LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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Toujours comme ça...

"Un camello es un caballo diseñado por un comité."

Proverbio árabe.

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Sobre los Sentidos

Nuestros sentidos surgieron por pura adaptación y supervivencia, se basan y trabajan en conjunto con la alerta para tener más posibilidades de sobrevivir. Una vez adaptados y acomodados encima de la pirámide alimenticia, sucedió el milagro de usar los sentidos para el placer; y con ello nació el arte.

Aplicar los sentidos a una función que no les corresponde es todo un desafío para con la naturaleza, y eso en cierto modo nos hace libre.

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--- Fausto ---

EL SEÑOR: ¿No tienes nada más que decir?, ¿sólo vienes aquí a acusar? ¿Es que no hay sobre la tierra nada bueno?

MEFISTÓFELES: No, Señor; sinceramente me parece que allí todo va tan mal como siempre. Compadezco la vida de calamidades que llevan los hombres. Ni siquiera me apetece atormentar a esos desdichados.

EL SEÑOR: ¿Conoces a Fausto?

MEFISTÓFELES: ¿El doctor?

EL SEÑOR: Mi servidor.

MEFISTÓFELES: Sí; y cierto es que os sirve de una manera muy peculiar. Ni la comida ni la bebida de ese insensato son terrenales. Su inquietud lo inclina hacia lo inalcanzable, pero percibe su locura sólo a medias. Le exige al Cielo las más hermosas estrellas y a la Tierra los goces más elevados y, sin embargo, nada cercano ni lejano sacia su pecho profundamente agitado.

EL SEÑOR: Aunque ahora me sirve en la confusión, pronto lo llevaré a la claridad. El jardinero sabe, cuando el arbolito echa renuevos, que le crecerán ramas y le saldrán frutas.

MEFISTÓFELES: ¿Qué apostáis? Todavía habéis de perder si me permitís llevarlo a mi terreno.

EL SEÑOR: Mientras él viva sobre la tierra, no te será prohibido intentarlo. Siempre que tenga deseos y aspiraciones, el hombre puede equivocarse.

MEFISTÓFELES: Te lo agradezco, pues con los muertos nunca me he entendido muy bien. Prefiero unas mejillas frescas y gordezuelas. Con un cadáver no me encuentro nunca a gusto: me pasa lo que al gato con el ratón.

EL SEÑOR: Bien, lo dejo a tu disposición. Aparta a esa alma de su fuente originaria y, si puedes aferrarla por tu camino, llévala abajo, junto a ti. Pero te avergonzará reconocer que un hombre bueno, incluso extraviado en la oscuridad, es consciente del buen camino.

MEFISTÓFELES: ¡Muy bien!, no tardaremos mucho tiempo. No me da miedo la apuesta. Permíteme, si logro mi objetivo, sentirme henchido por mi triunfo. Para mi regogijo, él tendrá que morder el polvo, como mi tía, la famosa serpiente.

EL SEÑOR: Podrás actuar con toda libertad. Nunca he odiado a tus semejantes. De todos los espíritus que niegan, el pícaro es el que menos me desagrada. El hombre es demasiado propenso a adormecerse; se entrega pronto a un descanso sin estorbos; por eso es bueno darle un compañero que lo estimule, lo active y desempeñe el papel de su demonio. Pero vosotros, auténticos hijos de Dios, disfrutad de la viviente y rica belleza. Que lo cambiante, lo que siempre actúa y está vivo, os encierre en los suaves confines del amor, y fijad en ideas eternas lo que flota en oscilantes apariencias.

(El Cielo se cierra y los Arcángeles se dispersan.)

MEFISTÓFELES: De vez en cuando me gusta ver al Viejo y me guardo de indisponerme y romper con Él. Es muy generoso que un señor tan grande tenga la bondad de hablar incluso con el diablo.

Johann Wolfgang Goethe, “Fausto”.

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Inteligencia

"Inteligencia es lo que usamos cuando no sabemos qué hacer".

Jean Piaget, psicólogo suizo.

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Ese trabajo tan bueno...

Una vez, un ratón, en pleno invierno, encontró un diminuto agujero en las paredes de un granero. Se estrujó, y se estrujó hasta que consiguió entrar. Aquello era el Paraíso. No había aves de rapiña, ni gatos, ni hurones... Y en cambio, se amontonaban allí verdaderas cordilleras de comida. El ratón pasó semanas caliente, comiendo a sus anchas... y engordó. Y cuando quiso salir, ya no cupo por el agujero. Por más que lo intentó, fue imposible.

Murió de pena.

¿Para qué entrar al granero, si el agujero es demasiado pequeño y si te sacias nunca podrás salir? No entres.

Diccionario Jázaro. Milorad Pavic.

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Sobre putas y puteros

¿Pero quién hace más mal,

aunque cualquiera mal haga?

