Hace exactamente dos siglos, en 1825, el científico británico Michael Faraday identificó un líquido extraño al calentar residuos de gas utilizado para iluminar las calles de Londres. Era incoloro, tenía un olor dulce y peculiar, y se comportaba de una forma tan misteriosa que ni siquiera los químicos de la época sabían bien cómo clasificarlo. Lo llamó bicarburo de hidrógeno. Nadie imaginaba entonces que esa sustancia, más conocida hoy en día como benceno, llegaría a cambiar la historia de la ciencia y de nuestras vidas
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