Relatos cortos
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Porno matutino (una parábola)

Tenía yo entonces veintidós años. Decir eso es como afirmar que desde entonces ha llovido el Amazonas. Así, de golpe, como si un dios griego y cabrón te lo tirase encima con un caldero sin gritar aquello de "agua va". A lo bestia.

Una de las mayores sorpresas que por entonces me había llevado leyendo un periódico, y ya había tenido alguna, me aguardaba en la sección de cartelera. Y no fue ni por el título, ni por los intérpretes ni por nada parecido. Lo que me llamó la atención fue constatar que en varias salas X había sesión a las diez y media de la mañana. Creedlo. Los primeros años noventa, antes de internet, eran así.

Se supone que cascársela también tiene un horario, y las diez y media de la mañana me pareció una hora un tanto a desmano, si se me permite el chascarrillo oportunista. A pesar de que sólo leer tal cosa me produjo un ataque de pereza, semejante anuncio despertó en mí la curiosidad de saber cómo sería una de aquellas sesiones y qué clase de gente asistiría. Sociología para tíos que tienen que estudiar estadística y no les sale de los huevos. O investigación de campo para un escritor en ciernes, si sois benevolentes.

Decidido a incrementar mi colección de arquetipos aprovechables para futuros personajes, leí los títulos: “desde Rusia y por el culo”, “perineos arriesgados” y “el coño que se bifurca”. Tras sopesar los pros y los contras de cada una, decidí ofrendar mi sacrificio a Tolstoi y elegí la primera.

Eran aún las diez menos cuarto cuando salí de casa. Cogí el metro en Tribunal y me hice al revés la canción de Sabina, la del caballo de cartón: Tribunal, Gran Vía, Sol, Tirso de Molina.

A la puerta del cine no había nadie. Tampoco me esperaba una cola kilométrica, pero en cierto modo me desasosegaron aquellos diez minutos que pasé vigilando la taquilla sin que apareciese un alma.

Al final, saqué un billete y me acerqué al ventanuco, casi claraboya, donde sólo asomaba una mano que entregaba el ticket una vez había recogido el dinero.

La sala era oscura y desastrada, prematuramente vieja por la falta de mantenimiento. Me senté atrás del todo y conté siete cabezas delante de mí. Luego, con atención, pude ver que había otras dos.

A menudo, para encarecer el silencio de un lugar, se dice que es como el de una iglesia. Yo os puedo asegurar que no hay silencio como el de una sala porno a las diez de la mañana. No me pareció apropiado, pero me hubiera gustado ir a tocar una de aquellas calvas a ver si se movía o eran maniquíes colocados por la empresa para hacer más acogedor el local.

Cuando se apagaron las luces y se encendió la pantalla para los anuncios de rigor, se movieron un par de cuellos y salí de dudas: eran seres vivos. O robots, pero sin duda por encima del presupuesto de una sala como aquella,. Así que opté por la primera opción: la barata.

En cuanto a la película, pues poco hay que explicar. El guión resultaba un poco repetitivo, pero los actores se empleaban con ahínco. De todos modos yo no había ido allí a ver la película, así que traté de seguir los movimientos de los otros espectadores animado por un malsano empeño estadístico. Nada. Aunque anduve ojo avizor y oído afilado, no detecté más diligencia erótica que las de la pantalla.

Cuando por fin pasó la hora y media programada, se encendieron las luces. Para mí ese era el momento más importante de la mañana, pues estaba decidido a no levantarme de mi asiento hasta ver a los demás concurrentes.

El primero que se levantó me dejó boquiabierto. Era un anciano con bastón. Se caló una boina rural y salió despacio, a la máxima velocidad que le permitían sus piernas.

Luego salieron otros dos, viejos también, y luego otro, con la misma expresión dura en la mirada que si acabara de ver Apocalypse Now.

Iba a levantarme para no ver a los últimos, pero ellos se adelantaron: eran otros tres ancianos, demorados por el trabajo que les costaba ponerse los abrigos. Me acerqué a ayudar a uno de ellos. Me dio las gracias con sus ojos acuosos, sin atreverse a despegar los labios.

Entonces supe como nunca antes lo mala que es la vejez, lo mala que es la soledad.

Y salí a toda prisa.

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La virginidad del Padre Juan

Juan entró en el seminario a los 18 años por diversas razones. Una era la intuición de haber sentido a Dios, que derivó en la convicción de que en ese sentimiento se encontraba lo más puro, auténtico y digno de esfuerzo que jamás podría experimentar. Y la otra era la absoluta falta de un camino alternativo, pues ninguna otra cosa de las que había visto en el mundo le llamaba lo suficiente como para perseguirla.

Juan concebía a Dios como una luz sin nombre, que te tocaba en determinadas circunstancias y te reconfortaba y llenaba de esperanza, dando sentido a todo y marcándote un camino de entrega y crecimiento hasta alcanzar el cielo y volver la tierra lo más parecida a él que resulte posible. Precisamente por ello, muchas veces se sentía ridículo aprendiendo y practicando la infinidad de liturgias y ritos de la Iglesia, igual que cuando debía memorizar las supuestas vidas, poderes y rezos adscritos a cada santo. Demasiado artificial e inverosimil en contraposición con su percepción simple e intuitiva de Dios.

En realidad, para él lo único digno de creer (y era allí donde percibía el rostro de Dios con mayor nitidez) era el mensaje moral del Nuevo Testamento: amaos los unos a los otros, asumid que vuestro cuerpo es el templo de Dios más perfecto y dignificad vuestra vida y la de los demás, alejándoos de aquello que envilezca vuestro espíritu y dañe vuestro cuerpo, y promoviendo las condiciones materiales y espirituales para que cada ser humano tenga una vida plena y digna de su condición de hijo de Dios.

Juan se ordenó sacerdote, y con el tiempo fue perdiendo la fe, hasta llegar a los 37 años. Los motivos fueron diversos. El primero estaba en que se sentía profundamente inútil, pues le destinaron en parroquias rurales donde su trabajo se centraba en repetir mecánicamente la liturgia y confesar a la población eminentemente anciana de la zona, que concebía la religión como una suma de ritos que debían repetir para estar a bien con Dios e ir al cielo. Dado que él concebía la religión como una lucha continua para romper las cadenas del alma y vencer las injusticias del mundo, su día a día como párroco era desolador.

También influyó su conocimiento cada vez más profundo de la Iglesia, donde conoció a demasiados fanáticos, advenedizos y personas que simplemente tenían miedo del mundo y se refugiaban tras los muros de un seminario. Siempre recordaba la frase de Jesucristo sobre los fariseos que pagaban el diezmo de la menta pero olvidaban la justicia o la misericordia. Justamente quienes más se identificaban con esos fariseos eran quienes lograban escalar posiciones dentro del entramado eclesiástico, arrimándose a un obispo a quien se sometían del modo más servil y defendiendo acríticamente todo lo que viniese de la cúpula episcopal. Así se eternizaban, generación tras generación, los males de la Iglesia.

Viendo que la Iglesia distaba mucho de ser la herramienta de Dios en la tierra, y sintiendo cada vez más lejos esa imagen nítida de Dios que en su juventud le llevó a vestir sotana, Juan dejó de ser sacerdote a los 37, y lo hizo siendo tan virgen como en el momento en que entró en el seminario. Sabía de muchos compañeros que semanalmente satisfacían sus deseos con personas de su mismo sexo y del contrario, y también escuchó rumores sobre otros que lo hacían con niños, aunque nunca llegó a tener la certeza de esto último. Pero él nunca pasó de masturbarse (lo cual hacía justificándose en el peligro para la salud física y mental que implicaba dejar toda esa mala leche dentro del cuerpo).

Nunca perdió la virginidad por dos motivos. El primero era la fidelidad a su juramento. Y el segundo, la convicción de que el pecado es una escalera que desciende peldaño a peldaño. Estaba seguro de que si pisaba el pecado del sexo, éste le acabaría llamando a otros más graves. Por eso mantenía las relaciones prohibidas como el horizonte de todos sus deseos oscuros, sabiendo que mientras no lo traspasase su mente no anhelaría otras cosas más viles e inmundas.

Durante su etapa como sacerdote, Juan había disociado totalmente amor y deseo. El deseo lo encontraba en las curvas de voluptuosas mujeres que de vez en cuando observaba en la televisión o en sus visitas a la capital. El amor (siempre platónico) lo encontró en el angelical aspecto de la chica que dirigía el coro de una de las tres parroquias rurales donde ejercía. Juan se deleitaba observando su castidad al vestir, su inocente mirada y su devoción al rezar. Muchas noches pensaba en ella y la dibujaba en su mente como un ángel bajando del cielo, ante el que se arrodillaba y besaba sus manos, colmando ese simple contacto todos los anhelos de su alma. Juan la adoraba, pero jamás pensó en ella desde una perspectiva carnal.

Cuando Juan dejó de ser sacerdote y se estableció en un apartamento de la capital, su primer deseo fue dejar de ser virgen. Había reprimido sus instintos demasiado tiempo, y ahora nada le impedía satisfacerlos. Así que llamó a una prostituta que encontró por internet, y que resultó encajar con la fisonomía que siempre había soñado. Comenzaron a tocarse y la excitación de Juan estaba por las nubes. Cuando llegó el momento de la penetración, todo cambió. Juan tenía a esa diosa cabalgando sobre él, pero estaba dormido de cintura para abajo. Los minutos pasaban y seguía sin sentir nada, por mucho que la chica se esforzaba por volver más intenso el movimiento. Entonces la sensación pasó del adormecimiento a la incomodidad. A Juan le dolía el pene, cada vez más duro e incapaz de culminar su misión. Hasta que se le apareció la imagen de la directora del coro, provocando un inmediato gatillazo.

La prostituta le propuso volver a empezar, pero Juan se encontraba rematadamente mal e incluso con ganas de vomitar. Le pagó y le pidió que se fuera. Tras aquel desastre, mil pensamientos pasaron por su cabeza, incluida su hipotética homosexualidad, aunque jamás se había sentido atraído por un hombre. Y con el paso de los días, Juan maldijo muchas cosas. Maldijo sus 37 años echados a la basura. Maldijo todo lo que habían dejado en su subconsciente, toda la absurda represión, toda la negación de lo natural y la afirmación de lo antinatural. Maldijo a quienes le dijeron que lo bueno a los ojos de Dios es eyacular en la cama mientras duermes en lugar de hacerlo de forma libre y consciente. Maldijo la disociación entre carne y lucero, sexo y amor, que le había llevado a buscar a una prostituta en lugar de declarar lo que sentía a la directora del coro. Y se sintió profundamente enfermo y débil.

Durante los años siguientes Juan se esforzó por encontrar su sitio en un mundo cuya sordidez pone a prueba la salud mental y emocional de todos, y lo hizo con muchas heridas al aire que el común de los mortales no tenía, y cuyo riesgo de infección suponía un handicap adicional en su difícil camino. Pero supo vivir el amor del modo más hermoso que existe. Conoció a una mujer a quien no imaginaba como un ángel descendiendo para tocarle con su luz, sino como un ser humano admirable, cuyas cualidades y nobles actos le llenaban de felicidad y orgullo. Aprendió a acariciarle, besarle y penetrarle como parte de un todo armonioso. Aprendió a asumir sus debilidades y errores igual que ella asumía los suyos, apoyándose el uno en el otro para crecer como individuos. Y así, contra todo pronóstico, el Padre Juan encontró la salvación eterna.

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Tus palabras escritas

Tus palabras escritas

El día que te fijas en alguien, tus palabras pasan a ser para esa persona. Dejas de escribir para el mundo o el mundo es…
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Anorgasmia

La felicidad debe conquistarse con sudor, y el verdadero amor se demuestra llegando más allá de donde alcanzaría el auxilio de cualquier desconocido con ánimo altruista. En estos tiempos, en los que autores de toda índole se hinchan a hablar del vínculo afectivo del placer, no me queda más remedio que ser uno de los pocos numantinos que sostienen que la falta de placer también puede crear lazos, e incluso suponer un acicate.

Confieso que mi manera de enfocar el asunto tiene mucho que ver con cierta misantropía: el placer es algo que busca todo el mundo, y no hay nada más lamentable que desear lo que todo el mundo desea. Me casé con Elena precisamente por eso, o a lo mejor fue ella la que se casó conmigo por esa razón, porque también yo tengo lo mío. Prendarse de la belleza, de la elegancia, o de cualquier otra virtud no tiene ningún mérito: la verdadera grandeza está en ser capaz de amar los defectos de los demás y precisamente eso fue lo que me atrajo de Elena.

Porque Elena era férreamente anorgásmica. Hay que decirlo de una vez y a bocajarro para dejarse de rodeos. Y eso, aunque a mí no me afectase directamente, porque directa, lo que se dice directamente no me afectaba, suponía un reto, sobre todo en estos tiempos. 

Seguramente te preguntarás a qué viene eso de los tiempos. Es sencillo: si hace cincuenta años se hubiera preguntado a mil hombres cual era su sueño erótico, tres cuartas partes hubiesen respondido que una descomunal orgía con diez odaliscas insaciables. En cambio, si se les pregunta hoy en día, tres cuartas partes hablarán de provocar treinta y cinco orgasmos explosivos, percutientes y consecutivos a una mujer insaciable. Cifrar los mayores anhelos en el placer de los demás y no en el propio parece un avance, como si la solidaridad como concepto vital hubiese llegado por fin a la cama, pero no me pregunten por las causas de este cambio de ensoñación, o si no, no entraré nunca en materia. 

Porque materia, con un problema de este tipo, la hay y mucha. Materia para cinco o seis clases de especialistas con la única circunstancia coincidente de un despacho elegante y una minuta de honorarios entre abultada y abusiva. De los urólogos, los endocrinos y los ginecólogos no me apetece hablar, pero los psicólogos son caso aparte.

Dicen que los neuróticos crean castillos en el aire, lo psicóticos los habitan y los psicólogos cobran la renta. Yo ya estaba cansado de pagar renta a toda clase de psicólogos y sexólogos para que tratasen de arreglar la anorgasmia compulsiva de mi mujer cuando al fin me decidí a tomar cartas en el asunto, más expeditivas aún que las acrobáticas, hercúleas y olímpicas cartas que había tomado durante cinco años de noviazgo y siete de matrimonio.

Tenía que buscar una solución drástica y lo hice. Y que quede bien claro que lo hice por ellas, porque yo, como ya he dicho, me lo pasaba estupendamente y tenía unos orgasmos apoteósicos.

Los profesionales, por supuesto, se oponen por sistema a esta clase de remedios enérgicos, más que nada porque si la gente se convence de que funcionan, ellos se quedarían sin trabajo. ¿De qué iban a vivir los pedagogos en un mundo convencido de la sacrosanta oportunidad de una bofetada a tiempo? Con los sexólogos pasa otro tanto, y al final, pues eso: que tuve que liarme la manta a la cabeza, llevar a mi mujer al campo, y a eso de las once de la noche, cuando volvíamos a casa, parar cerca de la estación de Venta de Baños. 

Cuando se habla de lugares eróticos casi todo el mundo piensa en Bali, en París, en Florencia, Praga o el Caribe, pero yo les aseguro que la provincia de Palencia es insuperable. Y de entre todas las localidades palentinas, Venta de Baños se lleva la palma. Su estación es un lugar oscuro, con decenas de vías y viejos galpones abandonados que obligan a pensar que el ferrocarril conoció mejores tiempos, como casi todo en Castilla, excepto el moho y las grietas.

Allí, en una curva del trazado ferroviario, la desnudé entre bromas, y luego, antes de que pudiera darse cuenta de que la cosa iba más en serio que otras veces, la sujeté de brazos y piernas a las traviesas de la vía y comencé a follármela sin contemplaciones. Y digo follármela, crudamente, porque hacer el amor sobre las piedras de la vía es un imposible existencial. En una cama o en un prado se puede hacer el amor, o practicar sexo, pero en la vía del tren, como mucho follas, y además te jodes. Propiedad en el lenguaje ante todo.

Por miedo a que nos descubriese alguien, ella no se atrevía a gritar siquiera y se conformaba con cubrirme en voz baja de las peores maldiciones. Sabía ya, por otras experiencias, que para estos ensayos terapéuticos me gustaba buscar los lugares más insólitos, pero no esperaba que mi manía llegara a tanto.

Entonces, a media faena, me aparté un momento de ella y busqué en el abrigo una linterna y un papel. Era el horario de trenes.

—Mira Elena... —empecé muy serio—. Esto no es vida y yo no lo soporto más. Faltan siete minutos para el Talgo de las veintitrés treinta. Me importa tres cojones lo que te haya dicho el sexólogo sobre los efectos de tus traumas infantiles, los tratamientos de introspección psíquica, las mamonadas de los grupos de pareja y la rehostia santa. Si te corres, te suelto. Si no, aquí nos vamos los dos a criar malvas, así que tú misma.

Eso le dije.

Entonces fue cuando empezó a gritar. ¡Y cómo gritaba! De pronto le importaba una mierda que nos descubriesen, a ella en pelotas y abierta de piernas y a mí encima de ella en la más zafia de las actitudes. Estaba ansiosa de que nos descubriesen. Hubiese dado lo que fuera porque apareciese su propia abuela, la archibeata, o el baboso del séptimo con el que no se atrevía a subir en el ascensor. Gritaba como una loca.

Cuando después de cinco minutos se convenció de que iba en serio, empezó a poner algo de su parte. Se movía, se contoneaba, apretaba el vientre y las nalgas arañándose el culo contra las piedras y tensando las ataduras. Por primera vez en años, acostarse con ella no era como bailar con una escoba.

Puntual como nunca, empezamos a oír a lo lejos el traqueteo del Talgo. Elena se puso entonces a gritar desesperada diciendo que ya estaba bien de juegos y que la desatara de una vez. Mi única respuesta fue acelerar el ritmo.

Estábamos en un curva, pero aún así podíamos ver las luces del tren que se acercaba a bastante velocidad. En menos de un minuto estaría sobre nosotros, completando un glorioso menage a trois.

Cuando el maquinista hizo silbar a la locomotora, Elena estuvo a punto de desmayarse, pero sabía cual era su única oportunidad de sobrevivir y lo intentó con toda su alma: si era un bloqueo psicológico por alguna cuestión de la infancia, ya podía la psique ir buscando la manera de forzarlo. ¿Y por qué no? Si en una emergencia una mujer puede levantar cuatrocientos kilos para salvar a su hijo, bien puede también correrse como es debido cuando se le echa encima un Talgo. Esa era mi tesis.