¿La que peca por la paga

o el que paga por pecar?

Sor Juana Inés de la Cruz

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Los gatos asociales

En aquella casa los gatos se comían a las palomas, como en todas partes, pero además, se las follaban antes por todos los orificios posibles, con manifiesto desprecio a la naturaleza y a las normas de la vida en sociedad.

Las máscaras del héroe. Juan Manuel de Prada

Para @helisan con cariño ;-)

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El peligro de las obras hidráulicas

Las esclusas de Epifano es la historia de un proyecto hidráulico demencial que concluye con una decapitación en el Kremlin. El proyecto es idea de Pedro el Grande, y la acción empieza cuando un tal Bertrand Perry, ingeniero de Newcastle, se presenta en el Instituto para Canales y Obras Hidráulicas de San Petersburgo. El zar Pedro quiere que el Volga y el Don «se comuniquen» mediante una conexión fluvial permanente: «Es nuestro propósito unir para siempre los principales ríos del Imperio en un sistema hidráulico único». El dirigente anuncia la inauguración de la era de las Grandes Construcciones. «El guerrero manchado de sangre o el explorador fatigado será desplazado por el ingeniero inteligente». Para hacerse cargo de esta ofensiva de progreso y de civilización (más concretamente, para la construcción y el trazado del sistema de canales) «nos llega de Inglaterra el ingeniero Bertrand».

Al ingeniero extranjero se le conceden los poderes de un general; se le permite organizar todo un ejército de trabajadores para las obras de excavación. Así y todo, Bertrand se enfrentará en la Rusia profunda con «una sucesión de desgracias». Sus mejores colaboradores mueren de paludismo. Personas de su confianza desertan. Todo lo que han logrado construir el primer verano amenaza con desaparecer bajo las lluvias de primavera. Sin embargo, una vez eliminada el agua del deshielo, el nivel del Don desciende alarmantemente. Debido a la primavera seca, el nivel es demasiado bajo para llenar de agua el canal de enlace. Para colmo de males, Bertrand recibe una carta de su amada desde Newcastle: está embarazada de otro. En un intento por olvidarse de sus desdichas personales, Bertrand se consagra en cuerpo y alma a su trabajo. Con la esperanza de facilitar el suministro de agua al Don, ordena excavar un pozo en el lago Ivan que sirva de manantial, pero mientras sus hombres taladran la tierra desde una balsa, el agua del manantial desciende hacia capas terrestres más profundas e inalcanzables.

Al realizar la inspección de las construcciones hidráulicas encomendadas, resulta que ni un barquito de remo puede navegar del Don al Volga. El ingeniero británico es conducido a Moscú, esposado, donde se le notificará la sentencia del zar: muerte por decapitación.

Un agente de policía entrega al prisionero a un «tipo siniestro de gran estatura» en la mazmorra de la torre del Kremlin.

—¿Dónde tienes el hacha? —alcanza aún a preguntarle Bertrand.

—¿El hacha? —responde el verdugo—. Contigo me las apañaré perfectamente sin hacha.

Las esclusas de Epífano. Andrei Platonov

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El desierto

A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: estoy modificando el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas. La memoria de aquel momento es una de las más significativas de mi estadía en Egipto.

JORGE LUIS BORGES

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El artista del hambre

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos.

Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno: todos querían verle siquiera una vez al día; en los últimos días del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños.

Para los adultos aquello solía no ser más que una broma en la que tomaban parte medio por moda, pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido. con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortamente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, volviendo después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, bajo ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

Franz Kafka, "El artista del hambre"

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Pauvre...

"En no ser amado sólo hay mala suerte: en no amar hay desgracia".

Albert Camus.

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El tacaño de sí mismo

Tenía el corazón cerrado, como un bolso, y en vez de gastar la vida, la llevó usureramente hasta la muerte.

El grande. William McIlvanny

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¿Salvar vidas?

Nadie salva vidas. Algunos, como mucho, las prolongan.

El Gris. Javier Pérez

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Victor Hugo - Los miserables

Una cierta cantidad de ensueño es buena, como un narcótico, a dosis discretas. Esto adormece las fiebres a algunas veces obstinadas de la inteligencia en activo, y hace nacer en el espíritu un vapor fresco que corrige los ásperos contornos del pensamiento puro, colma aquí y allá lagunas e intervalos, une los conjuntos y borra los ángulos de las ideas. Pero demasiado ensueño sumerge y ahoga. Desgraciado el trabajador que se deja caer entero del pensamiento al ensueño. Cree que se remontará fácilmente, y se dice que, al fin y al cabo, es lo mismo. ¡Error!

El pensamiento es la labor de la inteligencia, el ensueño lo es de la voluptuosidad. Reemplazar el pensamiento por el ensueño es confundir un veneno con un alimento.

