Hace unos días compré un tomate en el mercadillo dominical de frutas y verduras de Grand Army Plaza, en Brooklyn. Un tomate. No un kilo, ni una docena, sino un tomate solo. Me costó nueve dólares y cincuenta centavos. Es verdad que el tomate gozaba de buen aspecto, pero ni siquiera era muy grande. Y no fue una estafa. Cuando vi aquel tomate, supe que me costaría cerca de diez dólares. Porque así están las cosas en Nueva York: la ciudad más cara del planeta.