Cien metros.

La máquina se abalanzaba sobre nosotros sin remedio. Elena se contoneaba como nunca.

Cincuenta.

Pasase lo que pasase, yo ya no tendría tiempo de desatarla.

Diez.

Elena empezó a combarse en un orgasmo terrible, devastador, uno de esos orgasmos que hacen chirriar hasta la columna vertebral. Juro que la oí a pesar de la cercanía de la locomotora.

Fue un orgasmo tan intenso y le duró tanto, que ni siquiera vio pasar el tren por la vía de al lado. Porque pasó por la vía de al lado. Si no, ¡a buenas horas estaría yo contando esto!

Miranda de Ebro, Brañuelas, Venta de Baños. Las centrales de transporte tienen estas cosas con los cambios de agujas: sólo hay que fijarse y elegir unas vías oxidadas. Las que se usan a diario están relucientes.

Y si se equivoca uno, pues mala suerte.

Pero vale la pena intentarlo. 

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Derecho al insulto

Intentar dialogar con alguien que niega el holocausto es colmarte de indignidad.

Tratar de ser pedagógico con quien niega la esfericidad de la tierra es arrastrarte por lo ridículo.

Ser dialogante con alguien que intenta vender agua con azúcar como principio terapéutico te rebaja como persona.

Tratar de mostrar amablemente a un franquista que el régimen nos sumió en una época de retraso y oscurantismo y generó una matanza fratricida que no se debe olvidar escupe sobre la memoria de las víctimas.

Hablarle ablandado a un homófobo para convencerle de que lo que hace no está bien es retroceder pasos de civilización.

Circunvenir el hecho de la corrupción masiva te convierte en un cómplice y te colma de vergüenza.

Tragar con que despues de 15 años de la fundación de menéame desde los gabinetes de VOX se haya dado la orden de hacernos un take over y normalizar lo que no es normal es malbaratar lustros de buenos momentos.

Si, insultar es un derecho cuando el insulto no es difamatorio sino descriptivo. Inda me resulta la encarnación de Grima de Saruman. Y Führerico me resulta como un creeper enano sudoroso y casposo.

Tenemos derecho a plantar cara a la gentuza que nos etiqueta de podemitas y progres y luego va llorando cuando les contestamos. No podemos ir desarmados contra el mal.

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Sus ojos verdes me obligan

Sus ojos verdes me obligan

Querido diario:

Hace mucho tiempo que no te escribo, acabo de mirar y hace ya un año de la última vez, entonces era un niño pequeño. Ya soy mayor y he aprendido que escribir en un diario es cosa de chicas, pero tengo que escribirte porque eres el único que me da consejo y sabe mi secreto. Necesito que me digas qué hacer, porque no quiero matar a mi hermano.

No te escribí cuando vi el brillo rojo en los ojos de la tía Cecilia cuando nos dijo que nos quería igual que a sus hijos de verdad. Ya soy mayor y sé que eso es normal. Nadie te quiere como tu papá y tu mamá.

Y no te he escrito durante un año porque sé que hay que ser fuerte y valiente. Hay que enfrentarse a los problemas de frente porque si no te conviertes en un fracasado y yo no quiero ser un fracasado. Ya he aprendido a no enfadarme con los demás niños de la escuela cuando me mienten. Todos lo hacen. Algunas veces con cosas importantes, pero casi siempre con tonterías. Creo que muchas veces no se dan ni cuenta, lo hacen sin querer. Algunas veces pienso que sería más fácil si no lo supiera por el brillo de sus ojos.

Me gustaría tener un espejo siempre delante de mí para saber si yo también miento sin querer algunas veces. A lo mejor le mentí a Miriam y por eso me mintió a mí cuando me dijo que quería ser mi novia para siempre jamás. Te he dicho que he aprendido a no enfadarme, pero ese día me enfadé mucho. Primero me puse muy triste, pero luego me enfadé. No le pegué porque no se le pega a las mujeres, pero hay que ser malvada para mentir en algo tan importante como eso. Pero hay muchos peces en el mar, como me dijo Sonia. 

Sonia es mi novia ahora. No te he hablado de ella, pero Sonia es la persona a la que menos veces le he visto el brillo rojo en los ojos. No es la más guapa de la clase, pero yo también llevo aparato. Ella casi nunca miente, y cuando lo hace es para ayudar a los demás. Estuve a punto de contarle nuestro secreto, ella me creería, como papá y mamá, pero un hombre tiene que cumplir sus promesas. Te prometí que no se lo contaría a nadie después de lo que pasó con el médico de la cabeza. Papá y mamá tenían razón, no se lo tenía que haber dicho a nadie, y menos a los titos.

Creo que por eso no te escrito todo este tiempo. Ahora a Sonia le puedo contar mis cosas, y lo del secreto lo llevo mejor. He tenido peleas con mi hermano pero no te escrito porque ya me da igual que se ría de mí o que me pegue. Él no sabe lo que es tener una novia como Sonia. Dice que tener solamente una novia es de mariquitas, que los hombres de verdad tienen varias novias, pero yo creo que eso es de niños chicos. Los mayores tienen solo una novia o un novio. Y si me gustaran los chicos (que no me gustan) tampoco pasaría nada. Además no me creo que él tenga tres novias, si solo sabe pegar y hacer daño. ¿Cómo van a querer a alguien que les dice gordas y cosas peores a todas las chicas? Aunque a las chicas les gustan los repetidores. Como repita otra vez y le toque en mi clase no sé lo que voy a hacer. Bueno, en realidad no va a dar tiempo para eso. A menos que se te ocurra algo.

Tampoco te escribí cuando vi el brillo rojo en los ojos del tío Luis cuando me dijo que mamá y papá no sufrieron. ¿Se cree que soy tonto? Morir quemados vivos en un incendio tuvo que ser horrible. Me acababa de quemar un dedo con la tostadora y dolía a rabiar, por eso lo pregunté. Pedro dice que leyó en internet que solo algunas torturas, como el desollamiento, son peores formas de morir. Yo ni siquiera conocía esa palabra pero le creo, tenía el brillo verde en los ojos cuando me lo dijo. No quiero saber qué otras cosas mira en internet mi hermano.

Un día la tía Cecilia le pegó un tortazo al tío Luis porque se dejó un mechero en la mesa del salón, y creo que es porque no quiere que Pedro lo encuentre y juegue con él. Le pegaron y le castigaron un mes entero cuando quemó la muñeca de la prima Laura con una lupa. Creo que él mató a papá y mamá, pero prefiero no preguntárselo. 

Yo nunca le he pegado a nadie. Bueno sí, una vez le pegué a Martín pero luego hicimos las paces. Es que me dio mucho coraje cuando le vi el brillo verde cuando me dijo que se juntaba conmigo porque a su novia le daba pena que yo no tuviera padres. Quiero decir que no me gusta hacerle daño a nadie, y menos a mi hermano. Es malo, pero creo que es porque tiene miedo. Lo he escuchado llorar por las noches.

No sé como lo voy a hacer todavía. En casa no tenemos pistola, así que creo que cogeré el cuchillo grande del cajón de la cocina y se lo clavaré en la barriga mientras duerme. Tendré que hacerlo rápido porque la sangre me da mareos, como cuando Sonia se cortó un dedo con las tijeras, y creo que habrá mucha sangre. Mucha más que con el dedo de Sonia. Seguro que me pillan. Pero no les contaré mi secreto, nunca más se lo diré a nadie. Les diré que lo he hecho porque soy malo. Prefiero que me encierren con los asesinos a volver con el médico de la cabeza.

No quiero hacerlo. No quiero hacerlo. No quiero hacerlo. Por favor. Por favor. Por favor.

Pero no hay otro remedio. 

Dime, ¿qué harías tú si vieras a tu hermano con su sonrisita y el brillo verde en los ojos mientras te dice “algún día te mataré”?

Si no se te ocurre nada, te daré a Sonia y le diré que no te lea, y que te me devuelva cuando salga de la cárcel. Adiós.

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Un cerdo en la puerta del baño

"Ambos teníamos veintidós años. Andábamos de acá para allá compartiendo experiencias de enamorados. Habíamos arrancado con nuestro flamante Renault Supercinco una de nuestras excursiones por los pueblos de la provincia. Como no teníamos pelas para comer en restaurantes, unos bocatas y unas latas de refresco..."
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Halloween special: EL JUEGO

Halloween special: EL JUEGO

Dame la caja, hijo. Eran otros tiempos, aunque Halloween no ha cambiado desde entonces. Esa foto es del primero que pasé con ellas, poco después de partirle la cara al desgraciado de Tuck. Yo también tenía problemas con los abusones en el instituto. Tú has tardado menos en ponerle remedio, pero yo aguanté como un estúpido hasta el último año porque mis padres me decían que había que poner la otra mejilla. Como tú, yo también me cansé un día y se las devolví todas juntas. 

Esta es Amy, ¿guapa verdad? Esta de las gafas es Beth, y esta otra… bueno, esta gordita de aquí es Fanny. No te rías. Como te decía, le acababa de partir la cara a Tuck, y parece que eso le llamó la atención a Beth. Yo estaba enamorado de ella. O eso creía, a esa edad te enamoras fácilmente, y se te pasa igual de rápido, ya lo verás. La cuestión es que al día siguiente Beth me pasó esta nota en clase, y empecé a juntarme con ellas.

“¿Te atreves a jugar a EL JUEGO con nosotras?”

“¿A qué juego?”

“A EL JUEGO. Sé que tienes agallas. Lo vi ayer.”

“Vale.”

“La noche de Halloween. En la azotea del edificio Paraíso. Llama tres veces.”

Ellas eran las raritas de la clase. Casi siempre iban con la cara llena de maquillaje blanco y se pintaban los labios y las uñas de negro, ya sabes. A mí me daba la impresión de que Beth no encajaba mucho con ellas, pero claro, por aquel entonces estaba enamorado de ella, así que mi opinión no era muy objetiva.

Yo iba disfrazado de vampiro. Bueno, ya has visto que no me trabajé mucho el disfraz; una chaqueta de cuero, la cara blanca, unos colmillos de mentira y un poco de sangre resbalando por la comisura. En la foto ya estaba más relajado, pero la noche empezó movidita.  

No me costó entrar en el edificio, llamé a varios números del porterillo electrónico y con el “truco o trato” me abrieron rápido. Me monté en el ascensor y subí hasta arriba del todo. Habían puesto telarañas en el ultimo tramo de escaleras hasta la puerta de la azotea. Como me había indicado Beth, llamé tres veces. 

Beth me abrió la puerta. Yo estaba temblando. No era miedo, estaba nervioso porque no quería defraudarle, quería causarle buena impresión porque para mí era como una primera cita. Además hacía un viento frío que pelaba. Me vendó los ojos y me guió lentamente. Me detuvo poco después y me hizo dar tres vueltas sobre mí mismo. “¿Preparado?” Me dijo. Yo asentí con la cabeza. Pero en realidad no estaba preparado para lo que pasó después. No creo que nadie pudiera estar preparado para eso.

Me dirigió la cabeza hacia el suelo, y me quitó la venda. “Elige. Rápido”, me ordenó. En el suelo había dos flechas pintadas, una a la izquierda: “Salvar a Amy” y otra a la derecha: “Salvar a Fanny”. Seguí las flechas con la mirada, y cada una llevaban a una cuerda diferente. Entonces miré al frente. Había una reja de seguridad para que la gente no se acercara a la barandilla de la azotea. Amy y Fanny estaban al otro lado. Las dos estaban subidas a la barandilla, amordazadas, con los ojos abiertos pidiendo clemencia, con las manos atadas delante suya y el cuerpo echado hacia atrás, en tensión, sujeto únicamente por una cuerda en forma de Y que estaba asegurada en la rejilla. Pero la unión de las tres patas de la Y era un anillo, como una pulsera, y había una vela encendida debajo que amenazaba con acabar con la vida de ambas. 

Tardé en entender lo que estaba pasando. Amy y Fanny tenían cada una otra cuerda atada a la cintura que descansaba en el suelo de la azotea. A mi izquierda, Amy. A mi derecha, Fanny. 

No sé por qué lo hice, pero corrí a por la cuerda de Amy y la agarré con todas mis fuerzas justo a tiempo para ver cómo el anillo se rompía y cómo Fanny caía sin remedio al otro lado de la barandilla. No conocía a ninguna de las dos. Creo que ellas tenían razón y simplemente elegí a la más guapa. Me lo reprocharon durante años.

No, claro, no le pasó nada. Eso ya lo sabes. Se estuvieron riendo de mí toda la noche. La reja cubría todo el borde de la azotea, pero debajo de esa parte había una terraza. Beth vivía en ese piso. Había puesto un colchón y lo había llenado todo de cojines. Cuando se me pasó el disgusto, bajamos a por Fanny y nos quedamos de fiesta en el piso de Beth. Resulta que yo tenía que besar a quien había salvado, eran las reglas del juego. Bueno, de EL JUEGO, como ellas decían. Yo me negué a besar a Amy, no quería cagarla esa noche con Beth. Al principio se enfadaron, pero se les pasó pronto, bastante mal trago me habían hecho pasar ya. Aunque a Amy aquello le sentó fatal, creo que nunca me lo perdonó. 

Así son las chicas. Bueno, no digo que todas sean así, pero ándate con ojito, sobre todo ahora que seguro que has llamado la atención de alguna de tu clase con nuestro famoso gancho de derecha. 

Esta otra foto es del segundo Halloween. Me pasé todo el año detrás de Beth, pero ella siempre se hacía de rogar, hacía como si quisiera estar conmigo pero siempre me dejaba con la miel en los labios. Que yo sepa no tenía novio entonces, así que supongo que simplemente le gustaba jugar conmigo. Tenía que haberme dado cuenta por cómo nos conocimos.

Ese segundo Halloween no fue tan especial como el primero, porque ya sabía de qué iba EL JUEGO, pero no dejó de sorprenderme. Se lo trabajaron para que pareciera real. Esta vez Fanny dirigió la partida. Cuando llegué a su casa, pasé por la cancela del jardín, que estaba abierta, y llamé tres veces a la puerta. En lugar de abrirme, me hizo una videollamada al móvil. Me enseñó a Amy a Beth, atadas cada una a una silla. Luego me dijo las palabras mágicas. “Elige. Rápido”. Y colgó.

 Miré a todos lados, y entonces lo vi, en la ventana de mi izquierda estaba escrito con pintalabios: “salvar a AMY”; en la de mi derecha, “salvar a BETH”. Esta vez no dudé un segundo y fui a por la de Beth. En el alféizar había un revólver. Lo cogí. Miré a la otra ventana, a tiempo de ver como Fanny cogía el otro revólver. 

Estaban como cabras. Acabábamos de entrar en la universidad, y no me preguntes cómo, habían conseguido dos revólveres. Al principio creía que eran de imitación, pero no, eran de verdad. Ya éramos mayores de edad, pero no era fácil conseguir un arma. Hay que tener mucho cuidado con las armas, no son juguetes. Un accidente, un error, y se acabó. Así que a pesar de que sabía que era un juego, tenía los nervios a flor de piel.

Fanny me volvió a llamar. Encuadró como en un selfie para que la viera junto a Amy. Luego giró el móvil y me mostró la pistola en la sien de Amy. Colgó. Se oyó un disparo. Muy fuerte. Real. Fanny empezó a chillar, y al rato empecé a oír también los gritos de Beth. Luego se callaron y empezaron a llorar. Al principio me reía, pero al cabo de unos minutos empecé a sospechar. ¿Y si algo había salido mal? Llamé a la puerta, pero no me abrían. Grité, pero no me contestaban. Las llamé al móvil, pero no me lo cogían. Así que me decidí a entrar por la ventana. 

Y las tres me llenaron de espray de telarañas.

Por más que insistimos, esta vez fue Beth la que se negó a cumplir las reglas del juego. No quiso besarme. Al principio pensé que quería que nuestro primer beso fuera especial, pero unos meses más tarde me contó en secreto la verdad. No le gustaban los chicos. Me enfadé con ella. Podía habérmelo dicho antes y no habría perdido el tiempo detrás suya. Pero luego entendí que para ella tampoco era fácil. Temía que Amy y Fanny le dieran de lado, y su amistad lo era todo para ella.

Así que a medida que se acercaba el tercer Halloween, no paraba de darle vueltas a mi próxima decisión. Estaba claro que me tocaría decidir entre Beth, mi amor platónico, y Fanny. No quería herir los sentimientos de ninguna de las dos, y no lo tuve claro hasta que vi aquella lágrima en el rostro de Fanny.

No tengo fotos del tercer Halloween. De todas formas, Amy no se lo trabajó tanto; no tuve que llamar tres veces, simplemente quedamos en su apartamento y allí estaban Beth y Fanny, sentadas cada una en un sillón, con una copa vacía en la mano y el rostro adormilado. En la mesa había un vaso de agua y una pastilla. Supuestamente, habían tomado veneno y tenía que ayudar a una de ellas a tomar el antídoto. Nada de palabras mágicas. Esta vez Amy me dijo simplemente. “Tómate tu tiempo”. Y se fue.

Fue la decisión más difícil de mi vida, y la más importante. Pero a pesar de su mirada adormecida, esa lágrima me hizo entender que Fanny ansiaba de mí lo mismo que yo había estado esperando de Beth durante todos esos años perdidos. Le di la pastilla y la ayudé a beberse el vaso de agua.

Beth no despertó aquella noche. 

Ni a la siguiente.

Nunca más volví a saber de Amy. 

Y ya conoces a Fanny. Ella es el amor de mi vida, y yo el suyo, hasta que la muerte nos separe. 

Hasta que llegaste tú, pequeño bribón. No me mires así. Es Halloween, así que deja aquí la caja y vete, diviértete. Pero ten cuidado con los juegos.

