Anoche salí con Verónica y sus amigos. Primero, unos cuantos, fuimos al Cheers para echar una cerveza y unos nachos con guacamole y, más tarde, cuando llegaron los demás, cambiamos de lugar para cenar más contundentemente: repetimos el sitio al que fuimos el día del cumpleaños de Romina.
Nos movimos después al Tequila, un bar de copas cerca de la iglesia de Santa Sofía, después de haber cerrado el restaurante con café y chupitos. Estaba lleno y tuvimos que hacer cola durante algunos minutos; pero conseguimos entrar. Había demasiado ruido y demasiada gente; ni siquiera podía escuchar la conversación que mantenía con las personas que rondaban a un palmo de mí. Entonces, entre la muchedumbre, apareció ella, Laura: se acercaba a nuestro grupo para saludar. Fue por los demás y, luego, por mí, el más alejado. Me hice un hueco y me incliné para besarla en la mejilla; casi sin querer, nuestras manos se rozaron, se acariciaron, como una brisa de aire: yo mantuve la mía y ella mantuvo la suya, mirándonos como si detrás de cada uno de nosotros hubiera sólo infinito. Fue nada y fue todo.