L'arôme de l'amore

Marina lo vio por primera vez en aquella librería del centro, un martes cualquiera de septiembre. Daniel estaba hojeando un libro de Murakami, el mismo que ella había ido a buscar. Sus manos se rozaron al alcanzar el último ejemplar y fue como si mil voltios recorrieran su piel.

—Quédatelo —dijo él con una sonrisa que le aceleró el pulso—. Ya lo he leído tres veces.

—¿Tres veces? —Marina arqueó una ceja, sintiendo cómo sus mejillas se teñían de rosa.

—Es mi favorito. Si quieres, podríamos tomar un café y te cuento por qué sin spoilers.

Aceptó sin pensarlo. Su cerebro estaba inundado de dopamina, serotonina, toda esa química primitiva que nos convierte en adictos a otra persona. Durante las siguientes semanas, no podían estar separados más de unas horas. Se besaban en los semáforos, hacían el amor tres veces al día, se enviaban mensajes cada cinco minutos.

—Eres perfecta —le susurraba Daniel al oído mientras cenaban en restaurantes que no podían permitirse.

—Tú eres mi alma gemela —respondía Marina, convencida de que el universo había conspirado para unirlos.

El segundo año fue aún mejor. Se mudaron juntos a un piso diminuto en Malasaña que decoraron con luces de Navidad permanentes y plantas que Marina juraba que no dejaría morir esta vez. Los domingos cocinaban juntos, bailaban descalzos en la cocina, planeaban viajes a lugares exóticos mientras comían pasta del supermercado.

—Vamos a estar siempre así —prometió Daniel una noche, mientras veían las estrellas desde la azotea del edificio.

Marina asintió, completamente segura de que nada podría romper esa burbuja perfecta que habían construido.

El tercer año empezó con pequeñas molestias que Marina catalogaba como "manías sin importancia". Daniel dejaba los calcetines por toda la casa. Ella tardaba dos horas en arreglarse para salir. Él masticaba demasiado fuerte. Ella nunca cerraba bien el tubo de pasta de dientes.

—No es para tanto —se decían, restando importancia a esas primeras fricciones.

Pero en el quinto año, esas manías se convirtieron en campos de batalla.

—¡Otra vez los putos calcetines! —gritó Marina una tarde, lanzándolos contra la pared—. ¿Es que no puedes recoger tus cosas como un adulto?

—¡Y tú no puedes dejar de controlar cada maldito detalle de mi vida! —respondió Daniel, cansado después de un día horrible en el trabajo.

Las discusiones se volvieron rutinarias. Los viernes de película se convirtieron en noches de reproches. El sexo pasó de ser diario a semanal, luego quincenal, luego... ¿cuándo había sido la última vez?

—Mi compañera de trabajo, Sandra, ella sí que entiende la presión que tengo —comentó Daniel una noche, sin darse cuenta del veneno en sus palabras.

Marina apretó los dientes. Pablo, su instructor de yoga, nunca la hacía sentir invisible. Siempre la escuchaba, siempre sonreía cuando ella entraba en clase.

El sexto año terminó con la primera amenaza real:

—Si no eres feliz, quizás deberíamos dejarlo —dijo Marina, con lágrimas en los ojos pero la voz firme. Daniel la miró largo rato antes de responder:

—Quizás deberíamos.

Pero no lo hicieron. Todavía no.

El séptimo año fue cuando el amor murió y solo quedaron los escombros. Ya no se gritaban; algo peor había ocurrido: habían dejado de importarles lo suficiente como para pelear. Marina cenaba con sus amigas tres veces por semana. Daniel se quedaba hasta tarde en la oficina, aunque no tuviera trabajo pendiente. Cuando coincidían en casa, cada uno miraba su móvil, construyendo muros invisibles pero impenetrables.

—¿Recuerdas cuando bailábamos en la cocina? —preguntó Marina una noche, con nostalgia.

—Sí —respondió Daniel sin levantar la vista del ordenador—. Éramos otros.

El octavo año trajo las conversaciones serias. Se sentaron en el sofá como dos ejecutivos negociando un contrato.

—No podemos seguir así —dijo Daniel.

—Lo sé. —¿Lo intentamos o lo dejamos?

Marina lloró. Daniel también. Decidieron intentarlo, pero ninguno sabía exactamente qué significaba eso. Fueron a terapia de pareja. La psicóloga, una mujer de gafas redondas llamada Carmen, les hacía preguntas incómodas:

—¿Cuándo fue la última vez que se tocaron sin que llevara al sexo?

—¿Cuándo fue la última vez que tuvieron sexo? —añadió al ver sus caras.

No supieron responder.

El noveno año fue el más duro. Marina tuvo un casi-algo con Pablo, el del yoga. Solo fueron unos besos después de unas copas de más, pero la culpa la consumió durante meses. Daniel había desarrollado una conexión emocional con Sandra que rozaba peligrosamente los límites de lo apropiado.