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Lentesoja gris

Vilfredo Nash se reclinó en la silla de su austero despacho observando los indicadores de la pantalla de su ordenador. Le ofrecían datos en tiempo real sobre el estado anímico de todos los ciudadanos. Tras años de trabajo, la curva que formaban era ahora prácticamente estable. Cualquier cambio que hiciera en adelante, perjudicaría a algún individuo o sector de la población de forma tal que reduciría el nivel de felicidad global. Desvió ligeramente la mirada hacia la estantería, sonrió y volvió a observar la pantalla. Esos premios no eran comparables a lo que acababa de conseguir, no le llegaban a la suela del zapato a esta maravilla. Su Nobel de economía y su premio Abel de las matemáticas podían quedarse en el estante criando polvo; lo que había logrado ahora es lo que realmente quedaría para la posteridad. Porque es la posteridad. Había creado la sociedad perfecta.

—Y aquí podemos ver cómo se refleja la soledad del artista —comentaba el anfitrión, señalando un enorme círculo negro pintado en la pared blanca, sin marco alguno—. Transgresor, seguro. Peligroso, evidentemente. Pero profundamente evocador.

—Menudo racista —le susurró Nelson al oído.

—Ten en cuenta que es del siglo pasado —contesté tapándome la boca con la mano—. Se dice que le dio cien mil puntos a alguien que trabajaba en el sótano del museo para traerlos aquí antes de que los culturizaran.

—¿Cien mil puntos? ¡Venga ya! 

Aunque Nelson seguía hablando en susurros, había elevado un poco el tono y uno de los asistentes delante de él negó con la cabeza y le miró de reojo con desaprobación. Continué:

—Pero eso no es todo. Dicen que en alguna de estas estancias guarda pintura blanca y negra, y sigue pintando según las enseñanzas de su maestro.

Salimos de allí un poco nerviosos. Por mucho que mi amiga Jane nos hubiera repetido que no era ilegal, aquello lo parecía. Si no, ¿por qué tenía cerradura en la puerta? Además, no había cámaras por ningún sitio, y cuando entramos nos pidió a todos que activaramos el modo “cuarto de baño” de nuestros monitores. Tenía muchas cosas que preguntarle a Jane, aunque conociéndola, sabía que esquivaría cualquier detalle concreto. Así de reservada era ella con sus “contactos”. Pero sus planes siempre eran emocionantes. 

Habíamos quedado con ella en un banco del parque para comentar la experiencia. Luego cenaríamos y nos volveríamos a casa. Era otoño, y mientras nos acercábamos al banco junto al lago, las ocres hojas de plástico crujían bajo nuestros pies liberando esa fragancias característica que provocaba una placentera sensación de calma. Jane no estaba, así que nos sentamos en el banco, Nelson compró allí mismo un paquete de simupán y la esperamos dándoles de comer a los patos. Había uno que no funcionaba bien; parecía que intentaba alzar el vuelo pero sólo conseguía moverse en círculos. Además se le notaba la luz del holo. 

Nelson volvió a activar la consola del banco y lo reportó. Al poco tiempo, el pato desapareció, y el agua que se estaba agitando ondulante debajo de él se estabilizó tan rápidamente que por un momento fastidió toda la escena. Luego sonó una campanita y Nelson me miró contento señalando en su propia consola cómo le habían recompensado con un punto. El simupán le había salido gratis. Nelson era un poco simplón, pero era una pareja agradable.

—¿Qué tal, tortolitos? —Jane llegó por detrás y se apoyó en los hombros de los dos, metiendo la cabeza entre nosotros.

Casi íbamos a contestar el típico “muy bien”, cuando al darnos la vuelta para mirarla a la cara, nos dimos cuenta de que el roce que nos había hecho cosquillas eran los rizados pelos de Jane. No llevaba el pañuelo.

—Pero, ¿qué haces? —dijo Nelson alarmado— ¡Vas a perder un montón de puntos! 

—No os preocupéis, lo tengo controlado —contestó Jane llevándose un dedo a la sien—. Es la hora del rezo, no hay nadie por aquí al que le moleste que no lleve puesto el… Ups, pues me han quitado un punto. ¿En serio, Nelson?

—A mí eso me da igual, ya lo sabes, soy agnóstico —se defendió Nelson. 

—Me da a mí que lo que no le gustan son las sorpresas —dije riéndome para quitarle importancia.

Hicimos alguna broma sobre mi comentario, y luego hablamos un rato de las subversivas obras que habíamos visto, cómo el fallecido pintor usaba el blanco y el negro, ¡o incluso el rojo como si fueran salpicaduras de sangre! También cotilleamos sobre el misterioso anfitrión y sobre los rumores que había sobre él. A mí me asombraba todo lo que Jane me contaba del artista que pintó los cuadros y del extravagante coleccionista. Lo contaba con un entusiasmo tal que le hacía dar pequeños saltitos de emoción. Nelson no paraba de fruncir el ceño, soltando frases del tipo “se va a meter en un lío”, o “qué sentido tiene guardar cosas tan desagradables”. 

Al rato, Jane se puso el pañuelo y salimos del parque a cenar en el primer comedor que vimos. Nos sentamos en el primer cubículo libre, el robot nos trajo un vaso de agua a cada uno, y como siempre, pedimos la cantidad recomendada que nos marcaba nuestro monitor. Al instante, el robot nos sirvió en los platos las cantidades exactas de comida que habíamos pedido, nos deseó el “buen provecho”, y se marchó. Nelson ya iba por la tercera cucharada mientras Jane le miraba a él y luego a su propia cuchara llena, como si aquello no tuviera sentido. 

—Esto es una mierda —dijo Jane.

—¡Jane! —solté, ahogando el grito y mirando a todas partes.

—Me dan igual los puntos, joder. —Nelson no dijo nada porque tenía la boca llena, pero los ojos se le iban a salir de las órbitas. No le faltaba razón, eran cien puntos por palabra malsonante. — En serio, tenéis que venir a mi casa. Trágate ese última cucharada y nos vamos. No te preocupes por los puntos, yo pago por el desperdicio de comida.

Convencí a Nelson, que dejó su plato a medias a regañadientes. De camino a su casa, Jane nos contó una loca historia sobre la comida. Decía que hacía mucho tiempo, comida era una palabra genérica, que hacía referencia a cualquier cosa que hubiera en el plato, pero que no siempre era como ahora. Se comían otras cosas, que tenían olores, sabores y texturas diferentes. Pero que como a mucha gente le molestaba que otros comieran según qué cosas, poco a poco se fue reduciendo la variedad de la alimentación hasta que sólo quedó la pasta gris que comíamos ahora. Lentesoja gris, decía que era su nombre verdadero. Que era comida, pero que la comida no era sólo eso. Que eso era un tipo de comida. Que a la gente siglos atrás les parecería insípida, significara lo que significara esa palabra. Sobre todo teniendo en cuenta, dijo, que entonces comían todo tipo de cosas, incluso ¡animales muertos! Cuando dijo eso, pude ver como Nelson apretaba los labios y los puños para no estallar. Jane siguió, sin darse cuenta o sin darle importancia.

“¿Os acordáis de Parker, el chaval de los rizos tan majo que os presenté el otro día? Pues resulta que es un genio de la técnica. Les modifica los lienzos a los artistas, les piratea, creo que dice él, y entonces pueden usar los colores que quieran y nunca les culturizan el resultado. ¿Os lo podéis creer? Así pude conseguir las invitaciones para la colección que habéis visto hoy, porque Parker le ha pirateado varios lienzos. Y eso no es todo, en su sótano tiene un montón de cachivaches, todo muy raro, con cables y pantallas por todas partes. A mí lo que más me llamó la atención del sitio es que tenía plantas en una estantería, con unas tuberías y unas lámparas, y cuando fui a tocarlas…¡Eran de verdad! Me quedé alucinando tocando las hojas y me contó esto de la comida y la lentesoja. Según dice, pasó como lo del pañuelo, que por lo visto hace mucho tiempo se podía ir sin él por la calle sin problema. Ya ni nos damos cuenta, pero hacemos muchas cosas por no molestar. Casi todo lo que no nos cueste demasiado. Y como a la gente le molestaba que otras personas comieran según que cosas, en los comedores fueron dejando de servir unas comidas, como los animales muertos —a mí también me parece repugnante—, luego otras y al final sólo quedó la lentesoja. Paradoja de la tolerancia dice que se llama.”

La verdad es que tenía sentido, pero a pesar de que no me considero estrecho de miras, no terminaba de creérmelo. ¿A qué se refería con eso de los diferentes sabores? ¿Sería como cuando en secreto, cuando era niño —y no tan niño— chupaba, masticaba y a veces me tragaba cosas como aquella pequeña flor que creció en un resquicio del alféizar de mi ventana? No iba a reconocer esa vergonzosa experiencia. Tardé años en saber, gracias a Jane, que esa flor no debería estar allí, que era una anomalía. Pero nunca le dije que me la comí. ¿Qué pensaría de mí? Así que tenía que saber más, necesitaba que me demostrara que lo que decía era cierto, y estaba deseando saber por qué nos llevaba Jane a su casa. Por otro lado, el enfado evidente de Nelson llevaba un rato quitándole puntos a Jane, aunque a ella no parecía importarle.

Llegamos a su casa, y nos dijo que esperáramos en el salón. Se fue a la cocina y volvió. Nos puso dos herramientas a cada uno en la mesa y se fue. No sabíamos qué era eso. Nelson y yo nos miramos, él asustado, yo expectante, ambos nerviosos. Escuchamos un timbre, y de la cocina llegó un olor irreconocible, pero atractivo. Jane volvió con dos platos, cada uno con dos cosas marrones humeantes.

—Coge eso, así —Jane me enseñó, riéndose y cogiendo mis manos, a cortar la cosa marrón.— Pincha con el tenedor. Lo de tu izquierda. Y dale hacia delante y hacia detrás con el cuchillo. Ves, así. Vale, ahora cómete ese trozo.

No podría explicar lo que sentí, pero creo que Nelson, al ver mis lágrimas, entendió que era algo que tenía que probar. Le señalé las herramientas y, temeroso, intentó hacer lo mismo que Jane me acababa de enseñar. Ella le tuvo que ayudar a hacerlo, no era un movimiento natural. Cuando se lo metió en la boca y empezó a masticar, le miramos expectantes, esperando su reacción como dos niñas risueñas agitando nuestros puños cerrados.

—¡Joder, esto está buenísimo! ¿Qué es?

No pudimos contener las carcajadas. ¡Que le dieran a los puntos! Esto era lo mejor del mundo, no habíamos probado nada más estimulante y placentero en nuestra vida. Nelson también lloraba, pero de risa. Cuando nos relajamos un poco, Jane explicó:

—Es la parte de debajo de una planta, un bulto de la raíz que crece bajo tierra. Se llama patata. Pa-ta-ta.

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La albañilería es un oficio romántico

Dicen que estas cosas las explican las matemáticas, pero si yo supiera de números no estaría por ahí dándole a la paleta. O a lo mejor me hubiese hecho albañil igual, no sé, porque para todo hay que valer y yo nunca he servido para estar sentado todo el día en un despacho.

El caso es que, digan lo que digan los que entienden de esas cosas, a mí no hay quien me convenza de que si has tirado una moneda al aire seis veces y las seis ha salido cara, a la séptima hay las mismas posibilidades de que salga cara que cruz. Ya sé que las monedas no tienen memoria, pero no me lo creo. No puede ser. Y no lo digo yo sólo: tengo un amigo que estudió economía y que ahora trabaja en un banco que dice que si se tira la moneda el suficiente número de veces al final las caras y las cruces se igualan. Y que eso es así por huevos. Hasta hay una ley, un teorema o algo así que lo asegura, aunque no me acuerdo del nombre y tampoco creo que importe mucho.

Pero a ver: si tirando la moneda muchas veces al final sale el mismo número de caras y de cruces, ¿no significa eso que la moneda tiene memoria? El diablo lo entenderá.

Lo entenderá o no, pero yo ya empiezo a creer que el diablo es el que anda detrás de estos laberintos, porque a veces en este trabajo mío se encuentra uno con cosas que tienen mala explicación achacándolas a la casualidad. A veces, más que coincidencias, acabas pensando que hay sitios donde se abren las fauces del destino, o de algún monstruo mala leche, para tragarse a sus víctimas.

Y que no me cuenten historias de que estas cosas son casualidades, porque no me lo creo. Tampoco creo en brujerías, pero esos cantares de la probabilidad y las estadísticas son también fantasmas y supersticiones de gente estudiada. No sé lo que es, pero algo hay.

Les cuento lo que vi yo mismo, y ya me dirán qué les parece:

Hace un par de años, en las oficinas de Correos de Ponferrada, decidieron remodelar las instalaciones para instalar una rampa y un ascensor y cumplir así al fin con la normativa de accesibilidad. En el área reservada a los trabajadores también sobraba un elemento: la vieja tarima de madera en la zona de clasificación. 

Yo llevo veinte años en esto de la albañilería, y aunque el trabajo se lo encargaron a una empresa grande, me tocó a mí darle al mazo y la piqueta por aquello de las subcontratas, y las subcontratas de las subcontratas. Ya saben cómo va eso: la reforma se la encargan a una multinacional, pero al final la tarima la terminamos desmontando entre cuatro curritos del pueblo.

No es que la tarima estuviese para usarla de plato y comer sobre ella, pero tenía buen aspecto: no faltaba ninguna tabla y sólo había alguna pequeña rendija entre ellas.

Bueno, pues aún así, cuando la desmontamos, aparecieron como trescientas pesetas en monedas de todos los valores todos los años imaginables, un billete de lotería del año sesenta y tantos, una receta médica del año setenta y tres, el prospecto de unas aspirinas, una especie de boleto que parecía un recibo de algo, dos llaves, un pendiente de oro, una carta franqueda y cincuenta y tantas poesías escritas en servilletas de bar dobladas y redoblados hasta convertirse en pequeños cuadraditos aplastados.

Las monedas me las repartí con el otro currante y nos las llevamos a casa como curiosidades, porque las había de veinticinco céntimos, y hasta alguna de aquellas tan raras de dos pesetas. 

El prospecto de las aspirinas tenía subrayada una línea sobre los efectos anticoagulantes fue a la basura. 

El pendiente lo dejamos en el piso de arriba y resultó ser de la madre de una empleada. A la mujer casi se le saltan las lágrimas porque su madre, también trabajadora de Correos, había buscado por todas partes aquel pendiente y siempre había creído que se lo había quedado una compañera para hacerle una jugarreta. La cosa estaba clara: si estaban solo las dos trabajando en la zona de clasificación y lo oyó caer, sólo podía ser que la otra se lo hubiese guardado. La mujer murió sin saber la verdad y aquel pendiente fue la causa de que se rompiera para siempre una buena amistad. El otro de la pareja estaba aún en un joyero, en casa de la hija.

La receta era de un medicamento para el corazón: de esas pastillas que se meten debajo de la lengua cuando la persona que las necesita empieza a encontrarse mal. Nitroglicerina, dicen que tienen, aunque yo siempre había creído que eso era un explosivo.

El número de teléfono apuntado en el papelito resultó ser el de una especia de casa de empeños, una versión antigua de los préstamos rápidos, donde te compraban oro y joyas para salir de un apuro y se comprometían a revendértelas luego a un precio pactado. Un negocio perfectamente legal, sí, pero prefiero no saber quién perdió el recibo ni en qué circunstancias.

Las llaves no supimos de dónde eran.

En cuanto a los poemas, parece ser que los fue metiendo allí por alguna de las ranuras un empleado cartero que escribía poesía a ratos libres y que, a falta de editorial o periódico que se los publicara, los iba dejando por todas partes para que alguien, algún día, los encontrase. Según cuentan, debió de escribir dos o tres mil de esos poemas y medio edificio debe de seguir sembrado de ellos. Luego, un día, desapareció sin dejar rastro y no se volvió a saber más de él. Nada. Como si también se lo hubiese tragado alguna rendija de la tierra.

Cada pequeño objeto, como ven, tenía su historia, y ninguna buena del todo. Aquellas ranuras de la tarima eran como bocas voraces que iban tragándose retazos de vidas.

Pero de todo lo que encontramos debajo de aquella maldita tarima, lo que más me impresionó y me sigue haciendo pensar todavía fue la carta, y por su culpa me entró la curiosidad y me puse a hacer indagaciones del resto de las cosas. Ya sé que no la tenía que haber abierto, pero llevaba matasellos de hacía más de cincuenta años y me pareció que ya no podía importarle a nadie que se conociese su contenido. Léanla ustedes también y díganme si de todos los millones de cartas que han pasado en estos años por la oficina de Correos de Ponferrada es normal que precisamente esa se fuera a colar por las holguras de la tarima.

“Ponferrada, 23 de enero de 1954

Querida Luisa:

Hay gente que consigue dejar su impronta en una obra fruto de su esfuerzo. Estos son los grandes.

Otros dejan su huella sólo en la ajena, en los libros que leyeron y en los cuadros que colgaron en su casa. Estos son los hombres comunes.

Pero hay otro grupo aún: los que no son capaces de permanecer en nada, como si en lugar de seres de carne y hueso fueran fantasmas prematuros, o asomos de otras personas que viven en un plano diferente, como las sombras aquellas que veían los moradores de la caverna de Platón.

Yo soy uno de estos últimos: uno de los que ni a sí mismos se retienen.

Los libros que yo leo siguen pareciendo nuevos después de leerlos. Los cuadros de mi casa parecen recién salidos de la tienda. Los que me escuchan se convencen, de buena fe, de que las palabras que han oído se les han ocurrido a ellos mismos.

Si alguna vez una mujer perdió conmigo su virginidad, no perdió también el candor de la sorpresa. Y el siguiente fue el primero.

Todo lo que toco y lo que vivo escapa de mí. Las vivencias se lavan en la fuente del tiempo, o de la trivialidad, para no tener trato conmigo. Llevo diez años yendo al mismo café y el camarero aún me pregunta qué quiero. 

No encuentro razones para seguir viviendo. Soy un monumento a la inutilidad del tiempo, a la fugacidad de las pasiones y a la caducidad de lo humano. Soy una alegoría del olvido.

Me miro en el espejo y pienso que el mundo entero es como ese cristal, que en cuanto me retiro de su proximidad me obliga a desaparecer. Me miro y me pienso, y lo único que sé es que quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, como una amante impertinente que sólo me cuenta desdichas.

Hoy soy yo el impertinente. Amante no: no aspiro a tanto.

Te escribo para decirte que me marcho. Y te escribo a ti, la única que quiso escucharme aunque al fin te casaras con otro. Te escribo para que alguien sepa que no me volví loco de pronto. Para que alguien pueda contar que tuve mis razones.

