Hace poco hablaba de la culpa colectiva y una anécdota vergonzosa y, en los comentarios y hablando con otro meneante, me he acordado de un artículo de John Dos Passos. De hecho, buscándolo, acabo de encontrar un par de tesoros que también he compartido.
La cuestión viene de que en sus recorridos pro la Europa de entreguerras, Dos Passos, conocido socialista y demócrata, estuvo en el Congreso del partido nazi en Núremberg. Fue allí con el máximo escepticismo, dispuesto a escribir un artículo que desenmascarase al régimen ante los ojos de los lectores norteamericanos, entonces bastante complacientes con el nuevo gobierno alemán.
Y él mismo cuenta que sucedió lo que no esperaba: que asistió al Congreso, que no se creyó una maldita palabra de lo que dijeron que nadie lo presionó ni lo amenazó, y que, ¡por todos los demonios! ¡Se encontró a sí mismo aplaudiendo!
De eso hemos estado hablando: de la culpa colectiva y del impulso que lo colectivo da, en una u otra dirección, a nuestras ideas personales.
Dos Passos era un hombre culto, viajado, con conocimiento del mundo, y no precisamente impresionable. Pero aplaudió. No pudo sustraerse al hechizo de la catedral de luz. Cada vez que lo recuerdo, me pregunto: ¿qué habríamos hecho los demás en aquel sitio? ¿Qué habría hecho yo?
Pues seguramente aplaudir, como Dos Passos, porque no me considero mejor que él, ni personal ni profesionalmente.
Aplaudir para formar parte de aquel teatro.
Aplaudir para sentirte un rato dueño del mundo.
Y así es como del circo y el teatro se traslada al mundo la tragedia.