Marius, lo recordamos, había empezado por ahí. Había sobrevenido la pasión y había acabado de precipitarle en las quimeras sin objeto y sin fondo. Ya no salía de su casa más que para ir a soñar. Alumbramiento perezoso. Abismo tumultuoso y estancado. Y a medida que el trabajo disminuía, aumentaban las necesidades. Esto es una ley. El hombre en estado soñador es naturalmente pródigo y débil; el espíritu distendido no puede mantener la vida apretada. Hay en este modo de vivir bien mezclado con mal, pues si la debilidad es funesta, la generosidad es sana y buena. Pero el hombre pobre, generoso y noble que no trabaja, está perdido. Los recursos cesan, la necesidad surge.

Pendiente fatal, en que los más honestos y los más firmes son arrastrados como los más débiles y los más viciosos, y que desemboca en uno de estos dos agujeros: el suicidio o el crimen.

A fuerza de salir para soñar, llega un día en que se sale para arrojarse al agua.

(…) Marius bajaba por esta pendiente a pasos lentos, con los ojos fijos en la que ya no veía. Lo que acabamos de escribir parece extraño, y no obstante es cierto. El recuerdo de un ser ausente se enciende en las tinieblas del corazón, cuando ha desaparecido, irradia luz; el alma desesperada y oscura ve esta luz en su horizonte, estrella de la noche interior. Este era todo el pensamiento de Marius. No pensaba en otra cosa; sentía confusamente que su viejo traje se convertía en un traje imposible, y que su traje nuevo se iba haciendo viejo, que sus camisas se gastaban, que su sombrero se gastaba, que sus botas se gastaban, es decir, que su vida se gastaba, y se decía: «¡Si solamente pudiera verla antes de morir!»

Una única idea dulce le quedaba: que ella le había amado, que su mirada se lo había dicho, que no conocía su nombre pero conocía su alma, y que tal vez allí donde se hallaba, cualquiera que fuese ese misterioso lugar, ella le amaba aún. ¿Quién sabe si no pensaba en él, como él pensaba en ella? Algunas veces, en las horas inexplicables que tiene todo corazón que ama, sin tener más que razones de dolor, y sintiendo no obstante un oscuro estremecimiento de alegría, se decía: «¡Son sus pensamientos que vienen a mí!» Luego añadía: «¡Tal vez mis pensamientos le llegan a ella!»

Esta ilusión, que le hacía mover la cabeza un momento después, conseguía no obstante arrojarle al alma rayos que a veces parecían de esperanza. De vez en cuando, sobre todo en esa hora del atardecer que más entristece a los soñadores, dejaba caer en un cuaderno en el que no había otra cosa, el más puro, el más impersonal, el más ideal de los sueños con que el amor llenaba su cerebro. A esto llamaba «escribirle».

No hay que creer que su razón estuviera trastornada. Por el contrario. Había perdido la facultad de trabajar y de moverse firmemente hacia un fin determinado, pero tenía más que nunca clarividencia y rectitud. Marius veía con una luz tranquila y real, aunque singular, lo que sucedía ante sus ojos, incluso los hechos o los hombres más indiferentes; aplicaba a todo la palabra justa con una especie de abatimiento honesto y de cándido desinterés. Su juicio, casi desprendido de la esperanza, se mantenía alto, y planeaba.

En esta situación de espíritu, nada se le escapaba, nada le engañaba, y descubría a cada instante el fondo de la vida, de la humanidad, del destino. ¡Feliz, incluso en la angustia, aquél a quien Dios ha dado un alma digna del amor y de la desgracia! Quien no ha visto las cosas de este mundo, y el corazón de los hombres bajo esta doble luz, no ha visto nada verdadero y no sabe nada. 

El alma que ama y que sufre se halla en estado sublime. 

Por lo demás, los días se sucedían y nada nuevo surgía. Le parecía únicamente que el espacio sombrío que le quedaba por recorrer se acortaba a cada instante. Creía ya entrever distintamente el borde del abismo sin fondo.

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Nuestras raíces conservadoras

Aunque a veces nos cueste reconocerlo, la naturaleza humana es conservadora.

Por eso, en casa de otro, casi todo el mundo se sienta siempre donde se sentó la primera vez

El descubrimiento del cielo. Harry Mulisch.

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Así que quieres ser escritor?

Si no te sale ardiendo de dentro,

a pesar de todo,

no lo hagas.

A no ser que salga espontáneamente de tu corazón

y de tu mente y de tu boca

y de tus tripas,

no lo hagas.

Si tienes que sentarte durante horas

con la mirada fija en la pantalla del computador

o clavado en tu máquina de escribir

buscando las palabras,

no lo hagas.

Si lo haces por dinero o fama,

no lo hagas.

Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,

no lo hagas.