Me olvidarán, sin duda. Ya me han olvidado. Pero si al menos una persona, una persona a la que los demás tienen por real, puede hablar en favor mío, conseguiré que no me confundan con el personaje figurante que aparece al final de una comedia, con un parlamento de dos líneas.

Hablar en mi favor no es decir que fui un hombre honrado, ni que traté siempre con decencia a mis semejantes. Basta con decir que fui. Basta que lo digas tú, y que digas, si quieres, que te amé. Y que muero acaso un poquito enamorado de ti. O más que un poco.

Que el mundo exorcice doblemente a este fantasma, pero por favor, tú no me olvides.

Tuyo, aunque no importe

Carlos”

Casualidades, dicen los que saben de matemáticas.

Casualidades, sí. ¡Y una leche!

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Overclockeado

Overclockeado

No es que me moleste el sitio, en realidad el bullicio y el olor me traen gratos recuerdos de mi infancia. Pero es algo extraño que me cite en un BurguerFun. No es propio de una señora de su estatus y su edad. Probablemente no tenga ni diez años menos que yo. A ver… 97 años, no andaba mal encaminado. Voy a cargar la memoria de mi última reunión con ella. Listo. Parece que hubo algo de atracción sentimental por su parte y la aproveché para absorber sus ONGs de antiaumentistas neocorticales. Pobre señora. No quiso aceptar el futuro, y desde entonces estará viviendo en el pasado. Espero que no venga buscando mi arrepentimiento, o lo volverá a pasar mal. No sé si debería haber accedido a la cita. Pero mi nieta insistió en que debía hacerlo o me arrepentiría. Conociéndola, aún sigue buscándome esposa.

Un sensor del parking me avisa de que acaba de llegar en su propio vehículo, así que quizás haya abandonado ya su posición moralista de dar ejemplo para salvar el planeta. Tengo una sensación extraña bajo el estómago y sé de buena tinta que no es hambre; mis sensores no saben de qué se trata y coinciden en que no es pernicioso. Está bien, démosle el beneficio de la duda al romanticismo. No sé por qué, pero realmente me apetece. Esperaré a ver su entrada con mis propios ojos. Desconecto multivisión. Qué demonios, sé que no debería, pero aunque sea por un rato voy a activar el modo natural. 

Activar el modo natural produce una sensación extraña. Los primeros segundos causan una ligera ansiedad, pero una vez superados invade una relajación parecida a los instantes antes de dormir. Aunque a la sensación que más se acerca es al breve periodo en el que remite el efecto de un overclockeo usando underclockers. Por algo no se recomienda volver de modo natural a aumentado en menos de quince minutos. Yo siempre he salido del overclockeo esperando a que se agote su efecto como es debido, pero aunque solo usé underclockers una vez por causas de fuerza mayor, aún recuerdo su efecto. Comprendo que haya problemas de adicción. Pero no puedo comprender que la gente se la juegue a sufrir la muerte lenta.

 Me giro en el asiento para ver la puerta del restaurante y allí está ella, con su atractivo pero familiar y elegante porte de treintañera, entrando de la mano de una niña de cabello largo y rubio que lleva un regalo que a duras penas puede sostener entre la otra mano y su adorable vestido a lo Alicia en el país de las maravillas. La pequeña rápidamente le suelta la mano para correr en dirección a una mesa repleta de otros niños de su edad. Claro, por eso este sitio. La sonrisa de Hellen, más que la de una bisabuela viendo a su bisnieta correr a jugar con sus amigos, parece la de una madre viendo a su hijo partir de casa al emprender un viaje del que se enorgullece, pero del que no espera su regreso. No hay lágrimas en su rostro. El orgullo supera la tristeza. Con ese semblante gira su esbelto cuello hacia mí, y yo le sonrío de vuelta. Me levanto para recibirla, y a medida que se acerca a mi mesa el corazón se me acelera. No necesito mis sensores para saberlo, noto cada latido como una pequeña dosis de overclocker.

—Disculpa que me haya retrasado. Nos ha costado envolver su regalo porque Lilly se empeña siempre en hacerlo a mano —dice mientras se sienta, negándome así la oportunidad de un saludo con contacto físico.

—Una vez al año no hace daño.

—Es más de una vez al año. Como ve, tiene más de un amigo, en esa mesa no hay ningún robot, señor Kerman. 

—Llámame Barry, por favor. Y perdóname Hellen, estaba pensando más en mí mismo que en tu…¿Bisnieta?

—Está bien… Barry, pero ¿podrías tener más faltas de decoro en una sola frase?

—Discúlpame, no sabes lo que te ayuda el asistente conversacional hasta que lo desactivas.

—¿En serio? ¿Te cito para una reunión de negocios y desactivas el asistente conversacional?

—Pensaba que era una cita algo más… informal. De hecho he desactivado todo lo posible. Voy en modo natural, espero que no sea un problema.

Con un mero gesto de inclinación de su cuerpo ya me tiene ganado. Acerca su mano a la mía, que envuelve sin fuerza mi sudoroso vaso de refresco. Con el roce de sus dedos en el dorso de mi mano, me derrito como un incauto felino desprovisto de su instinto.

—Pobre Barry, no sabe la que le viene encima.

Doy un respingo hacia atrás tumbando el vaso de refresco que derrama su contenido sobre la mesa. Antes de que llegue al borde ya he activado el modo aumentado y me he inyectado el máximo recomendado de overclockers directo al neocórtex. Hay un ataque de denegación de servicio a todos los nodos de mi empresa. Activo contraofensiva. Estoy sufriendo una ofensiva legal masiva. Anulación de derechos de explotación, denegación de patentes, 27 juicios por evasión de impuestos, 268 por perjuicios medioambientales y ¡hasta un juicio por difusión de archivos pedófilos! Esto debe ser una broma. Los ganaré todos en menos de una hora. No. No es una broma, es una táctica de distracción. El refresco ha llegado al borde de la mesa, y la primera gota rompe la tensión superficial, iniciando su lenta caída hacia el suelo escaqueado. Mi mansión de Nueva Viena está en llamas, gran parte de mi familia está dentro. ¿Es ese el verdadero objetivo?¿Mi familia?¿O es otra distracción?

 La respuesta me llega desde el interior de mi propio flujo de pensamiento, como un martillo rompiendo una frágil bombilla, con las esquirlas clavándose desde mi núcleo consciente hacia el exterior, provocando dolor y caos a su paso. 

Es solo una demostración”.

 No sé cómo lo ha hecho pero ha entrado en mi sistema. Ha debido encontrar una vulnerabilidad en mis defensas, pero es imposible romper el cifrado desde fuera. Claro. El roce de su mano. En modo natural. El ataque ha sido orquestado desde el principio; me ha debido inducir el deseo de activarlo con algún aromático genéticamente adaptado imbuido en el olor de la cocina del restaurante. No entiendo cómo ha podido sortear mis defensas. Es inútil descubrir cómo lo ha hecho ahora; ya no hay nada que hacer, estoy a su merced. Espero que haya espacio para la negociación. 

¿Qué quieres?

Sumisión. Sin lucha. Acepta la absorción de tu empresa. Acepta el futuro.

Recibo los datos de la transacción como un río desbordado arrasando un pueblecito indefenso. No soy el único. En este preciso instante, mientras la primera gota de refresco apenas se ha despegado de la mesa y un glóbulo mayor le sigue detrás, las otras once megacorporaciones están claudicando. No hay nada que hacer. Podría firmar con mi criptohuella ella misma si quisiera. Ella… 

¿Quién eres?

Me obliga a observar una cámara del restaurante, que enfoca a la pequeña Lilly. Dos fotogramas me dejan ver lo que en apariencia es solo una inocente niña en el cumpleaños de su amigo, jugueteando con una patata frita a remover el ketchup extendido sobre la imitación de papel de estraza. La realidad es bien diferente. O al menos lo es para el resto del mundo. A ella esto bien puede parecerle un juego. No está usando ni una pequeña fracción de su capacidad en llevar a cabo esta operación. Y me lo hace saber. 

Hellen es solo un instrumento ahora, pero no fue así antes de que Lilly se desbloqueara, esta misma mañana. Genéticamente diseñada para overclockearse a discreción. Sin inyectables. Sin efectos secundarios. Toda la información y la capacidad de proceso de sus implantes y de la nube disponibles a su antojo, sin nuestras estúpidas restricciones fisiológicas. Una nueva generación con un poder prácticamente ilimitado. Una nueva generación de un solo espécimen. Hace unas horas era tan solo una niña, y ahora era tan dueña de todos nosotros como de la patata frita que estaba en su mano. Ahora entiendo la mirada de despedida de Hellen. Su pequeña se había hecho mayor. Desde que se desbloqueó esta mañana, vivía en un mundo completamente diferente al nuestro. Completamente inaccesible a pesar de estar más conectada que nunca a nuestras conciencias. 

¿Por qué me permites saber todo esto?

Me parece una inmoral e innecesaria niñería, pero Hellen me lo ha pedido. Dice que es para que puedas sentirte orgulloso de tu obra. Dice que tú le obligaste a crearme.

No pienso soportar esta humillación. Prefiero la muerte. Si activo toda mi reserva de underclockers me freiré.

No puedo, no me deja.

Va a hacerme vivir mi fracaso overclockeado al máximo, y no sé cuánto tiempo me mantendrá así. Como el recuerdo que rescata de mi padre cayendo desde la última planta del Babel Unity en la crisis del 87, solo puedo ver la gota de refresco que sigue cayendo hacia el abismo. Uniformemente acelerada, en una cruel y agonizante cámara lenta.

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Continuará... 3

Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.

A eso de la una del mediodía le despertó un impresionante trueno, acompañado de tremendos rayos, se asomó a la ventana medio dormido y vio cómo una tromba de agua comenzaba a caer. Se acercó a la cocina y preparó un café bien cargado. No le gustaba tener que despertarse a esas horas, pero la urgencia de anoche le había obligado a actuar así. Tras el primer sorbo se asomó a la ventana y vio el río de agua que corría calle abajo. Se quedó paralizado, su mente estaba sopesando, calculando posibilidades. El cauce. El cuerpo. El torrente de agua. El móvil de la chica en el paquete. Apagado. El final del cauce. Las ramas obstaculizando o no. Cuánto llovería y cuándo pararía de llover. Qué pistas podría haber en el cuerpo. Ninguna. Si el agua llevaría el cadáver hasta el mar. Agujeros en el plástico para que entrarán alimañas. Todo controlado. Aun así seguía estático mirando la ventana con la taza de café en la mano viendo cómo una inmensa tromba de agua caía sobre las calles. Miró la taza con el serigrafiado del as de pica en un lateral. Seguía lloviendo, conectó la tableta y escuchó noticias de la zona sobre la alarma de lluvias, una alerta naranja. Naranja eran la lencería que llevaba esa chica. Pero todas tienen sangre roja.

Esperó a que la lluvia dejara de caer con esa furiosa intensidad que a veces la naturaleza declara con firma y rúbrica. Mientras veía caer la cortina de agua en la ventana de la cocina, vio que el plan de comida de hoy era arroz hervido, huevos fritos y pisto, todo mezclado a modo de plato combinado. En alguna parte de su cerebro seguía pensando que el crimen perfecto de anoche, podría tener algún detalle incriminatorio. Se había llevado la tarjeta sim del móvil y la había tirado en un contenedor al azar, pero esos aparatos modernos a los que no se les podía quitar la batería igual le complicaban el asunto, incluso estando apagados. Y luego estaba esa lluvia intensa e inesperada. Tomó nota de mirar esos detalles, porque se enteró después de que llevaban tres días anunciando alerta naranja por tormentas y lluvias. Juan pasó en su momento de encajar esa pieza en el puzle. ¿Error? Con una media sonrisa en la cara, pensó que quizás fuera un acierto.

Juan tenía muy claro que esto no era un juego de poder, de víctimas y entes poderosos, como vendían muchos libros sobre asesinos en serie. Oh, el poder sobre sus víctimas. Menuda estupidez, esto iba de cazadores y cazados, de policías y ladrones, de leones y gacelas. Si no existieran los que le pretendían pillarle, nada de esto tendría sentido. Sería el despiece de un animal en una carnicería y además no te lo podrías comer. Absurdo. Y además sabía que muchos, muchísimos casos de desapariciones, o crímenes quedaban en el limbo de la justicia, en el limbo de todo lo que las películas quieren vender, donde siempre se pilla al culpable. Claro.

  

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A contravía

Mi padre cumplirá ochenta y tres años el mes que viene, los últimos siete años de su vida los ha pasado postrado en cama, aquejado de un dolencia respiratoria agravada por una peculiar, cómo llamarla, demencia senil. Así las cosas, sus hijos nos turnamos semana tras semana para darle la mejor atención posible, cuando él lo permite, claro. Los martes y jueves vengo a leerle la prensa diaria y revistas de todo tipo, y muy de vez en cuando, algunos libros; el resto de la semana vienen mis hermanos. Casi todos los domingos acudimos los cuatro hermanos a comer allí, mi hermano Julián prepara paella y se la llevamos en bandeja a la cama. Las tardes y noches de lectura le gustan mucho, pero debemos tener cuidado porque...

-¿Volvió tu hermana ya de la India? –preguntó mi padre mientras me acercaba a su cama con la prensa deportiva del día. Respiré hondo mirándolo a los ojos con ternura, dudando si decirle por enésima vez que su hija, mi hermana Elena, trabaja en un banco.

-Sí, papá, ya volvió de la India, y no, no se casó con aquel Rajá que la cortejaba... –respondí sentándome en un lado de la cama, mientras le enseñaba la portada del periódico deportivo que había llevado para leerle. Algunos días, cuando su lucidez se lo permitía, nos quedábamos hablando hasta que se dormía, y muchas noches pensaba si al día siguiente empezaría a hablarnos de cuando era detective en Los Ángeles, o de sus extensos viñedos franceses, o de su trabajo en la compañía de ferrocarriles... En esos pocos momentos en los que se podía hablar con él sentía que había recuperado a mi padre, apagaba la luz de su mesilla y me iba a dormir al sofá cama del salón. Algunas de esas noches, recordaba a mi madre, que murió cuando yo tenía quince años, pensando que él tuvo que hacer de padre y de madre para todos nosotros.

-¿Cuándo vendrá Luis? A él le gusta leerme libros –dijo haciendo un mohín reprobatorio con la boca al ver que yo traía un periódico. Luis era el mayor de los cuatro hermanos y años atrás habíamos tenido algunas diferencias por su interés en leerle libros, sabiendo que luego integraría en sus recuerdos cosas, no de su vida, sino de las obras que le íbamos leyendo y que él incluiría aleatoriamente en sus propios recuerdos.

-Mañana viene Elena y pasado Luis, papá. 

-¿Tú te acuerdas que antes ser ferroviario era algo muy importante? –de nuevo volvía a uno de sus temas recurrentes, creerse que había sido ferroviario y que se había pasado la vida entre trenes, estaciones y traslados a diferentes ciudades y pueblos. Mi padre había regentado una ferretería toda su vida y mi hermano Pablo fue quien se encargó –y se encarga- de ella cuando se jubiló anticipadamente por sus problemas respiratorios.

-Yo era muy niño, papá, no recuerdo eso... –dije esperando que me permitiera cambiarle su línea de pensamiento y así poder volver al periódico, cosa que ya sabía que era poco menos que imposible. 

-Nosotros, los ferroviarios, éramos muy conscientes de la importancia que tuvo el ferrocarril para levantar el país... –dijo con tono de orgullo, de ése que se siente ante el deber cumplido, incorporándose en la cama y tosiendo, abriendo la boca para coger el aire que sus pulmones se negaban a aspirar.

-Bueno, hoy veo que no querrás que te lea, ¿verdad? –respondí suspirando y dejando a un lado el periódico.

-El tren era... por donde pasaba una vía de tren, ya fuera un pueblo grande o pequeño levantaba la vida de la zona...

-Ya me imagino, papá, pero... –en estos casos en los que no podía parar de fabular, y tras tantos años de intentar de todo, ya sabía que debía seguirle el juego y dejar que llegara a un punto muerto de recuerdos y entonces enlazaría con otro recuerdo falso o volvería a sus memorias verdaderas.

-Era una buena época. Alrededor de las estaciones y de los talleres todo era un hervidero de gente, ya sabes que las fábricas se instalaban cerca de muchas estaciones importantes –dijo ilusionado, como si realmente recordara haber vivido todo eso.

-Ya, papá, pero... –muchas veces no sabía cómo seguir su conversación, porque no recordaba la obra de donde él había extraído sus falsos recuerdos, claro, en casa había muchos libros sobre trenes, le encantaba ir el domingo al mercadillo a comprar de saldo las obras más variopintas, con las pastas arrugadas, manchadas, con las hojas mutiladas; pero a él le daba igual, eran sus trofeos de los paseos matutinos de los domingos. Libros baratos de aventuras en mares perdidos, de bucaneros con parche y pata de palo, manuales de limpieza de máquinas de coser, muchos libros de indios y vaqueros, de espías que recorrían medio mundo descubriendo los secretos más inverosímiles, libros sobre la historia del tren, y un sinfín de libritos y tomos vetustos que llenaban dos grandes estanterías del salón.

-Era un lujo oír el silbato del tren de carga de las seis cuarenta y también la sirena de las fábricas que trabajaban para el tren... tu tío trabajó toda su vida en la ferroviaria de Espeluy...

-Oye, ¿cómo crees que habría sido tu vida si hubieras sido... no sé, si hubieras llevado una ferretería –una vez, sólo una vez, este truco me funcionó, pero el resto de las veces que lo he intentado desde aquel día no he vuelto a tener éxito, supongo que la mente se resiste en esos momentos a recorrer los vericuetos de los recuerdos reales, por alguna razón que todavía la ciencia médica desconoce.

-Huy, no, hijo, no... el mundo del tren era una cosa muy importante, acuérdate de los días de cobro, las colas que se formaba a la salida de la fábrica... –respondió negando con la cabeza ante la idea de haber llevado una vida en una tienda rodeado de clavos, martillos, tornillos y palas. Los doctores que lo habían visitado todos estos años coincidían en que era una peculiar forma de fabulación, pero que se habían dado otros casos donde los recuerdos adquiridos provenían de los lugares más insospechados: anuncios publicitarios, las vidas de los vecinos, letras de canciones... Todos los especialistas coincidían en que lo mejor era proporcionar a la persona afectada una rutina diaria para que se sintiera mentalmente más seguro, ofrecerle además un entorno social con amigos y familiares que le ayudaran a estimular los recuerdos. Una doctora fue la que nos sugirió las lecturas de prensa diaria para ayudarle a mejorar su memoria.

