano y a retirar sus tropas en 1946; ese mismo año, Jordania conquistó su independencia de Gran Bretaña; los egipcios se rebelaban abiertamente contra la presencia permanente de los británicos. Israel, que se convirtió en Estado en 1948, fue a la vez fruto y llamativa excepción entre aquellas fuerzas. El Gobierno de Londres revocó su mandato colonial en el contexto, más amplio, de la reducción de un Imperio que en su cénit se había extendido por todo el planeta. Aprovechando que una discreta población de judíos había vivido en Palestina de manera continuada, los sionistas catalogaron su lucha como de liberación nacional: al igual que otros pueblos oprimidos, aspiraban a un Estado propio. Claro que, desde el punto de vista de la población palestina, mucho más numerosa, y que estaba siendo expulsada de sus hogares, de sus tierras y de sus comunidades para hacer sitio a un país de nuevo cuño, Israel era lo menos parecido a un proyecto anticolonialista. Era, de hecho, lo contrario: un asentamiento de colonos en un momento en que el resto del mundo caminaba en la dirección opuesta. Y eso solo podía tener efectos incendiarios.
El asentamiento colonial de Israel se distinguía de sus predecesores en otro aspecto. Si las potencias europeas habían colonizado desde una posición de fuerza y con la justificación de una superioridad conferida por Dios, la reivindicación sionista de Palestina tras el Holocausto se basaba en lo contrario: en la victimización y la vulnerabilidad de los judíos. El argumento tácito que muchos proponían en aquella época era que los judíos se habían ganado el derecho a que se hiciera con ellos una excepción al consenso colonial: una excepción que derivaba de haber estado muy recientemente al borde de la extinción. La versión sionista de la justicia estaba diciendo a las potencias coloniales: si vosotros pudisteis establecer vuestros imperios y vuestras naciones coloniales mediante la limpieza étnica, las matanzas y el robo de tierras, decir que nosotros no podemos es discriminación. Si vosotros barristeis de vuestras tierras a sus habitantes originarios, o hicisteis eso mismo en vuestras colonias, decir que nosotros no podemos es antisemitismo.
Doppleganger. Naomi Klein.
La fuerza juega un papel mucho mayor en el gobierno del mundo que antes de 1914 y, lo que es especialmente alarmante, la fuerza tiende cada vez más a caer en manos de aquellos que son enemigos de la civilización. El peligro es profundo y terrible; no puede dejarse a un lado con simple optimismo. La causa fundamental del problema es que en el mundo moderno los estúpidos están seguros de sí mismos mientras que las personas inteligentes se encuentran llenas de dudas. Incluso aquellos de los inteligentes que creen tener un remedio son demasiado individualistas como para unirse a otros hombres inteligentes de los que difieren en puntos de menor importancia. Esto no fue siempre así.
"(...) Ese es el problema de los héroes. Su única finalidad es frustrar a los demás. No trazan planes, no idean estrategias. Solo reaccionan. Sin villanos, los héroes se estancarían. Sin héroes, los villanos dirigirían el mundo. Los héroes cultivan la moral, los villanos la ética."
Kang, La Última Historia de los Vengadores, Peter David, 1995
El pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania se suscribió, al fin, durante la madrugada del 24 de agosto de 1939. Se permitió la entrada de fotógrafos de ambas partes a fin de que inmortalizasen la insólita amistad que había cuajado entre ellas. Stalin pidió sólo que se cumpliera la siguiente condición: «Antes, deberían retirarse las botellas vacías; de lo contrario, pensarán que nos hemos emborrachado antes de firmar el tratado». A despecho de tal afán —jocoso, cierto es— por ocultar toda prueba de que se hubiera consumido alcohol en aquella sala, la cámara del alemán Helmut Laux retrató a Stalin y a Ribbentrop sosteniendo sendas copas de champán. El soviético insistió en que la publicación de aquella fotografía de los dos bebiendo juntos podía ofrecer una «impresión equivocada». Entonces, Laux hizo ademán de retirar la película de su máquina y entregársela; pero él le indicó con un gesto que no hacía falta que se tomara tal molestia, añadiendo que confiaba en la palabra que le había dado el germano de no emplear la imagen en cuestión. (*)
(*) Johnnie von Herwarth, Memoirs, Collins, Londres, 1981, p. 167.