Si tienes que sentarte

y reescribirlo una y otra vez,

no lo hagas.

Si te cansa solo pensar en hacerlo,

no lo hagas.

Si estás intentando escribir

como cualquier otro, olvídalo.

Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti,

espera pacientemente.

Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.

Si primero tienes que leerlo a tu esposa

o a tu novia o a tu novio

o a tus padres o a cualquiera,

no estás preparado.

No seas como tantos escritores,

no seas como tantos miles de

personas que se llaman a sí mismos escritores,

no seas soso y aburrido y pretencioso,

no te consumas en tu amor propio.

Las bibliotecas del mundo

bostezan hasta dormirse

con esa gente.

No seas uno de ellos.

No lo hagas.

A no ser que salga de tu alma

como un cohete,

a no ser que quedarte quieto

pudiera llevarte a la locura,

al suicidio o al asesinato,

no lo hagas.

A no ser que el sol dentro de ti

esté quemando tus tripas, no lo hagas.

Cuando sea verdaderamente el momento,

y si has sido elegido,

sucederá por sí solo y

seguirá sucediendo hasta que mueras

o hasta que muera en ti.

No hay otro camino.

Y nunca lo hubo.

Charles Bukowski

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Nunca más es mucho tiempo

A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.

¿Qué es, papá?

Una chuchería. Para ti.

¿Qué es?

Ven. Siéntate.

Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.

El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.

Bebe.

El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.

Así es.

Toma un poco, papá.

Quiero que te la bebas tú.

Sólo un poco.

Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.

Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?

Nunca más es mucho tiempo.

Fragmento de La carretera (2006), de Cormac McCarthy

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William Shakespeare - Macbeth

Me pareció oír una voz que gritaba: «¡No dormirás más!… ¡Macbeth ha asesinado el sueño!» ¡El inocente sueño, el sueño, que entreteje la enmarañada seda floja de los cuidados!… ¡El sueño, muerte de la vida de cada día, baño reparador del duro trabajo, bálsamo de las almas heridas, segundo servicio en la mesa de la gran Naturaleza, principal alimento del festín de la vida!

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Advocatorum...

" Los abogados suelen exagerar su astucia: les gusta dar a entender que la justicia es un juego muy complejo; los tribunales, escenarios teatrales en miniatura, y los clientes, una mera excusa para que ellos entren en escena. También tienen la inquietante costumbre de que los voten para ocupar cargos políticos o los nombren para comisiones gubernamentales, y así pueden promover leyes que lo obligan a uno a contratar a un abogado simplemente porque no hay quien las entienda."

(James Crumley. "El último beso")

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Soledad en pareja, Michel Houellebecq

Soledad en pareja, Michel Houellebecq

“La soledad en pareja es un infierno consentido... Estos problemas crecen poco a poco, en silencio, hasta que unos años después terminan por explotar y destruir cualquier posibilidad de vida en común”.

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Sobre los distintos conceptos del tiempo en las culturas

Cada cultura posee su manera de ver la naturaleza, de conocerla, o lo que es lo mismo: cada cultura tiene su naturaleza propia y peculiar, que ningún otro tipo de hombres puede poseer en igual forma. De la misma suerte, también cada cultura —y en ella, con diferencias de escaso valor, cada individuo— tiene su peculiar manera de ver la historia, en cuyo cuadro, en cuyo estilo, intuye, siente y vive inmediatamente lo general y lo personal, lo interior y lo exterior, el devenir historicouniversal y el devenir biográfico. Así, la tendencia autobiográfica de la humanidad occidental, que ya se manifiesta por modo impresionante en el símbolo de la confesión en la época gótica[32], es extraña por completo a los antiguos. La agudísima conciencia histórica de la Europa occidental se opone a la inconsciencia de los indios, cuya historia es como un sueño. ¿Qué imaginaban los hombres de la cultura arábiga, desde los cristianos primitivos hasta los pensadores del Islam, cuando pronunciaban la expresión «historia universal»? Pero si harto difícil es ya formarse una representación exacta de lo que sea para otros la naturaleza, el mundo mecánico, ordenado —y eso que en este caso la realidad cognoscible se unifica en un sistema comunicable—, habrá de ser de todo punto imposible penetrar con las fuerzas de nuestra propia alma, en el aspecto histórico del mundo, tal como lo ven culturas extrañas, es decir, en la imagen del devenir que hayan formado otras almas con otras disposiciones distintas de las nuestras. Siempre quedará un resto indescifrable, que será tanto mayor cuanto más escasos sean nuestro propio instinto histórico, nuestro ritmo fisiognómico, nuestro conocimiento o experiencia de los hombres. Sin embargo, la solución de este problema es una condición de toda inteligencia profunda del universo. El mundo histórico que circunda a los demás es una parte de su esencia, y nadie entenderá bien a otro hombre si no conoce su sentimiento del tiempo, su idea del sino, el estilo y el grado de conciencia que haya en su vida interior. Lo que no pueda averiguarse inmediatamente por confesiones, habremos de buscarlo en el simbolismo de la cultura externa. Solo así podremos tener acceso a lo que por sí mismo es inconcebible; de aquí el incalculable valor que para nosotros tienen el estilo histórico de una cultura y sus grandes símbolos del tiempo.