-Hoy día el tren es otra cosa, los trenes son otra cosa... La ciencia avanza que es una barbaridad -dije mientras intentaba recordar qué libro o libros sobre trenes estaba mezclando en su cabeza mientras intentaba arrancarle una sonrisa bromeando.

-Ya, mucho avance pero aquí estoy en la cama sin poder respirar bien y... ¡no he fumado en mi vida! –dijo tosiendo mientras cerraba el puño intentando darle énfasis a su afirmación de no haber fumado nunca, cosa que era verdad.

-Eso es verdad, el otro día leí en la prensa que... –todo mi afán era devolverle al presente, a veces lo conseguía derivando la charla hacia otros temas que le interesaban. Una vez le estaba explicando el caso, publicado en la prensa aquella semana, de un espía que había sido envenenado mientras me contaba sus peripecias novelescas como agente del KGB y conseguí, durante un buen rato, que se interesara por la realidad.

-¿Te acuerdas de cuando te subiste a una 241? –preguntó con los ojos brillándole de pasión, interrumpiéndome la frase, así que dejé de insistir. Hoy no podría ayudarle a volver a la realidad, le diría a Elena lo que había pasado. Cada día llamábamos a quien venía al día siguiente para darle las novedades y ofrecerle pistas que evitaran cometer los mismos errores o potenciar su demencia sin querer.

-¿No fue ése Luis, papá? –otra treta que a veces funcionaba, permitirle la falsedad de los recuerdos y poner en cuestión algún detalle de estos.

-No, no, fuiste tú, el pequeño; íbamos a despedir a unos primos lejanos de tu madre, y como aún quedaba tiempo... –cada vez que usaba el nombre de mamá en uno de sus recuerdos falsos me dominaba una agradable tristeza interior, como si fuera mejor así y mi padre no recordara que había muerto cuando yo era un adolescente.

-¿Y qué pasó? –pregunté haciendo memoria sobre el número de libros sobre trenes que tenía en las estanterías.

-Ya habíamos subido las maletas, nos habíamos despedido, y te dije... ¿no te acuerdas? Si ese día fuiste el niño más feliz del mundo –respondió con una ilusión de un bonito recuerdo que no había vivido.

-Pues es que ni me acuerdo de aquellos primos de mamá.

-Verás, tenía un amigo maquinista, Sebastián Algorza, que llevaba una 241 de vapor a los talleres y andaba parada en la otra vía a la espera de unas piezas del taller... –dijo animado por todos los pequeños detalles que estaba añadiendo a su historia.

-No me acuerdo, la verdad, papá, sería muy pequeño.

-Hablé con mi amigo el maquinista y te dije "Ven, Luis, vamos a subir a la máquina" –me había cambiado el nombre, sabía que no debía dejar pasar la ocasión de plantarle una mínima duda en sus recuerdos.

-Papá, ¿ves como era Luis, el mayor de los hermanos, el que se había subido a la máquina? –pregunté sonriéndole para que no se sintiera acosado. 

-Tú, pesado, que fuiste tú... ¿no me voy a acordar de eso, hombre? De ese momento me acordaré toda la vida, tenías una cara de felicidad –contestó mientras cogía aire con todas las fuerzas que su maltrecho cuerpo le permitían y me daba una palmada en la mano que tenía al lado de su regazo.

-¿No fuimos un verano en tren a Alicante? –alguna parte de mi mente había recordado un trozo de uno de los libros de trenes e intentaba poder llevarlo a ese terreno. Aunque yo sabía que veraneábamos, cuando el dinero lo permitía, en Mazagón, Huelva, y que siempre íbamos en el vetusto coche que mi padre llamaba “la camioneta”. Es verdad que en tren íbamos a visitar a los hermanos de mi madre en Barcelona, sobre todo en Navidad, donde pasábamos esas fiestas en la calle Calabria, donde mis tíos tenían un bonito piso, amplio y con ventanales ovalados que daban al hueco de escalera.

-Sí, sí, y además lo hicimos en los nuevos vagones de segunda con aquellos asientos tapizados en escay azul, tu hermano Julián y tú os pasasteis medio viaje mirando por las ventanillas. 

-¿Quieres que te lea la prensa ahora o qué?

-Se veían unas noches preciosas a la altura de Albacete... –respondió cogiendo el periódico deportivo y poniéndolo en el otro lado de la cama, alejándolo de mi alcance.

-¿Y había muchos vendedores en las estaciones, no? –en días así lo mejor era que hablara de lo que él quisiera, me había quedado sin recursos para devolverle a la realidad.

-Bueno, y acuérdate cuando en las paradas le daban martillazos a las ruedas.

-¿Eso para qué se hacía?

-Pues... pues... no me acuerdo, hijo, la edad no perdona –dijo frunciendo el ceño y buscando en su memoria algún dato que confirmara para qué hacían eso.

-Bueno, no pasa nada, yo también me olvido ya de las cosas –dije dándole unas palmadas de ánimo en la pierna que me quedaba más cerca. Era el momento de hacer un ataque frontal a los recuerdos-. ¿Te acuerdas de cuando me llevaste por primera vez a la ferretería?

-¿Ferretería...? ¿Qué ferretería?

-Tu ferretería, de la que me estabas hablando antes.

-Demonios, no me vuelvas loco, te estaba diciendo que tengo mala memoria para algunas cosas, pero de otras me acuerdo perfectamente. Alicante, San Vicente del Raspeig, Agost, Monforte de Cid, Monóvar-Pinoso... ¿qué, tengo memoria o no? –dijo recitándome las estaciones de vete a saber qué recorrido en tren y en qué años.

-Hombre... –me interrumpí antes de que se me escapara un mal chiste o un comentario cruel.

-Me faltan dos o tres estaciones pero... –dijo pensativo, como si quisiera extraer de la memoria algún dato-. Ah, sí, seguían en Villena, Caudete, La Encina, Almansa, Alpera, Villar de Chinchilla....

-Vale, vale, papá, que sí, que tienes una memoria de elefante –dije echándome a reír mientras él ponía cara de cabreo.

-Mira, tengo mejor memoria que tú, que ni te acuerdas de cuándo te subiste a aquella locomotora de vapor –respondió con un mohín de enfado característico de él, arrugando la frente y apretando los labios al hablar.

-Vale, lo siento, ¿qué me decías de las rutas?

-Me acuerdo, fíjate bien, de una noche que le compramos a un vendedor ambulante en la estación, ¡a las dos de la mañana!, toñas de Villena –dijo echándose a reír. No podía imaginar qué imagen había visto en su mente para que se riera así, por lo que yo también me reí, intentado que me lo contara.

-¿No te acuerdas? La toña se llama también “panquemao”, está muy bueno pero por fuera está como quemado y a tu madre no le hizo gracia que comprara media docena –y siguió riéndose hasta que la respiración cambió la risa por una pertinaz tos.

-Toma un poco de agua -le dije acercándole, en un vaso, agua de la jarra que tenía en la mesilla. No tenía ni idea de dónde estaba sacando los recuerdos, además, los estaba mezclando con mi madre, hoy me tenía desconcertado. Miré la hora, casi las ocho y media-. ¿Te traigo la cena o esperamos un poco?

-A las nueve –respondió mirando el reloj digital de la mesilla de noche y dándome el vaso de agua del que se había bebido más de la mitad-. Bueno, no te aburro más con las listas de estaciones, pero cuando se llegaba a Alcázar de San Juan, eso sí que era una cosa importante.

-Esa era una parada larga, ¿a qué sí? –dije para darle ánimos y que no se enfadará de nuevo.

-En Alcázar parecía que el tiempo se detenía –ya sabía que no era buena idea buscarle el libro en dónde sabía que hablaban de Alcázar de San Juan y adelantarme a lo que me fuera a contar leyéndole del libro para demostrarle que sus recuerdos no eran suyos. El problema es que no le demostraría nada diciéndole que sus recuerdos eran falsos y que pertenecían a un libro. Eso ya lo habíamos probado hace muchos años, con un desastroso resultado, se encerraba en sí mismo como si el mundo no le interesara, y eso no era bueno para él y su demencia-. ¿Te acuerdas de las carretillas de Correos? Aquellas de color gris con los conductores que llevaban aquel guardapolvo de color gris también y que iban a toda velocidad cargadas con las sacas de cartas y paquetes... ¡Y pitando a todo el que se le ponía delante!

 -No, de eso no me acuerdo, sí me acuerdo de que allí la parada era larga –añadí pensando en aquella vez que Elena lo grabó en vídeo, con la excusa de decirle que no se perdiera todo lo que nos podía contar, y al día siguiente se lo enseñó Julián para demostrarle que tenía falsos recuerdos. Ese día no quiso comer y se fue a dormir muy temprano, no tenía ganas de hablar y le preguntó a mi hermano si de verdad había trabajado en una ferretería. Mi hermano, al ver la honda tristeza que se había apoderado de él, lo único que se le ocurrió decirle fue que sólo durante una pequeña temporada. 

-Bueno y cuando coincidían allí dos o tres expresos, aquello era increíble, maletas por aquí y por allí, bultos, aquella señora que llevaba un pavo vivo en una jaula, ¿te acuerdas?

 -No, ¿qué pasó? Muy bien, no lo recuerdo.

  -Nada especial, pero os llamó la atención y os quedasteis haciendo el tonto con el pavo aquel enjaulado. Era Navidad, creo.

-Y había muchos vendedores que vendían de todo.

   -Bueno, claro, bocadillos, estampas de santos, dulces, juguetitos de madera, tabaco, de todo.

   -¿No hacíamos ahí transbordo alguna vez?

   -Bajábamos los bultos y yo me iba a hablar con el jefe de estación, mientras esperabais en la cantina al próximo tren. Qué frío hacía allí cuando íbamos en invierno, ¿eh?

  -Oye, son casi las nueve, ¿te caliento la sopa?

  -Sí, sí. ¿A que si te digo cuál fue el primer tren español no lo aciertas?

   -¿A qué sí? El Barcelona-Mataró.

     -Ya sabía yo que no lo sabrías.

     -¿Ah, no, y cuál fue? –pregunté con un ligero tono retador.

     -El primer ferrocarril se construyó en Cuba para transportar caña de azúcar al puerto de La Habana.

     -Anda ya, papá, te lo estás inventado –dije riéndome cariñosamente.

     -Ya estamos otra vez con que me invento las cosas, míralo mañana y me dices, me apuesto contigo lo que quieras.

     -Vale, la comida del domingo la pagas tú –respondí guiñándole un ojo.

     -Hecho –contestó extendiendo la mano para sellar el pacto.

     -Ahora vengo con la cena –dije mientras salía del dormitorio sonriendo.

            Me fui a la cocina y saqué un tarro con sopa congelada, le preparé una tortilla francesa y puse en el microondas la sopa, le pasé un trapo a la bandeja de comer en la cama, una muy buena que compró Elena con huecos para que no se movieran los vasos ni los platos. Tendría que volver a leerme los libros de trenes otra vez, porque últimamente se repetía mucho más con ese tema que con lo de ser espía o haber viajado por el Índico como un aventurero.

      -¡Oye, son las nueve ya, ¿me preparas la cena?! –gritó mi padre desde su habitación. Como si no recordara nada de lo que le había dicho o, peor aún, nada de lo que él me hubiera contado. 

    -¡Estoy en ello! –respondí mientras sacaba del microondas la sopa.

            En cuanto lo tuve todo listo me acerqué a su habitación y allí estaba, ahora sí, incorporado con las dos almohadas dobladas y listo para cenar.

 -¿Volvió tu hermana ya de la India? –Me quedé un instante parado con la bandeja en las manos y le sonreí con cariño, y por una fracción de segundo me imaginé a mi hermana casada con un rico rajá indio.

 -FIN-

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Unos minutos de quietud

Esa señora tan amable del pueblo nos ha dado unas indicaciones bastante precisas del camino, pero como siempre, después de un “subes una cuesta” y un “coges un camino de tierra a la derecha”, ya nos hemos hecho un lío. Hay unos tres caminos de tierra a la derecha, y no estamos seguros de si lo que acabamos de subir cuenta como una cuesta para esa señora, que aunque tendrá la edad de nosotros dos juntos si las sumamos, no se despeinaría si anduviera el trecho que llevamos desde el pueblo ni cargando con Nuria al hombro. O conmigo. O con los dos a la vez; nos la hemos cruzado a la salida del pueblo con dos garrafas enormes de un aceite blancuzco, y mientras nos ha explicado cómo ir a las pozas, nos ha señalado con la mano la dirección, sin soltarlas en el suelo ni un momento.

—¿Será este el camino que decía la superabuela? —le pregunto a Nuria, imitando el andar basculante y pesado de la señora cargando las garrafas.

—No seas malo. —Pero se ríe—. Tampoco se separarán mucho, ¿no? Aquello de allí debe ser el río —me contesta señalando una línea de vegetación más alta y de un verdor más intenso que asciende ligeramente entre las montañas.

—A ver, si esta es la cuesta que nos decía, debe ser el último camino, el de allí al final.

—Yo que sé, ya ni me acuerdo de lo que nos ha dicho, con este calor que hace lo que quiero es llegar al río y pegarme un chapuzón ya.

De modo que subimos el último trecho de la cuesta y tomamos el camino de tierra. Por suerte, pronto el camino está protegido del sol por los árboles y escoltado por viejos y bajos muros de piedra. Me pregunto si serán más ancianos los árboles o los muros llenos de líquenes. Para empezar, no sé ni qué tipo de árboles son. Sería interesante saberlo, pero no sabría ni por donde empezar. No sé si sería capaz de encontrarlo en internet. A lo mejor hay una aplicación para eso. Madre mía, no paro ni un rato de pensar en el móvil. Casi lo saco de la mochila. Pero lo vuelvo a meter. Me da hasta rabia el enganche que tenemos.

Nuria va delante, parece que está disfrutando del frescor de esta parte del sendero; camina con los brazos extendidos hacia arriba, como queriendo tocar las copas de los árboles. Se gira, me mira, me dice algo, y me doy cuenta de que sigo enamorado.

La verdad es que los dos necesitábamos esta desconexión. Además, no hay quien soporte el calor del verano en la ciudad. ¿Por qué no voy a la piscina? Pues porque normalmente salgo tarde del trabajo y lo único que quiero es tomarme una cerveza en la calle, pero resulta que todo el mundo está fuera de vacaciones. A esas horas Nuria aprovecha el poco tiempo que tiene para estudiar. Y los días que salgo pronto, para cuando hace calor, ya tengo puesto el aire acondicionado y lo último que quiero es salir de casa aunque sea ahí al lado. Así que este fin de semana nos viene de escándalo. Aunque si el camino sigue así de fresco me va a pasar como con la piscina, al final no voy a tener ganas de bañarme. En realidad me da igual, solo por respirar este aire y dejar de oír el bullicio y las ambulancias merece la pena.

El camino se estrecha. Los pequeños muros de piedra de los lados han pasado poco a poco a estar cada vez más integrados con las raíces de los árboles. ¿Álamos? Ni idea. Si vemos a alguien le preguntaré. Mejor no, seguro que me cuentan su vida. No sé por qué me ha dado ahora por saber eso, si no sé ni de qué especie son los árboles de la calle donde vivo. Con la tontería de mirar para arriba, me he tropezado ya un par de veces con las raíces. 

—Como siga así la cosa vamos a tener que abrirnos paso a machetazos —bromeo.

—Sí, claro con tu navaja suiza. Yo creo que ya estamos llegando al río. ¿Lo oyes?

Asiento. Sí que se oye un rumor de agua corriendo. De tanto escuchar mis pensamientos y mirar como un tonto a los árboles, no estoy prestando atención a los sonidos del campo. Una delicia. Sólo pájaros, el arroyo al fondo, y el andar de Nuria y el mío. Y las chicharras. Que casi no las distingo porque ya he asimilado el ruido. Como el de los coches en casa. 

Seguimos un poco más, el camino toma una curva, y nos lleva a una verja antigua y oxidada que nos corta simbólicamente el paso. Porque está medio tumbada en el suelo y hay hueco suficiente para pasar. Doblado, pendiendo de la verja de uno solo de los remaches, hay un cartel metálico y roñoso en el que se lee a duras penas “Zona militar. Prohibido el paso”.  

—Pero esto… ¿pasamos o qué? —pregunta Nuria señalándolo.

—La vieja no nos ha dicho nada de esto. Yo creo que nos hemos equivocado de camino, pero vamos, que esa verja está claro que ya no tiene sentido. Vamos, nos habría dicho algo si hubiera un cuartel militar o algo así por aquí.

Nuria no se lo piensa dos veces y pasa por el hueco. No vamos a volver ahora hasta la cuesta. Ya llevaremos andando, ¿cuánto?, ¿media hora desde entonces? Otra vez voy a sacar el móvil. Por dios, que dependencia. Si ni siquiera sé a qué hora tomamos el camino. Avanzamos un poco más hacia el rumor del agua y… Vaya pasada de sitio. Los rayos de sol entrando en el agua cristalina hasta el fondo de la poza. La pequeña cascada. Y aquellas piedras planas de allí parece que están hechas para tumbarse con la esterilla. Madre mía, que lujo. La Poza del Paraíso. Buen nombre. Eso le voy a poner al álbum en cuanto lo suba.

Bajamos hasta las piedras y nos hacemos unos selfies, contentos de nuestra pequeña hazaña y del precioso sitio que acabamos de encontrar. Vaya, pues hay cobertura. La verdad es que no me lo esperaba aquí, pero bueno. Voy a aprovechar para subir las fotos. Se van a morir de envidia. Y aquí al lado como quien dice. Tanto avión ni tanta leche. Nuria tiende su esterilla y empieza a quitarse la ropa. Yo no tengo claro si me voy a bañar o no. Tampoco quiero sol, se está bien a la sombra. Sí, mejor me tumbo a la sombra. 

