A la una y cuarto de la madrugada del 9 de octubre de 1790, los relojes de Orán se detuvieron como si una mano invisible hubiera atenazado el minutero. Primero fue un rumor grave —un murmullo subterráneo—; luego el temblor en seco, la sacudida que desclavó piedras y abrió grietas en los muros encalados. Las campanas sonaron fuera de compás. Después, el silencio: un silencio espeso, con olor a cal, a polvo, a vela consumida. Entonces empezaron los gritos.