Laurence Rees, “A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial”.
Nos imaginamos la eternidad (...) Como algo inmenso e inconcebible. Pero ¿Por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.
"Soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo."
Oscar Wilde, "El príncipe feliz y otros cuentos"
“Y solo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Solo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que T.S. Eliot llama “hombre huecos”. Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas.”
Kafka en la orilla, Haruki Murakami
Hoy me ha llamado la atención un extraño contraste, el que se da entre este paisaje extraordinario en que vivimos y que sin duda nunca volverá y el creciente aburrimiento que de nosotros se apodera. Todos nosotros tuvimos la sensación, cuando estalló la guerra, de que alcanzaríamos a ver con nuestros propios ojos cosas que hasta ese momento sólo habíamos leído en las novelas que describían una futura conflagración mundial. Con enorme expectación aguardábamos los sucesos que vendrían, y antes que quedarnos en casa habríamos preferido rechazar una fortuna. En aquella época casi todos los voluntarios llevaban en su mochila un cuaderno; sólo algunas páginas de él fueron escritas, y más tarde quedó abandonado en cualquier lugar, después de la primera batalla. Con frecuencia he visto cuadernos de ésos; casi siempre, en su primera página estaban escritas, con gruesos caracteres, estas palabras: «Diario de guerra»; luego venían algunas anotaciones garabateadas a toda prisa durante la instrucción impartida por los cabos, así como direcciones, cifras referentes a partidas de cartas y cosas por el estilo. Resulta casi increíble la rapidez con que el ser humano se hastía de estar participando en «acontecimientos de la historia universal». Es, en verdad, una cosa extraña - pues qué sacrificios no haría uno por ver con sus propios ojos, por ejemplo, la batalla del bosque de Teutoburgo o el asedio de Jerusalén. Pero, en cambio, apenas nos conmueve la idea de estar asistiendo a un giro de los tiempos del que tal vez se seguirá hablando dentro de mil años. De vez en cuando deberíamos pensar en ello, sin embargo; así nos percataríamos -más allá del dolor, del hastío y del aburrimiento- del núcleo esencial en que consiste nuestra vida. Cuando uno conoce la resistencia que el ser humano opone a las exigencias históricas, parece un prodigio que pueda llegar a haber historia.
Tempestades de acero, Ernst Jünger
Si por la mañana sabes con cierta precisión cómo será tu día, es que estás un poco muerto: cuanta más precisión, más muerto estás.
El lecho de Procusto. Nassim Taleb
Los que no habían podido adherirse a Napoleón por su gloria, los que no habían podido ser fieles por gratitud al benefactor de quien habían recibido sus riquezas, sus honores y hasta sus nombres, ¿iban a inmolarse ahora a sus escasas esperanzas?
¿Iban a encadenarse a una suerte precaria y renaciente los ingratos a quienes no hizo comprometerse una suerte consolidada por unos éxitos inauditos y por un bagaje de dieciséis años de victorias?
Tantas crisálidas que, entre dos primaveras, se habían despojado y revestido, dejado y recuperado la piel del legitimista y del revolucionario, del napoleónico y del borbónico; tantas palabras dadas y desmentidas; tantas cruces pasadas del pecho del caballero a la cola del caballo, y de la cola del caballo al pecho del caballero; tantos valientes cambiando de paveses, y sembrando el palenque de prendas fementidas; tantas nobles damas, azafatas alternativamente de María Luisa y de María Carolina, no habían de dejar en el fondo del alma de Napoleón sino desconfianza, horror y desprecio; este gran hombre envejecido estaba solo en medio de todos estos traidores, hombres y suerte, sobre un suelo que temblaba, bajo un cielo enemigo, enfrente de su destino cumplido y del juicio de Dios.
Memorias de Ultratumba. Chateaubriand
Me pareció oír una voz que gritaba: «¡No dormirás más!… ¡Macbeth ha asesinado el sueño!» ¡El inocente sueño, el sueño, que entreteje la enmarañada seda floja de los cuidados!… ¡El sueño, muerte de la vida de cada día, baño reparador del duro trabajo, bálsamo de las almas heridas, segundo servicio en la mesa de la gran Naturaleza, principal alimento del festín de la vida!