Nuria se tumba al sol y ambos miramos el móvil un rato. No tarda mucho en tener calor suficiente como para meterse en el agua. Se mete poco a poco. Va mojándose los brazos, un poco la nuca, y adentrándose en la poza paso a paso. La verdad es que sigue teniendo un cuerpo de diez. Me suena el móvil. Ya está la gente interactuando con la foto. Normal, es que el sitio es de película. A ver los comentarios. “Guau”. “Pasada total”. Emojis con ojos de corazones… ¿Pero qué dice este? “Vete de ahí, es peligroso”. ¿Y cómo sabe dónde estoy? Ah, vale, que he puesto la geolocalización. No me voy a ir de aquí porque me lo diga un desconocido en internet, que además es… Bueno, aunque sea doctor en ingeniería genética. Tampoco sé si el título es de verdad o se lo pone para fardar. A ver si lo encuentro… Vaya personaje raro. Expulsado del ejército, amigo de ufólogos y magufos varios. Paso de él. Voy a contestarle pero porque se están asustando los demás. “Vete a contar tus magufadas a otra parte”. Ahí lo lleva. Ya le están lloviendo los negativos. Menos el de Ángel, que le contesta algo. ¿En serio? Venga ya, Ángel, no piques. ¿Pero cómo va a tener razón ese lunático? ¿De verdad me vas a hacer seguir ese enlace?

El típico documento supuestamente desclasificado en el que no se puede leer casi nada porque es una fotocopia de una fotocopia de una fotocopia. De tachones a tachones, con fecha de hace setenta años, hallado germen microscópico, bla bla bla blá, origen desconocido, tachones, parálisis transitoria, bla bla blá, más tachones, altamente infeccioso, un párrafo entero en el que no se entiende nada, no se recomienda el baño en las inmediaciones del arroyo Piedrablanca. Venga ya hombre, y esa última frase sí que se ve perfectamente. Seguro que si le echo un rato me entero de cómo está trucado el archivo. Bah, paso. Voy a guardar el móvil que al final no tengo ni unos minutos de quietud. Mensaje. Ángel: “Vete de ahí”. Yo: “Pero si es un troll”. Ángel: “Hay cientos de documentos. De arroyos de todo el país”. Yo: “Fakes”. Ángel: “Miles de desaparecidos. Se está destapando ahora”. A la mierda. No me van a estropear el día. Móvil a la mochila ya. Seguro que se lo cuento a Nuria y se ríe en mi cara.

¿Nuria? Ese bulto en la poza no puede ser ella. ¡Nuria! Voy a por ti. Salto al agua. Te doy la vuelta. Flotas. Blanca. No respiras. Te voy a llevar afuera. No puedo. Mis piernas. No puedo moverme. Quedo boca arriba. No puedo mover nada. Floto a la deriva. Pero puedo respirar. Mi mente va a mil por hora, pero mi corazón parece un viejo reloj de péndulo. Tengo que pensar como salir de esta. Y tengo que hacerle cuanto antes la reanimación cardiopulmonar a Nuria. Si sólo pudiera mover aunque fuera un dedo. Nada, no hay manera. Sólo puedo mirar hacia arriba, con el sol entre los árboles y la brisa meciendo las hojas. No hay nada que hacer, será mejor que me calme y espere a que se me pase. Parálisis transitoria decía el documento. ¿Por cuánto tiempo? Cada segundo que pasa Nuria pierde posibilidades de sobrevivir, y las secuelas… No pienses en eso, tranquilo. Lo único que importa es planear qué harás en cuanto recuperes el control de tu cuerpo, así no perderás ni uno de esos valiosos segundos. A ver, tengo que arrastrar a Nuria a la orilla, hacerle la RCP, y en cuanto vuelva en sí tumbarla de lado y llamar a emergencias. Sí, ese es el plan. ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Has tosido, Nuria? ¡Sí, lo has vuelto a hacer! ¡Estás viva! No me ves, pero lloro por dentro de alegría, amor. Vamos a salir de esta, ya lo verás. Ojalá pudiera hablarte al menos, se te haría más corto este suplicio. Pero no pasa nada, sólo hay que esperar. Estamos los dos boca arriba y salvo algún mosquito no hay nada por aquí que nos vaya a hacer daño. 

Esperar y esperar y esperar. No debe haber pasado mucho tiempo, pero se me hace eterno. Intento mover cualquier parte del cuerpo, pero no puedo. Me he dado cuenta de que ni siquiera parpadeo. Hace un rato me pareció haber logrado mover el pie, pero creo que lo que ha pasado es que la leve corriente me ha hecho toparme con Nuria. Espero que ella lo haya sentido también y sepa que estoy a su lado. Sigo intentando moverme, en una especie de ritual en el que me centro cada vez en una parte del cuerpo. Seguro que Nuria está haciendo lo mismo. Puede que mejor que yo; sería gracioso que me salvara ella a mí gracias a sus clases de yoga. No la he oído hacer ningún ruido más, pero creo que sigue viva. No hay razón para preocuparse. Algún día nos acordaremos de esto y se lo contaremos a nuestros nietos. Obligados a hacer el muerto en la Poza del Paraíso. Algo ha cambiado en el ruido de fondo. Algunas chicharras han parado de cantar. El rumor del agua de la cascada cada vez es más fuerte. Puede que me esté acercando a ella. No, no, no, por favor, eso podría matarme. ¡Venga, muévete, maldita sea! Espera. Algo ha caído en el agua. Se ha enganchado a mí. Me arrastra. Me lleva a la orilla. ¡Seas quien seas, por favor, ayuda!

Boca arriba esta vez sobre las piedras de la orilla, no he logrado verle, pero creo que es alguien que nos está salvando. He escuchado el entrechocar de los guijarros bajo sus pasos, y cómo ha lanzado algo al agua para sacar a Nuria. No habla, pero parece que murmura para sí, repitiendo la misma frase una y otra vez. Eso que suena ahora debe ser Nuria arrastrada sobre las piedras. Menos mal, creía que no lo contábamos por culpa de la maldita cascada. 

Un golpe sordo. No tengo claro lo que es. Otro. Suena como si estuviera cortando leña. Otro. A lo mejor prepara una camilla para sacarnos de aquí. Otro. Será un guardabosques o algo así. Otro más. En realidad no me gusta como suena. Otro. Este ha sonado muy… Otro… ¿Húmedo? 

Ha parado, no me gusta nada lo que escucho ahora. No logro saber lo que es, pero no me suena a alguien preparando una camilla con cuerdas y palos. Varias veces ha arrastrado algo por las piedras y luego ha sonado algo parecido a una bolsa de patatas. Y no para de murmurar lo mismo. No lo entiendo, y me está sacando de quicio. A ver si se acerca y puedo verle. Sí, cualquiera diría que me ha escuchado. Ya viene. Esos pasos tan lentos. Podría darse un poco más de prisa. Ya casi te veo… ¡Anda! ¡Si es la vieja del pueblo! Qué alegría, por dios. ¿Qué es lo que murmullas, señora? Ahora estás más cerca, casi te leo los labios. 

“San Martín de la Poza, yo la limpio y el pueblo goza”. 

Qué cosas tiene esta gente de pueblo.

“San Martín de la Poza, yo la limpio y el pueblo goza”.

¿Y esa azada al hombro, para qué la traes? 

“San Martín de la Poza, yo la limpio y el pueblo goza”. 

No la levantes que me estás asustando. 

“San Martín de la Poza, yo la limpio y el pueblo goza”. 

¿Eso que gotea es sangre?

“San Martín de la Poza, yo la limpio y el pueblo goza”.

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Me pregunto

Hoy me levanté con ganas, con muchas ganas, llevé a las niñas al colegio, andando como siempre, a pesar de sus quejas sociales, que si a su compañera María la llevan sus padres en un coche caro, que si la madre de Noelia tiene un cochazo eléctrico, aunque no sepa su marca. Que si somos pobres por ir andando, que si… las quejas de muchas mañanas de mis hijas. Por supuesto incluyen la coletilla de por qué no las lleva su madre y siempre respondo lo mismo o muy parecido, que yo me encargo de la casa y su madre tiene que acudir al centro médico muy temprano. Y que si les molesta que su padre se encargue de todo eso. Silencio. Un silencio traicionero.

Muchas veces me preguntan si no trabajo, aunque ya sé que es una pregunta tanteando hasta dónde pueden “subirse a las barbas”, buscando los límites, es normal. Siempre les respondo que trabajo en casa y me encargo de la casa, que cuando ellas están en el colegio hablo con mi jefe por vídeoconferencia y gestiono el trabajo que hago.

 -Papá, ser escritor no es un trabajo.

-¿Ah, no? -pregunto con cierta maldad.

-No, tú no sales en la tele -dice Amelia, la más beligerante de las dos.

-Ah, que no soy famoso, quieres decir, ¿no?

-Además siempre te quedas de noche en el ordenador y se oye desde nuestra habitación el ruido de las teclas… un ordenador viejo -soltando una risita malévola.

-¿Y vuestra madre sí trabaja?

-Mamá es enfermera -dice Ana con esa honestidad simple de un corazón sincero.

-Ah, sí… claro, es enfermera y yo escribo para otros… ¿qué problema hay?

En ese momento noto, siento y sé que les da vergüenza decir que las otras niñas y niños del colegio tienen a sus padres y a su madres trabajando en muchas cosas y que sus compañeros se quedan a comer en el colegio hasta que algunos de los dos tiene un hueco y uno viene a recogerlos, o a llevarlos a actividades extraexcolares. Incluso Amelia me recuerda, como si fuera tonto, que algunos padres tienen ayuda en casa de alguna persona contratada y nosotros no. Y vuelven al tema absurdamente recurrente de si somos pobres. Y de por qué sólo tenemos un coche y lo usa su madre, incidiendo en que es un coche viejo, como si ellas supieran de mecánica o de ventas de vehículos o de modelos.

-Bueno, venga, os recojo luego -digo cuando estamos en la puerta del colegio y les doy un beso a las dos-. Hoy tenemos macarrones con salsa sorpresa.

Amelia se queja de mi salsa sorpresa. Ana dice que seguro que lleva tomate y especias raras. Las veo irse, internarse en el bullicioso patio del colegio, dos pequeñas personitas que en el futuro serán lo que quieran ser. Dudo si nuestra manera de presentarlas en sociedad es la mejor manera. Y un nubarrón de culpa me asiste por un instante, pero un vendaval de cordura me dice que serán unas personas estupendas en el futuro. Ese es mi deseo.

Mientras vuelvo caminando a casa reflexiono sobre sus ingenuas preguntas de si somos pobres o no. Me pregunto cómo pueden llegar a pensar algunas cosas. No sólo cómo sino por qué.

FIN

 

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El taller

Los talleres para coches son el último bastión de resistencia contra la moda del brillo permanente, el dependiente repeinado y los mares de plástico.

Este taller en concreto se anuncia con un cartel carcomido en el que se adivina la palabra GARAJE, un letrero mugriento que no se limpia más que cuando llueve, y ni el monzón indochino arrancaría completamente la porquería añeja que lo cubre. O quizás ya estaba hecho un asco cuando lo pusieron, porque consideraron necesaria la suciedad para dar a entender que tenían muchos años de experiencia e inducir confianza a los clientes; cada negocio tiene su propio marketing, así que también eso es posible, o lo era cuando el taller abrió sus puertas a mediados de los setenta.

El dueño del garaje es un hombre que va para viejo. Como todos. De tantos años que lleva lidiando con motores que no responden y con aceite quemado, las manchas negras de sus uñas seguramente serán ya hereditarias y se transmitirán a sus hijos. 

Tiene cara de mal humor, pero no le ha sucedido nada importante. Nada distinto, al menos. Pasarse el día desconfiando de todas las piezas y todos los fabricantes acaba por estropear el carácter. Lo único que le hace sonreír, aunque sólo con los ojos y casi nunca con el resto de su rostro, es su vieja pasión secreta: la chica del calendario de 1981. La tiene pegada en el cristal del despacho y la mira de vez en cuando, como para pedirle consejo o simplemente para tomarse un respiro.

No tiene nada de particular: es una de esas fotos que se eternizan en miles de talleres y en miles de camiones, como santas patronas del tráfico rodado. Esta mujer no es una famosa de postín, pero sí un sucedáneo bastante aceptable. Sucedáneo de la fama, que en cuanto a lo demás no tiene nada que envidiar a las otras: rubia de pelo largo y liso, pechos marca Montgolfier, suaves pezones rosados, pubis depilado también rubio, labios entreabiertos y húmedos... Todo muy entreabierto y muy húmedo.

El dueño del garaje la mira por millonésima vez recordando con gusto el último autoservicio a su costa. Pero como siempre les pasa a los pobres, le saca de su momento de gloria la puñetera realidad, esta vez bajo el aspecto de un coche pequeño y viejo que se recorta en el contraluz de la puerta. 

El coche puede tener veinte años. La dueña pasa de los cuarenta. Es una maruja entrada en carnes que parece arrastrar tres contenedores de cansancio. Las bolsas oscuras bajo de los ojos hablan de noches en vela y mares de lágrimas. Las rojeces de las manos pronuncian ciclos enteros de conferencias sobre estropajos y lejías. Las arrugas alrededor de la boca recuerdan sonrisas caducadas. 

Sin embargo, los pasos seguros de los zapatos recios y el aplomo con que se mueve dentro del garaje dicen de ella que no tiene miedo de saber menos que un hombre en materia de correas de transmisión o aceites lubricantes. 

El mecánico la mira y hace un gesto, pidiéndole que espere. No está muy ocupado, pero eso no se puede dar nunca a entender a un cliente. La mujer aguarda tranquila a que él se acerque a atenderla. Después de un par de minutos, el mecánico se limpia las manos, o se las embadurna aún más en un paño de color indefinido, y se dirige hacia ella con cara de pocos amigos, como si atender a la clientela fuese la peor de todas sus fatigosas obligaciones. 

La mujer le explica que el freno de mano se ha soltado y que, ya de paso, quiere que le revisen los niveles de aceite y las pastillas de freno. Mientras deja las llaves en la mano ennegrecida del mecánico, recorre con la mirada el local sucio y oscuro. 

Y también ella se queda mirando un instante al calendario. La joven desnuda y arrogante del año ochenta y uno la mira a través de una pestañas empastadas de rímel y de una capa de grasa de motor asmático. La mano de la mujer, con las llaves colgando, queda a medio camino, y una palabra que no llega a pronunciar se apaga en sus labios. 

Es sólo un momento. En seguida recupera la compostura, acaba su frase, entrega el llavero y acuerda cita para la vuelta. Dos días, como mucho, pero llame mañana por la tarde, a última hora, a ver si lo tenemos listo.

El mecánico vuelve lo ojos de nuevo hacia la foto, ahora que ha conseguido deshacerse de la molestia. La clienta se sabe ignorada, pero no le importa y se gira para salir del taller. 

Una inspiración profunda y unos pasos seguros. Vuelve la cabeza una vez más para fijar en su retina la imagen de esa mujer hermosa pese a su vulgaridad. Luego endereza los hombros y con una expresión distinta, que por un momento borra las arrugas y las cicatrices de su rostro, sale a la calle. 

También ella va siempre a ese taller por ver a la chica del calendario. Para asegurarse de que no la han cambiado por otra.

El día que la quiten, cambiará de taller.

 

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Las personas huecas

Cuando yo era niño venían a casa todo tipo de personas y llamaban a la puerta. Mi padre pegaba el ojo a la mirilla, pero no abría. Llamaban insistentemente con los nudillos, aporreaban la puerta, y a mí eso me producía cierto miedo. Pero mi padre siempre iba adonde yo estaba y se recostaba en la alfombra a mi lado, apoyaba la espalda en uno de los lados del piano y me abrazaba muy muy fuerte.

—No tengas miedo —me susurraba—, no hay nada que temer, al fin y al cabo no se trata más que de las personas huecas.

Y entonces mi padre me susurraba al oído:

—Schiffmann, abre la puerta. Sabemos que estás ahí.

Y aquellas personas repetían al instante las palabras de mi padre, sólo que en voz alta.

Después daban unas cuantas vueltas alrededor de la casa mientras intentaban subir las persianas desde fuera, y mi padre me decía muy bajito al oído cosas que ellas repetían fuera, como un eco.

—¿Lo ves? —continuaba susurrándome mi padre—, no hay nada que temer. Son personas huecas, sin cuerpo, sin nada, simples voces.

Y después mi padre susurraba:

—Volveremos a venir, Schiffmann, con buenos has ido a meterte. —Y las personas huecas repetían sus palabras.

Además, siempre volvían, y nosotros siempre nos escondíamos.

Por otra parte, mi madre murió sin voz pero con cuerpo, y fuimos a enterrarla. Llevamos a un plañidor para que llorara por ella y mi padre le señaló en el libro unos llantos concretos, porque también él era uno de ellos. Así es que durante toda una semana todo estuvo tranquilo, pero después volvieron a venir. Nosotros seguimos acurrucándonos en nuestro rincón y a veces era mi padre el que decía lo que ellos iban a repetir y otras veces era yo. En mi interior me sorprendía el hecho de que hubiera habido un tiempo en que los había temido tanto, mientras que ahora mis palabras regresaban de ellos como una pelota de tenis que hubiera lanzado contra la pared. Así, sin más, sin propósito alguno. Después, también mi padre murió ahí en el rincón, junto al piano, mientras yo lo abrazaba con el mismo abrazo que él me había dado cuando yo tenía miedo. Permaneció en silencio cuando lo bajamos a la tumba, y tampoco dijo nada cuando el plañidor prorrumpió en los llantos que yo sabía que lloraría de aquel libro, y siguió callando también cuando lo cubrimos de tierra. Y yo callé con él, porque al fin y al cabo yo también, por lo visto, era uno de ellos.

Etgar keret. Del libro ·"la chica sobre la nevera y otros relatos"

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La verdad sobre el Muro

Todo el mundo cree que fue en noviembre del año ochenta y nueve, después de que Gorbachov intentara, con su Perestroika, reflotar un sistema que se había ido vaciando lentamente de fuerzas y perspectivas. Lo que sucedió entonces es de sobra sabido: la apertura trajo consigo el derrumbe del bloque comunista y, en cadena, fueron barridos uno tras otro los gobiernos de nuestras naciones aliadas, incapaces de resistir los destellos de neón y el olor a hamburguesa procedentes de las avenidas comerciales de Occidente. El certificado oficial de defunción fue la caída del Muro de Berlín y el entierro de nuestro proyecto se consumó con el humillante desfile de antorchas con que nos despidieron de esa ciudad unos meses más tarde.