Ya hemos citado el reloj como uno de esos signos que casi nadie ha sabido comprender. El reloj es una creación de culturas muy desarrolladas, creación que aparece tanto más enigmática cuanto más se medita sobre ella. La humanidad antigua supo vivir sin relojes y lo hizo, en cierto modo, intencionadamente; hasta mucho después de Augusto la hora del día se computaba por la longitud de la sombra[33]. En cambio, los relojes de sol y de agua fueron de uso corriente en los dos mundos más viejos, el mundo del alma babilónica y el del alma egipcia, y estaban en relación con una cronología rigurosa y con una honda visión del pasado y del futuro[34]. Pero la existencia «antigua», euclidiana, puntiforme, transcurría sin referirse a nada, recluida en el presente. No debía haber en ella nada que señalase hacia el futuro y el pasado. Los antiguos no tuvieron arqueología, ni tampoco astrología, que es la inversión psíquica de aquella. Los oráculos y las sibilas antiguas, como los arúspices y augures etruscorromanos, no pretendían revelar el futuro lejano, sino resolver el caso particular que se presenta actualmente. No había en la conciencia general de los antiguos nada que se pareciese a una cronología. Las olimpíadas constituían un mero recurso literario. Lo importante no es averiguar si un calendario es bueno o malo, sino quién lo usa, y si la vida de la nación se rige efectivamente por él. En las ciudades antiguas no hay nada que haga recordar la duración, el tiempo antecedente, el porvenir; no se rodean las ruinas de piadosos cuidados; no se planean obras en beneficio de las generaciones venideras; no se hace una elección de material, que tenga sentido, aunque haya de vencer dificultades técnicas. El griego de la época dórica abandonó la técnica miceniana de la piedra y volvió a edificar con madera y barro, y, sin embargo, tenía a la vista los modelos de Micenas y de Egipto y vivía en una comarca donde abundaban los mejores materiales pétreos. El estilo dórico es un estilo de madera. En la época de Pausanias podía verse en el Heraión de Olimpia la última columna de madera, que aún no había sido sustituida. El alma antigua carece de órgano histórico, no tiene memoria en el sentido que hemos dado a esta palabra, es decir, facultad de mantener siempre presente la imagen del pasado personal y, tras ella, la del pasado nacional y universal[35] y, asimismo, el curso de la vida interior, no solo propia, sino también ajena. En la «Antigüedad» no hay «tiempo». Para el antiguo que vuelve la vista hacia la historia, el presente personal se destaca sobre un fondo que carece de toda ordenación temporal y, por lo tanto, histórica. Para Tucídides las guerras médicas, para Tácito las revueltas de los Gracos, forman ya parte de ese fondo[36]. Y lo mismo puede decirse de las grandes familias romanas, cuya tradición era una pura novela; recuérdese a Bruto, el asesino de César, y su firme creencia en sus famosos antepasados. La reforma del calendario por César puede considerarse casi como un acto de emancipación del antiguo sentimiento de la vida; pero César pensaba prescindir de Roma y transformar el Estado en un imperio dinástico, esto es, sometido al símbolo de la duración, con el centro de gravedad en Alejandría, de donde procede su calendario. El asesinato de César nos hace el efecto de la última convulsión del viejo sentimiento vital enemigo de la duración, encarnado en la polis, en la urbs Roma.

