La tragedia del submarino argentino San Juan ha servido para que algunos medios se hayan preguntado en qué estado se encuentran los sumergibles de la Armada española. En un contexto en el que la publicidad institucional es vital para la supervivencia de los medios tradicionales, no es de extrañar que hayan pasado de puntillas -algo que llevan haciendo al menos cuatro años- sobre el que probablemente sea el mayor escándalo de (mal) gasto en un programa de Defensa en la historia reciente de nuestro país: el pozo sin fondo del submarino S-80.
Empecemos con unas cuantas cifras, para situarnos. La última generación de submarinos no nucleares se distingue, entre otras cosas, por incorporar un sistema de propulsión independiente de aire llamado AIP, que libera al sumergible de la obligación de tener que emerger cada poco tiempo para recargar baterías y renovar el aire que respira la tripulación, lo que permite que el buque pase sumergido hasta 28 días seguidos, haciéndolos muy difíciles de detectar (como comprobó la U.S Navy en sus propias carnes).
Hay consenso en que Japón ha sido capaz de producir los mejores sumergibles que existen en este momento. La clase Soryu, compuesta por ocho buques se compone de los submarinos no nucleares más grandes en servicio, con las baterías más avanzadas y el AIP más eficiente. ¿El precio por unidad de esta obra maestra de la ingenieria naval? 540 millones de dólares (453 millones de euros).
Es un precio similar al del resto de opciones ahora mismo en mercado: el alemán U-212 (6 en servicio con la marina alemana, otros cuatro con la italiana) sale por 550 millones de euros la unidad. Una variante de exportación (U-214), con capacidades más limitadas pero aun así equipada con AIP y que está en servicio con las armadas de Portugal (2), Grecia (3), Corea del Sur (3 en servicio + 6 en construcción) y Turquía (6) se queda en 500 millones de euros por unidad. Son precios similares a los de la clase Gotland sueca o la clase Lada rusa, ambos buques sumamente capaces y, en el primer caso, con años de servicio sin el menor problema técnico.
Y aquí llegamos a los Scorpene franceses y comenzamos a meternos en harina. De nuevo, a un precio módico para lo que son estos bichos (450 millones de dólares) el astillero francés DCNS ofrece un submarino de quinta generación que ha sido comprado por Chile (2 unidades), Malasia (2 unidades), India (6 unidades) y Brasil (4 unidades). Son buques oceánicos y sumamente capaces, tanto que inicialmente fueron diseñados como un proyecto conjunto entre el astillero galo y Navantia (antes Izar, antes Bazán), la piedra angular de la construcción naval en España. Como consecuencia, en el año 2003, el gobierno español ordenó cuatro unidades por 1.733 millones de euros, que serían fabricadas en España con tecnología, en parte, nacional.
Tenía sentido: desde los años setenta, en cuestión de submarinos, España y Francia se habían llevado bien. Las dos últimas series de sumergibles de la Armada (los S-60, cuatro submarinos clase "Delfìn" y los S-70, cuatro submarinos clase "Agosta", actualmente en servicio) son también un producto francés. Las sinergias entre ambos astilleros eran buenas y la coproducción de una nueva serie era un paso lógico.
Sin embargo, en 2003 Navantia decide -con el aplauso entusiasta del gobierno de Aznar- romper la relación con los astilleros franceses y asumir en solitario el desarrollo y la producción de un nuevo tipo de submarino con el que, además, poder competir en el mercado de exportación. En 2004 el Consejo de Ministros -ya con el PSOE en el poder- hizo efectiva una orden de compra por cuatro submarinos S-80 por un importe total de 2.535 millones de euros, una cifra sensiblemente mayor a la planificada para la compra abortada de los Scorpene pero razonable si se tiene en cuenta el enorme esfuerzo de investigación e innovación que lleva aparejada la creación de un sistema de armas tan complejo. La fecha de entrega del primer ejemplar, el S-81 "Isaac Peral" fue fijada para 2012: hace cuatro años.
¿Cual es la situación actual? Pues que los 2.535 millones de euros de marras han sido gastados íntegramente en el primer submarino de la serie, (piadosamente rebautizado S-81 Plus), que no será entregado hasta, por lo menos, el año 2022. Por si fuera poco, es muy probable que ni siquiera monte el elemento definitorio de cualquier sumergible de última generación: la mencionada propulsión AIP (que, nos juran y prometen, si incorporarán los tres siguientes sumergibles de la clase). Hasta 2022, por tanto, la Armada no tendrá sus nuevos submarinos. Para entonces países de nuestro peso político y estratégico (como Portugal, Grecia o Turquía) llevarán entre 10 y 15 años operando buques similares (de Alemania, Corea del Sur, Italia o Japón ya ni hablamos), y lo harán a una fracción del total que vamos a pagar nosotros.
Además, semejante retraso ha obligado a prolongar la vida de los tres submarinos clase Agosta restantes (botados en la primera mitad de los 80), y eso ha obligado a gastar la "discreta" cifra de 135 millones de euros en sus respectivas grandes carenas, con el objetivo de garantizar su seguridad y mantener un cuadro formado de especialistas en el ramo.
¿Por qué ha ocurrido esto? Los detalles os los dejo en este enlace, donde se explica rápido y bien, pero los dos motivos principales pueden resumirse así:
a) Una absoluta y total falta de previsión: construir un submarino es, probablemente, la empresa más exigente en el ámbito de la industria armamentística, excluyendo las armas nucleares. Pensar que Navantia tenía la capacidad, a solanas, de diseñar desde cero un buque tan complejo era ignorar absolutamente las capacidades reales de la empresa y del país. Los dos ejemplos más claros están en el error al calcular el desplazamiento del submarino -lo que obligó a su rediseño- y la incapacidad de Abengoa primero y de Técnicas Reunidas después para poner en marcha una planta AIP viable.
b) La ambición política: tanto PP como PSOE se dejaron deslumbrar por esos míticos contratos de exportación que harían viable una Navantia permanentemente en crisis. A fin de cuentas, se acababa de vender Australia una versión de las fragatas F-110 y dos ejemplares del buque de proyección estratégica "Juan Carlos I". Con esos antecedentes se pensó que por qué no podían hacer lo mismo con el S-80, en un contexto (mediados de los dos miles) en el que varios países se planteaban renovar su flota submarina. Así sacarían lustre a la Marca España y, pensemos mal, dejarían jugosas comisiones, que esto es España señores.
¿Lo mejor de todo? Que ni dios ha asumido responsabilidades. La broma nos va a costar, tirando por lo bajo, un 10% de lo que supuso el rescate a toda la banca. En un contexto de crisis galopante, de transferencias indecentes de riqueza desde la sociedad a ciertos ámbitos, la cagada -porque no merece otro nombre- del programa S-80 no ha conllevado ni un cese, ni una dimisión, ni una investigación parlamentaria. Es una constante en el opaco mundillo del pequeño y caro complejo militar-industrial español: cero rendición de cuentas, cero transparencia y cero responsabilidades porque, total, aquí siempre acabamos pagando los mismos. En un país normal se cancelaría el programa entero, se pedirían responsabilidades tanto políticas como judiciales y se evaluaría seriamente si España, en estos momentos puede permitirse un arma submarina, en qué condiciones y a qué precio. En España, como siempre, no pasará nada.