Tenía el corazón cerrado, como un bolso, y en vez de gastar la vida, la llevó usureramente hasta la muerte.
El grande. William McIlvanny
Nadie salva vidas. Algunos, como mucho, las prolongan.
El Gris. Javier Pérez
Una cierta cantidad de ensueño es buena, como un narcótico, a dosis discretas. Esto adormece las fiebres a algunas veces obstinadas de la inteligencia en activo, y hace nacer en el espíritu un vapor fresco que corrige los ásperos contornos del pensamiento puro, colma aquí y allá lagunas e intervalos, une los conjuntos y borra los ángulos de las ideas. Pero demasiado ensueño sumerge y ahoga. Desgraciado el trabajador que se deja caer entero del pensamiento al ensueño. Cree que se remontará fácilmente, y se dice que, al fin y al cabo, es lo mismo. ¡Error!
El pensamiento es la labor de la inteligencia, el ensueño lo es de la voluptuosidad. Reemplazar el pensamiento por el ensueño es confundir un veneno con un alimento.
Marius, lo recordamos, había empezado por ahí. Había sobrevenido la pasión y había acabado de precipitarle en las quimeras sin objeto y sin fondo. Ya no salía de su casa más que para ir a soñar. Alumbramiento perezoso. Abismo tumultuoso y estancado. Y a medida que el trabajo disminuía, aumentaban las necesidades. Esto es una ley. El hombre en estado soñador es naturalmente pródigo y débil; el espíritu distendido no puede mantener la vida apretada. Hay en este modo de vivir bien mezclado con mal, pues si la debilidad es funesta, la generosidad es sana y buena. Pero el hombre pobre, generoso y noble que no trabaja, está perdido. Los recursos cesan, la necesidad surge.
Pendiente fatal, en que los más honestos y los más firmes son arrastrados como los más débiles y los más viciosos, y que desemboca en uno de estos dos agujeros: el suicidio o el crimen.
A fuerza de salir para soñar, llega un día en que se sale para arrojarse al agua.
(…) Marius bajaba por esta pendiente a pasos lentos, con los ojos fijos en la que ya no veía. Lo que acabamos de escribir parece extraño, y no obstante es cierto. El recuerdo de un ser ausente se enciende en las tinieblas del corazón, cuando ha desaparecido, irradia luz; el alma desesperada y oscura ve esta luz en su horizonte, estrella de la noche interior. Este era todo el pensamiento de Marius. No pensaba en otra cosa; sentía confusamente que su viejo traje se convertía en un traje imposible, y que su traje nuevo se iba haciendo viejo, que sus camisas se gastaban, que su sombrero se gastaba, que sus botas se gastaban, es decir, que su vida se gastaba, y se decía: «¡Si solamente pudiera verla antes de morir!»
Una única idea dulce le quedaba: que ella le había amado, que su mirada se lo había dicho, que no conocía su nombre pero conocía su alma, y que tal vez allí donde se hallaba, cualquiera que fuese ese misterioso lugar, ella le amaba aún. ¿Quién sabe si no pensaba en él, como él pensaba en ella? Algunas veces, en las horas inexplicables que tiene todo corazón que ama, sin tener más que razones de dolor, y sintiendo no obstante un oscuro estremecimiento de alegría, se decía: «¡Son sus pensamientos que vienen a mí!» Luego añadía: «¡Tal vez mis pensamientos le llegan a ella!»
Esta ilusión, que le hacía mover la cabeza un momento después, conseguía no obstante arrojarle al alma rayos que a veces parecían de esperanza. De vez en cuando, sobre todo en esa hora del atardecer que más entristece a los soñadores, dejaba caer en un cuaderno en el que no había otra cosa, el más puro, el más impersonal, el más ideal de los sueños con que el amor llenaba su cerebro. A esto llamaba «escribirle».
No hay que creer que su razón estuviera trastornada. Por el contrario. Había perdido la facultad de trabajar y de moverse firmemente hacia un fin determinado, pero tenía más que nunca clarividencia y rectitud. Marius veía con una luz tranquila y real, aunque singular, lo que sucedía ante sus ojos, incluso los hechos o los hombres más indiferentes; aplicaba a todo la palabra justa con una especie de abatimiento honesto y de cándido desinterés. Su juicio, casi desprendido de la esperanza, se mantenía alto, y planeaba.