Los hombres de entonces vivían cada hora, cada día, por sí mismos. Y no sólo los individuos, griegos y romanos, sino también la ciudad, la nación, la cultura entera. Las fiestas rebosantes de fuerza y sangre, las orgías palatinas, las luchas del circo, bajo Nerón y Calígula, que Tácito, romano de pura cepa, nos describe exclusivamente, sin dedicar ni una mirada ni una palabra a la vida lenta de aquellos inmensos territorios que constituían las provincias, son la expresión última y magnífica de ese sentimiento euclidiano del mundo, que diviniza el cuerpo y el presente. Los indios, cuyo nirvana se caracteriza igualmente por la falta de cronología, no tuvieron tampoco relojes, ni, por lo tanto, historia, ni recuerdos, ni cuidados, ni preocupaciones. Eso que nosotros, hombres de eminente sentido histórico, llamamos la historia india, ha ido realizándose sin la menor conciencia de sí misma. Los mil años de cultura india que transcurren desde los Vedas hasta Buda nos producen el efecto de los movimientos que hace un hombre durmiendo. Allí la vida era realmente sueño. ¡Cuán diferentes, en cambio, son los mil años de nuestra cultura occidental! Nunca, ni siquiera en el «correspondiente» período de la cultura china, en el período Chu, con su finísimo sentido de las épocas[37], han estado los hombres más vigilantes; nunca han sido más conscientes; nunca han sentido el tiempo con mayor profundidad ni lo han vivido con un sentimiento más agudo de su dirección y de su movilidad, preñada de sinos. La historia de la Europa occidental realiza voluntariamente su sino, la historia india acepta el suyo con resignación. En la existencia griega los años no representan nada; en la historia india los decenios apenas significan algo; en el occidente europeo la hora, el minuto y hasta el segundo tienen su importancia. Ni un griego ni un indio hubieran podido representarse esa tensión trágica de las crisis históricas, en que los segundos pesan, como, por ejemplo, en los días de agosto de 1914. Los hombres profundos de Occidente pueden sentir esas crisis, incluso en sí mismos. Los helenos no. Las innumerables torres que se alzan sobre nuestro suelo occidental lanzan al espacio sus campanadas noche y día, insertando el futuro en el pasado, deshaciendo el efímero presente «antiguo» en una inmensa curva de relación. El descubrimiento de los relojes mecánicos se efectúa en el mismo momento en que nace nuestra cultura, esto es, en la época de los emperadores sajones[38]. No es posible representarse el hombre de Occidente sin una minuciosa cronometría, una cronología del futuro que corresponde exactamente a nuestra enorme necesidad de arqueología, de conservación, de excavaciones, de colecciones. La época del barroco exageró el símbolo gótico de los relojes hasta el punto grotesco de inventar los relojes de bolsillo, que acompañan por dondequiera al individuo[39].

Y junto al símbolo de los relojes hay otro no menos profundo e igualmente incomprendido: el de las formas de sepelio, santificadas por el culto y el arte de las grandes culturas. El gran estilo comienza en la India con los templos funerarios; en la Antigüedad, con los vasos fúnebres; en Egipto, con las Pirámides; en el cristianismo primitivo, con las catacumbas y los sarcófagos. En los tiempos primitivos coexisten en caótica mezcla muchas formas funerarias posibles, y cada cual se rige por la necesidad, la comodidad o la costumbre de su tribu. Pero pronto cada cultura elige una de esas formas y la eleva al supremo rango simbólico. El «antiguo», dirigido por un sentimiento vital profundo e inconsciente, prefirió la cremación, acto de aniquilamiento, en el cual recibe una expresión vigorosa su existencia euclidiana, que se atiene al ahora y al aquí. El antiguo no quería historia, ni duración, ni pasado, ni futuro, ni precauciones, ni descomposición; por eso destruyó lo que no tenía presente, el cuerpo de un Pericles, de un César, de un Sófocles, de un Fidias. El alma, empero, pasaba a formar parte de la legión informe, a quien estaban dedicados los cultos de los abuelos y las fiestas de las almas, celebradas por los miembros vivos de la familia, que pronto fueron descuidando esta obligación. Esa informe multitud de las almas constituye la más fuerte oposición a las genealogías que las familias occidentales inmortalizan en sus enterramientos, con todos los signos de la ordenación histórica. No hay otra cultura que sea en esto comparable a la cultura antigua[40], con una excepción significativa: la época primitiva de los Vedas en la India. Debe advertirse que en los tiempos homéricos, en la edad primera del dórico, se celebraba la cremación con todo el pathos de un símbolo recién creado, como se ve sobre todo en la Ilíada, yen cambio, aquellos hombres que yacían sepultados en las tumbas de Micenas, Tirinto y Orcómenos, y cuyas luchas fueron acaso las que dieron origen a la epopeya de Homero, habían sido enterrados casi a la manera egipcia. Cuando en la época imperial aparece, junto a la urna funeraria, el sarcófago, «el que se traga la carne»[41] —cristiano, judío y pagano—, es porque acaba de surgir un nuevo sentimiento del tiempo, del mismo modo que a las tumbas de Micenas sigue la urna de Homero.

En cambio, los egipcios, que conservaron su pasado en la memoria, en la piedra y en los jeroglíficos, tan concienzudamente que hoy, transcurridos cuatro mil años, podemos determinar con exactitud los números de sus reyes, quisieron también eternizar su cuerpo, y de tal suerte lo consiguieron, que los grandes faraones —¡símbolo de terrible sublimidad!— ostentan hoy día en nuestros museos los rasgos personales de su rostro, mientras que los reyes de la época dórica no han dejado rastro ni de sus nombres siquiera. Conocemos la fecha exacta de nacimiento y de la muerte de casi todos nuestros grandes hombres, a partir del Dante. Y ello nos parece la cosa más natural del mundo. Pero en la época de Aristóteles, en la cumbre de la evolución antigua, no se sabía ya si Leucipo, fundador del atomismo y contemporáneo de Pericles, había realmente existido un siglo antes. Es como si nosotros no estuviésemos seguros de la existencia de Giordano Bruno, o como si el Renacimiento quedase ya envuelto en las tinieblas de la leyenda.