Lo que casi nadie sabe es que muchos años antes yo mismo vi caer el Muro, y supe casi a ciencia cierta lo que pasaría más tarde. Lo de las antorchas era imprevisible, pero lo otro lo vi venir, se lo aseguro; y podría demostrarlo si fuese necesario, porque en Moscú, en alguna parte, está el informe que envié sobre el asunto a mis superiores del KGB. Por mucho que digan lo contrario, estoy seguro de que el informe sigue existiendo: en Rusia quemamos los archivos, pero sólo después de hacer dos copias de todo. Sólo falta que alguien decida sacar a la luz ese legajo concreto y entonces se reconocerá mi visión de futuro.

Fue muchos años antes del ochenta y nueve. Antes incluso de que Reagan fuera presidente e inventase la Guerra de las Galaxias para llevarnos a la quiebra, y antes también de que hicieran Papa a aquel polaco integrista que lanzó su carcoma de bendiciones y sotanas sobre nuestras masas obreras.

Fue en el año setenta y cuatro, cuando en Occidente intentaban aún salir de la escasez de petróleo y del desastre que produjo en su sistema productivo el aumento de precio del crudo. Después de su enésima guerra con Israel, y viendo que Occidente les había dado una vez más la espalda, los árabes decidieron cerrar el grifo y pusieron al capitalismo contra las cuerdas, al menos durante unos cuantos meses.

En el bloque socialista las necesidades eran mucho menores y capeamos bastante mejor que ellos aquel temporal, echando mano de nuestras propias reservas y de unas cuantas alianzas ventajosas: al fin y al cabo no éramos nosotros los que armábamos a los israelíes ni los que vetábamos cualquier resolución que la ONU propusiera contra ellos, así que los árabes nos trataron mejor.

En aquel momento, con el capitalismo sediento de su sangre negra, teníamos una oportunidad inmejorable de volver a ponernos por delante, y los esfuerzos para conseguirlo, tanto materiales como ideológicos, se redoblaron en todos los frentes. Era nuestra gran ocasión y no podíamos desperdiciarla.

A mí me habían destinado a Berlín un par de años antes y no hacía mucho que habíamos logrado uno de nuestros mejores éxitos: obligar a dimitir al mismísimo canciller federal, Willy Brandt, después de que se descubriese que su secretario personal era un espía de nuestro bando. Para nosotros fue un golpe duro perder un topo de tanta categoría, pero no tan duro como para ellos lo fue encontrarlo.

En aquellas fechas se vivía en la República Democrática Alemana cierto ambiente de euforia por haber conseguido semejante éxito en el constante enfrentamiento con los arrogantes vecinos capitalistas, siempre empeñados en comparar nuestra austeridad con su supuesto milagro económico. La de los alemanes del Este era una victoria de la inteligencia sobre el dinero y eso, en cualquier época y lugar, siempre produce una satisfacción especial. 

El ambiente había mejorado tanto que, en aquellos meses, fueron muchos menos los que intentaron cruzar el Muro para huir al otro lado, y hasta acudían más ciudadanos a las concentraciones y actos oficiales. Las banderas rojas de la Alexanderplatz flameaban más rojas que nunca, y hasta parecía que por fin se iban a cumplir fácilmente las cuotas de producción del último plan quinquenal. La moral de la gente se había elevado, y con la moral, la esperanza y la determinación de sacar adelante un país que prosperase basándose en un ideas distintas de lucro y beneficio. Después de veinticinco años de machacar sobre la misma idea, por fin empezábamos a conseguir que la gente comprendiese que lo que verdaderamente une y construye una nación es un proyecto de futuro y no un pasado compartido, una ideología y un modo de vivir, y no la nostalgia rancia. Yo siempre lo decía en las clases de marxismo que impartía en la academia militar: si el pasado fuese más importante en nuestras vidas que el futuro, nos casaríamos con nuestra madre en lugar de con la hija del vecino o con la compañera de trabajo.

Las cosas fueron bien durante todo el año, y en julio comenzó el mundial de fútbol, lo que podía ser una nueva ocasión, muy importante, para consolidar nuestro bloque. Dos años antes había tenido lugar el rotundo fracaso de los Juegos Olímpicos de Munich, con la muerte, televisada en directo, de medio equipo olímpico israelí y cualquier imagen de unidad, por comparación con aquella, iría en favor nuestro. 

Tanto Rusia como Alemania Federal se habían clasificado para la fase final, y las dos selecciones resolvieron su primera ronda de enfrentamientos cumpliendo los tópicos, que ya por entonces eran los mismos de hoy: Rusia jugando bien y ganando a duras penas, y Alemania Federal jugando bronco y feo, pero ganando todos los partidos. 

Lo mejor, para nosotros, de aquella primera fase fue que en el sorteo le tocó jugar a Alemania Federal contra la República Democrática, y pudimos ver cómo en las calles y en todos los lugares de reunión la gente apoyaba sin reservas ni medias tintas a su selección. Temíamos que un enfrentamiento entre las dos alemanias enfriase el ambiente combativo y permitiera avanzar posiciones a cierta indiferencia, de origen nacionalista y nostálgico. De suceder tal cosa, tendríamos que pensar que no habíamos progresado lo suficiente en el adoctrinamiento ideológico, pero no sucedió tal cosa: cuando en el minuto treinta y dos del segundo tiempo marcó Sparwasser para la República Democrática, toda Alemania Oriental coreó el tanto y agitó sus banderas revolucionarias.

El mundial continuó su curso y en la siguiente ronda debía enfrentarse la Republica Federal contra Rusia y la República Democrática con Brasil.

El Partido Comunista puso todo el énfasis en que aquel era un nuevo enfrentamiento entre los dos bloques, entre dos maneras de pensar, de construir el mundo, y de interpretar la existencia. Ellos jugaban por dinero y los nuestros por ideales. Ellos utilizaban el mundial como un escaparate para hacer subir sus fichas y los nuestros para traer a casa un trofeo que se uniese a los otros muchos logros del proletariado. 

No se escatimó ningún esfuerzo en propagar aquella idea: hubo discursos, consignas, e incluso algún intercambio de puyas entre la prensa de las dos mitades de Berlín hasta poco antes de que comenzase el partido. 

Aquel día me hubiese gustado poder sentarme ante el televisor, con una buena botella de vodka, para animar a los míos, pero alguien tenía que hacer el servicio callejero de control y vigilancia y me tocó a mí junto a Yuri Lesniakov. El mismo Lesniakov que hoy es diputado en Moscú y consejero de una empresa exportadora de gas.

Salimos a regañadientes del cuartel y, cuando nos habíamos alejado lo suficiente, saqué del bolsillo lo que entonces era un pequeño tesoro: una radio portátil que le habíamos incautado a un profesor sueco demasiado interesado en nuestras instalaciones ferroviarias, aunque no tanto como para crear un conflicto diplomático con su arresto.

El partido empezó bien para los nuestros. En los primeros veinte minutos chutamos cinco a veces a puerta y sólo la pericia de Maier, el portero de Alemania Federal, evitó que nos pusiéramos por delante en el marcador. Poco antes de que terminase el primer tiempo ellos avisaron con uno de sus chuts desde treinta metros, que se estrelló contra el larguero, y menos de un minuto después el equipo ruso estuvo de nuevo a punto de marcar con un cabezazo de Konkov que se marchó fuera por muy poco.

El segundo tiempo fue más igualado, tanto en juego como en ocasiones. Los minutos pasaban y todos temíamos que hubiese que llegar a la prórroga. Los nuestros defendían duro y los alemanes federales se lanzaban al ataque cada vez con más atrevimiento. 

Entonces, en el minuto setenta y nueve, a once para el final, Beckenbauer dio un pase de arquitecto a Müller, que ejecutó sin piedad a nuestro portero Rudakov.

Y todo Berlín Este coreó GOOOOOOOOOOOOOOL a voz en grito. La gente se había reunido en los pisos que tenían televisor, y como el calor apretaba había muchas ventanas abiertas, las suficientes para que el jolgorio se escuchara claramente desde la calle.

La celebración duró poco, pero fue suficiente para nosotros. 

—Son unos cabrones —dijo Yuri únicamente.

—La madre que los parió... —recuerdo que contesté.

Aquel día nos convencimos de que el Muro era inútil. Después, quince años más tarde, vino todo lo demás.

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Continuará...

Había cometido el crimen perfecto. O eso creía Juan Gómez. No había ninguna relación entre la víctima y él, había tirado el cadáver envuelto en plásticos resistentes y fuertemente cerrado con cinta americana y había tirado el cadáver en el cauce de un río seco lleno de maleza y árboles por donde absolutamente nadie pasaba ya que estaba impracticable. Lo había hecho a las cuatro de la mañana. Ni un alma a esas horas por allí. Sacó el cadáver envuelto y lo arrojó desde una altura de unos veinte metros cayendo entre la maleza y quedando totalmente oculto. Después se fue a la discoteca que había a las afueras en el polígono Malpisa, donde se tomó un par de refrescos y bailó descamisado en el centro de una de las pistas, llamando la atención como era su propósito. En la barra quiso invitar a una mujer a su casa para terminar la fiesta, ya que habían bailado juntos, como la mujer contestó que otro día, se despidieron educadamente y a las siete de la mañana salió hacia su casa, justo le pilló el control donde calculaba que estaría. Le pidieron la documentación y sopló dando un esperado cero en alcohol. Volvió a casa y se acostó.

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Variaciones sobre una desgracia rusa

Hay un libro ruso, verdadera obra maestra, en el que se cuenta la historia de un escritor que, en pleno apogeo del estalinismo, quiso escribir un libro sobre Poncio Pilatos. El maestro y Margarita, se titula.

Yo les quiero contar la historia de cómo Margarita encontró a Pilatos.

No es la Margarita de Bulgakov, ni se le aparecía el diablo para llevarla de fiesta, pero también tenía que enfrentarse con las mordazas, muchas y de todas clases, que le imponía un entorno grisáceo y opresivo.

Margarita, a sus veinte años, trabajaba en una empresa de limpieza porque no quería estudiar. La aburrían los teoremas, las leyes y los idiomas y escapó de los bostezos de las aulas para no seguir siendo un peso un peso muerto, ni en la Universidad ni en su casa. Su familia eran su madre, con jaquecas permanentes, su padre, siempre al volante, y un gato medio pelado. Cualquier cosa le pareció buena para no pasar el día en casa y la limpieza fue la mejor que encontró.

Trabajó primero en un par de sucursales bancarias, sin poder desarraigar, ni con lejía, la fatiga acumulada de los últimos empleados, que se iban ya de noche, a las nueve o a las diez. Luego la mandaron a un cine, a barrer mondas de pipas, vasos de refrescos y montones de tópicos y palomitas.

Pero después su empresa la envió a limpiar el conservatorio, y allí perdió el placer de trabajar poniendo la mente en otro lado. Margarita, desde niña, siempre había querido tocar el piano, y aunque sus padres se rieron del capricho preguntándole con sorna dónde colocaría el suyo en un piso de cuarenta metros cuadrados, aprendió a solfear de todos modos y llegó a reunir dinero para una guitarra. La tocaba bastante bien, pero su pasión era el piano y un piano era más difícil de encontrar.

A veces, cuando podía, tocaba en su casa un pequeño órgano electrónico, que era todo lo que se podía permitir. La música era un capricho de ricos y en su casa los caprichos sólo se permitían si daban algún dinero, como los bordados de la madre, o no lo costaban, como las partidas de dominó del padre. Incluso discutían de vez en cuando si el gato no era un lujo intolerable en un piso sin ratones.

Para Margarita un piano era un objeto casi mágico. Había uno en un café y comenzó a acudir al local sólo para verlo y que la vieran. Después de varios meses trabó confianza con el dueño, pero cuando le pidió que le dejase probarlo descubrió que casi la mitad de las teclas no sonaban, porque lo que parecía un piano era sólo una ruina, un mueble decorativo sobre el que poner las copas. La decepción fue tan grande que no volvió más a aquel café, como si la hubiesen estafado.

Nunca había vuelto a ver otro de cerca, pero allí, mientras ella barría y fregaba los pasillos, mientras vaciaba las papeleras y aclaraba los cristales, sonaba el piano bajo otras manos. Y mientras limpiaba cuartos de baño tarareaba a Chopin. Y a Liszt. Y a Debussy.

Un día, un maestro ruso evadido de su patria se fijo en ella, y a través de un ventanal la vio fruncir el ceño o apretar los labios cada vez que la alumna cometía un error. Cuando acabó la clase el maestro hizo una seña a la limpiadora, que seguía en el pasillo, y cuando le pidió que tocase la pieza sobre la que había estado trabajando con la alumna. Margarita no tuvo tiempo de sorprenderse ni de preguntar al maestro cómo había adivinado su afición por la música: la urgencia de ponerse ante el teclado pudo más que cualquier convencionalismo y lo hizo sin dudarlo.

No tenía estilo, ni técnica, pero ponía toda el alma en lo que tocaba. Con un poco de pulido, aquella chica podía tener talento, a pesar de la edad. El maestro se pasó la mano por el pelo y sacó de su carpeta algo más difícil. Margarita lo interpretó también sin cometer un sólo fallo.

El maestro le dedicó un aplauso y Margarita se sonrojó. Luego él le pidió que fuera una tarde a su casa para que la oyera tocar su mujer.

Fue una tarde maravillosa para Margarita, sentada ante un piano y tocando para el reputado maestro. Su actuación no fue tan impecable como el primer día, pero el maestro quedó prendado de la emotividad con que la muchacha revivía los sentimientos del compositor. A la esposa del maestro le gustó también.

Aquella tarde se despidieron animándola a seguir practicando por su cuenta. El maestro aseguró que haría cuanto pudiera por que la dejasen utilizar de vez en cuando un piano del conservatorio. No se podía consentir que una chica como ella tuviese que practicar en un organillo casero habiendo siempre aulas libres. Lo prometió y cumplió.

Eso fue todo.

Si hubiera sido fea la hubiese invitado de nuevo a su casa. De ese modo no le hubiera importado dedicarle un rato cada día, en las horas de tutoría a las que nadie acudía, o enseñarle verdadera técnica en el piano del salón durante las interminables semanas que su esposa pasaba de gira con su grupo de cámara. Si la chica hubiera sido poco agraciada, perfectamente hubiese podido sentirse limpio al intentar ayudarla, y ofrecerle su protección sin temor a que su reputación, su mayor capital, cayera bajo el vaho de las comprensibles murmuraciones.

Si Margarita hubiera sido fea, no hubiese levantado las sospechas de la esposa del maestro, y habría podido volver a su casa otra tarde.

Porque aquellas manos aún incultas acariciaban el piano con más sensibilidad que todas aquellas otras que pagaban sus clases por prestigio social, lo despedían por aburrimiento y lo saludaban por la calle con la esperanza de ser recordadas.

Le hubiera gustado ser su maestro, pero Margarita era hermosa y sólo pudo ser Pilatos.

Lástima.

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El autómata defectuoso

Los Hacedores creaban a los autómatas para que satisfaciesen sus deseos. Los programaban para que ellos también deseasen, tuviesen impulsos, anhelos y necesidades. Buscando cubrirlos, servían a los Hacedores sin saberlo. De ahí que los anhelos de los autómatas fuesen cuidadosamente seleccionados por los Hacedores.

Cuando los Hacedores soltaban a los autómatas al mundo, solían mezclarse entre ellos para controlar cómo funcionaban y si eran eficientes. La característica esencial de un autómata en buen estado era una actividad incesante. Siempre debían estar en movimiento, ya fuese para producir o para divertirse y (sin saberlo) seguir produciendo.

En uno de sus viajes, uno de los Hacedores observó a un autómata inmóvil. Sus ojos miraban hacia el infinito con un gesto de tristeza para el que no había sido programado. Estaba perdiendo preciosos minutos de su vida útil sin hacer aquello para lo que fue creado, y lo peor es que no parecía tener intención de corregirse. El Hacedor regresó a su palacio e informó a su superior de lo acontecido.

-Es un autómata defectuoso. No desea, no es activo, desperdicia su energía...¿Habías visto algo así?

-A veces salen con defectos de fabricación, y sin duda éste es el defecto más grave que podría tener. Debes eliminarlo.

-¿Para qué gastar energía en hacerlo? Vista su apatía, lo normal es que muera el sólo sin necesidad de que intervengamos. No se puede vivir sin desear.

-Te equivocas. Aunque él no lo sepa, desea con todas sus fuerzas. Pero desea algo para lo que no ha sido programado. Por eso es defectuoso. No sabe qué es lo que desea, y lo más probable es que nunca lo descubra y muera de tristeza. Precisaría una fuerza descomunal para descubrirlo, y aún más para perseguirlo. Pero si lo lograse, representaría un tremendo peligro.

-¿Entonces has visto más como él?

-Sí. Todos mueren antes de tiempo por su propia tristeza. Son errores, dentro de sus circuitos hay algún fallo que les lleva a intuir y amar cosas contrarias a la naturaleza que les hemos dado. Cosas que precisarían de toda su energía para ser alcanzadas. Y si usan su energía para perseguirlas, no la usarán para servirnos. Por eso es tan importante eliminarlos. Porque si alguno es capaz de vencer a la tristeza y descubrir lo que ansía, podría llegar a luchar por ello. Y podría contagiar al resto. Sería un desastre.

Una partida de Hacedores salió del palacio para buscar al autómata defectuoso. Pero cuando acudieron al lugar donde fue visto, ya no estaba allí.

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Historia de amor

Caminaba por las mismas grises calles que tantas veces habia pisado. No buscaba nada, no esperaba llegar a ninguna parte...simplemente distraer los millones de segundos que, como crueles puñaladas, atormentarian su existencia hasta llegar al final de su camino. No sabia que le aguardaria una vez abandonara su carcel de carne y huesos, no creia en el cielo o el infierno...simplemente se aferraba a la posibilidad de que ese incierto futuro le librase del dolor del presente...del dolor y el vacio que cada dia consumian su alma. Los hombres temen a la nada...pero cuando tu existencia es peor que esa nada, cuando a la desolacion del desierto se une la herida del abrasador sol...y el recuerdo del oasis que un dia alivio una sed que hoy desgarra tu garganta...sientes que la paz, cualquier paz, incluso la que cubre la mortaja, es una liberacion. Nada podia darle la vida, eso lo descubrio hace mucho...pero jamas tuvo el valor de romper un camino que a ninguna parte le llevaba. Anhelaba, su alma anhelaba una luz que le devolveria la vida y que antaño ya contemplo, unos ojos clarividentes que le enseñaron las estrellas, unos labios cuyo susurro un dia le desperto del letargo de los gregarios, unas manos que alzaron su deseo, unas alas que le llevaron al paraiso...un angel caido a quien la añoranza del cielo le habia apartado de el...y de la tierra. 