En esta situación de espíritu, nada se le escapaba, nada le engañaba, y descubría a cada instante el fondo de la vida, de la humanidad, del destino. ¡Feliz, incluso en la angustia, aquél a quien Dios ha dado un alma digna del amor y de la desgracia! Quien no ha visto las cosas de este mundo, y el corazón de los hombres bajo esta doble luz, no ha visto nada verdadero y no sabe nada.
El alma que ama y que sufre se halla en estado sublime.
Por lo demás, los días se sucedían y nada nuevo surgía. Le parecía únicamente que el espacio sombrío que le quedaba por recorrer se acortaba a cada instante. Creía ya entrever distintamente el borde del abismo sin fondo.
Aunque a veces nos cueste reconocerlo, la naturaleza humana es conservadora.
Por eso, en casa de otro, casi todo el mundo se sienta siempre donde se sentó la primera vez
El descubrimiento del cielo. Harry Mulisch.
“La soledad en pareja es un infierno consentido... Estos problemas crecen poco a poco, en silencio, hasta que unos años después terminan por explotar y destruir cualquier posibilidad de vida en común”.
No preguntes a los hombres lo que quieren. ¿Acaso le preguntas a la tierra si quiere concebir el trigo? ¿Acaso le preguntas al trigo si quiere convertirse en pan?
Ciudadela. Antoine de Saint Exupery.
En el otro extremo de la mesa Charles Hecht, que jamás había logrado dominar el arte de no escuchar a Fielding, enrojeció y dio muestras de agitación.
—¿Acaso no les enseñamos nada, Fielding? ¿Es que se olvida de los premios y becas que hemos conseguido?
—Yo en toda mi vida no he enseñado nada a uno siquiera de mis alumnos, Charles. Casi siempre porque el muchacho no era lo bastante inteligente, pero en otras ocasiones porque no lo era yo. Comprenda que, en la mayoría de muchachos, la percepción muere con la pubertad. Es cierto que en unos pocos persiste, pero nosotros, en cuanto la descubrimos, nos apresuramos a matarla. Y si a pesar de nuestros esfuerzos sobrevive, el muchacho se hace con un premio o una beca… Shane, sea paciente conmigo que éste es mi último semestre.
—Ya sea su último semestre o no, está hablando por hablar, Fielding —dijo Hecht, enojado.
—Es tradicional en Carne: esos éxitos a que se ha referido son en realidad fracasos, los raros alumnos que no aprendieron la lección de Carne. Los que han ignorado el culto a la mediocridad. Nada podemos hacer por ellos. Pero para los otros, desorientados cleriguillos y soldaditos fanáticos, para ellos, la verdad de Carne está escrita en sus muros con letras de fuego y nos odian.
Hecht hizo un esfuerzo por reír.
—¿Por qué, si tanto nos odian, tantos de ellos vuelven a vernos? ¿Por qué se acuerdan de nosotros y vienen a visitarnos?
—Porque somos nosotros, querido Charles, somos nosotros las inscripciones en letra de fuego. La única lección de Carne que no olvidan jamás: vuelven para leernos, ¿no se da cuenta? De nosotros fue de quienes aprendieron el secreto de la vida: hacerse viejo sin hacerse mejor. Se dieron cuenta de que aquí no ocurría nada, de que envejecíamos sin la impronta de la cegadora luz que sorprendió a san Pablo camino de Damasco, sin ninguna sensación de madurez.
John le Carré, "Asesinato de calidad."