Y esos mismos museos en donde depositamos los restos corpóreos del pasado, ¿no son también un símbolo de primer orden? ¿No conservan momificado el «cuerpo» de la cultura toda en su evolución? En millones de libros impresos hemos reunido fechas innumerables. En las cien mil salas de los museos de Europa hemos juntado todas las obras de todas las culturas muertas; y cada objeto, allí, aislado en la masa de la colección, sustraído al fugaz instante de su fin verdadero —que para un alma antigua hubiera sido lo único sagrado—, se disuelve, por decirlo así, en una infinita movilidad del tiempo. Recuérdese lo que los helenos llamaban mouseion —lugar destinado a las Musas—, y piénsese en el profundo sentido que manifiesta ese cambio de significación que ha sufrido la palabra.

La decadencia de Occidente. Oswald Spengler

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Asesinato de calidad

En el otro extremo de la mesa Charles Hecht, que jamás había logrado dominar el arte de no escuchar a Fielding, enrojeció y dio muestras de agitación.

—¿Acaso no les enseñamos nada, Fielding? ¿Es que se olvida de los premios y becas que hemos conseguido?

—Yo en toda mi vida no he enseñado nada a uno siquiera de mis alumnos, Charles. Casi siempre porque el muchacho no era lo bastante inteligente, pero en otras ocasiones porque no lo era yo. Comprenda que, en la mayoría de muchachos, la percepción muere con la pubertad. Es cierto que en unos pocos persiste, pero nosotros, en cuanto la descubrimos, nos apresuramos a matarla. Y si a pesar de nuestros esfuerzos sobrevive, el muchacho se hace con un premio o una beca… Shane, sea paciente conmigo que éste es mi último semestre.

—Ya sea su último semestre o no, está hablando por hablar, Fielding —dijo Hecht, enojado.

—Es tradicional en Carne: esos éxitos a que se ha referido son en realidad fracasos, los raros alumnos que no aprendieron la lección de Carne. Los que han ignorado el culto a la mediocridad. Nada podemos hacer por ellos. Pero para los otros, desorientados cleriguillos y soldaditos fanáticos, para ellos, la verdad de Carne está escrita en sus muros con letras de fuego y nos odian.

Hecht hizo un esfuerzo por reír.

—¿Por qué, si tanto nos odian, tantos de ellos vuelven a vernos? ¿Por qué se acuerdan de nosotros y vienen a visitarnos?

—Porque somos nosotros, querido Charles, somos nosotros las inscripciones en letra de fuego. La única lección de Carne que no olvidan jamás: vuelven para leernos, ¿no se da cuenta? De nosotros fue de quienes aprendieron el secreto de la vida: hacerse viejo sin hacerse mejor. Se dieron cuenta de que aquí no ocurría nada, de que envejecíamos sin la impronta de la cegadora luz que sorprendió a san Pablo camino de Damasco, sin ninguna sensación de madurez.

John le Carré, "Asesinato de calidad."

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No preguntes

No preguntes a los hombres lo que quieren. ¿Acaso le preguntas a la tierra si quiere concebir el trigo? ¿Acaso le preguntas al trigo si quiere convertirse en pan?

Ciudadela. Antoine de Saint Exupery.

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Fiasco (1986)

—Yo no lo creo así. La reducción de muchos factores desconocidos a un común denominador desconocido representa una ganancia, no una pérdida, de información —replicó Lauger sencillamente.

—Por favor, continúe —le dijo el comandante. Lauger se puso de pie.

—Diré lo que pueda. Un bebé, cuando sonríe, lo hace de acuerdo con suposiciones que ha traído consigo a este mundo. Estas suposiciones, de naturaleza estadística, son numerosísimas: que las manchas rosadas que perciben sus ojitos son las caras de las personas, que la gente suele reaccionar positivamente a la sonrisa de un bebé, etc.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que todo se basa en ciertas suposiciones, aunque, por regla general, las suposiciones se hagan en silencio. Nuestra discusión trata de sucesos que parecen muy improbables si no tuvieran una relación entre sí: los destellos, la emisión caótica, los cambios en el albedo de Quinta, el plasma en la luna. ¿Qué los ha causado?, pregunta usted. La actividad de una civilización. ¿Aclara esto algo? Por el contrario, confunde, porque empezamos con la suposición tácita de que podríamos comprender las acciones de los quintanos.