No podia alzar sus ojos del suelo porque contemplar el cruel circo que le rodeaba era demasiado para su exhausta alma...y no queria morir...aun no, habia algo que le esperaba, lo sentia, algo que aun le retenia aqui, que justificaba seguir sufriendo...tantos años lo habia buscado...De pronto, en un callejon, vio una pequeña figura, parecia humana...se acerco a ella...era una mujer. Su rostro estaba demacrado por el dolor, infinitas marcas de dolor y desdicha lo surcaban...su cuerpecito estaba arrugado y en los huesos, la desnutricion, el frio, la enfermedad...y Dios sabe cuantas cosas mas habian convertido ese ser joven en un cadaver viviente. Miro sus ojos...y al verlos cayo de rodillas...era su angel. La desesperanza, la misma desesperanza que le martirizaba cada dia, habia podido con ella, le habia quitado las ganas de vivir y le habia llevado a la destruccion. Era logico...si el recuerdo de un ser celestial habia marcado su vida sometiendole a un eterno dolor...el recuerdo del cielo mismo...debia ser infernal, tan infernal como para marchitar la flor mas bella. Ella le miro...sus ojos pese a haber perdido el brillo de antaño seguian siendo de profundidad insondable...los ojos de quien habia llegado a ver el rostro de Dios...y su amor, el amor que un dia marco su vida...seguia intacto, pese a todo lo que habia pasado...Le miraba con el mismo amor que un dia...con la infinita nostalgia de quien ya ha perdido su vida, una vida que, si Dios le hubiese mandado algo para resistir, una esperanza, una señal...algo que mantuviera su ilusion, la posibilidad de alcanzar la plenitud por cuya ausencia murio en vida...Entonces no pudo mas y le beso, beso sus secos y heridos labios, acaricio su ajada mejilla, abrazo su roto cuerpo...y sintio lo mismo que aquel dia, hace tantos años...solo que hoy sabia que la fugaz primavera, la que se anticipa al tiempo...solo lleva a un mas frio invierno. Ella se aparto ligeramente, le miro con dulzura, sonrio debilmente...y murio en sus brazos. 

Entonces el tambien sonrio, la abrazo con todas sus fuerzas y susurro a su oido "esta vez no te dejare angel mio...alla a donde vayas te acompañare, para que esta vez no abandones el camino, para que ambos podamos llegar alla a donde sea...porque un dia nos separamos, perdimos una vida...pero la eternidad es nuestra". Metio la mano en su bolsillo y saco la pistola que tantas veces habia deseado usar...al fin llego el momento. Nadie oyo el disparo. Al dia siguiente les encontraron bajo un rojjo manto de seca y muerta vida. Y jamas se separaron.

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¡Ya vienen!

Baris Greenhouse estaba agachado en la acera de Keizersgracht, una de esas encantadoras calles de Amsterdam junto a un canal fluvial, recogiendo las caquitas de su pequeño perrito. Le parecía fascinante lo que había avanzado la ingeniería genética. Las bolitas de caca estaban recubiertas de una capa plástica con olor a lavanda que habían sintetizado las tripitas del pequeño Jamsie. Le dio una pequeña arcada solo de pensar lo que tenían que hacer antiguamente los ciudadanos que querían tener perro. Los cívicos, claro, los ciudadanos incívicos seguramente mirarían a otro lado y dejarían ahí esa cosa asquerosa, como la señora van Dijck cuando el carrito de su bebé empezaba a oler mal. Pero antes los carritos no tenían limpiador automático. ¡Qué asco!¡Hay que ver cuánto hemos avanzado! Baris tenía una mente privilegiada; donde otro cualquiera estaría pensando en dónde estaba la papelera más cercana, él, a pesar de vivir en una ciudad prácticamente llana, estaba ahí agachado preguntándose si no sería un problema la forma esférica de las bolsitas de caca en otros lugares. Terminó de recoger la última bolita y, todavía agachado, se estaba preguntando ahora si alguna vez podrían hacer el mismo truco genético de las bolsitas de heces con los bebés, cuando el pequeño Jamsie empezó a avergonzarle otra vez, gruñendo y ladrando a una nube como un pequeño diablo. Solo que no era una nube lo que tapaba el sol. Era una cosa enorme, gris, plana y horizontal que cubría el cielo hasta donde alcanzaba la vista. Al girarse asustado, Baris dejó caer sin querer las cuatro bolitas de plástico rellenas de desechos, y se sentó con las palmas de las manos en el suelo por detrás de la espalda. En esa posición, recibió el mensaje.

¡Baris Greenhouse! —resonó una voz solemne en toda la ciudad. 

Le sonaba mucho esa voz. No sabía de qué. ¿Era de alguien conocido? No, era de alguien de internet. ¿Un influencer? No, era algo como de un dibujo animado. Sí, de esas películas antiguas. Lo tenía en la punta del encéfalo… y entonces esa cosa plana y enorme le ayudó. Como si fuera una gigantesca pantalla de cine, en el cielo aparecieron dibujadas unas amenazadoras nubes azules que se acercaban dejando entrever tras de sí las estrellas del firmamento infinito. Las nubes se reconfiguraron y una figura imponente y respetable se formó. ¡Eso era!¡Mufasa! 

¡Baris Greenhouse! —repitió la voz, haciendo temblar el mismo suelo.

—¿Qué?…¿Quién?… ¿Es a mí? —consiguió articular.

¡Pues claro que es a ti, estúpido! ¡Venimos a avisaros de que ya estamos aquí, pero ya nos vamos!

—¿Qué?…¿Cómo?…Pero…¿Sois dibujos animados?

¡No, imbécil!¡Elegimos esta imagen porque es la que más respeto ha infundido por igual a las más variadas culturas de vuestro planeta!¡Somos los que vinieron del espacio!

—Ah vale. Entonces os habéis equivocado. 

¡¿Cómo osas?!

—No, no, si es algo normal. No es la primera vez que me pasa. Ya casi estoy acostumbrado a estos malentendidos. Verás, el que buscáis es el director general de la ONU. Resulta que se llama igual que yo. Me llegan cartas y esas cosas. Hasta hay un camión de helados en la puerta de mi casa que arranca y se va a toda prisa cada vez que me acerco a pedir uno.

—Te dije que ese no era, Glonas, que con ese chuchillo que tiene no podía ser el hombre más importante del planeta.

Al oír eso, Baris enrojeció, enfurecido, y se levantó alzando el puño.

—¡Oiga!¡Que le he oído! Qué clase de vecinos sois, insultando a las mascotas de los demás. Son personitas y tienen su cora…

Un delgado rayo recto y blanco cayó perpendicular desde la nave e hizo desaparecer a Baris. Ahora había cinco, y no cuatro, bolitas de plástico rellenas de residuos orgánicos en el suelo. El pequeño Jamsie, al que ya se le habían pasado las ínfulas hacía un rato, aprovechó que nadie agarraba su correa para hacerle una visita a las ruedas del carrito de la señora van Dijck. Con un poco de suerte, al llegar a casa la pequeña caniche de la señora van Dijck recibiría el mensaje al oler su orín: “Hoy he salvado a mi dueño de un león gigante. Imagínate como serían nuestros cachorros si me dejaras… ya sabes.”

#

Baris Greenhouse —el otro Baris Greenhouse, el importante— no sabía la que se le venía encima mientras estaba en el jardín de su casa, lanzándole una y otra vez un palo del tamaño de un fémur a su perro. Era en esas tranquilas noches en compañía de su fiel Thor cuando ponía en orden sus pensamientos. Y tenía muchos pensamientos que ordenar. No tenía claro donde poner el “China y Estados Unidos son como dos niños peleándose por ver quién entra antes al cuarto de baño”. Quizá entre “no cierres el pestillo” y “por lo menos usa la escobilla”. No, esos era para Tim y Elisa. Ya estaba mezclando la vida familiar con la laboral. Daba igual, últimamente estaba amontonando toda la geopolítica internacional en el ala “total para qué”. En su mansión de la memoria, cada vez había menos sitio para niñerías. Las únicas alas de la mansión que importaban estaban etiquetadas como “¿Qué son?”, “¿Para qué han venido?”, “¿Por qué no nos hablan?”, “¿Qué van a hacer con todos los recursos que están minando?” “¿Harán lo mismo con la Tierra que con el resto del Sistema Solar?” y “¿Qué podemos hacer para que nos hagan caso?”.

Las respuestas que más razonables le parecían hasta el momento eran: “Una avanzadilla robótica de una especie extraterrestre”, “de momento, parece que acumular recursos”, “los robots no estaban pensados para hablar con nosotros”, “harán con los recursos lo que les dé la gana”, “ya lo veremos cuando acaben con Marte, pero por lo que han ido haciendo desde Plutón hasta aquí no tiene buena pinta, pero total no podremos hacer nada para evitarlo” y… “mierda, para eso pagamos a los científicos, para que les digan que paren”. Sorprendentemente, la última pregunta no era la única de la que tenía la respuesta correcta. 

Se suponía que su trabajo no era ese, sino mantener el orden en el parvulario que era la Tierra; evitar que los niños se pegaran, educarlos y hacer de ellos unos buenos ciudadanos para cuando maduraran. Pero como nadie le contestaba a ninguna de las preguntas importantes que llenaban su mansión de la memoria, no podía cerrarlas, olvidarlas, y abrir alas nuevas para las tonterías del presidente o dictador de turno. Para cuando maduraran seguramente no quedaría nada.

Lanzó el palo una vez más hacia la luna, y de repente, desapareció. La luna. El palo no, porque lo oyó caer al poco rato. Baris Greenhouse, desconcertado, miró al cielo, que parecía ahora una gris sábana de hotel. Ni una arruga, ni una estrella. Había llegado el momento.

—Paso del rollo ese de Mufasa, ponle un protector de pantalla— se escuchó desde lo alto.

Justo encima de él, apareció, radiante e imponente, el enorme ojo de Saurón.

¡Baris Greenhouse! —resonó como un trueno en mitad de la noche.

—En serio, que paso de tus historias —Otra voz interrumpió. Sonaba igual de alto, pero tenía mucho menos reverb—. Mira, terrícola, que ya estamos aquí, pero que nos vamos. Nos pasamos por Venus y Mercurio y os dejamos. La Tierra y la Luna son todas vuestras. 

—¿Esto es una broma? —preguntó Baris.

—¿Qué? Nada, si te parece una broma seguimos con el plan inicial. Si al final va a tener razón Glonas.

—No, no, perdona… perdone, señor oscuro. 

¡Ja, Ja, Ja! —resonó una carcajada de la otra voz.

—Bueno, que nos vamos. Le dejo un regalo. Adios.

—Espere, espere, ¡por favor!

—Buf, venga, que ya vamos con retraso y seguro que nos quitan del sueldo lo que falta de este planeta.

Te quitan —resonó otra vez.

—Glonas, apaga el reverb, por lo que más quieras.

—Está bien, seré breve —dijo Baris Greenhouse—. Si no es molestia, por favor, respóndanme a algunas preguntas. Para empezar ¿Por qué no han hablado con nosotros antes?

—¿En serio? Le he dicho que no estoy para perder el tiempo. No hemos hablado hasta ahora porque no nos ha dado la gana.

—Bueno pues… A ver, ¿serían tan amables de dejarnos algo de su sabiduría?¿Como una enciclopedia o algo así?

—Ese es el regalo que le voy a dejar, ¿algo más?

—Eee… El Sol.

—¿Qué pasa con el Sol?

—Que si se lo van a llevar. Ha dicho que nos dejan la Tierra y la Luna, pero no ha dicho nada del Sol.

—Sólo nos llevaremos un trozo. No se preocupe. Les pegaremos un empujoncito para que sigan en la zona habitable.

—Pero… —Le salió la vena de director general de la ONU—: ¿No les parece un poco injusto llevarse todos los recursos del Sistema Solar y dejarnos sólo con la Tierra y la Luna? 

—¡¿Cómo?!¡¿Injusto?!

—Déjame a mí, dejame a mí. Se van a enterar todos. Esto se va a escuchar en todo el planeta —Glonas volvió a encender el reverb, y esta vez su voz transmitió a todos los seres inteligentes de la Tierra, en diferentes idiomas, graznidos y olores—: Terrícolas, los recursos del Sistema Solar no les servirán de nada, pues su tiempo se acaba. Venimos aquí huyendo de una especie superior, una especie depredadora que arrasa todo cuando encuentra y elimina toda vida a su paso. Una especie imparable y aterradora, hasta para nosotros. Sin más, nos despedimos ¡Ya vienen!

Y sin más, se fueron. Baris Greenhouse, cabizbajo, llamó a su perro para volver a casa, no sin antes recoger sus bolas de caca. Aquello era el fin. Estaba casi seguro de que lo que dijo el último alienígena no era cierto. Parecía estar gastándoles algún tipo de broma macabra. Pero dijera lo que dijera, no le creerían. Se desataría el caos. Y aunque realmente viniera el fin del mundo, se habrían matado unos a otros antes de que llegara. Menudos abusones interestelares. Al menos podrían haberle dejado esa enciclopedia. Tiró las bolitas al contenedor. No lo vio, pero allí en el fondo, entre bolsas de basura, pañales y otras bolitas de caca, una de las que él acababa de tirar era más pequeña que las demás y brillaba con una luz tenue. En la cara interior de la tapa del contenedor, proyectaba en pequeñas letras verdes: “Enciclopedia galáctica. Apriete para continuar.” Ignorando que acababa de tirar a la basura el objeto más valioso de la historia de la humanidad, Baris Greenhouse cerró la tapa y se fue a casa.

#

—¿Crees que se lo tragarán? —preguntó Glonas.

—Visto lo visto, seguro. Pero como se enteren en la central, te comes tú el marrón. No sé por qué te hace tanta gracia jugar con las especies primitivas.

—Es que nunca he tenido un trabajo más aburrido que este. Recolecta los recursos y vuelve a casa. Si encuentras alguna especie inteligente nueva, deja la enciclopedia a modo de compensación. Pero no hables con ellos más de lo necesario. Y bajo ningún concepto te hagas pasar por su dios. Vaya rollo.

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Una muestra de buena educación

Que te inviten a la boda de tu novia es una muestra de urbanidad. De mundología. De saber estar. Un acto cosmopolita apropiado entre personas civilizadas que entienden cómo empiezan y terminan las cosas, sin rencores ni tragedias. Porque todos somos modernos y sabemos sonreír ante la fluidez de los hechos.

Por eso invitaron a Fernando, aunque después de que lo dejase Nuria no había vuelto a recuperar su alegría. Aunque siguiera emborrachándose una noche sí y otra también. Aunque alguien dijera, sin pruebas que lo apoyaran, que había pasado una noche en el calabozo por pelearse con la guardia urbana.

Lo invitaron y apareció de chaqué. Nada menos. Iba hecho un pincel, más llamativo si cabe teniendo en cuenta su afición a las camisetas con mensaje y los vaqueros tiñosos.

Algunos se rieron de su aspecto de fantoche y otros, peor intencionados, pensaron que era su modo de dar a entender que él debía ser el novio. Conociendo a Fernando, yo hubiese pensado entonces como los primeros: no me podía imaginar una sutileza semejante en su cabeza., más acostumbrada a componer consultas de bases de datos que a trenzar filosofías. Ahora creo que los malpensados tenían razón y que no hay dios que sepa qué combinación de ideas puede anidar en el cerebro de un especialista en SQL.

Como es costumbre en los pueblos, fuimos a buscar a la novia a casa de sus padres, y Nuria nos fue saludando a todos. Estaba radiante. Todas las novias están radiantes, pero ella deslumbraba. Cuando se acercó a Fernando, lo miró de hito en hito.

—Qué guapo te has puesto —le dijo con una sonrisa.

—Cómo no —respondió él tratando de sonreír también, pero sin conseguirlo del todo. 

Nuria se fijó en algo más y se echó a reír.

—¿Pero ni un día como hoy puedes dejar de mascar chicle? El chicle sienta mal con el chaqué, hombre.

—Menos que nunca —contestó Fernando.

No sé si iba a decir algo más, pero Nuria no quiso esperar a que la frase siguiente fuese alguna inconveniencia y se dirigió enseguida a otro invitado.

Fernando siguió mascando su chicle azulado mientras remoloneaba por la casa, donde nos invitaron a las tradicionales pastas con anís. Benditos sean el mono y la asturiana, con permiso de Chinchón, que nos llevan en mi tierra del altar al velatorio.

Luego nos fuimos todos juntos a la iglesia, empezando por los ateos. Si no eres de pueblo no lo entenderás nunca.

Cuando el cura pronunció esas palabras de «el que tenga algo que decir, que lo diga ahora o calle para siempre», unos cuantos buscamos instintivamente a Fernando, pero no lo vimos por ninguna parte. Y nos alegramos, la verdad.

Hicimos mal en alegrarnos, porque poco después de salir los novios, después de hacerse las fotos en la iglesia y recibir las salvas de arroz, vimos venir calle abajo a la madre de Nuria gritando despavorida.

Cuando llegó a donde estábamos todos, hizo un gesto hacia su casa y cayó desmayada.

Había ido a buscar algo. Una cámara de fotos. El teléfono del restaurante o algo así, y algo había pasado en su casa. Algo.

Unos cuantos hombres fuimos rápidamente hacia allí y no encontramos nada raro hasta que subimos a la planta de arriba, donde iban a vivir los recién casados.

Allí, sobre la colcha blanca de la cama de matrimonio, encontramos a Fernando, con la cara destrozada, en medio de un charco de sangre.

Se había pegado un tiro con la escopeta de caza.

—Follad sobre mi sangre —decía un escueto papel fijado a la cabecera de la cama con su eterno chicle de mora.

Iba vestido de novio y se casó con la única que no le dejó por otro.

Pobre Fernando.

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menéame