Cada cultura posee su manera de ver la naturaleza, de conocerla, o lo que es lo mismo: cada cultura tiene su naturaleza propia y peculiar, que ningún otro tipo de hombres puede poseer en igual forma. De la misma suerte, también cada cultura —y en ella, con diferencias de escaso valor, cada individuo— tiene su peculiar manera de ver la historia, en cuyo cuadro, en cuyo estilo, intuye, siente y vive inmediatamente lo general y lo personal, lo interior y lo exterior, el devenir historicouniversal y el devenir biográfico. Así, la tendencia autobiográfica de la humanidad occidental, que ya se manifiesta por modo impresionante en el símbolo de la confesión en la época gótica[32], es extraña por completo a los antiguos. La agudísima conciencia histórica de la Europa occidental se opone a la inconsciencia de los indios, cuya historia es como un sueño. ¿Qué imaginaban los hombres de la cultura arábiga, desde los cristianos primitivos hasta los pensadores del Islam, cuando pronunciaban la expresión «historia universal»? Pero si harto difícil es ya formarse una representación exacta de lo que sea para otros la naturaleza, el mundo mecánico, ordenado —y eso que en este caso la realidad cognoscible se unifica en un sistema comunicable—, habrá de ser de todo punto imposible penetrar con las fuerzas de nuestra propia alma, en el aspecto histórico del mundo, tal como lo ven culturas extrañas, es decir, en la imagen del devenir que hayan formado otras almas con otras disposiciones distintas de las nuestras. Siempre quedará un resto indescifrable, que será tanto mayor cuanto más escasos sean nuestro propio instinto histórico, nuestro ritmo fisiognómico, nuestro conocimiento o experiencia de los hombres. Sin embargo, la solución de este problema es una condición de toda inteligencia profunda del universo. El mundo histórico que circunda a los demás es una parte de su esencia, y nadie entenderá bien a otro hombre si no conoce su sentimiento del tiempo, su idea del sino, el estilo y el grado de conciencia que haya en su vida interior. Lo que no pueda averiguarse inmediatamente por confesiones, habremos de buscarlo en el simbolismo de la cultura externa. Solo así podremos tener acceso a lo que por sí mismo es inconcebible; de aquí el incalculable valor que para nosotros tienen el estilo histórico de una cultura y sus grandes símbolos del tiempo.
Ya hemos citado el reloj como uno de esos signos que casi nadie ha sabido comprender. El reloj es una creación de culturas muy desarrolladas, creación que aparece tanto más enigmática cuanto más se medita sobre ella. La humanidad antigua supo vivir sin relojes y lo hizo, en cierto modo, intencionadamente; hasta mucho después de Augusto la hora del día se computaba por la longitud de la sombra[33]. En cambio, los relojes de sol y de agua fueron de uso corriente en los dos mundos más viejos, el mundo del alma babilónica y el del alma egipcia, y estaban en relación con una cronología rigurosa y con una honda visión del pasado y del futuro[34]. Pero la existencia «antigua», euclidiana, puntiforme, transcurría sin referirse a nada, recluida en el presente. No debía haber en ella nada que señalase hacia el futuro y el pasado. Los antiguos no tuvieron arqueología, ni tampoco astrología, que es la inversión psíquica de aquella. Los oráculos y las sibilas antiguas, como los arúspices y augures etruscorromanos, no pretendían revelar el futuro lejano, sino resolver el caso particular que se presenta actualmente. No había en la conciencia general de los antiguos nada que se pareciese a una cronología. Las olimpíadas constituían un mero recurso literario. Lo importante no es averiguar si un calendario es bueno o malo, sino quién lo usa, y si la vida de la nación se rige efectivamente por él. En las ciudades antiguas no hay nada que haga recordar la duración, el tiempo antecedente, el porvenir; no se rodean las ruinas de piadosos cuidados; no se planean obras en beneficio de las generaciones venideras; no se hace una elección de material, que tenga sentido, aunque haya de vencer dificultades técnicas. El griego de la época dórica abandonó la técnica miceniana de la piedra y volvió a edificar con madera y barro, y, sin embargo, tenía a la vista los modelos de Micenas y de Egipto y vivía en una comarca donde abundaban los mejores materiales pétreos. El estilo dórico es un estilo de madera. En la época de Pausanias podía verse en el Heraión de Olimpia la última columna de madera, que aún no había sido sustituida. El alma antigua carece de órgano histórico, no tiene memoria en el sentido que hemos dado a esta palabra, es decir, facultad de mantener siempre presente la imagen del pasado personal y, tras ella, la del pasado nacional y universal[35] y, asimismo, el curso de la vida interior, no solo propia, sino también ajena. En la «Antigüedad» no hay «tiempo». Para el antiguo que vuelve la vista hacia la historia, el presente personal se destaca sobre un fondo que carece de toda ordenación temporal y, por lo tanto, histórica. Para Tucídides las guerras médicas, para Tácito las revueltas de los Gracos, forman ya parte de ese fondo[36]. Y lo mismo puede decirse de las grandes familias romanas, cuya tradición era una pura novela; recuérdese a Bruto, el asesino de César, y su firme creencia en sus famosos antepasados. La reforma del calendario por César puede considerarse casi como un acto de emancipación del antiguo sentimiento de la vida; pero César pensaba prescindir de Roma y transformar el Estado en un imperio dinástico, esto es, sometido al símbolo de la duración, con el centro de gravedad en Alejandría, de donde procede su calendario. El asesinato de César nos hace el efecto de la última convulsión del viejo sentimiento vital enemigo de la duración, encarnado en la polis, en la urbs Roma.