»Marte, creo recordar, fue en un tiempo considerado viejo, y Venus joven, en comparación con la Tierra: los bisabuelos de nuestros astrónomos supusieron automáticamente que la Tierra era igual a Marte y a Venus, sólo que más joven que el primero y más vieja que el segundo. De ahí los canales de Marte, las junglas de Venus, etc., que finalmente hubieron de ser abandonados como cuentos de hadas. Creo que nada es capaz de comportarse de una forma tan poco inteligente como la inteligencia. Puede que en Quinta haya una mente, o mentes, inaccesibles para nosotros debido a la diferencia de propósitos…

—¿Guerra? —dijo una voz desde el fondo de la sala.

Lauger, aún de pie, continuó:

—La guerra no es un conjunto de conflictos absolutamente cerrado que da como resultado la destrucción. Comandante, no cuente con que le iluminemos. Dado que no conocemos ni los estados iniciales ni los parámetros, nada puede convertir lo desconocido en conocido. Lo único que podemos decirle al Hermes es que proceda con cautela. ¿Preferiría usted un consejo más específico? Sólo puedo ofrecerle dos posibilidades: las acciones de esas inteligencias no son inteligentes… o son ininteligibles, no clasificables según las categorías de nuestro pensamiento. Pero esto es únicamente una opinión, nada más.

Stanislaw Lem, "Fiasco."

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La Edad de los imperios

Lo que hay que señalar es simplemente que los analistas no marxistas del imperialismo han tendido a argumentar lo contrario de lo que decían los marxistas, y al hacerlo han oscurecido el tema. Han tendido a negar cualquier conexión específica entre el imperialismo de finales del siglo XIX y del siglo XX con el capitalismo en general, o con la fase particular de éste que, como hemos visto, pareció surgir a finales del siglo XIX. Negaban que el imperialismo tuviera alguna raíz económica importante, que beneficiara económicamente a los países imperiales, y mucho menos que la explotación de las zonas atrasadas fuera en algún sentido esencial para el capitalismo, y que tuviera efectos negativos en las economías coloniales. Argumentaron que el imperialismo no condujo a rivalidades ingobernables entre las potencias imperiales, y que no tenía ninguna relación seria con el origen de la Primera Guerra Mundial. Rechazando las explicaciones económicas, se concentraron en las explicaciones psicológicas, ideológicas, culturales y políticas, aunque por lo general se cuidaron de evitar el peligroso territorio de la política interna, ya que los marxistas también tendían a subrayar las ventajas para las clases dominantes metropolitanas de las políticas y la propaganda imperialistas que, entre otras cosas, contrarrestaban el creciente atractivo para las clases trabajadoras de los movimientos obreros de masas. Algunos de estos contraataques han demostrado ser poderosos y eficaces, aunque varias de esas líneas argumentales eran incompatibles entre sí. De hecho, gran parte de la literatura teórica pionera del antiimperialismo no es sostenible. Pero la desventaja de la literatura anti-anti-imperialista es que no explica realmente esa conjunción de desarrollos económicos y políticos, nacionales e internacionales, que los contemporáneos de alrededor de 1900 encontraron tan sorprendente que buscaron una explicación global para ellos. No explica por qué los contemporáneos sintieron que el "imperialismo" en ese momento era un desarrollo novedoso e históricamente central. En resumen, gran parte de esta literatura equivale a negar hechos que eran bastante obvios en su momento y que siguen siéndolo. 

Dejando a un lado el leninismo y el antileninismo, lo primero que debe restablecer el historiador es el hecho obvio, que nadie en la década de 1890 habría negado, de que la división del globo tenía una dimensión económica. Demostrar esto no es explicar todo sobre el imperialismo de la época. El desarrollo económico no es una especie de ventrílocuo con el resto de la historia como muñeco. Incluso el empresario más resuelto que persiguiera el beneficio en, por ejemplo, las minas de oro y diamantes sudafricanas, nunca puede ser tratado exclusivamente como una máquina de hacer dinero. No era inmune a los llamamientos políticos, emocionales, ideológicos, patrióticos o incluso raciales que estaban tan claramente asociados a la expansión imperial. Sin embargo, si se puede establecer una conexión económica entre las tendencias del desarrollo económico en el núcleo capitalista del globo en esta época y su expansión hacia la periferia, resulta mucho menos plausible poner todo el peso de la explicación en los motivos del imperialismo que no tienen una conexión intrínseca con la penetración y la conquista del mundo no occidental. E incluso los que parecen tenerla, como los cálculos estratégicos de las potencias rivales, deben analizarse teniendo en cuenta la dimensión económica. Incluso hoy en día, la política de Oriente Medio, que dista mucho de ser explicable por simples motivos económicos, no puede analizarse de forma realista sin tener en cuenta el petróleo.

La edad de los imperios, 1875-1914, Eric Hobsbawm.

menéame