—Necesitamos hablar —dijo Marina una noche lluviosa de octubre.

—Sé lo de Pablo —la interrumpió Daniel—. Vi los mensajes.

El silencio que siguió fue ensordecedor.

—Yo... Sandra y yo también... —Lo sé.

Se miraron como dos extraños que compartían demasiados recuerdos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Marina.

—No lo sé. Pero no quiero perderte.

—Yo tampoco.

Esa noche durmieron abrazados por primera vez en meses, llorando por todo lo que habían perdido y lo que quizás podrían recuperar.

El décimo año lo dedicaron a reconstruir desde los cimientos. Dejaron de buscar la perfección del principio y empezaron a construir algo más sólido, más real.

—No eres mi alma gemela —le dijo Daniel una mañana mientras desayunaban. Marina levantó la vista, sorprendida.

—Eres mi elección. Cada día. Incluso cuando dejas el tubo de pasta abierto.

Ella sonrió, una sonrisa diferente a la del principio, más profunda.

—Tú también eres mi elección. Incluso con tus calcetines apestosos.

Aprendieron un nuevo lenguaje. Ya no había fuegos artificiales, pero había algo mejor: la certeza. La complicidad de quien ha visto lo peor del otro y decide quedarse.

El undécimo año llegó con una calma inesperada. Las peleas seguían existiendo, pero ahora sabían pelear limpio.

—¡Me sacas de quicio! —gritó Marina después de que Daniel olvidara su aniversario.

—¡Lo siento! ¡Soy un desastre con las fechas!

—¡Sí que lo eres!

Se miraron furiosos durante unos segundos, luego Marina preguntó:

—¿Me quieres?

—¡Pues claro que te quiero! ¿Cómo no te voy a querer? Eres la única persona en el mundo que aguanta mi desorden y mi manía de hablar dormido.

—Y tú eres el único que me aguanta cuando me pongo insoportable con el control de todo.

Se abrazaron, no con la pasión desesperada del principio, sino con la solidez de quien ha sobrevivido a todas las tormentas.

Los años siguientes trajeron nuevos desafíos: la muerte del padre de Marina, el despido de Daniel, problemas económicos, discusiones sobre si tener hijos o no. Pero ya nada podía romperlos. Habían aprendido el secreto: el amor verdadero no es el que no tiene problemas, es el que los supera todos.

Una tarde de domingo, quince años después de aquel encuentro en la librería, paseaban por el Retiro. Marina tenía canas que ya no se teñía. Daniel había perdido pelo y ganado barriga.

—¿Sabes? —dijo Marina—. Creo que ahora sí eres mi alma gemela.

—¿Ahora? —rió Daniel. —Sí. Porque un alma gemela no es alguien perfecto que encuentras. Es alguien imperfecto que se vuelve perfecto para ti después de sobrevivir al infierno juntos.

Daniel la besó, no con la urgencia del primer año, ni con la rutina del quinto, sino con la ternura infinita de quien besa a su hogar. Mientras caminaban tomados de la mano, Marina pensó en todas las parejas que no llegaban hasta aquí, en todos los que se rendían en el año siete, en el diez. Sintió pena por ellos, pero también orgullo por ellos dos.

Habían llegado al amor verdadero, ese que muy pocos alcanzan. No el amor de las películas, sino el amor real: el que huele a café por las mañanas, el que perdona los calcetines tirados, el que elige quedarse cuando sería más fácil irse.

El amor que sobrevive.

Treinta años después, Marina y Daniel caminaban por el mismo parque, más lentos ahora, con más arrugas y menos pelo, pero con las manos entrelazadas de la misma manera.

—¿Te arrepientes de algo? —preguntó Daniel. Marina pensó en los años difíciles, en las noches de llanto, en los momentos en que estuvieron a punto de rendirse.

—De nada —respondió—. Cada lágrima, cada pelea, cada crisis nos trajo hasta aquí.

—¿Y si pudiéramos volver atrás y evitar todo el dolor?

Marina se detuvo y lo miró a los ojos, esos ojos que conocía mejor que los suyos propios.

—Entonces no sería amor verdadero. Sería solo otro cuento de hadas que termina cuando la realidad comienza.

Siguieron caminando, dos viejitos como los que Marina había soñado ser con él tantos años atrás, cuando pensaba que el amor era fácil. Ahora sabía la verdad: el amor fácil no existe, pero el amor que sobrevive a lo difícil es eterno.

Y mientras el sol se ponía sobre Madrid, Marina apretó la mano de Daniel y susurró:

—Te elijo. Hoy y siempre.

—Y yo a ti —respondió él —. Especialmente hoy, y definitivamente siempre.