Los hombres de entonces vivían cada hora, cada día, por sí mismos. Y no sólo los individuos, griegos y romanos, sino también la ciudad, la nación, la cultura entera. Las fiestas rebosantes de fuerza y sangre, las orgías palatinas, las luchas del circo, bajo Nerón y Calígula, que Tácito, romano de pura cepa, nos describe exclusivamente, sin dedicar ni una mirada ni una palabra a la vida lenta de aquellos inmensos territorios que constituían las provincias, son la expresión última y magnífica de ese sentimiento euclidiano del mundo, que diviniza el cuerpo y el presente. Los indios, cuyo nirvana se caracteriza igualmente por la falta de cronología, no tuvieron tampoco relojes, ni, por lo tanto, historia, ni recuerdos, ni cuidados, ni preocupaciones. Eso que nosotros, hombres de eminente sentido histórico, llamamos la historia india, ha ido realizándose sin la menor conciencia de sí misma. Los mil años de cultura india que transcurren desde los Vedas hasta Buda nos producen el efecto de los movimientos que hace un hombre durmiendo. Allí la vida era realmente sueño. ¡Cuán diferentes, en cambio, son los mil años de nuestra cultura occidental! Nunca, ni siquiera en el «correspondiente» período de la cultura china, en el período Chu, con su finísimo sentido de las épocas[37], han estado los hombres más vigilantes; nunca han sido más conscientes; nunca han sentido el tiempo con mayor profundidad ni lo han vivido con un sentimiento más agudo de su dirección y de su movilidad, preñada de sinos. La historia de la Europa occidental realiza voluntariamente su sino, la historia india acepta el suyo con resignación. En la existencia griega los años no representan nada; en la historia india los decenios apenas significan algo; en el occidente europeo la hora, el minuto y hasta el segundo tienen su importancia. Ni un griego ni un indio hubieran podido representarse esa tensión trágica de las crisis históricas, en que los segundos pesan, como, por ejemplo, en los días de agosto de 1914. Los hombres profundos de Occidente pueden sentir esas crisis, incluso en sí mismos. Los helenos no. Las innumerables torres que se alzan sobre nuestro suelo occidental lanzan al espacio sus campanadas noche y día, insertando el futuro en el pasado, deshaciendo el efímero presente «antiguo» en una inmensa curva de relación. El descubrimiento de los relojes mecánicos se efectúa en el mismo momento en que nace nuestra cultura, esto es, en la época de los emperadores sajones[38]. No es posible representarse el hombre de Occidente sin una minuciosa cronometría, una cronología del futuro que corresponde exactamente a nuestra enorme necesidad de arqueología, de conservación, de excavaciones, de colecciones. La época del barroco exageró el símbolo gótico de los relojes hasta el punto grotesco de inventar los relojes de bolsillo, que acompañan por dondequiera al individuo[39].
Y junto al símbolo de los relojes hay otro no menos profundo e igualmente incomprendido: el de las formas de sepelio, santificadas por el culto y el arte de las grandes culturas. El gran estilo comienza en la India con los templos funerarios; en la Antigüedad, con los vasos fúnebres; en Egipto, con las Pirámides; en el cristianismo primitivo, con las catacumbas y los sarcófagos. En los tiempos primitivos coexisten en caótica mezcla muchas formas funerarias posibles, y cada cual se rige por la necesidad, la comodidad o la costumbre de su tribu. Pero pronto cada cultura elige una de esas formas y la eleva al supremo rango simbólico. El «antiguo», dirigido por un sentimiento vital profundo e inconsciente, prefirió la cremación, acto de aniquilamiento, en el cual recibe una expresión vigorosa su existencia euclidiana, que se atiene al ahora y al aquí. El antiguo no quería historia, ni duración, ni pasado, ni futuro, ni precauciones, ni descomposición; por eso destruyó lo que no tenía presente, el cuerpo de un Pericles, de un César, de un Sófocles, de un Fidias. El alma, empero, pasaba a formar parte de la legión informe, a quien estaban dedicados los cultos de los abuelos y las fiestas de las almas, celebradas por los miembros vivos de la familia, que pronto fueron descuidando esta obligación. Esa informe multitud de las almas constituye la más fuerte oposición a las genealogías que las familias occidentales inmortalizan en sus enterramientos, con todos los signos de la ordenación histórica. No hay otra cultura que sea en esto comparable a la cultura antigua[40], con una excepción significativa: la época primitiva de los Vedas en la India. Debe advertirse que en los tiempos homéricos, en la edad primera del dórico, se celebraba la cremación con todo el pathos de un símbolo recién creado, como se ve sobre todo en la Ilíada, yen cambio, aquellos hombres que yacían sepultados en las tumbas de Micenas, Tirinto y Orcómenos, y cuyas luchas fueron acaso las que dieron origen a la epopeya de Homero, habían sido enterrados casi a la manera egipcia. Cuando en la época imperial aparece, junto a la urna funeraria, el sarcófago, «el que se traga la carne»[41] —cristiano, judío y pagano—, es porque acaba de surgir un nuevo sentimiento del tiempo, del mismo modo que a las tumbas de Micenas sigue la urna de Homero.
En cambio, los egipcios, que conservaron su pasado en la memoria, en la piedra y en los jeroglíficos, tan concienzudamente que hoy, transcurridos cuatro mil años, podemos determinar con exactitud los números de sus reyes, quisieron también eternizar su cuerpo, y de tal suerte lo consiguieron, que los grandes faraones —¡símbolo de terrible sublimidad!— ostentan hoy día en nuestros museos los rasgos personales de su rostro, mientras que los reyes de la época dórica no han dejado rastro ni de sus nombres siquiera. Conocemos la fecha exacta de nacimiento y de la muerte de casi todos nuestros grandes hombres, a partir del Dante. Y ello nos parece la cosa más natural del mundo. Pero en la época de Aristóteles, en la cumbre de la evolución antigua, no se sabía ya si Leucipo, fundador del atomismo y contemporáneo de Pericles, había realmente existido un siglo antes. Es como si nosotros no estuviésemos seguros de la existencia de Giordano Bruno, o como si el Renacimiento quedase ya envuelto en las tinieblas de la leyenda.
Y esos mismos museos en donde depositamos los restos corpóreos del pasado, ¿no son también un símbolo de primer orden? ¿No conservan momificado el «cuerpo» de la cultura toda en su evolución? En millones de libros impresos hemos reunido fechas innumerables. En las cien mil salas de los museos de Europa hemos juntado todas las obras de todas las culturas muertas; y cada objeto, allí, aislado en la masa de la colección, sustraído al fugaz instante de su fin verdadero —que para un alma antigua hubiera sido lo único sagrado—, se disuelve, por decirlo así, en una infinita movilidad del tiempo. Recuérdese lo que los helenos llamaban mouseion —lugar destinado a las Musas—, y piénsese en el profundo sentido que manifiesta ese cambio de significación que ha sufrido la palabra.
La decadencia de Occidente. Oswald Spengler
" Los abogados suelen exagerar su astucia: les gusta dar a entender que la justicia es un juego muy complejo; los tribunales, escenarios teatrales en miniatura, y los clientes, una mera excusa para que ellos entren en escena. También tienen la inquietante costumbre de que los voten para ocupar cargos políticos o los nombren para comisiones gubernamentales, y así pueden promover leyes que lo obligan a uno a contratar a un abogado simplemente porque no hay quien las entienda."
(James Crumley. "El último beso")
menéame